Ashley se inclinó hacia la pantalla del ordenador, estudiando cada palabra que parpadeaba ante ella. Llevaba en esa postura más de una hora y la espalda empezaba a dolerle. Los músculos de las pantorrillas le temblaban un poco, como si hubiera corrido más de lo habitual un día de ejercicio.
Los mensajes eran un batiburrillo de notas de amor, corazones y globos generados electrónicamente, poemas malos escritos por O'Connell y poemas buenos birlados a Shakespeare, Andrew Marvell y Rod McKuen. Todo resultaba empalagosamente trillado e infantil, y sin embargo daba miedo.
Ella iba anotando diferentes combinaciones de palabras y frases extraídas de los distintos e-mails para deducir cuál era el misterioso mensaje. No había nada en cursiva o negrita que le facilitara la tarea. Después de casi dos horas de concentración, finalmente arrojó el bolígrafo, frustrada. Se sentía estúpida, como si le pasara por alto algo que hubiera resultado obvio para cualquier aficionado a los acrósticos y crucigramas. Odiaba los juegos.
– ¿Qué es, cabrón? -le espetó a la pantalla-. ¿Qué intentas decirme? ¡Maldito loco!
Volvió atrás y empezó por el principio, pasando rápidamente todos los mensajes.
– ¿Qué? ¿Qué? -gritaba mientras desfilaban ante sus ojos.
Y de pronto lo comprendió.
El mensaje de Michael O'Connell no estaba contenido en los e-mails que había enviado. El mensaje era que había podido enviarlos.
Cada uno de ellos procedía de un nombre incluido en su lista de direcciones. Todos eran suyos. El hecho de que contuviesen poemas almibarados e infantiles declaraciones de amor eterno era irrelevante. Lo único importante era que aquel chalado hubiese podido introducirse en su ordenador. Y luego, gracias a un astuto texto inicial, había conseguido que ella leyera todos los mensajes. Además, era probable que al abrirlos hubiera dado entrada también a Michael O'Connell. Aquel tipo era como un virus, y ahora estaba tan cerca de ella que bien podía haber estado sentado a su lado.
Con un pequeño gemido, Ashley se reclinó en la silla con brusquedad y casi perdió el equilibrio. Sintió una especie de mareo, como si la habitación girara a su alrededor. Se agarró a los brazos de la silla con firmeza e inspiró hondo varias veces para sosegarse.
Se dio la vuelta despacio y contempló el pequeño mundo de su apartamento. Michael O'Connell había pasado sólo una noche allí, una noche truncada. Ella creía que ambos estaban borrachos y lo había invitado. Ahora intentó repasar qué había sucedido de verdad aquella noche aciaga. No logró recordar cuánto había bebido él. ¿Una copa? ¿Cinco? ¿Se había contenido mientras ella bebía? La respuesta se había perdido en su propio exceso aquella noche. Había experimentado una desagradable sensación de libertad, un tono de abandono que no cuadraba con ella. Se habían desnudado torpemente y luego habían copulado frenéticamente. Fue rápido, nervioso, sin mucha ternura. Acabó en pocos minutos. Si hubo algún afecto real en el acto, no podía recordarlo. Para ella había sido una liberación explosiva y rebelde, justo en una época en que solía tomar malas decisiones. La resaca de una ruidosa y fea ruptura con su novio de tercer curso, relación que había durado hasta el último año a pesar de algunas peleas y una sensación general de insatisfacción. La graduación y la incertidumbre la asaltaban a cada paso. Una sensación de aislamiento de sus padres y de sus amigos. Todo en su vida le parecía forzado, un poco torcido, desenfocado y desafinado. Y en aquel torbellino se produjo aquella única desafortunada noche con O'Connell. Era guapo, seductor, diferente a los estudiantes con que había salido en la facultad, y ella había pasado por alto aquella manera rara que tenía de mirarla desde el otro lado de la mesa, como tratando de memorizar cada centímetro de su piel, y no de una manera romántica.
