«Basura» fue la primera palabra que le vino a la cabeza.
Matthew Murphy estaba estudiando los antecedentes policiales de O'Connell, que revelaban una vida de pequeños encontronazos con la ley. Entre otros, algún fraude con tarjetas de crédito seguramente robadas, un robo de coche en su adolescencia, agresiones y riñas de bar. Ninguno de aquellos delitos menores había sido castigado más que con libertad condicional, aunque en una ocasión había pasado cinco meses en la cárcel del condado cuando no pudo pagar una modesta fianza. El abogado de oficio tardó lo suyo en conseguir rebajar un cargo de asalto con agresión al de simple asalto. Una multa, el tiempo cumplido en prisión y seis meses de libertad vigilada, leyó Murphy. Se recordó que tenía que llamar al oficial de libertad condicional, aunque dudaba que fuera de mucha ayuda. Los oficiales de libertad condicional solían dedicar su tiempo a criminales más importantes, y, por lo que Murphy podía ver, Michael O'Connell no era nada importante… al menos a ojos del sistema legal.
Naturalmente, pensó, había otra forma de ver su historial: O'Connell quizás había cometido muchos delitos graves, pero no lo habían pillado.
Murphy sacudió la cabeza. No era precisamente un experto en criminología, pensó.
Contempló el montón de papeles que tenía en el regazo. Cinco meses en la cárcel del condado. No era tiempo suficiente para un escarmiento de verdad. Sólo la oportunidad para aprender varias habilidades de los reclusos más experimentados, si mantenías los ojos y oídos bien abiertos y conseguías no ser víctima de los tipos duros de la prisión. El crimen, como cualquier especialidad, necesitaba tiempo de estudio.
Había dos fotos en blanco y negro de O'Connell, una de frente y otra de perfil. «¿Así es como empezaste tu carrera delictiva?», le preguntó mentalmente. Lo dudaba. Esos cinco meses a la sombra sólo habían sido un cursillo de posgrado. Sospechaba que O'Connell ya había aprendido mucho antes de pasar por la prisión.
El oficial de la policía estatal que le había facilitado la ficha no había podido acceder a los antecedentes de O'Connell durante su minoría de edad. No se podía saber qué podía haber allí. Con todo, mientras examinaba las páginas, vio sólo pequeñas muestras de violencia, y eso lo tranquilizó un poco. «A lo mejor sólo eres un bravucón -pensó-. No un psicópata con una 9 mm.»
No obstante, obtuvo más información del expediente policial. O'Connell era un chico de la costa de New Hampshire, criado cerca de un camping de caravanas. Probablemente había tenido una infancia dura. Ninguna casita de paredes blancas con una tarta de manzana cocinándose en el horno y niños jugando al fútbol en el patio delantero. Notas bastante buenas en el instituto… cuando asistía. Había algunas lagunas. «¿Una temporada en un correccional juvenil?», se preguntó Murphy. Consiguió graduarse en el instituto. «Apuesto a que les diste algún que otro quebradero de cabeza a tus tutores.» Suficientemente listo para ingresar en la facultad local. Lo dejó. Volvió. No terminó. Se mudó a UMass-Boston. Bueno en trabajos manuales: mecánico con cierta experiencia. Obviamente, había empleado otras capacidades para aprender informática. Había bastante donde investigar, pensó, si eso era lo que Sally Freeman-Richards quería. Intuía más o menos lo que iba a encontrar. Un padre abusivo y una madre borracha. O tal vez un padre ausente y una madre casquivana. Divorcio, trabajos domésticos o trabajos basura y violencia los sábados por la noche, provocada por demasiada bebida.
Matthew Murphy estaba aparcado delante del cutre apartamento de Michael O'Connell. Era una tarde soleada y prometedora. Rendijas de brillante cielo asomaban entre los ajados edificios de apartamentos, y desde la esquina se distinguía en la distancia el cartel de CITGO colgado sobre Fenway Park. Miró la manzana de arriba abajo y se encogió de hombros. Era como muchas calles de Boston, advirtió. Lleno de jóvenes en ascenso hacia algo mejor y viejos en descenso de algo mejor. Y unos cuantos, como O'Connell, que la usaban como parada en el camino para algo peor.
Había sido fácil que un amigo de la policía le consiguiera la documentación sobre O'Connell que tenía en el regazo. Ahora quería echarle un buen vistazo al sujeto. Tenía a su lado una moderna cámara digital con teleobjetivo, la principal herramienta del detective privado.
