Ashley seguía molesta por haber sido excluida de la decisión más crucial de su vida. Catherine, menos airada, se pasó una hora al teléfono, haciendo llamadas en voz baja, antes de decirle a Ashley:
– Hay algo que tú y yo tenemos que hacer.
La chica estaba en la cocina con una taza de café, mirando el rincón donde se hallaba el cuenco de Anónimo, ahora vacío. Se sentía atada a un poste mientras a su alrededor sucedían cosas que la afectaban directamente pero que no podía ver.
– ¿Qué?
– Bueno -dijo Catherine en voz baja-, nunca me ha gustado ser una mera espectadora.
– Ni a mí.
– Creo que deberíamos movernos un poco en una dirección que no creo que alguien de esta familia haya considerado. -Cogió las llaves del coche-. Vamos.
– ¿Adónde?
– A ver a un hombre -respondió Catherine alegremente-. Un tipo bastante antipático, creo.
Ashley debió de parecer ligeramente sorprendida, porque la anciana sonrió.
– Es lo que necesitamos. Alguien desagradable.
Se dio media vuelta y, seguida por Ashley, se dirigió a su coche.
– No diremos nada de esta misión a tus padres ni a Hope -dijo, y arrancó.
Ashley guardó silencio mientras Catherine aceleraba, mirando varias veces por el retrovisor para asegurarse de que no las seguían.
– Necesitamos la ayuda de alguien de otro mundo. Con valores diferentes. Por suerte -suspiró-, conozco a unas personas cerca de mi casa que a su vez conocen a alguien que encaja en ese perfil.
Ashley tenía varias preguntas que hacer, pero no las hizo, pues supuso que muy pronto se enteraría del plan de Catherine. Alzó las cejas cuando el coche enfiló calles secundarias, un amplio bulevar, y luego la rampa de entrada de la interestatal, volviendo en la dirección de la que habían huido hacía sólo unos días.
– ¿Adónde vamos?
– A un sitio a tres cuartos de hora en dirección norte. Quizás a doscientos metros de la línea que separa la comunidad de Massachusetts del gran estado de Vermont.
– ¿Y qué encontraremos allí?
Catherine sonrió.
– A un hombre, ya te lo he dicho. La clase de hombre que dudo hayamos conocido antes. -Su sonrisa se desvaneció-. Y tal vez algo de seguridad.
No dijo más, ni Ashley preguntó, aunque la joven dudaba que la «seguridad» fuera tan fácil de encontrar.
Scott salió de la biblioteca.
Había oído una historia inquietante, una historia de la América profunda que mezclaba rumores, insinuaciones, celos y exageraciones junto con verdades, hechos y posibilidades. Las historias como aquélla tienen una especie de radiactividad: puede que no queden claras a la vista, pero generan un efecto contagioso.
«Lo que necesita usted saber -le había dicho la bibliotecaria- es lo turbia que fue la muerte de la madre de Michael O'Connell.»
«Turbia», para Scott, apenas describía la situación.
Hay algunas relaciones volátiles por naturaleza que nunca deberían formarse, pero, por algún motivo infernal, echan raíces y crean un ballet mortal. Tal era el hogar donde había nacido O'Connell: un padre alcohólico y abusón que mantenía una casa sujeta con clavos de furia; y una madre que había sido la mejor estudiante del instituto pero había arrojado por la borda su prometedor futuro por el hombre que la sedujo en su primer año en el colegio universitario local. Su buen porte a lo Elvis, su pelo negro, el cuerpo musculoso y un buen trabajo en los astilleros, un coche veloz y una risa fácil habían ocultado su lado más duro.
Las visitas de la policía a casa de los O'Connell habían sido frecuentes los sábados por la noche. Un brazo roto, un diente saltado, moratones, asistentes sociales y viajes a urgencias fueron sus regalos de boda. A cambio, él recibió una nariz rota que estropeaba su guapo rostro cuando se enfadaba, y más de una vez tuvo que ver cómo su mujer lo atacaba con un cuchillo de cocina. Era una conocida pauta de abusos, violencia y perdón que habría continuado eternamente, excepto por dos cosas: el padre se lesionó y la madre enfermó.
