4

El corazón me latía con violencia, y el miedo me oprimía el pecho como un muelle a punto de saltar. Acababa de presenciar la muerte de dos personas. Yo sería el siguiente. Iba a morir. Todo parecía frío, glacial, lento, irreal, y tan dolorosa, física e innegablemente real como para formar un nuevo estado de conciencia.

No decidí conscientemente darme la vuelta para mirar al asesino, pero lo hice. Giré el cuello y vi a un hombre inusualmente alto a mi lado. Sostenía una pistola que apuntaba en mi dirección, aunque no exactamente hacia mí. El eclipse lunar de su cabeza tapaba la bombilla desnuda del techo y por un instante no fue más que una silueta oscura con el pelo desordenado. La pistola, que sí veía claramente, llevaba un cilindro largo y negro en el extremo, y supe que era un silenciador porque lo había visto en muchas series de televisión.

– ¡Mierda! -dijo el hombre. Se movió y entonces pude verlo, y no me pareció un asesino furioso, sino desconcertado-. ¿Y tú quién eres?

Abrí la boca, pero no dije nada. No porque el miedo me hubiera hecho olvidar mi nombre o me impidiera hablar; más bien fue porque sabía que mi nombre no le diría nada. El hombre quería algún tipo de información que le ayudara a situarme, a decidir si me dejaba vivir o no, pero yo no colaboraba.

Apuntándome todavía con la pistola, el hombre miró mi rostro confuso, con una expresión paciente, fría como la de un reptil, pero también extrañamente cordial. Tenía el pelo rubio, o más bien blanco, y lo llevaba de punta, al estilo de Andy Warhol. Era inusualmente delgado, como Karen y Cabrón, pero no tenía el mismo aspecto enfermo y consumido que ellos. En realidad, con aquellos vaqueros negros, camisa blanca abotonada hasta arriba, botas deportivas negras y guantes negros, se le veía en forma y elegante. Una mochila de universitario colgaba ociosamente de su hombro derecho. Incluso bajo la luz nebulosa de la caravana, sus ojos de color esmeralda resaltaban contra la piel blanca.

– Tranquilo -dijo. Tenía las maneras de quien controla la situación, pero durante apenas una fracción de segundo pareció desmoronarse y recuperó la compostura otra vez, pasando de estatua a despojo y a estatua otra vez.

Dio un paso a la izquierda, luego a la derecha, en una versión abreviada de lo que es andar arriba y abajo.

– Como has visto, no te he matado y te aseguro que no tengo intención de hacerlo. No soy un matón. Soy un asesino. Lo peor que puede pasar si haces alguna estupidez y me pones nervioso es que te dispare en la rodilla. Te dolerá mucho, y es posible que quedes lisiado, así que preferiría no tener que hacerlo. Tú mantén la calma y haz lo que yo te diga, y te prometo que todo irá bien. -Miró a su alrededor y dejó escapar un suspiro que hizo que le temblaran los labios-. Mierda. Estaba tan colocado por la adrenalina que ni siquiera te he visto.

Yo seguía mirándole, en una especie de estado de shock. El pánico se hinchaba en mi cabeza como un rugido sordo y mi corazón latía con violencia, pero lo sentía como algo distante y extraño, como el eco diminuto de alguien que aporrea algo muy lejos. El cuello me dolía de mirar hacia arriba, pero no quería apartar la mirada. Si me movía demasiado a lo mejor el individuo se ponía nervioso.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó el asesino-. No tienes pinta de ser un amigo.

Yo sabía que lo mejor era contestar, pero algo en el mecanismo que hacía funcionar mis cuerdas vocales se negaba a moverse. Tragué con dificultad, dolorosamente, y volví a intentarlo.

– Vendo enciclopedias.

Los ojos verdes se abrieron desmesuradamente.

– ¿A estos zoquetes? Jesús. Tendrías que haberlo hecho hace unos años. A lo mejor un poco de cultura les habría salvado. Pero ¿sabes una cosa? Lo dudo.

No preguntes, me dije. Tú cierra la boca, mantén la calma y veamos qué quiere. No te ha matado. Dice que no lo hará. No preguntes.

– ¿Por qué los has matado? -pregunté de todos modos.

– No es asunto tuyo. Basta con que sepas que lo merecían. -Cogió la silla que había junto a la mía y se sentó, con movimientos decididos y autoritarios, como un hermano mayor que está a punto de soltarte un sermón sobre la necesidad de decir «No a las drogas». Era más joven de lo que pensaba. Veinticuatro o veinticinco. Parecía alegre, como si tuviera sentido del humor…, justo la clase de tío que te gustaría que estuviera en tu grupo, o que viviera en la misma planta que tú en la residencia de estudiantes. Eso es lo que se me pasó por la cabeza en aquel momento. Era una idiotez, pero así era.