Murphy era cincuentón, justo en esa edad previa a la ansiedad de hacerse viejo. Estaba divorciado, no tenía hijos, y lo que más echaba de menos eran los días de agente uniformado, cuando era joven y salía de la comisaría al volante de un coche patrulla. También echaba de menos su época en Homicidios, aunque, con los enemigos que se había ganado, jubilarse allí habría sido problemático. Sonrió para sí. Toda su vida había tenido la habilidad de salir bien parado de los problemas en que se metía, un paso por delante del martillo que caía rozándole la espalda. Un año después de alistarse en la policía, cuando se estrelló con su coche patrulla en una persecución, había salido sólo con un par de rasguños, mientras que los niños ricos y borrachos del BMW de papá que perseguía eran atendidos infructuosamente por una UVI móvil. En un tiroteo con unos traficantes, una noche le dispararon el cargador entero de una 9 mm, sólo para estampar cada bala en la pared que tenía detrás, y él había disparado un único tiro con los ojos cerrados, acertando al pecho del otro tipo. Había salido de tantas situaciones apuradas que ya le costaba recordarlas todas, incluyendo un enfrentamiento con un asesino en serie que esgrimía un cuchillo de carnicero en una mano y retenía a una niña de nueve años con la otra, con el cuerpo de su ex esposa a los pies y su suegra en el suelo de la cocina en un charco de sangre. Murphy recibió una recomendación por ese arresto. Una recomendación y una amenaza del asesino, que juró convertirlo en una de sus próximas víctimas si alguna vez salía libre, cosa bastante improbable. Matthew Murphy consideraba el número de amenazas que había acumulado el baremo más adecuado de sus logros. Tenía demasiadas que contar.
Cogió los papeles del asiento del pasajero. En el historial de Murphy, aquel O'Connell apenas representaba una leve molestia. Tomó aire y repasó los documentos una vez más, buscando alguna advertencia de que no se pudiera intimidar a O'Connell por motivos médicos o de otro tipo. No encontró ninguna. Esa era la primera medida que había sugerido a la abogada. Una visita nocturna acompañado por un par de policías fuera de servicio. Una visita informal, pero con toda la amenaza que pudieran transmitir, que era bastante. Le apretarían un poco las tuercas y le enseñarían una amañada orden de alejamiento firmada por un juez. El objetivo era hacerle pensar que acosar a aquella chica no le merecía la pena. Y asegurarse de que comprendiera que, si no se atenía a razones, las consecuencias para él serían terribles.
Sonrió. Sin duda funcionaría, pensó.
En su trayectoria había lidiado con algunos acosadores bastante chiflados, tipos que no retrocedían ante las amenazas, la ley ni las armas: psicópatas capaces de atravesar una tormenta de fuego para llegar a la persona que les obsesionaba, pero O'Connell parecía sólo un baboso de poca monta. Murphy conocía muy bien esa clase de basura social. Lo que no entendía, por mucho que leyera sobre O'Connell, era por qué esa pequeña rata creía que podía fastidiar a gente como Sally Freeman-Richards y su hija. Sacudió la cabeza. Había intervenido en más de un homicidio en que un marido o un novio abandonado descargaban su furia contra una pobre mujer que intentaba continuar con su vida. Murphy tenía una afinidad natural con cualquiera que intentase escapar de una relación abusiva. Lo que no comprendía era de dónde procedía la obsesión. En los casos que había visto a lo largo de los años, le parecía que el amor era tal vez la razón más estúpida para perder la libertad, el futuro y en algunos casos la vida.
Echó otro vistazo al portal del apartamento.
– Vamos, chico -masculló en voz baja-. Sal para que pueda verte. No me hagas perder más tiempo.
Como obedeciendo a sus palabras, vio movimiento en el portal, y O'Connell salió. Lo reconoció inmediatamente por las fotos de las fichas de hacía tres años.
Cogió la cámara. Para su sorpresa, O'Connell se entretuvo un momento, casi volviéndose en su dirección. Murphy disparó rápidamente media docena de fotos.
– Te tengo, cabroncete -musitó-. No has sido difícil de detectar.
Lo que Murphy no sabía en ese momento era que lo mismo sucedía en su caso.
Scott podía hacer una llamada, aunque no estaba seguro de que sirviera para algo. El entrenador de fútbol americano estaba en su oficina, revisando las estrategias de juego con su coordinador de defensa. De pronto sonó el teléfono.
