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Aimee Toms miraba al frente, o eso me parecía, pero no estaba seguro porque las gafas de sol de espejo le ocultaban los ojos. Y cuando me hablaba, ni siquiera movía la cabeza. Yo, desde atrás, veía su poderosa mandíbula mascando un chicle que, sin necesidad de preguntar, supe que sería sin azúcar.

– Bueno, ¿cuál es tu historia, chico? -me preguntó cuando salimos del motel.

«Yo no les maté. Estaba allí pero no lo hice y no pude hacer nada por evitarlo.» Las palabras estaban ahí, me atraían a su pozo de gravedad, trataban de dar forma a mi respuesta como las vías determinan el camino del tren. Pero no pensaba rendirme. Me resistiría. Y si las cosas se ponían feas, siempre podía ceder más adelante.

– Yo solo quiero reunir dinero para pagar la universidad. Me han aceptado en Columbia, pero no me lo puedo permitir.

– ¿En Carolina del Sur?

– En Nueva York.

– No la conozco. La universidad, no la ciudad. Sí, tienes aspecto de universitario -comentó-. Por eso justamente no entiendo que te hayas metido en esto.

– ¿En qué? -Mi voz chirriaba como su goma de mascar.

– Dímelo tú.

– Siento mucho haber entrado en una propiedad privada, pero ayer no le pareció tan importante. ¿Por qué ahora sí?

– Entrar en una propiedad privada no es importante -concedió la agente Toms-. En cambio, las drogas y el asesinato… eso ya es otra cosa.

– No la entiendo -dije. No soné convincente, el miedo oscilaba en mi boca, el vapor caliente del miedo flotaba en el frío del aire acondicionado del coche.

– Escucha, Lemuel. ¿Lem?

– Lem -confirmé.

– Escucha, Lem. Se me da muy bien juzgar el carácter de la gente. Te miro, hablo contigo y sé que no eres una mala persona. Créeme, llevo haciendo esto lo bastante para saber que la buena gente a veces acaba metida en cosas malas. A veces no entienden muy bien lo que hacen. Otras simplemente están en el lugar equivocado en el momento equivocado. Pero, en vez de salir, se esconden, mienten y violan más leyes para encubrir lo que han hecho.

Aquello se acercaba desagradablemente a la realidad, y nada de lo que yo dijera lo cambiaría. Así que miré por la ventana.

– Lo único que digo -añadió- es que si me explicas qué pasa, haré lo que pueda por ayudarte y evitar que te castiguen porque has sido víctima de las circunstancias. Incluso si crees que es demasiado tarde para hablar, no lo es.

– No sé a qué se refiere -dije-. Lo único que hice fue acercarme demasiado a una granja. No entiendo a qué viene tanto revuelo.

– Bueno, si lo prefieres así -dijo ella, y no añadió nada más hasta que llegamos a la comisaría.

El lugar parecía un viejo edificio de oficinas y, con la salvedad de los uniformes, los policías de dentro podrían haber sido unos empleados municipales cualesquiera. El aire acondicionado borboteaba poderosamente pero no acondicionaba mucho, y en el techo unos ventiladores eléctricos giraban despacio para no volar los papeles de las mesas.

Toms me había puesto una mano en la parte superior del brazo y apretaba con una mezcla de compasión y firmeza. Yo llevaba los brazos a la espalda. No me había esposado, pero me pareció buena idea ponerlos a la espalda, por respeto, para que supiera que era consciente de que podía esposarme y que no quería hacerme el gallito. Cuando avanzábamos por un pasillo de color verde claro con paredes de hormigón que parecía el anexo olvidado de mi antiguo instituto, vimos a un oficial de paisano que conducía a un individuo negro esposado en la dirección contraria. No era más que un adolescente, alto y delgado, con la cabeza afeitada y vello en el bigote. Quizá fuera de mi misma edad, pero sus ojos tenían la expresión endurecida de un criminal, violenta, apática. Cuando nos cruzamos, le eché una mirada con la que pretendía decirle que los dos éramos víctimas de un sistema opresivo, pero el chico me miró con rabia; creo que de haber tenido ocasión me habría matado.

Toms meneó la cabeza.

– George Kingsley. ¿Le has visto bien?

