3 Una joven de ignorancia común

A dos mesas de distancia de donde Ashley Freeman estaba sentada con tres amigos, media docena de miembros del equipo de béisbol de la Universidad Northeastern discutían acaloradamente sobre las virtudes de los Yankees y los Red Sox, enzarzados en una defensa vocinglera y a menudo mal hablada de cada equipo. A Ashley podría haberle molestado el ruido, pero tras haber pasado muchas horas en bares para estudiantes en sus cuatro años en Boston, era un debate que había oído numerosas veces. De vez en cuando terminaba con algún empujón o un breve intercambio de puñetazos, pero con frecuencia sólo acababa en un torrente de obscenidades. A menudo había suposiciones bastante imaginativas sobre las extrañas prácticas sexuales a que los jugadores de los Yankees o los Red Sox se dedicaban en sus horas libres. Los animales de corral solían destacar en estas actividades lúdicas.

Ante ella, sus tres amigos discutían apasionadamente por su cuenta. El tema era una exposición de los famosos bocetos de Goya «Los horrores de la guerra». Un grupo de estudiantes había cruzado toda la ciudad para verla, y luego contemplaron, inquietos, los dibujos en blanco y negro de desmembramientos, torturas, asesinatos y agonía. Una cosa que llamó la atención de Ashley fue que, aunque siempre se distinguía a los civiles de los soldados, no había ningún anonimato en cada rol. Ni ninguna seguridad. «La muerte -pensó- tiene una forma de igualar las cosas. Aplasta el espíritu sin consideración a la política. Es implacable.»

Se agitó en su asiento, algo incómoda. Las imágenes, sobre todo las de violencia explícita, la perturbaban profundamente desde niña. Permanecían desagradables en su memoria, bien fueran Salomé admirando la cabeza de Juan el Bautista en un horrible cuadro renacentista, o la madre de Bambi tratando de huir de los cazadores que la perseguían. Incluso las exageradísimas muertes de Kill Bill, la película de Tarantino, la inquietaban.

Su cita para esta velada era un estudiante graduado de psicología, desgarbado y de pelo largo, llamado Will, quien estaba sentado al otro lado de la mesa, argumentando, mientras trataba de acortar la distancia entre su hombro y el brazo de ella. Los pequeños contactos eran importantes a la hora del cortejo, pensó. La mínima sensación compartida podía conducir a algo más intenso. Ella tenía sus dudas sobre él. Se veía que era inteligente, y parecía reflexivo. Había aparecido antes en su apartamento con media docena de rosas que, dijo, eran el equivalente psicológico a un permiso para salir de la cárcel. Una docena de rosas, dijo, habrían sido demasiadas y ella probablemente lo habría considerado afectado, pero sólo media docena sugería cierta promesa además de un toque de misterio. A ella le pareció gracioso el razonamiento, y probablemente acertado también, y por eso el chico le gustó al principio, aunque no pasó mucho tiempo antes de advertir que él tal vez estaba demasiado pagado de sí mismo y tendía menos a escuchar que a pontificar, cosa que no le agradó nada.

Ashley se apartó el pelo de la cara y trató de prestar atención.

– Goya pretendía molestar. Quería arrojar toda la miseria de la guerra a la cara de los políticos y aristócratas que la idealizaban. Algo que fuera imposible de negar…

Las últimas palabras de su defensa se perdieron en un estallido de la mesa de al lado.

– Yo te diré en qué es bueno Derek Jeter. Es bueno agachándose y…

Ella tuvo que sonreír. Era un poco como estar en una versión bostoniana de Dimensión desconocida, atrapada entre lo pretencioso y lo vulgar.

Ella se agitó en su asiento, manteniendo una distancia neutral que ni animaba ni disuadía a Will, y pensó en su proverbial mala suerte en el amor. Se preguntó si sería algo pasajero, como tantas otras cosas de su adolescencia, o si era, en cambio, una anticipación de su futuro. Tenía la sensación de que estaba cerca de algo, pero no sabía de qué.