– ¿Entrenador Warner? Soy Scott Freeman…
– ¡Scott! Me alegro de oírle. -Se conocían de haberse visto en actos sociales y en los partidos-. Pero ahora mismo estoy muy liado…
– ¿Elucubrando alguna táctica defensiva infalible, diseñada para maniatar al rival y reducirlo a la máxima impotencia? -bromeó Scott.
El entrenador soltó una carcajada.
– Sí, desde luego. No aceptaremos menos que una rendición incondicional del enemigo. Pero no me habrá llamado para eso, ¿eh?
– Necesito un pequeño favor. Algo de músculo.
– Tenemos músculos en abundancia, pero también clases y entrenamientos. Los chicos están muy ocupados…
– ¿Qué tal el domingo? Necesito a dos o tres chicos. Un pequeño ejercicio muscular. Desde luego bien retribuido en efectivo.
– ¿El domingo? Bien. ¿Qué tiene pensado?
– Mi hija se muda de su apartamento en Boston y hay que recoger sus cosas. Deprisa.
– No hay problema. Muy bien. Pediré un par de voluntarios después del entrenamiento y se los enviaré mañana.
Los tres jóvenes que se presentaron a la puerta del despacho de Scott a la mañana siguiente parecían ansiosos por ganar unos dólares extras. Scott les explicó rápidamente que debían recoger una furgoneta de alquiler el domingo por la mañana, ir a Boston, embalar todo lo que había en el apartamento y luego llevarlo a un guardamuebles en las afueras de la ciudad, cosa que ya había contratado.
– Necesito que se haga sin retraso alguno -dijo Scott.
– ¿Cuál es la prisa? -preguntó uno de los chicos.
Scott no quería que se supiera la verdad, desde luego.
– Mi hija es estudiante de posgrado en Boston. Hace algún tiempo solicitó una beca para estudiar en el extranjero. Y de pronto le llegó el otro día. Así que se marcha a Florencia a estudiar arte renacentista de seis a nueve meses. Tiene el vuelo en los próximos días, y yo no quiero pagar el alquiler de un apartamento vacío. Ya tengo bastante con perder el depósito de fianza. Pero qué remedio -suspiró afectando resignación-, si te gustan todos esos cuadros de santos mártires y profetas decapitados, supongo que hay que ir a Italia. Aunque no creo que las palabras «empleo» y «carrera» tengan mucho que ver con la manera en que mi hija lleva su vida…
Esto provocó sonrisas en los jóvenes, ya que era algo con lo que podían identificarse. Tomaron nota de los detalles y quedaron en reunirse el domingo por la mañana.
Mientras la puerta se cerraba, Scott pensó: «Si alguien les pregunta, contestarán que Ashley se marchó al extranjero. Suena creíble. Florencia. Sí, lo recordarán.» Habría una persona que, si veía a los tres chicos haciendo la mudanza, estaría muy interesada en la historia que Scott había urdido ingeniosamente.
Ashley se sentía un poco ridícula.
Había metido ropa para una semana en una bolsa de lona negra, y para una segunda en una maleta pequeña con ruedas. El día antes, el repartidor de Federal Express le había entregado un paquete enviado por su padre. Incluía dos guías de ciudades de Italia, un diccionario inglés-italiano y tres libros sobre arte renacentista. De los tres, ella ya tenía dos. También había una guía publicada por la facultad de Scott titulada Guía para estudiar en el extranjero.
Valiéndose del ordenador, le había escrito una breve carta encabezada por el rimbombante membrete de un supuesto «Instituto para el Estudio del Arte Renacentista», dándole la bienvenida al curso y añadiendo el nombre de su contacto en Roma. El contacto era real: se trataba de un profesor de la Universidad de Bolonia que Scott había conocido en un congreso y que en ese momento estaba impartiendo clases en África durante un año sabático. No creía que O'Connell fuera capaz de encontrarlo nunca. Y si lo hacía, Scott suponía que mezclar algo ficticio con algo real lo confundiría. La estrategia le parecía muy astuta.
Ashley tenía que dejar la carta en la mesa del apartamento, como olvidada por descuido. Las indicaciones de su padre para todo lo que ella tenía que hacer eran detalladas. A Ashley le parecían un poco exageradas, aunque nada era demasiado descabellado y todo tenía sentido. A fin de cuentas, se trataba de elaborar un engaño.