O'Connell padre cayó desde diez metros de altura sobre una viga de acero. Debería haber muerto, pero en cambio pasó seis meses en el hospital, recuperándose de un par de vértebras rotas, y consiguió ganar una adicción a los analgésicos, un sustancial seguro y una paga permanente, la mayoría de la cual se gastó pagando rondas en el local de los veteranos de guerra y siendo víctima de un par de embaucadores que le hicieron creer que podría ganar dinero fácil. Mientras tanto, la madre de O'Connell descubrió que tenía cáncer de útero. Una operación y su propia dependencia de los analgésicos la condujeron a una vida llena de incertidumbres aún mayores.
O'Connell tenía trece años la noche en que murió su madre, un día después de su cumpleaños.
Lo que Scott había descubierto gracias a la bibliotecaria y los archivos de los periódicos locales era a la vez preocupante y confuso. Ambos padres habían estado bebiendo y peleando; duró un buen rato, según algunos vecinos, pero eso era corriente y no alcanzó el nivel de violencia capaz de hacerles llamar al 911. Pero justo después de que oscureciera, hubo un súbito estallido de gritos seguidos de dos disparos.
Los disparos eran la parte dudosa de la historia. Algunos vecinos recordaban un silencio significativo entre uno y otro: treinta segundos, quizás un minuto o incluso más.
El propio padre de O'Connell llamó a la policía.
Llegaron y encontraron a la madre muerta en el suelo, con un disparo a bocajarro en el pecho, una segunda bala en el techo, el chico adolescente acurrucado en un rincón y el padre, con la cara surcada de arañazos, empuñando una pistola del calibre 38. La historia que contó éste fue la siguiente: habían bebido y luego peleado, como de costumbre, sólo que esta vez ella sacó el revólver que él guardaba bajo llave en un cajón de la cómoda. No sabía cómo se había hecho con la llave. Amenazó con matarlo. Dijo que ya la había maltratado demasiado y que ahora pagaría por ello. Él se había abalanzado contra ella como un toro furioso, gritándole, retándola a disparar. Forcejearon y el primer disparo fue a parar al techo. El segundo, al pecho de ella.
Alcohol, pelea, un arma, un accidente.
Eso le había contado la bibliotecaria a Scott, sacudiendo la cabeza mientras lo hacía.
Naturalmente, él comprendió que la policía debió de preguntarse si quien empuñó el arma había sido el padre de O'Connell y la madre quien luchó por su vida. Más de un detective analizó las fotos de la escena del crimen y consideró probable que ella hubiera rechazado sus avances de borracho y agarrado el cañón de la pistola para impedir que le disparara. El disparo del techo vino después, convenientemente orquestado para que la versión de O'Connell padre sonara convincente.
Y en esa confusión, con dos historias igualmente posibles, una de defensa propia, la otra de un cruel asesinato de borracho, la respuesta sólo podía proporcionarla el adolescente.
Podía decir una verdad, y enviar a su padre a la cárcel y a sí mismo a un orfanato. O podía decir otra, y la vida que conocía continuaría más o menos igual, pese a la ausencia de la madre.
Scott pensó que ése era el único momento en que sentiría compasión por O'Connell. Y fue una compasión retroactiva, porque se remontaba casi quince años en el tiempo. Se preguntó qué habría hecho él en una situación así. Desde luego, el diablo conocido es mejor que el diablo por conocer. Así que el joven O'Connell había corroborado la historia de su padre.
¿Tenía pesadillas con su madre muerta?, se preguntó Scott. ¿La veía luchando por su vida? ¿Cuando despertaba cada mañana y veía la manera en que su padre lo miraba con recelo, se decía alguna mentira terrible?
