12

Esa misma noche, un rato antes, Jim Doe se encontraba en la caravana de la policía, sin esperar nada en concreto, pero sí algo malo.

– ¿Cómo van tus gónadas?

Pakken estaba sentado delante de Doe, con los pies sobre la mesa y una mastodóntica taza de plástico llena de café de gasolinera. Ya llevaba dos o tres horas con aquello, así que el café debía de estar helado.

La pregunta no venía a cuento de nada, ya que los dos llevaban horas sin hacer nada. Pakken estaba concentrado en una de sus revistas de crucigramas, con el bolígrafo suspendido sobre las páginas. Doe estaba hojeando el Sports Illustrated, y no prestó atención a un artículo sobre los Dolphins. Seguía vestido de paisano, con vaqueros y una camiseta negra. A veces le apetecía relajarse en la caravana de la policía.

Doe sabía que Pakken acababa de encontrar una palabra difícil. Siempre que le pasaba, empezaba una conversación. Se ponía a hablar de lo que fuera y, tarde o temprano, lo sacaba a colación. «Acabo de encontrar "insustancial"», decía con orgullo infantil. En las mejores circunstancias, estas interrupciones eran de lo más molestas, pero aquel día lo eran mucho más porque el tema favorito de Pakken eran los testículos de Doe.

Fue Pakken quien lo encontró después de su desafortunada aventura con aquella puta de Miami: fue a buscarlo cuando vio que Doe no aparecía al día siguiente. Fue él quien dedujo lo que podía haber pasado, porque sabía dónde le gustaba buscar a sus chicas al jefe de policía… Para un imbécil como él, no estaba mal. Cuando lo encontró por la mañana temprano, Doe aún estaba inconsciente. Pakken se agachó a mirar por la ventanilla del coche con una sonrisa en sujeta ancha y plana, coronada por una única y espesa ceja y una cavidad craneal propia de un hombre de las cavernas. Doe agitó los párpados y dijo:

– Los huevos, me ha destrozado los huevos.

– ¿Qué ha pasado, jefe?

Tenía las pelotas hinchadas y doloridas. Le dolía hasta mover las piernas.

– Una zorra me ha atacado -musitó él.

Pakken lanzó una risotada.

– Sí, esa sí que es buena. Ella te atacó.

Doe se incorporó trabajosamente y un fuerte dolor le atravesó las pelotas, pero se mordió el labio y se apeó del coche. Y entonces le dio un tortazo a Pakken. De los fuertes.

– ¿Tú de qué coño te ríes?

Con la punta de un dedo Pakken se tocó con cautela la mejilla.

– Eh, ¿por qué has hecho eso?

– Fue una mujer que iba a toda velocidad, pedazo de idiota -dijo Doe-. Estaba poniendo en peligro su vida y la de los demás, y encima ha agredido a un policía. ¿Te parece divertido?

Pakken seguía tocándose la mejilla, que se le estaba poniendo muy roja.

– Mierda. Yo pensaba que querías que te la chupara.

Ahora, casi una semana más tarde, los dos estaban sentados en la caravana, Pakken con su café frío y Doe recostado en su silla, dando tragos de su botella de Yoo-hoo aderezado con bourbon.

Era como una especie de ritual, los dos allí, ociosamente, hablando o sin hablar, pero Doe no quería mirar la cara de idiota de Pakken. Aún tenía las pelotas hinchadas y sensibles. Aunque estaban algo mejor. Estaba casi seguro de que estaban mejor que el día antes. Con mucho cuidado se metió la mano por los pantalones; la presión sobre el escroto dolía, le dolió muchísimo, pero puede que un pelín menos que la última vez que lo había comprobado. Pakken se había reído de él. Reírse de un oficial herido en acto de servicio era una falta de respeto. ¿Qué clase de cabrón enfermo se reiría?

No, Pakken no estaba enfermo, era joven, nada más. Su tío, Floyd Pakken, era la mente prodigiosa que había detrás de Meadowbrook Grove. Y a quien se le había ocurrido el nombre, a pesar de que no tenían prado, ni arroyo ni arboledas, * porque sonaba mucho mejor que Parque de Caravanas que Huele a Mierda de Cerdo. Fue idea de Floyd convertir el parque de caravanas en un municipio independiente y bajar el límite de velocidad permitido para hacer que entrara dinero. Y lo hizo. Todos los ciudadanos tenían gas y electricidad gratis, lo cual no era poca cosa durante los sofocantes meses de verano. Tenían el agua y los servicios básicos del teléfono gratis. Celebraban tres o cuatro grandes barbacoas al año, el Carnaval en primavera, una fiesta de Halloween para los niños, y el 4 de Julio con una o dos futuras promesas del country. Eran más felices que los cerdos revolcándose en la mierda que, irónicamente, es el precio que tenían que pagar para tener todo aquello. O, para ser más exactos, el olor de los cerdos revolcándose en la mierda, ya que el municipio también incluía la granja de cerdos de los terrenos próximos de la familia de Doe.