– Lo bastante para saber que me rebanaría el pescuezo solo para divertirse.

– Exacto. Mira, Lem, el caso es que conozco a ese chico desde que tenía doce años. Su padre tenía muchos problemas con la ley, por eso le conocí, pero la madre era una buena mujer que se ocupó de que fuera a la escuela y no se metiera en problemas. Sin embargo el chico hizo más que limitarse a seguir las normas. Siempre estaba leyendo y hablando. Era un chaval de solo doce o trece años y tenía ya unas ideas políticas… Quería arreglar todos los problemas del mundo. Quería ser político y ayudar a los negros. Y sabía qué leyes revocaría y cuáles aprobaría. Era increíble.

– Pues no parece que le haya ayudado mucho.

– Por lo que sé, un día estaba en compañía de gente poco recomendable cuando uno de ellos decidió que fueran a un supermercado. Kingsley pensó que iban a por golosinas. Pero el otro fue y sacó una pistola. Fue una estupidez. No creo que los otros supieran que planeaba nada, pero no quisieron dejar tirado a un amigo. Así que Kingsley acabó en un correccional por haber ido a comprar chocolatinas con quien no debía. Solo estuvo dieciocho meses, pero cuando salió ya no era el mismo. Fue como si le hubieran destrozado el corazón a palos. Cuando entró, era un joven lleno de vida, comprometido, alguien que quizá habría podido hacer del mundo un lugar mejor; cuando salió, era un matón más salido de la fábrica de matones.

– Una tragedia -dije tratando de sonar convincente. Pero tenía tantos problemas que me costaba concentrarme en los problemas de George Kingsley.

– Sí, una verdadera tragedia. ¿Quieres acabar igual? Dices que quieres ir a la Universidad de Columbia, ¿no? ¿Y qué tal una universidad donde te violan todas las noches?

Estaba tratando de desquiciarme, pero ¿para qué? Ya estaba bastante desquiciado. No era ningún niño duro que necesitara que lo asustaran. Pero sí seguía siendo un listillo.

– Si todo el mundo sabe que violan a los prisioneros más débiles -dije-, ¿por qué nadie hace nada?

– No lo sé -dijo ella-. Quizá puedas preguntárselo a los guardas cuando te encarcelen.

No quería pensar en el dilema que Melford me había planteado sobre las prisiones porque por fin conocía la respuesta. Por fin entendía lo que quería decirme. Entendía por qué tenemos prisiones aunque todo el mundo sabe que no funcionan. Si metemos a la gente que viola las leyes en las academias de criminales es para convertirlos en criminales aún más peligrosos, sanguinarios y enajenados. Sabía por qué Kingsley había entrado siendo una víctima y salió convertido en un verdugo. Las cárceles estaban montadas de aquella forma porque funcionaban, solo que lo hacían de una forma mucho más siniestra de lo que habría creído jamás.


Nos sentamos en una pequeña sala de interrogatorios, alrededor de una endeble mesa metálica que habían sujetado al suelo con tornillos. A lo mejor pensaban que algún ladrón se la llevaría si no la sujetaban al suelo. Las paredes eran del mismo hormigón verde claro de los pasillos, con la excepción de un espejo que tenía enfrente. Sabía que podía haber alguien mirando del otro lado, pero dudaba que nadie se molestara en hacerlo.

Toms se sentó frente a mí y apoyó los codos en la mesa.

– Muy bien. Ya sabes por qué estás aquí.

– No, no lo sé. No sé por qué estoy aquí.

No era del todo cierto. No tenía idea de lo que sabían y lo que no sabían. Lo que más me sorprendió fue lo tranquilo que estaba. Tal vez fuera porque sabía que Aimee Toms era amable o porque en los pasados dos días había vivido escenas más temibles (un montón de escenas más temibles) que aquella. Me sentía bien. Sentía que si mantenía la calma, como Melford, todo iría bien.

– Hablemos de Lionel Semmes -dijo ella.

Hice un respingo. No porque reconociera el nombre, sino de exasperación. ¿Lionel Semmes? ¿Había más jugadores metidos en aquello? ¿Hasta dónde llegaría la trama?

– ¿Y ese quién es?

Toms suspiró.

– Quizá le conozcas como Cabrón.