Sacudió la cabeza.
Los dos se derrumbaron en el colchón al terminar. Ella agarró una almohada y, con la habitación dándole vueltas y un sabor amargo en la boca, se quedó dormida al momento. «¿Qué hizo él? -se preguntó ahora-. Encendió un cigarrillo.» Por la mañana, ella se levantó, sin propiciar un segundo revolcón, y lo despertó aduciendo que tenía una entrevista importante. No lo invitó a desayunar ni lo besó, tan sólo se metió en la ducha y se frotó con frenesí bajo el agua caliente, restregando cada centímetro de piel como si estuviera cubierta de un olor asqueroso. Quería que aquel tipo se marchara de inmediato, pero él no lo hizo.
El rato que se quedó estuvo lleno de falsedades, mientras ella se distanciaba y se mostraba fría y evasiva, hasta que por fin él la miró durante un silencio incómodamente largo, sonrió asintiendo y se marchó sin más.
«Y ahora no para de hablar de amor -pensó Ashley-. ¿De dónde ha salido un bicho así?»
Lo recordó marchándose con una expresión de frialdad. Eso la hizo agitarse incómoda.
Los demás hombres con los que había intimado, aunque fuera brevemente, se habrían marchado enfadados, esperanzados o sólo con arrogancia por haber conseguido echar un polvo. Pero O'Connell fue diferente. Simplemente la había dejado helada con su silencio antes de marcharse con un gesto que sugería que inexorablemente volverían a verse pronto.
Entonces reparó en que ella se había dormido, y luego había estado un rato bajo la ducha. ¿Había dejado el ordenador encendido? ¿Qué cosas había esparcidas en su mesa? ¿Sus recibos bancarios? ¿Qué números? ¿Qué claves? ¿Qué había tenido él tiempo de robar?
¿Qué se había llevado?
Era la pregunta obvia, pero no quería responderla.
Por un instante, la habitación volvió a girar. Entonces Ashley se levantó y corrió al pequeño cuarto de baño. Se agachó ante la taza del inodoro y vomitó violentamente.
Después de lavarse, Ashley se envolvió en una manta y se sentó en el borde de la cama, considerando qué debería hacer. Se sentía como la superviviente de un naufragio después de varios días a la deriva en el mar.
Pero, cuanto más tiempo permanecía allí sentada, más se enfurecía.
Michael O'Connell no tenía ningún derecho sobre ella. No tenía derecho a acosarla. Sus reclamos de amor eterno eran una soberana idiotez.
En general, Ashley era comprensiva, no le gustaban los enfrentamientos y evitaba la lucha casi a cualquier precio. Pero esa locura (no se le ocurría otra palabra) resultante de una noche insensata había ido demasiado lejos.
Se despojó de la manta y se levantó.
– Maldición -dijo-. Esto se va a acabar. Hoy mismo. Ya basta de chorradas.
Se acercó a la mesa y cogió el teléfono móvil. Sin pensar lo que iba a decir, marcó el número de O'Connell.
Él respondió casi de inmediato.
– Hola, amor -dijo casi alegremente, con una familiaridad que la enfureció.
– No soy tu amor.
Él no respondió.
– Mira, Michael. Esto tiene que acabar.
Silencio.
– ¿De acuerdo?
Silencio.
– ¿Michael?
– Estoy aquí -dijo fríamente.
– Se acabó.
– No te creo.
– He dicho que se acabó, ¡maldita sea!
Otro silencio, y luego él dijo:
– No lo creo.
Ashley no pensaba rendirse, pero entonces él colgó sin más.
– ¡Maldito hijo de puta! -exclamó, y volvió a marcar el número.
– Eres obstinada, ¿eh? -respondió él.
Ella tomó aire.
– De acuerdo -dijo, envarada-. Si no quieres aceptarlo por las buenas, será por las malas.
Él rió.
– De acuerdo -dijo ella-. Reúnete conmigo para almorzar.
– ¿Dónde? -preguntó él bruscamente.
