Se recordó que tenía que conservar la calma.
Esto era difícil para Michael O'Connell. Funcionaba mejor al borde de la ira, cuando ramalazos de furia le embotaban el juicio y lo conducían a situaciones en que se sentía cómodo. Una pelea. Un insulto. Una obscenidad. Esos eran los momentos en que disfrutaba casi tanto como cuando urdía planes. Había pocas cosas, pensó, más satisfactorias que predecir lo que iba a hacer la gente y luego ver cómo lo hacían.
Había visto a Ashley subir a aquel taxi y había anotado la compañía y el número identificador. No le sorprendía que ella huyera. Esa reacción era natural en gente como Ashley y su familia, un hatajo de cobardes.
Había llamado a la centralita de los taxis. Después de dar los datos del vehículo, dijo que había encontrado una funda con unas gafas graduadas que al parecer la joven pasajera había dejado caer en la acera al subir al taxi. ¿Había algún modo de devolvérselas?
El operador vaciló un momento y luego consultó su archivo de llamadas.
– Pues me temo que no, amigo -dijo.
– ¿Por qué? -preguntó O'Connell.
– Ese servicio fue hasta salidas internacionales de Logan. Ya puede tirarlas. O entregarlas en uno de esos buzones de caridad.
– Ajá -dijo O'Connell, y se permitió bromear-: La chica no verá muchas vistas donde haya ido de vacaciones.
– Mala suerte para ella.
Eso era quedarse corto, pensó Michael O'Connell.
Ahora estaba apostado a media manzana del edificio de Ashley, viendo cómo tres jóvenes sacaban cajas del apartamento de la chica.
Tenían una furgoneta aparcada en doble fila en la calle, y trabajaban deprisa. Una vez más, O'Connell se ordenó conservar la calma. Encogió los hombros y trató de aflojar la tensión acumulada en el cuello, apretó los puños media docena de veces. Luego echó a andar lentamente en dirección al edificio.
Uno de los muchachos cargaba dos cajas de libros, con una lámpara puesta precariamente encima cuando O'Connell llegó al portal. El chico iba un poco desequilibrado.
– Eh, ¿entras o sales? -preguntó O'Connell.
– Estamos de mudanza -resopló el muchacho.
– Deja que te eche una mano -dijo O'Connell, y cogió la tambaleante lámpara. Sintió un cosquilleo al aferrar la base metálica, como si el mero contacto con las pertenencias de Ashley equivaliera a acariciar su piel. Recordó exactamente dónde estaba situada en el apartamento y visualizó la luz proyectada sobre el cuerpo de la chica, silueteando curvas y formas. Su respiración se aceleró y casi se notó mareado al entregársela al muchacho de la mudanza.
– Gracias -respondió el chico y la metió sin ceremonias en la furgoneta-. Sólo faltan la maldita mesa, la cama y un par de alfombras.
O'Connell tragó saliva y señaló una colcha rosa. Recordó la noche que la había abierto, antes de inclinarse sobre Ashley.
– ¿Te estás mudando? -preguntó.
– Qué va -respondió el muchacho, estirando la espalda-. Estamos trasladando las cosas de la hija de un profesor. Nos paga bien.
– Vaya -dijo O'Connell, esforzándose en no revelar ninguna curiosidad especial-. Debe de ser la chica que vive en el primer piso, ¿no? Yo vivo ahí abajo. -Señaló otro edificio-. ¿La chica se marcha de la ciudad?
– Se va a Florencia, Italia, nos han dicho. Consiguió una beca de estudios.
– Muy afortunada.
– Desde luego.
– Bien, buena suerte con la mudanza. -O'Connell saludó y continuó su camino. Cruzó la calle y encontró un árbol donde apoyarse, fuera de la vista de los chicos.
Inspiró hondo mientras una compulsión helada se asentaba en su interior. Vio los muebles de Ashley desaparecer en la parte trasera de la furgoneta y se preguntó si aquello estaba sucediendo de verdad. Era como estar viendo una película, donde todo parece real pero no lo es. Un taxista con una carrera hasta el aeropuerto internacional Logan, tres estudiantes universitarios haciendo una mudanza un domingo por la mañana, un detective privado con oficina en Springfield sacándole fotos desde un coche frente a su propio apartamento. Todo aquello significaba algo, pero todavía no estaba seguro de exactamente qué. Sin embargo, sí estaba seguro de una cosa: si los padres de Ashley creían que comprarle un billete de avión la alejaría de él, estaban muy equivocados. Sólo conseguirían que las cosas fueran más interesantes para él. La encontraría, aunque tuviera que volar a Italia.
– Nadie puede robarme -susurró para sí-. Nadie puede quitarme lo que es mío.