Cada año la oficina del alcalde, que en la práctica estaba formada solo por el alcalde, redactaba un informe donde se detallaban los ingresos por infracciones de tráfico y los gastos por impuestos, servicios y salarios, y el balance siempre quedaba perfectamente nivelado. Como mucho sobraban unos pocos dólares para el ejercicio siguiente. ¿Por qué no? Nadie se fijaba en ese informe, nadie se molestaba en comprobar si todo aquello no eran más que patrañas. Pero lo eran, desde luego.

Floyd había sido muy listo al idear aquel fraude. Doe siempre había sospechado que tenía alguna otra cosa entre manos además de su más que generoso sueldo, del que todos estaban al corriente ya que había hecho tantísimo por la comunidad. Sí, lo sospechaba, y cuando Floyd murió en un accidente de coche, junto con un par de putas cubanas de catorce años, él se convirtió en el candidato perfecto para jefe de policía y alcalde. Cuando llevaba dos semanas en el cargo, después de haber revisado los registros y haber rastreado el destino del dinero, Doe no dejaba de felicitarse por el ingenio de Floyd. Dos meses después, ya se reía de él por pensar a tan pequeña escala. Todos los años Floyd desviaba veinte o treinta mil. Bravo por él. Que Dios bendijera su pequeño corazón. Tres años después, Doe sacaba el triple. Era fácil. Y la cantidad no dejaba de aumentar.

Si jugaba bien, tenía paciencia y no hacía tonterías, Doe podía desviar cien mil en un año. Cuando hubiera reunido un millón, anunciaría que quería retirarse. Se iría a las islas Caimán, donde tenía una cuenta de ciento treinta mil dólares. Se compraría una casa enorme y viviría el resto de sus días tomando daiquiris de fresa y tirándose a turistas. No estaba mal.

Todo iba sobre ruedas. El timo de las multas, el acuerdo con B. B… todo. Hasta ahora. No soportaba aquella espera, no saber si la periodista de Miami aparecería. Por experiencia, Doe sabía que la mayoría no explicaban lo que les había pasado. Era como si estuvieran programadas para eso, como robots o algo así: cuanto peor las tratabas, menos se defendían ellas. Y podías aprovecharlo, como había hecho él con su ex. Pero, sobre todo, se aguantaban porque sabían lo que pasaría si no lo hacían.

¿Cuántas querrían llevar realmente algo así ante un tribunal? Sabían muy bien lo que pasaría.

– Sea sincera. Su señoría, el alcalde Doe, le pareció bastante atractivo, ¿no es así?

– Sí, al principio, pero…

– Y al menos hasta cierto punto le halagó que quisiera practicar el sexo con usted, ¿verdad?

– Sí, me halagó, pero…

– Y, durante sus interacciones, ¿disfrutó en algún momento de la sensación de tener el pene inusualmente grande de él en su boca? Recuerde que está bajo juramento.

– Yo no se lo pedí.

– ¿Disfrutó usted? ¡Responda a la pregunta!

– ¡Sí! ¡Sí! Me avergüenza, pero sí, me gustó.

¿Qué mujer pasaría por algo así voluntariamente? Y sin embargo, Doe tenía un mal presentimiento con aquella periodista. Había conseguido escapar antes de que entraran realmente en materia. Y el hecho de que le hubiera golpeado en las pelotas podía hacer pensar que de verdad no quería hacerlo. Además, era periodista, y nada la haría más feliz que una historia sobre aquellos catetos con la trampa para conductores de su parque de caravanas.

La mañana después del incidente, tras volver a casa y ducharse -doblando el cuerpo para que el agua no le tocara sus partes y manteniendo la cabeza levantada para no tener que mirar aquella cosa hinchada y púrpura tan espantosa- se vistió, aunque los calzoncillos y los pantalones le dieron algunos problemas, volvió a la caravana policial y llamó a la patrulla de carreteras de Florida.

– Soy Jim Doe. Jefe de la policía y alcalde de Meadowbrook Grove.