Ella trató de pensar en el sitio adecuado. Tenía que ser un lugar familiar, público, un lugar donde ella fuese conocida y él no, un lugar donde estuviera rodeada de aliados. Ese escenario le daría la fuerza necesaria para librarse de aquel capullo de una vez para siempre, pensó.
– El restaurante del museo de arte -dijo-. A la una. ¿De acuerdo?
Se lo imaginó sonriendo al otro lado de la línea. Eso la hizo estremecerse, como si una ráfaga helada se hubiera colado por la ventana. La propuesta debía de haberle resultado aceptable, comprendió Ashley, porque él había colgado.
– Supongo que en cierto modo todo se reduce a un problema de reconocimiento -dije-. Se trataba de lograr entender qué estaba pasando.
– Ya -respondió ella-. Fácil de decir. Difícil de hacer.
– ¿Lo es?
– Sí. Sabes que nos gusta presumir de que sabemos reconocer el peligro cuando aparece en el horizonte. Cualquiera puede evitar el peligro que tiene campanas, silbatos, luces rojas y sirenas. Pero es más difícil cuando no sabes exactamente con qué estás tratando. -Pensó un instante y luego se llevó a los labios el vaso de té frío.
– Ashley lo sabía -dije.
Ella negó con la cabeza.
– No. Estaba asustada y rabiosa. Y su rabia ocultaba el carácter desesperado de su situación. En realidad, ¿qué sabía de Michael O'Connell? Nada. En cambio él sí sabía mucho de ella. Curiosamente, aunque a distancia, Scott estaba más cerca de comprender la verdadera naturaleza de aquello a lo que se enfrentaban, porque actuaba más por instinto, sobre todo al principio.
– ¿Y Sally? ¿Y su compañera, Hope?
– Todavía no conocían el miedo. Pero no por mucho tiempo.
– ¿Y O'Connell?
Ella vaciló.
– No podían verlo. No todavía, al menos.
– ¿Ver qué?
– Que estaba empezando a disfrutar.
9 Dos encuentros diferentes
Cuando Scott no pudo localizar a su hija ni en el teléfono fijo ni en el móvil, la ansiedad se apoderó de él, pero se dijo que estaba exagerando. Era mediodía, y probablemente ella había salido. En más de una ocasión dejaba el móvil cargando en su apartamento.
Así que, tras dejarle un breve mensaje («Sólo quería saber cómo van las cosas»), se sentó y se preocupó por si debería estar preocupado. Después de unos minutos sintiendo el pulso acelerado, se levantó y se paseó por el pequeño despacho. Luego se sentó y se puso a responder los e-mails de algunos estudiantes. También imprimió un par de trabajos. Estaba intentando perder el tiempo en un momento en que no estaba seguro de tener tiempo que perder.
No pasó mucho antes de que volviera a reclinarse en el sillón de su escritorio, meciéndose suavemente adelante y atrás, mientras evocaba imágenes del pasado. Una vez, cuando Ashley tenía poco más de un año, contrajo una fuerte bronquitis, y la temperatura le subió de golpe y no podía dejar de toser. Él la acunó en brazos toda la noche, tratando de arrullarla y calmarle la tos. Respiraba cada vez con mayor dificultad. A las ocho de la mañana llamó a la consulta del pediatra y le dijeron que fuera de inmediato. El médico examinó a Ashley, le auscultó el pecho, y luego exigió saber fríamente por qué no la habían llevado antes a urgencias.
– ¿Pensaban que abrazándola toda la noche iba a ponerse mejor? -le dijo.
Scott no respondió, pero, sí, había pensado que abrazándola se recuperaría.
Naturalmente, los antibióticos fueron una solución mejor.