Cruzó la ciudad y aparcó delante del camping de caravanas, muy cerca de la casa de O'Connell. «Está todo aquí -pensó-. Todos los ingredientes para convertirse en un asesino.»
Scott no sabía mucho de psicología, aunque como historiador comprendía que a veces los grandes acontecimientos se basan en las emociones. Pero cualquier Freud de pacotilla hubiese visto que el pasado de O'Connell lo abocaba a un futuro trágico. Y estaba claro que lo único que había en la vida de O'Connell era Ashley.
«¿Matará a Ashley con la misma facilidad que su padre mató a su madre?», se preguntó con un estremecimiento.
Alzó la cabeza y se concentró en la casa donde había crecido O'Connell. Mientras miraba, no advirtió la sombra que surgió de un árbol cercano, de modo que, cuando unos nudillos llamaron de pronto a la ventanilla, se giró dando un brusco respingo.
– ¡Salga del coche!
Scott, confundido, vio la cara de un hombre con la nariz pegada al cristal. En una mano empuñaba un bate de béisbol.
– ¡Salga! -repitió.
El primer instinto de Scott, dominado por el pánico, fue encender el coche y pisar el acelerador, pero no lo hizo. El hombre echó atrás el bate como disponiéndose a hacer añicos la ventanilla. Scott tomó aliento, soltó el cinturón de seguridad y abrió la puerta.
El hombre lo miró ceñudo, todavía blandiendo el bate.
– ¿Es usted quien está haciendo todas esas preguntas? -le espetó-. ¿Quién demonios es? ¿Y por qué no me dice qué carajo quiere antes de que le parta la cabeza?
Sally comprendió que lo que había estado a punto de hacer era potencialmente incriminador. Buscó en un cajón de su escritorio y sacó una vieja libreta pautada. Abrir un archivo informático con los detalles de un delito aún sin cometer sería un error. Se recordó que tenía que reconstruir hacia atrás, más o menos como hace un detective. Un papel puede destruirse.
Se mordió el labio y cogió un bolígrafo.
En el primer renglón escribió: «Móvil.» Luego, más abajo: «Medios.» Y finalmente: «Oportunidad.»
Observó las palabras. Formaban la Santísima Trinidad del trabajo policial. «Rellena esos espacios en blanco -pensó-, y nueve veces de cada diez sabrás a quién arrestar y acusar. E igualmente quién puede ser condenado en un tribunal.» Como abogada defensora, su trabajo era sencillo: atacar e inutilizar uno de esos elementos. Al igual que un taburete de tres patas, sí se cortaba una, todo se derrumbaba. Ahora estaba planeando un delito y tratando de prever cómo sería investigado. Seguía usando eufemismos en su mente: «delito» o «incidente» o «hecho». Se apartaba de la palabra «asesinato».
Escribió una cuarta categoría: «Forenses.»
En eso podía trabajar, pensó. Empezó a hacer la lista de las diversas formas en que podían meter la pata. Muestras de ADN (eso significaba pelo, piel, sangre) que había que evitar. Balística: si necesitaban usar un arma, tenían que encontrar una no rastreable, o bien deshacerse de ella de una manera que nunca pudiera ser encontrada, pero esto era difícil de conseguir. Y luego había otras cosas. Fibra de las ropas, huellas dactilares, huellas en tierra blanda, marcas de neumáticos. Testigos que pudieran ver algo. Cámaras de seguridad. Tampoco podía estar segura de que, sentados en una silla incómoda bajo una luz potente y ante un par de detectives (uno haciendo de poli bueno y el otro de poli malo), Scott, Ashley, Hope o Catherine no se traicionarían involuntariamente. Podrían intentar ceñirse al guión, pero con una simple contradicción (los policías siempre las pillaban) todos estarían hundidos. Naturalmente, si alguno de ellos acabara sentado en una sala de interrogatorios, todo se habría perdido.