– Sí, la pega que tiene escandalizar y mostrar la naturaleza de la guerra a través del arte es que nunca detiene la guerra, pero se celebra como arte. Corremos a ver el Guernica y nos extasiamos en la profundidad de su visión, pero ¿llegamos a sentir algo por los campesinos vascos bombardeados? Fueron reales. Sus muertes fueron de verdad, pero su verdad queda subordinada al arte.

Era Will. Ashley consideró que era una observación inteligente, pero podrían haberla hecho un millón de universitarios políticamente correctos. Miró a los jugadores de baloncesto. Incluso borrachos, había una exuberancia en su discusión que le agradaba. Sintió una punzada de dilema. Le gustaba sentarse en Fenway con una cerveza y le encantaba visitar el Museo de Bellas Artes. Durante un largo instante se preguntó a cuál de las dos discusiones pertenecía ella realmente.

Miró de reojo a Will. Seguramente suponía que la manera más rápida de seducirla era con enrevesadas argumentaciones intelectuales. Era el pensamiento universitario típico. Decidió confundirlo un poco.

Echó bruscamente la silla hacia atrás y se levantó.

– ¡Eh! -llamó-. Tíos, ¿de dónde sois? ¿CB? ¿UB? ¿Northeastern?

Los jugadores de béisbol enmudecieron al instante. Cuando una chica guapa le grita a un puñado de jóvenes, siempre recibe su atención.

– Northeastern -respondió uno, haciendo una pequeña reverencia en su dirección.

– Bueno, ser de los Yankees es como ser de la General Motors, de IBM o el Partido Republicano. Ser fan de los Red Sox es pura poesía. En un momento crucial, todo el mundo debe decidir en la vida. He dicho.

Los deportistas de la mesa estallaron en risas y burlas.

Will se echó hacia atrás, sonriendo.

– Eso sí que ha sido conciso -dijo.

Ashley sonrió y se dijo que tal vez no era un tonto, después de todo.

Cuando era más joven, pensaba que lo mejor sería no llamar la atención. Las chicas discretas pueden esconderse.

Había atravesado una dramática fase de oposición a todo al principio de su adolescencia: berrinches con su madre, su padre, sus profesores y sus amigas, vestía ropas anchas color arpillera, teñía en su pelo una vibrante veta roja junto a una negra, escuchaba rock-grunge, bebía café solo a lo bestia, fumaba y quería hacerse tatuajes y piercings. Esta etapa sólo duró unos meses, suficientes para que entrara en conflicto con todas sus actividades en el colegio, tanto en clase como en el campo deportivo. Además, le costó algunos amigos e hizo que los restantes se pusieran en guardia.

Para sorpresa de Ashley, la única persona adulta con la que pudo hablar de manera civilizada durante ese período fue la compañera de su madre, Hope. Esto la sorprendió, porque en el fondo culpaba a Hope de la separación de sus padres y a menudo les comentaba a sus amigas que la odiaba por ello. Esta mentira la molestaba, en parte porque creía que se debía a que era lo que sus amigas querían oír. Después del grunge y la moda gótica, pasó por la fase del caqui y los cuadros, luego por los pantalones estrechos, y durante un par de semanas se hizo vegetariana y le dio por comer tofu y hamburguesas vegetales. Se metió en un grupo de teatro y representó a una pasable Marian, la bibliotecaria en The Music Man, escribió montones de apasionadas entradas en su diario, imitando a Emily Dickinson, Eleanor Roosevelt y Carrie Nation, con una pizca de Gloria Steinem y Mia Hamm. Había trabajado en la construcción de una casa para Hábitats para la Humanidad, y una vez acompañó al mayor camello del instituto en una aterradora visita a una ciudad cercana para recoger un cargamento de cocaína, hecho que quedó registrado en las cámaras de vigilancia de la policía y provocó una llamada de un detective a su madre. Sally Freeman-Richards se puso furiosa, la castigó durante semanas, le espetó que había tenido una suerte extraordinaria de que no la hubieran arrestado, y que le costaría trabajo recuperar su confianza. Por separado, Hope y su padre llegaron a conclusiones más benignas, y hablaron de rebeldía adolescente y conceptos similares, y él recordó algunas tonterías que había hecho en sus tiempos, cosa que a ella la hizo reír, pero sobre todo la tranquilizó. Ashley no creía que tuviera una predisposición inconsciente a hacer cosas peligrosas en su vida, pero de vez en cuando le gustaba correr un poco de riesgo, y agradecía la suerte de haber evitado las consecuencias hasta el momento. A menudo pensaba que era como la arcilla de un alfarero, girando constantemente, tomando forma, esperando el calor del horno que la terminara de cocer.