Cuando Ashley empezó a repartir su tiempo entre las casas de sus padres, Scott permanecía despierto en su cuarto, caminando de un lado a otro, incapaz de no imaginarse lo peor: accidentes de tráfico, atracos, drogas, alcohol, sexo… todos los desagradables inconvenientes de crecer. Sabía que Sally estaba dormida en su cama aquellas noches en que la adolescente Ashley andaba por ahí rebelándose contra Dios sabe qué. Sally siempre tenía problemas para enfrentarse al agotamiento que provoca la preocupación. Parecía creer que durmiendo lograría anular la tensión y su causa, como si nunca hubiera existido.
Odiaba esa actitud de su ex mujer. Siempre se había sentido solo, incluso antes de divorciarse.
Jugueteó con un lápiz entre los dedos, hasta que por fin lo partió por la mitad. Inspiró hondo. «¿Pensaban que abrazándola toda la noche iba a ponerse mejor?»
Scott se dijo que angustiarse pasivamente era inútil. Tenía que hacer algo, aunque se equivocara por completo.
Ashley llegó a su trabajo unos diez minutos antes de lo normal, impulsada por la furia, su habitual caminar tranquilo sustituido por un paso ligero, la mandíbula apretada, preocupada por O'Connell. Observó un momento las enormes columnas dóricas que señalaban la entrada al museo y luego se volvió para contemplar la calle. El sitio donde trabajaba pertenecía a su mundo, no al de Michael O'Connell. Se sentía cómoda entre las obras de arte, las comprendía, percibía la energía tras cada pincelada. Los lienzos, como el museo, eran enormes y ocupaban grandes zonas de pared. Intimidaban a muchos visitantes, empequeñeciendo a todo aquel que se detenía ante ellos.
Sintió un atisbo de satisfacción. Era el lugar perfecto para librarse de los grotescos reclamos amorosos de Michael O'Connell. Aquí todo era de ella. Nada era de él. El museo haría parecer ridículo y patético a aquel obseso. Esperaba que su reunión fuera rápida y relativamente indolora para ambos.
Repasó mentalmente la actitud que pensaba mostrar: educada pero inflexible, afable pero fuerte. Nada de quejas con voz partida. Nada de gimoteantes «por favor» y «déjame en paz». Directa y al grano. Fin de la historia. Se acabó.
Ningún debate sobre el amor. Ninguna discusión sobre expectativas futuras. Nada sobre aquella noche. Nada sobre los e-mails. Nada sobre las flores muertas. Nada que ampliase las pocas cosas que los relacionaban. Nada que él pudiera tomar como una crítica. Sería una ruptura limpia y sin complicaciones. Sólo: lo siento, pero se acabó, adiós para siempre.
Incluso se permitió imaginar que, cuando terminara ese desagradable encuentro, quizá Will Goodwin la llamaría. La sorprendía que aún no lo hubiera hecho. Ashley no estaba acostumbrada a que los chicos no volvieran a llamarla, así que se sentía un poco insegura al respecto. Pensó un poco en Will mientras se dirigía a las oficinas del museo, saludando con la cabeza a la gente que conocía y respirando la benigna normalidad del día.
A la hora del almuerzo, se encaminó a la cafetería, se sentó a una mesa y pidió un botellín de agua con gas, pero nada de comer. Se había colocado de forma que pudiera ver a O'Connell cuando subiera por las escalinatas del museo y cruzara las grandes puertas de cristal de la entrada. Miró la hora, la una en punto, y se preparó, sabiendo que él sería puntual.
Sintió un pequeño temblor en las manos y un leve sudor en las axilas. Se recordó: nada de besos en la mejilla ni apretones de manos. Ningún contacto físico. «Sólo señálale el asiento de enfrente y compórtate con sencilla normalidad. No te desvíes.»
Sacó un billete de cinco dólares para pagar el importe del agua y se lo guardó en el bolsillo, donde pudiera sacarlo rápidamente. Si tenía que levantarse y marcharse, pagaría su consumición. Se felicitó por tomar esa precaución. No quería deberle ni una botella de agua.