– Quiero que recojas tus cosas -dijo el asesino-. No dejes nada que delate tu presencia aquí.

No conseguía moverme. Parecía que el hedor del parque de caravanas había empezado a filtrarse en el interior, imponiéndose por encima del olor a tabaco, pólvora y sudor, pero entonces me di cuenta de que era el olor de los cuerpos (orina, excrementos y sangre). Y aquellas caras, con los ojos vacíos… Mi mirada no dejaba de desviarse hacia aquellas dos cabezas destrozadas, paralizadas en un gesto terminal de sorpresa.

– Es importante -dijo el asesino casi con amabilidad-. Necesito que recojas tus cosas.

Me levanté obedientemente, como hipnotizado, pensando que mentía y que al final me mataría. En cuanto me diera la vuelta, oiría el puf del silenciador y sentiría el dolor punzante del metal al penetrar en mi espalda. Sabía que iba a matarme. Pero al mismo tiempo sabía que no. Quizá solo era intuición, o un deseo, pero cuando dijo que no pensaba matarme, una parte de mí lo creyó, y no con la desesperación y el patetismo con que se creen a veces las cosas. Mi esperanza no era como la del condenado, que siente el nudo de la soga alrededor del cuello y reza para que llegue el indulto. Por la razón que fuera, la idea de que podría salir con vida de aquello me parecía totalmente plausible.

Miré mis cosas. Todos los materiales sobre los libros estaban sobre la mesa y, milagrosamente, la sangre no los había salpicado. Las manos me temblaban como un motor fuera borda, pero empecé a recoger los folletos y las muestras, las hojas de precios, cogiendo cada uno con tiento, como un policía reuniendo pruebas, y los guardé en la cartera anticuada de mi padrastro. Cogí el cheque que Karen me había firmado y me lo metí en el bolsillo. Entretanto, el asesino se puso a organizar las cosas de Karen y Cabrón. Colocó el talonario junto a un montón de facturas que había al lado del teléfono, devolvió los bolígrafos a un tazón que había sobre la barra que separaba la cocina de la sala de estar. Con cuidado de no pisar la sangre, llevó mi taza a la pila, la lavó metódicamente con un estropajo, y consiguió que sus guantes se mantuvieran razonablemente secos.

Parecía tan sereno, tan condenadamente sereno… Iba de un lado a otro totalmente impasible, como esas personas que actúan como si todo hubiera salido según lo planeado incluso cuando no es así. El hecho de que yo estuviera en la caravana le había alterado solo durante un instante. Hubo cambio de planes, nada más. Yo me ponía histérico cuando me dormía cinco minutos, pero aquel tipo estaba centrado.

Pasó por encima de los cuerpos y de la sangre y volvió a sentarse a mi lado. Su proximidad tendría que haberme intimidado, pero no era así. Bajo su mirada intensa, mi cabeza quedó vacía de todo, salvo por un miedo impreciso y una esperanza irracional.

El asesino apuntó el arma al techo, desenroscó el silenciador, y luego quitó el cargador y sacó una bala de la recámara. Sin apartar la vista de mí, guardó esos accesorios en la mochila y colocó la pistola sobre la mesa. Yo me la quedé mirando. En mi familia no teníamos pistolas. No teníamos armas de fuego, ni cuchillos, ni siquiera bates de béisbol guardados debajo de la cama. No utilizábamos armas. Cuando había ratones en casa, llamábamos a un desratizador y dejábamos que él se ocupara del veneno y las trampas. Yo procedía de un entorno muy pudibundo, y me habían educado en la creencia de que si te enfrentas a la vida con violencia, esa violencia acaba volviéndose contra ti como un robot que se amotina y destruye a su amo.

Bueno, pues allí la tenía, ante mí: la pistola. Como en las películas. Sabía que ya no estaba cargada, pero por un momento pensé en cogerla y hacer algo heroico. Quizá podía dejar al asesino KO de un golpe. Darle con la culata o alguna otra acción igual de varonil. Sin embargo, mientras yo consideraba las alternativas, el asesino se sacó otra pistola de la mochila y tuve que descartarlas.

De nuevo, apuntó el arma en mi dirección, no para asustarme, sino para asegurarse de que me mantenía en mi sitio y recordaba quién mandaba allí.

– Dame tu cartera.