Tenían que hacerlo de manera completamente anónima. Tenía que parecer, incluso para el investigador más obstinado, que el hecho no tenía la menor relación con Ashley.
Cuanto más lo consideraba, más difícil le parecía y más se desesperaba consigo misma. Percibía que las cosas se derrumbaban a su alrededor; no solamente su trabajo en el bufete, que descuidaba, sino también su relación con Hope y, en definitiva, toda su vida. Era como si la incertidumbre por la seguridad de Ashley hiciera imposible todo lo demás.
Sacudió la cabeza. Miró la libreta y de pronto recordó los exámenes en la facultad de Derecho. En cierto modo, esto era igual. La única diferencia era que esta vez el fracaso no se traducía en una nota, sino en su futuro.
Anotó: «Comprar una caja de guantes quirúrgicos.» Eso limitaría al menos la exposición al ADN y las huellas dactilares, cuando decidieran qué iban a hacer. Añadió: «Comprar ropas y zapatos en la tienda del Ejército de Salvación.»
Sally asintió. «Puedes hacerlo -se dijo-. Sea lo que sea, lo harás.»
El hombre desagradable con el que Catherine y Ashley iban a reunirse estaba junto a su cascada furgoneta, fumando un cigarrillo y arañando la gravilla del aparcamiento con el pie derecho, como un caballo impaciente. Catherine divisó su chaleco de caza rojo y negro, y las pegatinas de la Asociación Nacional del Rifle que adornaban la trasera del vehículo. Era un tipo bajo, de pelo escaso, barrigudo, el clásico bebedor de cerveza y whisky, pensó Catherine. Seguramente había trabajado en una fábrica o una planta envasadora, pero había descubierto una fuente de ingresos más rentable.
Aparcó a su lado.
– Quédate aquí y no te dejes ver demasiado -le dijo a Ashley-. Si te necesito, te haré una señal.
La chica no estaba segura de cómo interpretar aquello. Asintió.
Catherine bajó del todoterreno.
– ¿El señor Johnson?
– Así es. Usted debe de ser la señora Frazier.
– En efecto.
– No suelo trabajar así. Prefiero hacer mis negocios en ferias autorizadas.
Catherine asintió sin entender, pero formaba parte de la charada.
– Agradezco que me dedique su tiempo -dijo-. No le habría llamado si la situación no fuera delicada.
– ¿Uso personal? ¿Protección personal?
– Sí. Por supuesto.
– Verá, yo soy coleccionista, no vendedor. Y normalmente sólo vendo y cambio en ferias de armas autorizadas. De otro modo, tendría un permiso federal, ya entiende.
Ella asintió. El hombre hablaba en una especie de código para cubrirse las espaldas.
– Una vez más, se lo agradezco.
– Verá -continuó él-, un vendedor de armas corriente tiene que rellenar un ingente papeleo para los federales. Y luego hay un período de espera de tres días. Pero un coleccionista de armas puede cambiar y comerciar sin esos requisitos. Naturalmente, tengo que preguntarlo: ¿no piensa hacer nada ilegal con esta arma?
– Por supuesto que no. Es para protección. Hoy en día no puedes estar segura en ninguna parte. Bien, ¿qué tiene para mí?
El vendedor de armas abrió la puerta trasera de la furgoneta. Dentro había una maleta de acero con combinación que abrió rápidamente. En un lecho de corcho sintético negro había una muestra de armas. Catherine las miró sin enterarse de casi nada.
– No soy experta en armas -dijo.
Johnson asintió.
– El cuarenta y cinco y la nueve milímetros son probablemente más de lo que necesita. Son estas dos las que tiene que considerar: la automática del veinticinco y el revólver del treinta y dos. El cañón corto del treinta y dos quizás es lo que mejor le irá. Poco pesado para una mujer, seis balas en la recámara. Sólo ha de apuntar y disparar. Muy fiable, pequeño, cualquiera puede usarlo. Cabe en el bolso. Un arma muy popular entre las damas. La pega es que no tiene mordiente, ¿entiende? Cuando más grande la pistola, más grande el disparo. Esto no significa que un disparo de un treinta y dos no vaya a matarte. Lo hará. Pero ¿entiende lo que le digo?