«¿Algo más?», se preguntó. Ningún cabo suelto. Se sentía nerviosa pero segura. Miró por los ventanales, esperando verlo. Aparecieron un par de parejas, luego una familia, los jóvenes padres arrastrando a un majadero crío de cinco o seis años. Una extraña pareja de hombres mayores subía lentamente las escalinatas, haciendo altos para descansar. Ashley observó la acera y la calle al fondo. Ni rastro de Michael O'Connell.
A la una y diez empezó a preocuparse.
A la una y cuarto el camarero se acercó y con firme amabilidad le preguntó si iba a pedir algo más.
A la una y media supo que él no iba a venir. De todas maneras, esperó.
A las dos dejó los cinco dólares sobre la mesa y salió del restaurante.
Echó una última mirada alrededor, en vano. Sintiendo un sombrío vacío en su interior, volvió al trabajo. Cuando llegó a su mesa, cogió el teléfono, pensando llamarlo para pedirle una explicación.
Sus dedos vacilaron.
Por un instante se le ocurrió que tal vez él se había acobardado. ¿Acaso por fin había aceptado que no tenía nada que hacer? «Tal vez ya ha salido de mi vida para siempre», pensó con una súbita sensación de triunfo. En ese caso, la llamada era innecesaria, y de hecho estropearía el éxito obtenido.
No creía que pudiera tener tanta suerte, pero desde luego era una posibilidad. Sintió un delicioso y reparador alivio.
Así pues, volvió al trabajo, tratando de ocupar su cabeza con la monotonía de la rutina.
Ashley trabajó hasta tarde, bastante más de lo necesario.
Llovía cuando salió del museo. Era una fría lluvia que hacía resonar un tamborileo de soledad en la acera. Ashley se puso una gorra de lana y se cerró el abrigo al salir, la cabeza gacha. Bajó con cuidado la resbaladiza escalinata y echó a andar por la calle cuando sus ojos captaron un reflejo de neón rojo en una tienda frente a ella. Las luces parecieron mezclarse con los faros de un automóvil que pasó de largo. Ashley no estuvo segura de por qué sus ojos se dirigieron hacia allí, pero vio una figura fantasmal.
Inclinado, mitad en la luz y mitad en las sombras, Michael O'Connell esperaba.
Ella se detuvo bruscamente.
Sus ojos se encontraron.
Él llevaba una gorra oscura y una cazadora verde estilo militar. Parecía anónimo y oculto, pero al mismo tiempo llamaba la atención con una extraña intensidad.
Ashley sintió un retortijón en el estómago y jadeó en busca de aire.
Él no hizo ningún gesto. Nada que indicara que la reconocía, aparte de su mirada fija.
Ashley dio un paso atrás y el corazón se le aceleró, pero no supo qué hacer. En la calle ante ella, un coche dio un volantazo para evitar un taxi, proyectando una mancha de luz en su camino. Hubo un súbito sonar de claxons y chirriar de neumáticos sobre el pavimento mojado. Ella se distrajo un segundo y cuando volvió a mirar O'Connell ya no estaba allí.
Retrocedió otro paso.
Miró arriba y abajo, pero él había desaparecido. Por un momento dudó sobre qué había visto exactamente. Tal vez no había sido más que una alucinación.
El primer paso adelante de Ashley fue inestable, pero no como un borracho en una fiesta o una viuda desconsolada en un funeral. Fue un paso lleno de duda. Giró de nuevo, tratando de divisar a O'Connell, pero no lo logró. La abrumó la sensación de que estaba justo detrás de ella y se volvió bruscamente, pero casi se dio de bruces con un hombre de negocios que cruzaba presuroso la calle. Cuando se apartó hacia un lado, casi chocó con una pareja de jóvenes.
– ¡Eh! ¡Mira por dónde vas! -le dijeron.
Ashley los siguió, pisando charcos, avanzando tan rápidamente como podía. No paraba de mover la cabeza a izquierda y derecha. Estaba demasiado asustada para mirar atrás. Continuó su camino casi corriendo.
Unos segundos después llegó a la estación de metro. Pasó por el torniquete y se sintió aliviada por la multitud y las luces fuertes del andén.