Se sentía a la deriva. No le gustaba demasiado su trabajo a tiempo parcial en el museo, ayudando a confeccionar catálogos de exposiciones. Tenía que aislarse en una sala al fondo, delante de un ordenador. No las tenía todas consigo en Historia del Arte, y a veces pensaba que se dedicaba a esa actividad sólo porque era diestra con la pluma y el pincel. Esto la preocupaba, porque, como muchos jóvenes, creía que sólo debería hacer aquello que la apasionaba, pero aún no tenía claro qué era.

Salieron del bar, y Ashley se arrebujó en su abrigo para protegerse del frío nocturno. Se dijo que debería prestar un poco de atención a Will. Era guapo, atento, y quizás hasta tuviera sentido del humor. Tenía una peculiar manera de caminar a su lado que la desarmaba y, probablemente, en conjunto, era alguien interesante. Advirtió que llevaban caminando casi dos manzanas y sólo faltaban cincuenta metros para llegar a la puerta de su apartamento, y él aún no le había formulado la pregunta.

Decidió poner en práctica un jueguecito. Si él le preguntaba algo interesante, le concedería una segunda cita. Si le preguntaba la previsible «¿Puedo subir a tu casa?», entonces no volvería a verlo.

– ¿Tú qué opinas? -dijo él de repente-. Cuando los tipos de un bar discuten de béisbol, ¿lo hacen porque les gusta el juego o porque les gusta discutir? Quiero decir que en el fondo no hay verdades inapelables en sus comentarios, sólo se trata de lealtad al equipo. Y la lealtad ciega no se presta realmente al debate, ¿no?

Ashley sonrió. Allí estaba su segunda cita.

– Por cierto -añadió él-, el amor a los Red Sox es un buen punto para plantear en mi seminario avanzado de psicología patológica.

Ella se echó a reír. Decididamente, otra cita.

– Aquí, es mi casa -dijo-. Me lo he pasado muy bien esta noche.

Will la miró.

– ¿Tal vez podríamos repetir alguna tarde tranquila? -propuso-. Puede que sea más fácil conocernos si no tenemos que competir con voces a gritos y especulaciones descabelladas sobre las predilecciones de Derek Jeter por los látigos de cuero, los juguetes sexuales tamaño gigante y los usos que se puede dar a los diversos orificios del cuerpo…

– Me gustaría -respondió Ashley-. ¿Me llamarás?

– Hecho.

Ella dio un paso hacia el primer escalón de su edificio y advirtió que aún iban cogidos de la mano. Se volvió y le dio un beso. Un beso parcialmente casto, con sólo una leve sensación de lengua entre los labios. Un beso de promesa para los días venideros, aunque no una invitación para esa noche. Él pareció comprenderlo, cosa que la animó, pues retrocedió medio paso, hizo una elaborada reverencia y, como un cortesano dieciochesco, le besó el dorso de la mano.

– Buenas noches -dijo ella-. De verdad que me lo he pasado muy bien.