Catherine Frazier se ciñó un poco más el chaquetón de lana y vio cómo su aliento formaba un halo de vaho ante ella. El aire nocturno presagiaba el tiempo por venir. «Vermont es así -pensó-, siempre te avisa con antelación, sólo has de prestarle atención.» Un frío regusto a noche en los labios, una sensación cortante en las mejillas, la sacudida de las ramas de un árbol, una fina capa de hielo en los estanques por la mañana. Habría nevadas en los próximos días. Anotó mentalmente comprobar su provisión de leña apilada tras la casa. Ojalá supiera leer en las personas con la misma precisión con que leía el tiempo.
El autobús de Boston llegaba un poco tarde, y en vez de esperar dentro de la bolera y restaurante donde hacía su parada antes de proseguir a Burlington y Montreal, Catherine había salido al exterior. Las luces brillantes la ponían extrañamente nerviosa: se sentía más cómoda en las sombras y la niebla.
Ansiaba ver a Ashley, aunque, como siempre, tenía sus dudas sobre cómo tratarla exactamente durante su estancia. Ashley no era su nieta ni su sobrina. No era pariente suya por adopción, aunque eso era lo más parecido. La gente de Vermont, por norma, rara vez se mete en los asuntos de los demás, pues tienen esa sensibilidad yanqui de que, cuanto menos se diga, mejor. Pero Catherine sabía que las otras mujeres de su iglesia, así como los dependientes de las tiendas donde era conocida, se harían preguntas. En aquella región todos poseían finos radares para detectar cualquier pequeño acto que sugiriera hipocresía. Y había algo incongruente en recibir en su casa a la hija de la compañera de su hija, una relación que ella condenaba en silencio aunque de manera evidente.
Catherine observó el cielo. Se preguntó si podían tenerse tantos sentimientos en conflicto como estrellas había allá en lo alto.
Ashley era una niña cuando Catherine la conoció. Recordó su primer encuentro con ella y sonrió. «Yo llevaba demasiada ropa -recordó-. Pese al calor que hacía, me había puesto una falda de lana y un jersey grueso. Qué tonta. A la niña debí de parecerle una vieja de cien años.»
Catherine se había mostrado envarada, casi estirada, tontamente formal, cuando le presentaron a la niña de once años y ella le estrechó la mano. Pero Ashley la desarmó enseguida, y por eso, en algunos aspectos, la tregua que mantenía Catherine con su propia hija, y la relación cortés que mantenía de puertas para afuera con su compañera (Catherine odiaba esa palabra, pues hacía que su relación pareciera un negocio) se benefició de su afecto hacia Ashley. Había asistido a ruidosas fiestas de cumpleaños y partidos de fútbol furibundos, había visto a Ashley hacer de Julieta en una representación teatral en el instituto aunque odiaba cuando el personaje se moría en escena. Se había sentado en el borde de la cama de Ashley una noche, cuando la chica, ya con quince años, lloraba inconsolable tras la ruptura con su primer novio. Había ido a la casa de Hope y Sally para sacarle fotos a Ashley engalanada con su vestido para la fiesta de graduación. La había cuidado durante un brote de gripe, porque Sally estaba absorbida en un juicio, y había dormido en el suelo junto a ella, escuchando su respiración toda la noche. Le había dado alojamiento la vez que se había presentado en su puerta con una mochila de acampada y un par de amigas de la facultad camino de las Green Mountains. Y la había invitado a cenar en Boston un par de felices ocasiones y habían pasado un día inolvidable en las gradas del estadio de Fenway, cuando Catherine encontró una excusa para ir a la ciudad y se presentó como por casualidad, aunque el verdadero motivo del viaje era ver a Ashley.
Se paseó por la grava del aparcamiento, esperando el autobús, y pensó que la vida no le había dado los nietos que había esperado, pero en cambio el destino le había traído a Ashley. Desde el primer momento en que la había visto y la niña había preguntado tímidamente «¿Quieres ver mi habitación y que leamos un libro juntas», Catherine había entrado en un reino completamente diferente, donde Ashley quedaba exenta de todas las decepciones y dificultades que experimentaba con su hija, Hope.
– Por Dios -masculló Catherine-. ¿Cuánto puede retrasarse un autobús?
En ese momento oyó los resoplidos del motor diesel, aminorando para tomar la curva, y los faros hendieron la oscuridad del aparcamiento. Avanzó rápidamente, agitando ya los brazos por encima de la cabeza a modo de saludo.
La secretaria de Sally la llamó por el intercomunicador.
– Tengo a un tal señor Murphy al teléfono. Dice tener información para usted…
– Pásamelo -dijo la abogada-. Hola, señor Murphy. ¿Qué tiene para mí?
– Bueno, todavía no demasiado, pero supuse que querría estar al corriente enseguida, dada la, hum, naturaleza personal de esta investigación.