Yo no quería perder mi cartera. En ella llevaba el dinero, el carnet de conducidla tarjeta de crédito que mi padrastro me había cedido a regañadientes y que solo se me permitía utilizar en caso de emergencia, aunque incluso entonces sabía que me echarían la bulla. Por otro lado, si el asesino quería mi cartera, me dije, a lo mejor no quería matarme. Le hubiera resultado más fácil quitarle la cartera a mi cadáver. Así que saqué la cartera del bolsillo trasero con dificultad, porque la una y lo otro estaban mojados por el sudor, y se la entregué. El asesino comprobó el contenido con destreza a pesar de los guantes, y sacó mi carnet de conducir, donde había una fotografía mía en la que parecía indeciblemente idiota y llevaba una camisa de velludillo que en aquel entonces debió de parecerme muy guay, pero que ahora me mortificaba.

El asesino lo examinó brevemente.

– Si no te importa, me quedo con esto, Lemuel.

Quería quedarse mi carnet de conducir. Eso era importante; presagiaba algo terrible, aunque no acertaba a darle forma en mi cabeza.

– Y ahora, coge la otra pistola. Venga. Te prometo que si cooperas no te haré daño.

No quería tocar la pistola. No quería acercarme ni remotamente a aquel trasto. ¿Qué pasaría si lo hacía? ¿Me dispararía y diría que había sido en defensa propia y que yo había matado a Cabrón y Karen? Coger la pistola era una locura, pero también lo era no cogerla, así que cerré mis dedos sobre ella y la levanté. Era más pesada pero también más ligera de lo que había imaginado, y temblaba en mi mano.

– Apunta a la nevera -dijo el asesino.

Yo, que no quería causar problemas ni discutir, hice lo que me decía.

– Aprieta el gatillo.

Acababa de verle quitar el cargador, sabía que no estaba cargada, y aun así pestañeé cuando lo hice. Apreté con fuerza, esperando oír el bum de un reportaje televisivo sobre un tiroteo, pero lo único que salió fue un clic hueco. Permanecí con el brazo extendido. La pistola seguía temblando.

– Buen trabajo, Lemuel. Ahora deja el arma en la mesa.

Lo hice.

– Bueno, este es el trato -dijo el asesino-. Ahora tus huellas están en el arma homicida. Eso es malo para ti, y bueno para mí. Pero seré franco. Si te vas y no dices una palabra de lo que has visto, nadie encontrará nunca esta arma, nadie sabrá que has estado aquí y ninguno de los dos tendrá ningún problema. No hago esto para incriminarte, solo quiero asegurarme de que no dices nada. Así que si se te ocurre ir a la policía, recibirán una pista anónima que les llevará a esta pistola, que te señalará a ti como el asesino, Lemuel Altick. En cambio, si aceptas que en todo esto hay en juego cosas importantes de las que tú no sabes nada y, en consecuencia, mantienes la boca cerrada, la policía nunca te relacionará con lo sucedido. Bueno, como ves, estoy siendo muy justo, así que no lo olvides si tienes algún escrúpulo moral. Créeme, eran muy mala gente, y se lo estaban buscando. Qué, ¿estamos de acuerdo?

Yo asentí despacio, y pensé por primera vez que seguramente el asesino era gay. No es que fuera afeminado ni nada por el estilo, pero había algo en él, en la forma en que se movía y hablaba, que parecía contener una significación no articulada. Y entonces, una vocecita en mi interior me dijo que no importaba que fuera gay. No importaba si le gustaba montárselo con monos proboscidios. Si quería que no me mataran tenía que mantenerme sereno. Y ahora había otro problema. Quizá fuera cierto que me dejaría vivir, pero también podía inculparme por el asesinato.

Alcé la vista y vi que estaba meneando la cabeza.

– De verdad, me gustaría que no te hubieras encontrado con todo este lío. ¿Qué hace un chico educado como tú vendiendo enciclopedias? ¿Vas a la universidad?

Tragué con dificultad.

– Estoy tratando de reunir el dinero. Me aceptaron, pero no puedo pagarla, así que he tenido que posponerlo.

El hombre me señaló.

– ¡Deprisa! Tu obra favorita de Shakespeare.

No podía creer que estuviera teniendo aquella conversación.

– No estoy seguro. Tal vez Noche de reyes.

Él arqueó una ceja.

– ¿Sí? ¿Por qué?

– No sé. Se supone que es una comedia, pero en realidad es cruel y espeluznante. El malo de la obra es el único que en realidad está intentando restablecer el orden.

– Interesante. -Asintió con aire pensativo y agitó una mano en el aire-. Bueno, de todas formas, ¿a quién le importa? A Shakespeare se le da demasiada importancia. Venga, ahora Milton. Ese sí es un poeta.