Ashley subió los escalones. Entre las dos puertas de cristal, miró hacia atrás. Un pequeño cono de luz se proyectaba desde el foco de la puerta exterior, y Will estaba al otro lado del débil círculo amarillo, que se disolvía rápidamente en la oscura noche de Nueva Inglaterra. Una sombra arrugó su rostro, como una flecha de oscuridad que lo cruzara. Pero ella no lo advirtió y le dirigió un breve saludo. Luego se encaminó hacia su apartamento sintiendo una alegría natural, contenta por no haber pensado en un rollo de una noche, costumbre más que habitual en los círculos universitarios que estaba a punto de abandonar. Sacudió la cabeza. La última vez que había cedido a esa tentación había sido horrible. La había recordado antes, cuando su padre la llamó de improviso. Pero, con la misma rapidez, mientras buscaba la llave de la puerta, desechó todos los pensamientos acerca de noches pasadas, y dejó que el modesto brillo de esa noche la embargara.

Se preguntó cuánto tiempo tardaría Will primera cita en llamarla y convertirse en Will segunda cita.

Will Goodwin esperó un instante en la oscuridad después de que Ashley desapareciera tras la segunda puerta. Sintió un arrebato de entusiasmo, una punzada de emoción por aquel día y por los venideros.

Se sentía un poco abrumado. La novia de un amigo, la que le había pasado el teléfono de Ashley, le había informado de que era bonita, inteligente y un poco enigmática, pero ella había superado sus expectativas en todos los aspectos. Y además, él había conseguido escapar de la etiqueta de tío aburrido, o al menos se lo parecía.

Encogido contra la fría brisa, se metió las manos en la cazadora y echó a andar. El aire tenía una cualidad antigua, como si cada escalofrío que provocaba transmitiera exactamente lo mismo, con el mismo frío de octubre, que había transmitido a las sucesivas generaciones que habían recorrido las calles de Boston. Las mejillas empezaban a ruborizársele por el frío, y se apresuró hacia la parada del metro. Cubrió rápidamente la distancia con sus largas zancadas. Ella también era alta, pensó. Casi metro setenta y cinco, supuso, con una figura de modelo que ni siquiera los vaqueros y el jersey ancho de algodón habían logrado ocultar. Mientras esquivaba el tráfico al cruzar la calle con el semáforo en rojo, pensó cómo era que no tenía decenas de pretendientes. Probablemente se debía a alguna relación fallida u otra mala experiencia. Decidió no especular, sólo dar gracias a la buena estrella que lo había puesto en contacto con Ashley. En sus estudios todo trataba de probabilidad y predicción. No estaba seguro de que las estadísticas que registraban el trabajo clínico con las cobayas pudieran ser útiles para conocer a alguien como Ashley.

Sonrió para sí y bajó a saltos las escaleras del metro.

El metro de Boston, como el de muchas ciudades, provoca una extraña sensación, como de otra dimensión, cuando uno atraviesa los torniquetes y baja al mundo del tráfico subterráneo. Las luces se reflejan en muros de azulejos blancos, las sombras encuentran espacio entre columnas de acero. Hay un ruido constante de trenes que vienen y van. El mundo cotidiano es sustituido por una especie de universo desmembrado, donde el viento, la lluvia, la nieve e incluso la cálida luz del sol parecen pertenecer a otro lugar y otro tiempo.

El convoy frenó rechinando agudamente, y Will subió junto con docenas de personas más. Las luces del tren le daban a todo el mundo un aspecto onírico y enfermizo. Especuló sobre los otros pasajeros, todos enfrascados en un periódico, o un libro, o con la mirada perdida. Echó atrás la cabeza y cerró los ojos un momento, dejando que la velocidad y el traqueteo del tren lo mecieran como a un niño en brazos de su madre. La llamaría mañana, decidió. Le pediría salir y trataría de entretenerla un rato al teléfono. Repasó temas de conversación y trató de encontrar alguno original. Se preguntó adónde iba a llevarla. ¿A cenar y al cine? Predecible. Ashley era el tipo de mujer que quiere ver algo especial. ¿Una obra de teatro, tal vez? ¿Un club de comedia? Seguido de una cena tardía en un sitio algo mejor que el habitual garito donde tomar hamburguesas y cerveza. Pero no demasiado esnob, pensó. Y tranquilo. Bien, risas y luego algo romántico. Tal vez no era el mejor de los planes, pero resultaba estimulante.