– Oh, Cabrón. Sí. ¿Qué le pasa?

– Háblame de él.

– Bueno -dije pensativo-, traté de venderle unas enciclopedias, pero al final él y su mujer no aceptaron. Lo recuerdo porque no suelo pasar tanto tiempo con una familia sin cerrar una venta. Y además él fue bastante desagradable y maleducado.

– ¿Y?

Me encogí de hombros.

– Y ya está. No sé nada más. ¿Por qué?

– Cabrón no estaba casado, pero él y su novia han desaparecido. Nadie los ha visto desde el viernes por la noche. Por lo que sabemos, eres la última persona que los vio con vida. Eso por sí solo te convierte, o podría convertirte, en sospechoso. Pero luego te encuentro en el lugar donde trabaja Cabrón, acosado por Doe, que es el jefe de Cabrón. Y luego te paseas por la zona haciendo preguntas sobre él. Ves por dónde voy, ¿verdad?

De pronto me sentí mareado. Ya me había parecido que lo de preguntar a los vecinos era un error. Ahora lo sabía. ¿Por qué había insistido Melford en que lo hiciera? No podía dejar de oír el eco de las dudas de Chitra en mi cabeza. ¿Quería Melford que me vieran?

– Yo no he hecho eso -mentí.

– Algunos vecinos dicen que ayer pasaste por sus casas haciendo preguntas sobre Karen y Cabrón. O por lo menos vieron a alguien que encaja con tu descripción. Si quieres podemos hacer una rueda de reconocimiento, pero creo que los dos sabemos cómo acabará.

– Adelante -dije encogiendo los hombros. Era lo único que se me ocurría, hacerme el duro. Tuve que contener una leve sonrisa porque sentía que me estaba pasando lo mismo que ya les había pasado a otros. Allí estaba yo, un sospechoso al que el sistema estaba convirtiendo en algo mucho peor. Si pasaba el tiempo suficiente en la cárcel, es posible que me volviera peligroso.

– Registramos su caravana -dijo Aimee-. Encontramos restos de sangre.

La estudié. No dijo nada acerca del cadáver de un tipo que se echaba el pelo que le quedaba sobre la calva, así que supuse que Doe se había llevado el cuerpo.

– Encontramos montones de huellas. Estoy segura de que algunas serán tuyas.

– Ya le he dicho que traté de venderles unos libros. Claro que encontrarán mis huellas.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Y qué me dices de la sangre? ¿Alguna idea?

– Pues no. No vi que nadie sangrara mientras estuve dentro.

– Podría ser de ellos. Quizá los mataste y limpiaste la sangre pero cometiste errores.

– Eso es una locura. ¿Por qué iba a matarlos? No los conocía. ¿Y cómo me iba a deshacer de los cuerpos? Ni siquiera tengo coche.

– Yo creo que colaboraste. También creo que la persona que lo hizo arrojó los cuerpos en la laguna de desechos. En cuanto tengamos las pruebas suficientes para pedir una orden, lo comprobaremos. Eso explicaría por qué estabas allí.

– Agente, usted me vio. ¿Tenía pinta de acabar de tirar dos cuerpos en ese pozo apestoso? Estaba un poco magullado y despeinado, pero no estaba cubierto de sudor.

– Da igual -concedió ella-. El caso es que no lo sabemos. Trabajamos sobre hipótesis. Esa sangre podría ser de Karen y Cabrón. O no. Hace un par de días que la madre de Karen no aparece, así que quizá sea ella quien les ha matado.

La madre de Karen, pensé. El tercer cuerpo.

– Hay otras posibilidades -añadió-. Cabrón robaba mascotas, la sangre podría ser de animal.

– ¿Robaba mascotas? -Traté de parecer sorprendido y horrorizado-. ¿Para qué?

– Y yo qué sé. Teníamos un montón de reclamaciones, pero no podíamos demostrar nada. Hablé con él personalmente, pero… -Se encogió de hombros-. Mucha gente estaba convencida de que era él, pero sin pruebas no podíamos hacer nada. Y si había alguna clase de prueba en la caravana de su novia, en la jurisdicción de Doe, estábamos con las manos atadas porque Cabrón trabajaba para Doe.