Estiró el cuello, intentando divisar a O'Connell entre la gente que esperaba el tren. Nada. Se volvió y miró a la gente que subía las escaleras, pero tampoco lo vio. Sin embargo, no estaba segura de que no estuviese escondido en alguna parte. No podía ver entre todos los grupos de personas, y había pósters y columnas que obstaculizaban la visión. Se volvió, deseando que llegara el tren. En ese momento sólo quería marcharse. Se consoló diciéndose que no podía sucederle nada en una estación abarrotada y, mientras se decía que estaba a salvo, sintió un empujón por detrás. Por un horrible segundo pensó que iba a perder el equilibrio y caer a las vías. Jadeó y dio un salto atrás.
Tragó saliva y sacudió la cabeza. Se abrazó el cuerpo, tensando los músculos como un atleta que anticipa el golpe, como si Michael O'Connell estuviera a su espalda dispuesto a empujarla. Prestó atención al sonido de una respiración cerca de su oreja, demasiado desesperada para volverse a mirar. De pronto un convoy irrumpió en el andén con un estrépito rechinante. Ashley soltó un suspiro de alivio cuando el tren se detuvo y las puertas se abrieron con un sonido sibilante.
Dejó que la arrastrara la marea de viajeros y tomó asiento, para quedar inmediatamente apretujada entre una mujer mayor y un estudiante que apestaba a tabaco. Delante de ella, media docena de pasajeros se agarraron a las barras de metal y los asideros.
Ashley miró a izquierda y derecha, inspeccionando cada rostro.
No lo vio.
Con otro resoplido, las puertas se cerraron. El tren se estremeció al arrancar.
Cuando el convoy empezó a moverse, Ashley se giró en su asiento y echó una última ojeada al andén. Lo que vio la hizo atragantarse, y eso fue todo lo que pudo hacer para no gritar de miedo: O'Connell estaba de pie, justo en el mismo sitio donde ella había estado unos segundos antes. No se movió. Impasible como una estatua, sus ojos se clavaron una vez más en los de ella mientras el tren aceleraba. Enseguida desapareció junto con la estación.
Ashley sintió el rítmico traqueteo de aquel tren que la alejaba de su perseguidor. Pero no importaba lo rápido que fuera: Ashley comprendió que la distancia que los separaba era irrisoria y, probablemente, inexistente.
El campus de la Universidad de Massachusetts-Boston está situado junto a la bahía. Sus edificios son tan feos y recios como una fortificación medieval. En los días calurosos de principios de verano, las paredes de ladrillo marrón y las aceras de asfalto gris parecen absorber el calor. Es una especie de facultad sustituta. Atiende a muchos estudiantes que quieren una segunda oportunidad, con sensibilidad de infantería: no es bonita, pero es crucialmente importante cuando más la necesitas.
Me perdí una vez en ese mar de cemento y tuve que preguntar antes de encontrar la escalera correcta que desciende a un vestíbulo pelado y una cafetería. Vacilé un momento, y luego divisé al profesor Corcovan, que me saludaba desde un rincón tranquilo.
Las presentaciones fueron rápidas, un apretón de manos y unas frases sobre el excesivo calor.
– Bien -dijo el profesor, y dio un sorbo a su agua mineral-. ¿En qué puedo ayudarle exactamente?
– Michael O'Connell -respondí-. Asistió a dos cursos suyos de informática hace unos años. ¿Lo recuerda?
Corcoran asintió.
– Lo recuerdo, en efecto. Quiero decir que en realidad no debería, pero lo recuerdo, lo que ya significa algo en sí mismo.
– ¿A qué se refiere?
– Cientos de estudiantes han pasado por esos dos mismos cursos en los últimos años. Montones de exámenes, montones de trabajos finales, montones de rostros. Con el tiempo, todos acaban conformando un estudiante tipo que viste vaqueros, se pone al revés las gorras de béisbol y trabaja en dos sitios diferentes para costearse una segunda oportunidad en su educación.