– Correcto. Cuénteme lo que sepa.
– Bueno, creo que no hay motivo para preocuparse demasiado. Es un problema, sí, pero los he visto peores.
Sally respiró con alivio.
– Muy bien. Adelante.
– El chico tiene un historial. No muy largo y sin muchas banderas rojas, si me entiende, pero suficiente para tomar precauciones.
– ¿Violencia?
– No demasiada. Peleas, riñas de bar, esa clase de cosas. Siempre a puñetazo limpio. Eso es buena señal, aunque también puede significar que simplemente no lo han pillado con un arma… Parece un mal tipo, desde luego, pero no creo que sea más que un peso ligero. Quiero decir que he visto su perfil mil veces, y con un poco de presión se doblan como una vara. Puedo hacerle una pequeña visita con un par de amigos, para meterle miedo en el cuerpo y dejarle claro que lleva las de perder. Tal vez le ayude a comprender que otra clase de vida sería más sana para él…
– ¿Se refiere a amenazarlo?
– No, abogada. No soy partidario de la violencia en ningún caso… -Murphy hizo una pausa para que Sally entendiese que era partidario de todo lo contrario-. Además, como abogada, usted nunca me contrataría para que hiciera daño a nadie. Eso lo comprendo. Lo que estoy diciendo es que se le puede, digamos, intimidar. Todo dentro de la ley, ya me entiende.
– Es un paso que deberíamos considerar.
– Por supuesto. Tampoco incrementará mucho mis honorarios. Sólo las habituales dietas por desplazamiento y un pequeño extra para mis socios, ya sabe.
– Ya -dijo Sally-. Aunque no estoy segura de querer implicar a nadie más. Incluso socios de cuya discreción pueda usted responder. Desde luego, ningún policía fuera de servicio que después pudiera ser llamado a declarar en un tribunal bajo juramento. Sólo intento ser precavida, anticipar futuros imprevistos. Hay que cubrir todas las bazas, por así decirlo.
Murphy pensó que los abogados eran incapaces de comprender la diferencia entre la realidad tal como se vivía en la calle y la versión coherente y sensata que luego se daba de ella en un juicio. «Hay distinciones que nunca entenderán -se dijo-. A veces malditas distinciones.» Suspiró, pero no dejó que se notara en su voz.
– Tiene usted razón, abogada. No obstante, creo que podría encargarme personalmente de esta parte del encargo, sin implicar a nadie relacionado con la policía.
– Sería aconsejable.
– ¿Continúo, pues?
– Prepare un plan de acción, señor Murphy, y luego lo comentamos.
– De acuerdo. La llamaré. -Y colgó.
Sally permaneció sentada, sintiéndose inquieta a la vez que aliviada, lo cual era una contradicción.
Era un típico cementerio urbano situado en una zona poco frecuentada de la pequeña ciudad, rodeado por una verja de hierro negro. Mis ojos repasaron las filas de lápidas grises. Crecían en altura a medida que ascendían por la pendiente de la colina. Simples losas de granito daban paso a estructuras y formas más elaboradas. Las palabras talladas en las lápidas también se volvían más elaboradas, no sólo nombre y fechas. Por lo que sabía de él, pensé que no era probable que Murphy estuviera enterrado bajo querubines tocando trompetas.
Me adentré entre las hileras, sintiendo que la camisa se me pegaba a la espalda y el sudor me perlaba la frente. Al fondo vi una sencilla y modesta lápida con el nombre «Matthew Thomas Murphy» y las fechas de rigor. Nada más.
Anoté las fechas y me quedé allí un instante.
– ¿Qué ocurrió? -pregunté en voz alta.
Ni siquiera un soplo de brisa o una visión espectral contestaron. Entonces, con leve irritación, pensé en quién podría tener la respuesta a esa pregunta.
A un par de manzanas del cementerio había una gasolinera con una cabina telefónica. Inserté unas monedas y marqué el número.
– Me mentiste -le reproché cuando ella contestó.
Ella inspiró hondo.
– ¿A qué viene eso? -repuso-. Mentir es una palabra muy fuerte.
– Me dijiste que fuera a ver a Murphy. Y lo he encontrado en un cementerio. ¿Eso no es mentir? Yo creo que sí. ¿De qué va todo esto?
Ella vaciló.
– Pero ¿qué viste? -preguntó.
– Vi una tumba y una lápida barata.
– Entonces no has visto suficiente.
– ¿Qué más había que ver, demonios?
Su respuesta sonó fría y profesional:
– Mira con más atención. Con mucha más atención. ¿Te habría enviado allí sin un motivo? Tú ves una losa de granito con un nombre y unas fechas. Yo veo una historia. -Y colgó.