En su parada, bajó al andén, moviéndose con rapidez pero un poco errante mientras salía a la calle. La luz de Porter Square acuchillaba la oscuridad, dando una sensación de actividad donde había poca. Se encogió para protegerse de una ráfaga glacial y salió de la plaza por una calle lateral. Su apartamento quedaba a cuatro manzanas de distancia. Mientras andaba, trató de decidir el restaurante adecuado adonde llevarla.

Aminoró el paso al oír ladrar un perro con súbita alarma. En la distancia, la sirena de una ambulancia rompía la noche. Algunos apartamentos de la manzana tenían las ventanas iluminadas por el resplandor de los televisores, pero la mayoría estaba a oscuras.

A su derecha, en un callejón entre dos edificios, le pareció oír un roce y se volvió. De repente vio una figura negra abalanzarse hacia él. Sorprendido, retrocedió un paso y alzó el brazo para protegerse. Alcanzó a pensar que debía gritar pidiendo ayuda, pero las cosas sucedieron muy rápido. Sólo tuvo un instante de lucidez y miedo, porque intuyó que algo se le venía encima inexorablemente. Era una tubería de plomo que, cortando el aire con un siseo de espada, cayó de lleno sobre su frente.

Tardé casi siete horas de un día largo y agotador en encontrar el nombre de Will Goodwin en el Boston Globe. Venía en una reseña titulada «La policía busca al asaltante de un posgraduado», en la sección local, casi al pie de la página. Sólo ocupaba cuatro párrafos, e incluía escasa información sobre lo sucedido, sólo que las heridas sufridas por el estudiante de veinticuatro años eran graves y se hallaba en estado crítico en el Hospital General de Massachusetts. Reseñaba que un peatón lo había encontrado por la mañana, tirado y ensangrentado detrás de los contenedores de basura de un callejón. La policía pedía ayuda a toda persona del barrio de Somerville que pudiera haber visto u oído algo sospechoso.

Eso era todo.

Ningún otro artículo al día siguiente, ni en semanas posteriores. Sólo otro episodio de violencia urbana, adecuadamente anotado y registrado y luego ignorado, engullido por la constante aparición de nuevas noticias.

Tardé dos días al teléfono en encontrar la dirección de Will. El registro de la Universidad de Boston dijo que nunca había terminado el programa en que estaba matriculado y dio una dirección en el barrio de Concord. El número de teléfono no estaba incluido.

Concord es un lugar bonito de las afueras, lleno de casas que rezuman historia. Tiene un parque central con una biblioteca pública impresionante, y un centro coqueto lleno de tiendas de moda. Cuando yo era más joven, llevaba a mis hijos a pasear por los escenarios de batallas cercanos y recitaba el famoso poema de Longfellow. Por desgracia, la ciudad ha dejado, como tantas otras partes de Massachusetts, que la historia sea menos importante que el desarrollo urbanístico. Pero la casa del joven que yo había llegado a conocer como Will Goodwin era un edificio de arquitectura colonial, menos ostentoso que las casas más nuevas, apartado unos cincuenta metros tras un camino de grava. En la parte delantera, alguien se dedicaba a plantar flores en el jardín. Vi una placa pequeña, fechada en 1789, en la impoluta pared blanca. Había una puerta lateral con una rampa de madera para sillas de ruedas. Me acerqué y pude oler los hibiscos. Llamé torpemente.

Una mujer delgada y canosa abrió la puerta.

– Sí, ¿en qué puedo ayudarle? -preguntó.