– Ah, ¿sí? -dijo la voz del otro lado de la línea. Luego se oyó una risita, medio disimulada. Todos conocían Meadowbrook Grove.

– Sí. Mire, esto es un poco embarazoso, pero anoche estaba poniéndole una multa a una mujer…

– Avisaré a la prensa… -dijo aquel gracioso.

– Anoche estaba poniéndole una multa a una mujer -siguió diciendo Doe- y puede que bajara la guardia, no sé. Era joven, y parecía inofensiva y… bueno, digamos que me cogió por sorpresa. Me golpeó con la puerta del coche y huyó antes de que yo pudiera volver a mi vehículo para seguirla. Pero aún tengo su permiso de conducir y la documentación del coche.

– ¿De verdad?

– Sí, de verdad. No sé por qué huyó de aquella forma, si no es que ocultaba algo.

– ¿Y eso lo ha deducido usted solo?

– Y me agredió. Agredió a un oficial de policía.

– ¿Le agredió a usted y a un oficial de policía?

– Oiga. No tengo nada contra usted y estoy seguro de que si le hubiera pasado a un agente de autopistas ya tendrían un helicóptero barriendo la zona.

– A un oficial de autopistas no le habrían dejado fuera de combate.

– Solo estoy tratando de informar sobre una persona peligrosa. La mujer me agredió, quién sabe si no le sacará una pistola a alguno de los suyos. No sé. ¿Me está diciendo que no tendría que haber informado del caso?

El otro dejó escapar un largo suspiro.

– De acuerdo. Deme los datos.

Doe le leyó los datos y colgó. Él dice que la mujer trató de huir. Ella dice que él trató de atacarla. Si es necesario, él reconocerá que, por el motivo que sea, quizá la mujer pensó que él iba a atacarla y se contentaría con que la amonestaran. Pero de momento lo había arreglado para que fuera su palabra contra la de él. Aquello debía de haber hecho su efecto porque, días después, seguía sin saber nada de ella.


Media hora después de la última pregunta.

– ¿Cómo están las joyas de la familia? -preguntó Pakken.

– ¿Por qué no te largas a detener a infractores? -contestó Doe.

– Porque no estoy de servicio.

– No tienes iniciativa.

– Puede, pero estoy «iniciado» -dijo él volviendo el libro para que Doe pudiera ver la palabra que había rodeado con bolígrafo rojo.

– Vete a poner unas multas o vete a casa.

Pakken supuso que Doe quería estar solo, así que refunfuñó un poco y se tomó su tiempo para recoger sus trastos. Diez minutos más tarde salía por la puerta. Doe se levantó y fue renqueando, con las piernas muy separadas, hasta la barra, donde cogió lo que él consideraba su embudo de las fuerzas de la ley para añadir más bourbon a su Yoo-hoo. Volvió a su sitio -ahora que no había nadie no tenía por qué intentar andar como si no pasara nada- y puso los pies sobre la mesa, extendió las piernas y dio espacio para respirar a sus partes heridas.

Sonó el teléfono. Seguramente era Pam otra vez; todos los días le llamaba un par de veces para pincharle por haberse olvidado del cumpleaños de Jenny. Ya se lo había explicado: que no se había olvidado, que estaba ocupado con un caso importante y no había podido ir. Pero no la había convencido.

Era mejor dejar que sonara, pero tenía responsabilidades para con la comunidad, así que cogió el auricular.

– Policía de Meadowbrook Grove.

– Quería hablar con el jefe Doe. Soy el oficial Álvarez, de la patrulla de carreteras de Florida.

– Doe al habla.

Con un nombre como Álvarez, Doe habría esperado que tuviera acento o algo, pero el tipo hablaba el inglés bastante bien.

– Sí, mire, estábamos investigando el informe que hizo. Hemos hablado con la mujer en cuestión y dice que la dejó marchar con un aviso y nada más.

– ¿Cómo? -Doe bajó las piernas demasiado deprisa y tuvo que controlarse para no gritar al teléfono.

– Sí, dice que la hizo detenerse, que le entregó un aviso y la dejó marchar.

¿Cuándo coño había dejado él marcharse a nadie con un aviso? Estuvo a punto de decirlo en voz alta, pero se contuvo.

– ¿Y ya está?

– Bueno, parece que uno de los dos no dice la verdad.

– Eh, un momento -empezó a decir Doe, y entonces sonó el otro teléfono. El dolor en las pelotas, el timbrazo de la otra línea. Iba a volverse loco.