Una de las guías tenía que ir colocada en un bolsillo exterior de la bolsa, un poco asomada, para que quien la viera no pudiera dejar de reparar en su título. Los otros libros se quedarían en el apartamento supuestamente para ser empaquetados, bien visibles encima del escritorio o la mesilla de noche.
La penúltima llamada que ella debía hacer, antes de llamar a la compañía telefónica para cancelar la línea fija, sería a una compañía de taxis.
Cuando llegara el taxi, ella cerraría el apartamento y dejaría la llave en el dintel de la puerta exterior, donde los estudiantes encargados de la mudanza pudieran encontrarla con facilidad.
Ashley contempló el lugar que había llegado a considerar su hogar. Los pósters en las paredes, las plantas en sus tiestos, la chillona cortina naranja de la ducha… todo era suyo, lo primero que tenía, y se sorprendió de lo emotiva que de pronto se sentía ante cosas tan sencilla. A veces pensaba que todavía no estaba segura de quién era y en quién iba a convertirse, pero aquel apartamento había sido un primer paso en esa dirección.
– ¡Maldito seas, Michael O'Connell! -masculló.
Miró la nota escrita por su padre. «Muy bien -se dijo-. Habrá que intentarlo.»
Cogió el teléfono y pidió un taxi. Luego llamó a la compañía telefónica.
Después esperó nerviosa dentro del portal la llegada del taxi. Siguiendo las instrucciones de su padre, llevaba gafas oscuras y una gorra de lana que le cubría el pelo, el cuello del abrigo vuelto hacia arriba. «Como alguien que no quiere ser reconocido, que está huyendo», había indicado Scott. Ella no estaba segura de estar actuando o, por el contrario, comportándose conforme a lo que sentía en ese momento. Cuando el taxi se detuvo ante el edificio, dejó la llave en el dintel y luego, con la cabeza gacha, sin mirar a izquierda ni a derecha, salió y cruzó la acera tan rápida y furtivamente como pudo, suponiendo que O'Connell estaba vigilándola desde algún lugar. Era temprano por la tarde y el brillo del sol envolvía el aire frío, proyectando extrañas sombras en los callejones. Metió la pequeña maleta y la mochila en el asiento trasero y subió.
– Al aeropuerto Logan -dijo-. Terminal de salidas internacionales. -Y bajó la cabeza, encogiéndose en el asiento como si se escondiera.
En el aeropuerto, le dio al conductor una propina modesta y comentó como de pasada:
– Me voy a Italia a estudiar.
Fue hasta los mostradores de facturación de equipaje, oyendo el constante rugido de los aviones que despegaban sobre las aguas de la bahía. Había cierto nerviosismo en las colas de gente que facturaba. Se oía un constante murmullo de conversación en diversos idiomas. Miró hacia las puertas de salida, y luego se dio la vuelta y se dirigió a la derecha, a los ascensores. Se acercó a un grupo recién desembarcado de un vuelo de Aer Lingus procedente de Escocia, todos pelirrojos y de piel clara, hablando con marcado acento y vestidos con los jerseys verdes y blancos a rayas del Celtic de Glasgow, que se dirigían a una gran reunión familiar en el sur de Boston.
Ashley encontró sitio al fondo del ascensor y abrió rápidamente la mochila. Guardó la gorra y la chaqueta de lana y las gafas de sol, sacó una gorra marrón de béisbol de la Universidad de Boston y una chaqueta de cuero marrón, y se cambió rápidamente, agradecida de que a los escoceses no les resultara extraño.
Bajó en la segunda planta y se dirigió a las plantas de aparcamiento. Estaba oscuro, olía a gasolina y se oía el chirriar de las ruedas en las rampas circulares. Enfiló la salida hacia la estación de metro.
Sólo había media docena de personas en el vagón, y ninguna era Michael O'Connell. No había posibilidad alguna, pensó, de que estuvieran siguiéndola. Ya no. Empezó a notar una liberadora excitación y una mareante sensación de libertad. Su pulso aumentó y sonrió por primera vez en muchos días.
Con todo, decidió seguir las instrucciones de su padre al pie de la letra. «De momento está funcionando», pensó. Se bajó del metro en Congress Street y, arrastrando la maleta, recorrió las pocas manzanas que la separaban del Museo de los Niños. Dejó las maletas en la consigna y compró una entrada. Luego entró en el laberinto del museo, deambulando de una sala de Lego a una exposición científica, rodeada por risueños grupos de niños, maestros y padres. En medio de aquel infantil ambiente feliz y entusiasta comprendió la lógica del plan de su padre: Michael O'Connell no habría podido seguirla solapadamente hasta allí, ya que habría quedado en evidencia, por completo fuera de lugar. En cambio, Ashley no se diferenciaba de las maestras de preescolar o madres jóvenes que circulaban por las atestadas y bulliciosas salas.