– Entiendo. ¿Y O'Connell…?
– Bien, digamos que no me sorprende que aparezca alguien haciendo preguntas sobre él.
El profesor era un hombre delgado y menudo, de escaso pelo rubio. Usaba bifocales y llevaba bolígrafos y lápices en el bolsillo de la camisa, y portaba un raído maletín repleto.
– Aja -dije-. ¿Por qué no le sorprende?
– La verdad es que siempre pensé que algún día aparecería un detective preguntando por él. O el FBI o un ayudante del fiscal. ¿Sabe quiénes asisten a las clases que imparto? Estudiantes que creen que las cosas que aprendan mejorarán considerablemente su situación económica. El problema es: cuanto más aptos se vuelven los estudiantes, más claro les resulta cómo se puede usar mal la información.
– ¿Usar mal?
– Un eufemismo para suavizar la verdad -dijo-. Uno de los temas que estudiamos es el delito informático, pero aun así… Mire, la mayoría de los chicos que eligen, digamos, el «lado equivocado» -sonrió-, bueno, son lo que cabría esperar. Cretinos y perdedores. Normalmente sólo crean problemas pirateando videojuegos, archivos musicales o películas de Hollywood antes de que sean editadas en DVD, esa clase de cosas. Pero O'Connell era diferente.
– ¿En qué sentido?
– Era mucho más peligroso. Veía los ordenadores exactamente como lo que son: una herramienta. ¿Qué herramientas necesita un tipo malo? ¿Una navaja? ¿Una pistola? Depende del delito que tengas en mente, ¿no? Un ordenador puede ser tan eficaz como una nueve milímetros en las manos equivocadas, y las suyas, créame, eran las manos equivocadas.
– ¿Cuándo se dio cuenta?
– Desde el primer momento. No miraba el mundo a su alrededor de esa manera turbia y asombrada que tienen tantos estudiantes. Tenía, no sé, un aire resuelto. Era atractivo. Pero rezumaba una especie de peligrosidad. Como si sólo le importara lo que tenía en mente. Y cuando lo mirabas con atención, la expresión de sus ojos era verdaderamente inquietante. Una expresión que advertía: no te interpongas en mi camino.
»¿Sabe? Una vez me entregó un trabajo un par de días tarde, así que hice lo que hago siempre, y que anuncio el primer día de clase: le resté un punto por cada día de retraso. Él me dijo que era injusto. Como puede suponer, no era la primera vez que un estudiante venía a quejarse por una nota. Pero con O'Connell la conversación fue diferente, de algún modo. No estoy seguro de cómo lo logró, pero de pronto me encontré en la postura de justificarme, no al revés. Y cuanto más le explicaba que no era injusto, más entornaba él los ojos. Sabía mirarte de una manera que equivalía a un puñetazo. El impacto era el mismo: sabías que no querías estar en el otro extremo de esa mirada. Nunca amenazaba directamente, nunca decía ni hacía nada a las claras. Pero, cuando hablamos, comprendí exactamente lo que pretendía: me estaba haciendo una advertencia.
– Le impresionó.
– Me mantuvo despierto toda la noche, si vamos a eso. Mi esposa no cesaba de preguntarme qué me pasaba, y yo tuve que mentirle diciéndole que nada. Tenía la sensación de haber evitado por los pelos algo verdaderamente desagradable.
– ¿Llegó a hacerle algo?
– Bueno, un día me hizo saber, de pasada, que había averiguado dónde vivía.
– ¿Y?
– Y ahí fue donde terminó.
– ¿Cómo?
– Me humillé hasta lo indecible. Un completo fracaso por mi parte. Lo llamé después de clase, le dije que reconocía mi error, que él tenía razón en todo, y le puse un sobresaliente en el trabajo y otro en el semestre.
No dije nada.
– Bueno -añadió el profesor Corcoran mientras recogía sus cosas-. ¿A quién ha matado?