– No, ni un momento ni nada -dijo el otro-. Uno de los dos no ha dicho la verdad. Si quiere podemos abrir una investigación, o dejar las cosas como están. ¿Qué quiere que hagamos?

¿Cómo podía saber lo que quería con aquel dolor de huevos y el otro teléfono sonando? Ya había sonado una docena de veces. ¿Quién sería para insistir tanto?

Pero la cuestión era que la mujer no había querido presentar cargos. Lo que quizá significaba que se estaba guardando la munición para el reportaje. No, no podía ser. Ella misma había negado ante la policía del estado que se hubiera producido ningún incidente. Si ahora presentaba una alegación pública sería como reconocer que había mentido. No, tendría la boca cerrada.

– Entonces, déjelo -dijo Doe.

– ¿Está seguro, jefe? Tengo entendido que un agente de la ley ha sido agredido.

– Ya me ha oído, señor. -Doe supuso que ya había acabado con aquel imbécil, así que colgó golpeando con el dedo la luz de la otra línea, que no dejaba de parpadear-. Policía de Meadowbrook Grove. ¿Qué coño pasa?

Un sollozo, luego una pausa.

– Jim?… Jim, ¿eres tú?… Oh, Dios, Jim.

La voz sonaba rota y confusa, llorosa. Un accidente de coche tal vez. Si se producía en los límites del municipio, era asunto suyo, y eso siempre era un fastidio. Quizá tendría que comprar una grúa y montarse un lucrativo servicio de remolque, así al menos los accidentes le permitirían ganar unos dólares. O, mejor, remolcar los coches hasta los límites del municipio y dejar que el condado se ocupara.

Y entonces reconoció la voz: Laurel Vieland. Mierda, hacía cinco o seis años que no hablaba con ella, desde que se mudó a Tallahassee. Pero su hija… eso ya era otra cosa. Antes de que se aficionara al speed, Karen estaba muy bien. Y si en aquella época no había querido que lo dejaran, ahora menos. Nada de inhibiciones.

Laurel y Karen eran el único dúo madre-hija que se había tirado. No a la vez, claro… y desde luego ahora tampoco lo haría. Pero ya era algo. Y Karen tenía una hija. La cría vivía en el norte, con el padre, y Doe sabía que el padre no quería que viera a su madre desde que se le fue la olla por culpa del speed hacía un par de años. Pero algún día habría una reunión familiar. Cuando tuviera trece o catorce años, la niña volvería a casa, a Meadowbrook Grove, y Doe ejercería su magia con ella. Y entonces se habría tirado a tres generaciones de una misma familia. No conocía a nadie que pudiera decir lo mismo.

– Laurel, ¿eres tú, cielo?

Más sollozos.

– Jim. Están muertos. -Sonó como el suspiro de un fantasma-. Cabrón y Karen. Están muertos.

– Jesús -dijo él-. ¿Dónde ha sido el accidente?

– No, no es eso.

Más lagrimitas. Lágrimas, lágrimas, lágrimas. Joder, escúpelo de una vez. Esas cosas no se dicen, claro, porque la gente se ofende, incluso si eso era lo que necesitaban. Incluso si en el fondo es lo que querían, no podías decirlo.

Doe ya estaba pensando en el dinero. Y puede que un poco en Karen, pero sobre todo pensaba en el dinero. Cabrón había vuelto a su caravana. No podía creer que le estuviera pisando a Karen. Él lo sabía, sabía que Doe se la tiraba, y aun así se había metido de por medio. Esa noche lo había visto por sí mismo. Karen había visto que los vigilaba, como él quería. Quería que supiera que tenía un problema. Y entonces aquel estúpido crío de las enciclopedias entró y Karen lo retuvo todo el tiempo que pudo, como si eso pudiera impedir que intentara algo.

Pero nada de eso importaba tanto como el hecho de que Cabrón acababa de volver con la recaudación, y que debía de tener cerca de cuarenta mil dólares para entregarle. Eso es mucho dinero pero, si realmente estaba muerto, ¿sería capaz de encontrarlo? ¿Y si lo llevaba en el coche con él y había quedado desparramado por todas partes? ¿Y si lo había escondido?

Doe trató de tranquilizarse. A lo mejor no estaba muerto. A lo mejor solo se estaba muriendo. Estúpida Laurel. Seguro que no estaba muerto. Moribundo tal vez, pero no muerto. Si consiguiera llegar a tiempo… se arrodillaría junto a él, Cabrón le pondría un brazo ensangrentado en el hombro para que se acercara y le susurraría sus últimas palabras: «Está en el cobertizo de las herramientas». O lo que fuera. Bueno, en el cobertizo de las herramientas no, porque no tenía.