El miedo, que más o menos había conseguido dominar durante un rato, era tan fuerte que brillaba a mi alrededor como la electricidad de una Tesla Ball. Ese era el tipo de cosas que hacían los chiflados antes de matarte, ¿no? Lo había visto en las películas. Pero, incluso si no era así, acababa de ver cómo mataba a dos personas. Cada vez que mi atención se desviaba a otra cosa, que trataba de tranquilizarme pensando que el asesino no me mataría, aquella realidad me sacudía con violencia. Dos personas habían muerto. Para siempre. No sé lo que habrían hecho Cabrón y Karen, pero no merecían que les dispararan como a animales.

Sin embargo, a pesar de la tristeza que me producía la crueldad indeleble de la muerte, empecé a sentir otra cosa por el asesino, admiración tal vez, aunque no era eso exactamente. Su presencia me aterraba, pero también necesitaba su aprobación. Sé que era absurdo, pero tenía que ganarme su confianza, y esa fue la razón por la que hablé.

– Hay otra cosa -dije deliberadamente despacio, en un esfuerzo desesperado por controlar el temblor de mi voz-. Aparte de Shakespeare, quiero decir. Un hombre me vio entrar.

El arqueó una ceja.

– ¿Qué clase de hombre?

– Un hombre. Un redneck muy desagradable.

– ¿Cuándo?

– Hará unas tres horas.

El asesino agitó la mano quitándole importancia.

– Olvídalo. No recordará quién eras ni qué hacías aquí. No te causará ningún problema. Y si mete a la poli en esto, tú solo tienes que decir que intentaste venderles unos libros, pero no funcionó y te fuiste. No hay nada que pueda relacionarte con ellos, nada que indique que tenías un móvil. Nada de nada.

– No sé.

– Si la policía va a verte, les dices que entraste y te fuiste, que no viste nada extraño… excepto al redneck, y que no tienes nada más que decir. Te dejarán en paz enseguida, y empezarán a investigarle a él. Confía en mí.

¿Confiaba en él? Había entrado a la fuerza en mi vida, había matado a dos clientes potenciales delante de mis narices y lo había dispuesto todo para que yo pareciera el culpable. Asentí.

– Estupendo. Ahora creo que tendrías que irte.

Sí, parecía una buena idea. Era más de lo que habría podido desear. Me levanté sobre mis piernas inestables, me sujeté a la mesa hasta que conseguí mantenerme mínimamente y empecé a dirigirme de lado hacia la puerta, sin quitarle ojo al asesino.

– Lemuel -dijo-. Espero que hagas lo correcto y mantengas la boca cerrada.

Sintiéndome algo humillado, pasé a la sala y abrí la puerta de atrás. Salí al patio y, por un momento, el calor, la humedad y aquel olor tan malsano consiguieron que olvidara el miedo. Había visto cómo mataban a dos personas a unos metros de mí, había estado sentado junto al asesino y había salido con vida. No iba a morir.

Lo único que quería era salir de allí antes de que apareciera la poli.

Sí, podía pasar fácilmente a la parcela de los vecinos, así que cerré la puerta a mi espalda y salí a aquella oscuridad enfermiza. Una luna espectral brillaba tras un pesado manto de nubes. Un coro de grillos cantaba y, muy cerca, la insondable rana tropical entonaba su canto ecuatorial. Un mosquito se lanzó en picado contra mi oído, pero no hice caso de aquel zumbido explosivo. Avancé con dificultad, vagamente consciente de que las luces de la caravana de Cabrón y Karen se habían apagado metafóricamente.

Cabrón y Karen. Él tan irritante y siniestro. Ella, consumida y estropeada. Muertos. Los dos muertos. Sus hijas, dondequiera que estuvieran, no sabían que se habían convertido en huérfanas. Las jóvenes vidas que habían conocido hasta entonces habían terminado. Y yo había estado presente, había presenciado el horror innombrable de sus muertes, había estado sentado junto al asesino, y me había parecido extrañamente encantador. No es que hubiera podido hacer nada para salvar a Karen y a Cabrón, pero ahora sí podía hacer algo. Podía acudir a la policía lo antes posible. A lo mejor atrapaban al asesino mientras aún estaba en la caravana. Pero incluso si no llegaban a tiempo, nadie creería que yo los había matado.

¿O sí?

El asesino, cuando no estaba asesinando, parecía un tipo razonable. Quizá creía de verdad que Cabrón y Karen merecían aquello. ¿Vivía en un mundo en el que la mala gente moría a manos de asesinos justicieros? Nada en mi vida apuntaba en aquella dirección… hasta esa noche.

Las dos primeras caravanas ante las que pasé estaban a oscuras, aunque oí el ladrido de un perro furioso. Salí a otra calle y por alguna razón me sentí mejor. Estaba casi a kilómetro y medio del Kwick Stop y solo pasaron un par de coches a toda velocidad. No dejaba de repetirme a mí mismo que quizá conseguiría salir airoso de aquello, que podría recuperar mi vida.

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