Miró la hora. A las cuatro en punto recuperó sus maletas y salió directamente a uno de los taxis que esperaban fuera. Esta vez escudriñó la calle con atención. El museo estaba en una antigua zona de almacenes, y la amplia calle estaba despejada en ambas direcciones. Reconoció la agudeza de su padre al elegir aquel lugar: no había sitio para esconderse, ni callejones, ni árboles, ni vallas, porches o mobiliario urbano donde parapetarse.
Ashley sonrió y le pidió al taxista que la llevara a la terminal de autobuses Peter Pan. El hombre gruñó, porque quedaba muy cerca, pero a ella no le importó: por primera vez en días había perdido la sensación de estar sometida a vigilancia. Incluso canturreó un poco mientras el taxi se internaba por las calles del centro de Boston.
Compró un billete para Montreal en un autobús que salía al cabo de diez minutos. Tenía parada en Brattleboro (Vermont) antes de continuar hacia Canadá; ella se bajaría allí. Ya tenía ganas de ver a Catherine.
El olor a gasolina y combustión la asaltó mientras cruzaba la plataforma en dirección al autobús. Ya había oscurecido y las luces de neón hacían brillar la forma plateada del vehículo. Encontró un asiento de ventanilla al fondo. Contempló la noche que caía y, en vez de sentirse insegura e inquieta, se sintió casi libre. Cuando el conductor cerró la puerta y maniobró marcha atrás, cerró los ojos y oyó el zumbido del motor.
El vehículo recorrió las calles del centro en dirección a la autovía del norte. Aunque todavía era temprano, Ashley se sumió en un profundo sueño.
Lucía un sol implacable. Era uno de esos calurosos días en que el aire parece estancado entre las montañas. Aparqué a unas manzanas de la oficina de Matthew Murphy.
En muchas ciudades de Nueva Inglaterra es fácil ver hasta dónde ha llegado el dinero para obras nuevas, antes de que los políticos locales estimaran que no conseguirían más votos aunque siguiesen invirtiendo. En una o dos manzanas, edificios nuevos y edificios decrépitos se tocan sin solución de continuidad. No es precisamente deterioro, como un diente se pudre de dentro hacia fuera, sino más bien una especie de resignación.
La manzana donde esperaba encontrar la oficina de Murphy parecía un poco más deteriorada que las demás. En una esquina, un bar oscuro y cavernoso anunciaba «Topless las 24 horas» bajo un brillante rótulo de neón de cerveza Budweiser. Enfrente había un pequeño mercado con puestos de verdura, frutas, bebidas y latas de conservas; una bandera hondureña ondeaba en la entrada. El resto de los edificios era del ubicuo ladrillo rojizo de casi todas las ciudades. Un coche de la policía pasó por mi lado.
Encontré el edificio de Murphy en mitad de la manzana. Tenía un único ascensor junto a un directorio que indicaba cuatro oficinas en dos plantas.
La de Murphy estaba frente a una agencia de servicios sociales. Junto a la puerta había una placa nagra en la que, bajo su nombre, se leía «Investigaciones confidenciales» en letras doradas.
Accioné el pomo para entrar en la oficina, pero la puerta estaba cerrada. Lo intenté un par de veces y luego llamé con los nudillos.
No hubo respuesta.
Volví a llamar y maldije entre dientes.
Cuando me volví, sacudiendo la cabeza y pensando que había perdido todo el día, la puerta de la agencia de servicios sociales se abrió, y salió una mujer de mediana edad cargando con un montón de clasificadores. Me ofrecí a ayudarla.
– Ahí ya no hay nadie -me informó. -¿Se han mudado? -Más o menos. Salió en la prensa. Enarqué las cejas, y ella frunció el ceño.
– ¿Tiene usted relación con Murphy?
– Tengo algunas preguntas que hacerle.
– Ya -dijo ella-. Si quiere puedo darle su nueva dirección. Queda a media docena de manzanas de aquí.
– Gracias. ¿Dónde es?
Ella se encogió de hombros.
– El cementerio de River View.