Apretó los dientes y movió la mandíbula adelante y atrás, como una sierra para metales.

– ¿Dónde ha sido el accidente, Laurel? Iré enseguida. -Y se terminó lo que quedaba de la botella.

Más sollozos. Sollozos y más sollozos aderezados por una especie de sacudidas, luego unos pocos gemidos. Y más sollozos. El cable del teléfono era lo bastante largo para permitirle llegar hasta la nevera, así que cogió otra botella de Yoo-hoo. Bebió un poco y, sujetando el auricular entre el hombro y la oreja, echó con un embudo unos cuatro tragos de bourbon. Volvió a sentarse y puso los pies en alto.

– No ha sido un accidente -dijo por fin la mujer-. En la caravana de Karen. Les han disparado.

Doe se levantó de un brinco. Aquel movimiento tan brusco fue un terrible error. Notó una sacudida de dolor.

– ¿Estás ahí ahora?

– Sí -dijo ella.

– Quédate donde estás y no llames a nadie.

Colgó el auricular con un golpe y derribó la botella de Yoo-hoo, empapando con el líquido marrón la mesa y sus pantalones. Ahora tendría que ponerse el uniforme… y apretar sus pelotas. Aquella semana estaba resultando un auténtico desastre.


El coche patrulla se metió en el pequeño camino de acceso a la caravana de Karen, iluminando con los faros a Laurel, que estaba allí con los ojos hinchados y las manos sobre la boca. Doe apagó las luces de forma instantánea. Normalmente le encantaba llevar las sirenas encendidas, que todos supieran quién ponía las normas allí, pero aquella vez algo le decía que era mejor no llamar la atención. Cabrón estaba muerto y habían desaparecido cuarenta mil dólares.

Solo había dado un par de pasos cuando Laurel se abalanzó sobre él y lo abrazó. Sollozaba, como un rato antes al teléfono, solo que ahora Doe notaba sus lágrimas en el cuello y se sintió obligado a ponerle el brazo en la espalda, todo hueso y carne, como arcilla húmeda envuelta en tela. Y pensar que se había tirado a aquella mujer cuando era una señora madurita y excitante… Ahora era vieja, nada más, tenía unos cincuenta y cinco años, y seguía vistiéndose como una puta, aunque todo el mundo veía que tenías las tetas como salamis sobre el mostrador de un delicatessen.

– Vamos, nena -dijo-. Dime qué ha pasado.

Doe sabía que aquello era lo que tocaba, así que las lágrimas y los sollozos no le alteraron demasiado. Finalmente, la mujer se serenó lo bastante para hablar.

– El molde para el horno. Para Acción de Gracias le dejé mi molde para el horno. Y este fin de semana tengo invitados.

Doe lo había visto otras veces y no lo soportaba. Aquella manía de parlotear y decir idioteces.

– La llamé esta mañana. Le pregunté si podía venir a recogerlo y ella dijo que sí. Quería venir antes pero tenía que ir a la peluquería y salí más tarde de lo que pensaba.

– Ajá… -Doe dio unos toquecitos con la punta del pie contra una piedra.

– Le dije que vendría antes, pero el caso es que he venido más tarde. Había pensado entrar y coger el molde, para no molestarla. No creí que le importara, pero cuando entré en la caravana…

Doe tendría que averiguar por sí mismo lo que había pasado en la caravana, porque lo único que le sacó a la mujer fue un largo lamento, seguido de más lágrimas y sollozos. Qué lío.

– Mi niña -estaba diciendo Laurel-. Mi pequeña.

«Mi pequeña», y un huevo. Karen era una puta muy crecidita. Y tampoco podía decirse que fueran uña y carne. La mayor parte de las veces no se aguantaban. Hacía unos meses se enteró de que se habían peleado porque Laurel la pilló cogiéndole dinero del monedero. Y ahora le venía con el cuento de «mi pequeña».

La puerta de la caravana estaba abierta, así que Doe se apartó de la puta llorona y subió los escalones. Dentro estaba oscuro, pero enseguida vio lo que necesitaba.

Estaban muertos, más muertos que un muerto. Cabrón. Y Karen la zorra. Qué lío. Más que un lío, porque no sabía quién lo había hecho, y eso convertía todo aquel asunto en algo muy desagradable. Lo bueno de aquel negocio es que ese tipo de cosas no pasaban.