– Claro -dijo Catherine-. Creo que me llevaré el treinta y dos.
Johnson sonrió.
– Buena elección. Ahora, la ley me exige que le pregunte si piensa sacarlo del estado…
– Por supuesto que no -mintió Catherine.
– O transferirlo a otra persona.
– Desde luego que no.
– No intentará usarlo con ningún fin ilegal, ¿verdad?
– Verdad.
Él asintió.
– Bien, señora. -Miró a Catherine-. Si alguien, como un agente del Departamento de Justicia, viene haciendo preguntas, no me hará gracia proporcionárselas, pero tendré que hacerlo. De lo contrario me fastidiarían el negocio. ¿Entiende lo que le digo? Si tiene un marido y quiere matarlo, bueno, es asunto suyo. Sólo estoy diciendo que…
Catherine alzó una mano.
– Mi marido falleció hace años. Por favor, señor Johnson, no se preocupe. El arma sólo dará protección a una mujer mayor que vive sola en el campo.
Él sonrió.
– Cuatrocientos dólares. En metálico. Y le pondré una caja extra de balas. Encuentre algún sitio donde practicar, si sabe a lo que me refiero.
Cogió el arma y la metió en una barata funda de cuero.
– Cortesía de la casa -dijo, mientras se la tendía y ella le entregaba el dinero-. Una cosa más: cuando decida apretar el gatillo, utilice ambas manos para reafirmarse, asuma una postura cómoda, tome aire y…
– ¿Sí?
– Vacíelo. Las seis balas. Si decide dispararle a algo, o a alguien, señora Frazier, bueno, no lo haga a medias, ya me entiende. Sólo en Hollywood el bueno puede arrancarle la pistola al malo de un tiro o herirlo en el hombro. En la vida real, no. Si decide hacerlo, apunte al pecho y no vacile. Debe disparar a matar, ¿entiende?
Catherine asintió.
– Sabio consejo -dijo.
La decana del departamento de Historia del Arte sólo tenía unos minutos, según me dijo. Eran sus horas de oficina, y normalmente había una cola de estudiantes ante su puerta. Sonrió mientras resumía la serie de excusas, quejas, solicitudes y críticas que le esperaban ese día.
– Bien -dijo, sentándose-. ¿Qué lo trae por aquí?
Expliqué, en los términos más vagos que pude, qué era lo que me interesaba.
– ¿Ashley? Sí, la recuerdo. Hace unos años, ¿no? Un caso muy curioso.
– ¿Cómo fue?
– Notas excelentes, una sólida vena artística, trabajadora infatigable, un puesto excelente en el museo… y de pronto todo se vino abajo. Siempre sospeché que tuvo algún problema con un chico. Suele pasar cuando las jóvenes prometedoras tienen un desengaño. En la mayoría de los casos, esos problemas se resuelven con Kleenex y café solo. En su caso, sin embargo, hubo comentarios, rumores más bien, sobre cómo la habían despedido y sobre la honradez de su trabajo académico. Pero no me gusta hablar de estas cosas sin una autorización expresa. No tendrá por casualidad un documento que lo permita, ¿verdad?
– No -respondí.
La decana se encogió de hombros, con una sonrisa triste en los labios.
– Estoy limitada, pues -se excusó.
– Entiendo. -Me levanté para marcharme-. De todos modos, gracias por su tiempo.
– Dígame, ¿sabe usted qué ha sido de ella? Parece que se la ha tragado la tierra.
Vacilé, sin saber cómo responder, y eso hizo que la decana arrugara el entrecejo, preocupada.
– ¿Le ha ocurrido algo? -preguntó.
– Sí -dije-. Supongo que podríamos decir que le ocurrió algo.