– ¿Y no hicieron nada? -pregunté-. Se lleva los gatos y los perros de la gente ¿y le dejan que siga?

– Ya te lo he dicho, legalmente no podíamos hacer nada… no sin pruebas.

– No suena muy convincente.

– ¿Podemos ceñirnos al tema?

– Sí, sí. Solo es que me parece raro.

– El problema no es que desaparezcan gatos y perros, sino que han desaparecido unas personas y quizá estén muertas. Y creo que tú sabes algo.

– No, yo no sé nada. ¿Puedo llamar a un abogado?

– No estás arrestado.

– Entonces, ¿puedo irme?

La mujer parecía estar considerando la pregunta cuando llamaron a la puerta.

Se excusó y volvió al cabo de un minuto, meneando la cabeza.

– Acabamos de recibir una llamada. Cabrón, Karen y la madre de Karen han aparecido. Están visitando a unos parientes en Tennessee. Parece ser que Karen ha llamado a un vecino, él le ha dicho que todos la daban por muerta y por eso ha llamado a la comisaría.

Melford ataca de nuevo, pensé. Traté de no sonreír.

– Entonces, si no están muertos, no hay asesinato y usted no tiene que velar por que no se me acuse erróneamente.

Ella hizo una mueca.

– Eso parece. Pero te digo una cosa, chico: no creo que estés siendo sincero conmigo. No sé lo que te traes entre manos, pero hazlo en otra parte. No quiero estas cosas por aquí.

No dije nada. No ganaba nada volviendo a negarlo, pero tampoco quería asentir como si ella tuviera razón.

– Entonces me voy. Pero creo que tendrían que tomarse más en serio lo de las mascotas. -¿Por qué me inmiscuía en aquello en vez de salir corriendo?

– Mira, tenemos robos, drogas y violaciones de sobra. Los garitos y los perritos desaparecidos están bastante abajo en nuestra lista de prioridades.

– O sea, que un tipo como Cabrón puede hacer lo que quiera siempre y cuando lo niegue. -Me felicité a mí mismo por aquel uso magistral del presente.

– Básicamente sí. La próxima vez que te pierdas y vayas a parar a la granja, echa un vistazo dentro. Cuando veas cómo tratan a esos cerdos, a lo mejor lo ves de otra forma. ¿En qué se diferencian de esas mascotas, aparte de en que no son monos y peludos? Si no es un crimen matar a unos, ¿por qué tiene que serlo matar a los otros?

Buena pregunta, pero tenía la sospecha de que Melford diría que estaba enfocando el tema de forma equivocada.


Hasta que no salí no se me ocurrió que necesitaba un medio de transporte para regresar al motel. Volví a entrar y le dije al policía de recepción que necesitaba que me llevaran.

– Esto no es un servicio de taxi -me dijo.

– Bueno, yo no he pedido que me trajeran acusado de matar a unas personas que no están muertas, así que quizá alguien tendría que llevarme.

– Esto no es un servicio de taxi -repitió.

Vale, tenía razón, le dije, aquello era una comisaría. Pregunté si podía darme el número de un servicio de taxis.

– Esto no es una guía de teléfonos.

– Por favor, ¿puede decirme cómo conseguir un taxi?

El tipo se encogió de hombros, miró detrás de su mesa, me pasó unas páginas amarillas y luego me señaló un teléfono de pago. Al menos llevaba monedas, y no tuve que oírle decir que aquello no era una máquina de cambio.

Devolví las páginas amarillas y salí fuera a esperar el taxi. Llegó cinco minutos después. Le dije al taxista que me llevara a la estación de autobuses. Esperaba llegar a tiempo para encontrar a Chitra. Me instalé en el asiento de atrás, me recosté contra el cuero roto y cerré los ojos, casi pensando en dormir.

Cuando noté que el coche aminoraba la marcha, abrí los ojos y vi que aún estábamos lejos de la estación. No, estábamos en el arcén cubierto de hierba, un tramo de unos tres o cuatro metros de pata de gallina y maleza que separaba la carretera del canal de algas verdes. Vi el destello rojo y azul de las luces de policía. El coche que venía detrás era azul marino y blanco, y reconocí aquel tramo de carretera. Meadowbrook Grove. Doe se apeó del coche y se acercó.

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