Salió y vio a Laurel con un cigarrillo en su mano paralizada. Con los ojos muy abiertos, esperando su diagnóstico profesional. A lo mejor pensaba que él lo haría desaparecer todo. Que como agente de la ley le diría que en realidad no estaban muertos. Que aquello eran maniquís, actores, que todo había sido una ilusión óptica.

Y qué más. No pensaba tranquilizarla. Sabía muy bien lo que iba a pasar, aunque no lo hubiera planeado. No era momento de planear nada, era momento de actuar.

– ¿Has llamado a alguien más? -le preguntó.

Ella meneó la cabeza.

– ¿Lo sabe alguien más?

Volvió a menear la cabeza.

– ¿Cuánto hace que Cabrón veía a Karen?

Laurel lo miraba. No contestó.

– ¿Cuánto? -repitió alzando la voz.

– ¿Había algo entre Karen y tú, Jim? -preguntó ella en voz baja.

Joder, joder. Quería convertir aquello en algo personal.

– Laurel, esto es una investigación policial. Tengo que saberlo. ¿Cuánto hace que se veían?

Laurel se encogió de hombros.

– Dos o tres meses, creo. Esta vez. Pero ya habían estado juntos antes.

– Pedazo de mierda -dijo. Estuvo a punto de golpearla. Se lo merecía, la verdad.

Doe sabía que ella lo sabía. Lo sabía por la forma en que lo miraba. Sabía que se había estado tirando a su hija, y estaba celosa. Joder, no tenía tiempo para esa mierda.

Doe volvió a entrar en la caravana. Se acercó al cuerpo de Cabrón y le dio una patada en el culo, porque sí. Parecía un cuerpo muy pesado para un tipo tan flacucho. Miró a Karen. Tenía la cabeza hecha un estropicio. Aunque antes ya la tenía así, pensó, y tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse. Bueno, cuando una puta engaña a su hombre, pasa lo que pasa. Eso lo sabe todo el mundo.

Doe dejó escapar un suspiro. Hizo un gesto de asentimiento para sí mismo, como diciendo que estaba bien, y se volvió hacia la puerta.

– ¡Laurel! ¡Por Dios! Ven, corre, ¡Karen aún respira! Está viva. Virgen santa, creo que se recuperará.

Laurel entró corriendo y fue derecha a los cuerpos. Doe se había apartado, y se parapetó a la sombra de la pared que separaba la cocina del salón. Laurel corrió hasta su hija, se arrodilló -cosa que sabía hacer muy bien-, y apoyó una mano en la mejilla de Karen.

Pero no encontró lo que esperaba: calidez, color, movimiento. La mejilla ya debía de estar fría, como goma, e incluso en la oscuridad Doe veía los ojos de Karen, muy abiertos, mirando a la nada que viene después de la muerte.

Laurel empezó a girarse.

– Pero… si no está…

No le dio tiempo a decir más: Doe la golpeó con la pistola en la sien y cayó sobre el cadáver de su hija. Su mano quedó sobre un charco de sangre coagulada.

Pero Doe no volvió a golpearla. Normalmente la gente se moría enseguida, o eso había oído decir, pero no es lo que él había visto. A veces tenías que golpear con fuerza a la persona cinco o seis veces antes de que cerrara el jodido pico. No, prefirió aprovechar que estaba aturdida para cogerla por su cuello de pavo, y apretó con fuerza. Clavó los pulgares en su garganta.

Ella se resistió. Lógico, aunque no tanto como Doe esperaba. Era como si se hubiera rendido, como si supiera que era demasiado tarde. Es más, Doe sabía lo que estaría pensando, y por alguna razón le preocupaba. Quería limpiar su nombre.

– Yo no los maté -le dijo mirando a sus ojos desorbitados-. No sé quién ha sido, pero no he sido yo. La única persona a la que voy a matar eres tú.

Apretó más fuerte, tanto que las manos le dolieron, y de alguna forma le gustó el tacto caliente y palpitante de aquella garganta contra sus manos. Por un momento se preguntó si tendría que haber parado, dejar que se levantara, decir que había sido una broma. No había encendido las luces, pero puede que alguien los hubiera visto juntos, que hubiera visto que ella lloraba. Bueno, ¿y qué? Otra madre llorando en el exterior de la caravana de su hija. Pasaba a diario. Nadie se pararía a pensarlo dos veces, se dijo, y bajo las manos notó como si acabara de partir un hueso de pollo.

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