Me presenté y pedí disculpas por aparecer sin anunciarme previamente, ya que el número no aparecía en la guía. Le dije que era escritor y estaba investigando algunos crímenes cometidos hacía unos años en las zonas de Cambridge, Newton y Somerville, y pregunté si podría hablar un momento con Will.

Ella se sorprendió, pero no me cerró la puerta en la cara.

– No creo que sea posible -dijo amablemente.

– Lamento molestarlos, pero sólo serán unas pocas preguntas.

Ella negó con la cabeza.

– Él no… -empezó, pero se detuvo y me miró. Pude ver que su labio inferior empezaba a temblar, y un atisbo de lágrimas asomó a sus ojos-. Ha sido… -Entonces una voz desde atrás la interrumpió.

– ¿Mamá? ¿Quién es?

La mujer vaciló, como si no supiera qué decir. Detrás de ella, un joven en una silla de ruedas salió de una habitación lateral. Tenía un aspecto pálido y abotargado, y su cabello castaño era una masa descuidada que le caía hasta los hombros. Tenía una cicatriz rojiza en forma de Z en un lado de la frente; le llegaba casi hasta la ceja. Sus brazos parecían musculosos, pero su pecho estaba hundido, casi consumido. Sus manos grandes y elegantes permitían percibir reminiscencias de quien había sido una vez. Avanzó con la silla de ruedas.

La madre me miró.

– Ha sido muy duro -dijo en voz baja, con repentina intimidad.

La silla chirrió al detenerse.

– Hola -saludó con gesto amable.

Le dije mi nombre y expliqué concisamente que estaba investigando el crimen que lo había dejado lisiado.

– ¿Mi crimen? -repuso él, y añadió-: Nada del otro mundo. Un asalto corriente. De todos modos, no puedo contarle gran cosa. Pasé dos meses en coma. Y luego esto… -Señaló la silla de ruedas.

– ¿Hizo la policía alguna detención?

– No. Cuando desperté, me temo que no fui de mucha ayuda. No recuerdo nada de aquella noche. Absolutamente nada. Es como pulsar una tecla de tu ordenador y ver cómo todas las palabras de un trabajo escrito desaparecen. Sabes que probablemente están en algún lugar del disco duro, pero no puedes encontrarlas. Las han borrado.

– ¿Regresabas a casa después de una cita?

– Sí. Nunca volvimos a contactar. No me extraña. Estaba hecho una piltrafa. Todavía lo estoy. -Soltó una risita y sonrió amargamente.

Asentí.

– La policía nunca encontró nada, ¿verdad?

– Bueno, un par de cosas curiosas.

– ¿Cuáles?

– Encontraron a unos chicos de Roxbury tratando de usar mi tarjeta Visa. Pensaron que eran mis agresores, pero resultó que no. Al parecer los chicos encontraron la tarjeta en un cubo de basura.

– De acuerdo, pero ¿por qué…?

– Pues porque al final encontraron mis demás documentos intactos en Dorchester… ya sabe, carnet de conducir, carnet del comedor de la facultad, seguridad social, seguro médico, todas esas cosas. A kilómetros de distancia del vertedero donde los chicos encontraron la tarjeta de crédito. Y las demás tarjetas fueron encontradas por todo Boston.

– ¿Qué estás haciendo ahora? -pregunté.

– ¿Ahora? -Will miró a su madre-. Ahora estoy esperando.

– Esperando qué.

– No lo sé. Sesiones de rehabilitación en el Centro de Traumatismos Craneales. El día que pueda levantarme de esta silla. No puedo hacer mucho más.

Me despedí, y su madre empezó a cerrar la puerta.

– ¡Eh! -dijo Will-. ¿Cree que encontrarán alguna vez al tipo que me hizo esto?

– No lo sé -respondí-. Pero si descubro algo, te lo haré saber.

– No me importaría tener un nombre y una dirección -dijo-. Preferiría encargarme yo mismo de ciertas cosas, ya me entiende.

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