Esperó hasta mediodía, incapaz de levantarse de la cama, hasta que el sol entró a raudales por las ventanas y las calles más allá de su apartamento resonaron tranquilizadoras. Pasó unos instantes asomada a una ventana, como para convencerse de que, con el ir y venir normal de otro día, nada podía ser diferente. Dejó que su mirada siguiera primero a una persona, luego a otra, mientras recorrían la acera y entraban en su campo de visión. No reconocía a nadie, y sin embargo todo el mundo le era familiar. Todos encajaban en tipos fácilmente identificables. El hombre de negocios, el estudiante, la camarera. Parecía haber un mundo con sentido más allá de su alcance. La gente se movía con decisión y destino.
Ashley se sentía como una isla entre ellos. Ojalá tuviera una compañera de habitación o una amiga íntima. Alguien en quien confiar, que se sentara al otro lado de la cama con una taza de té, dispuesta a reírse o llorar o comentar sus problemas con franqueza. Conocía a muchas personas en Boston, pero a nadie a quien pudiera confiar una carga, y desde luego no la carga de Michael O'Connell. Tenía un centenar de conocidos, pero ningún amigo de verdad. Se volvió hacia su mesa, repleta de trabajos a medio terminar, textos de arte, un ordenador portátil y algunos cedes. Rebuscó entre ellos un papel con unos números anotados.
Y entonces, tras tomar aire, Ashley marcó el número de teléfono de Michael O'Connell.
Sonó dos veces antes de que él respondiera.
– ¿Sí?
– Michael, soy Ashley… -Deseó haber anotado lo que iba a decir con frases resueltas e inequívocas. Pero, en cambio, dejó que las emociones la embargaran-. ¡No quiero que vuelvas a llamarme!
Él no dijo nada.
– Cuando llamaste esta madrugada, estaba dormida. Me diste un susto de muerte… -Esperó una disculpa. Una excusa, tal vez, o una explicación. No hubo nada de eso-. Por favor, Michael -añadió. Pareció que le estaba pidiendo un favor.
Él siguió en silencio.
Ella continuó, tartamudeando.
– Mira, fue sólo una noche. Eso fue todo. Nos divertimos y bebimos, y las cosas fueron más lejos de lo que debían, aunque no lo lamento, no me refiero a eso. Lamento que malinterpretaras mis sentimientos. ¿No podemos separarnos como amigos? ¿Seguir cada uno su camino?
Podía oír su respiración al otro lado de la línea.
– Bien -continuó, consciente de que todo lo que decía sonaba cada vez más débil, más patético-. No me envíes más cartas, sobre todo como la de la semana pasada. Fuiste tú, ¿verdad? Sé que tienes muchas cosas que hacer y que pensar, y yo estoy liada con mi trabajo y tratando de conseguir ese diploma de posgraduada, y ahora mismo no tengo tiempo para una relación seria. Sé que lo comprenderás. Necesito mi espacio. Quiero decir que los dos estamos involucrados en muchas cosas. No es el momento adecuado para mí, y apuesto a que tampoco para ti. Lo comprendes, ¿verdad?
Dejó que la pregunta flotara rodeada por el silencio de él. Tragó saliva ante la falta de respuesta, como si fuera aquiescencia por su parte.
– Te agradezco que me escuches, Michael. Y te deseo lo mejor, de veras. Tal vez en el futuro podamos ser buenos amigos. Pero ahora mismo no, ¿vale? Lamento decepcionarte, pero si realmente estás enamorado de mí, como dices, entonces comprenderás que necesito estar sola y no puedo comprometerme a nada. Nunca se sabe qué nos deparará el futuro, pero ahora, en el presente, no puedo implicarme, ¿vale? Me gustaría acabar esto como amigos, ¿de acuerdo?
La respiración al otro lado de la línea seguía. Regular, serena.
– Mira -dijo, la exasperación y un poco de desesperación asomando a sus palabras-. En realidad no nos conocemos. Fue sólo una vez y los dos estábamos un poco borrachos, ¿vale? ¿Cómo puedes decir que me amas? ¿Cómo puedes decir esas cosas tan tremendistas? ¿Quién te ha dicho que somos perfectos el uno para el otro? Es una locura. ¿Cómo que no puedes vivir sin mí? Eso es absurdo. Sólo quiero que me dejes en paz, ¿de acuerdo? Mira, encontrarás otra mujer, una adecuada para ti, lo sé. Pero no soy yo. Por favor, Michael, déjame en paz. ¿Lo has entendido?
Michael O'Connell no dijo ni una palabra. Simplemente se rió. Su carcajada reverberó en la línea como un sonido incongruente y lejano, pues nada de lo que ella había dicho era gracioso ni irónico. Se quedó helada.
Y entonces él colgó.
Ella siguió de pie, mirando el auricular que sostenía, preguntándose si aquella llamada había sucedido en la realidad. Durante un momento ni siquiera estuvo segura de que él hubiera estado al otro lado de la línea, pero entonces recordó su única palabra, y le resultó inconfundible, aunque él fuera casi un desconocido. Colgó con cuidado y miró alrededor con los ojos desorbitados, como si temiese que alguien le saltara encima. Oyó los sonidos apagados del tráfico, pero eso no alivió la sensación de soledad absoluta que se apoderaba de ella.
Se derrumbó en el borde de la cama, súbitamente exhausta, las lágrimas aflorando a sus ojos. Se sentía increíblemente indefensa.
No comprendió la situación, aparte de presentir que algo empezaba a cobrar velocidad peligrosamente… todavía no fuera de control, pero a punto. Se frotó los ojos y se dijo que debía coger las riendas de sus emociones. Trató de levantar una barrera de dureza y determinación sobre el residuo de indefensión.
Sacudió la cabeza.
– Tendrías que haber planeado lo que ibas a decir -dijo en voz alta. Oír su propia voz en el estrecho espacio de su apartamento la sobresaltó. Pensó que había intentado parecer resuelta (al menos eso buscaba) pero en cambio pareció débil, suplicante, llorosa, todas las cosas que creía no ser. Se obligó a levantarse de la cama-. Que se vaya al infierno -murmuró, y añadió-: Qué puñetero lío, joder.
Siguió con un torrente de obscenidades, escupiendo al aire todas las palabras duras y desagradables que pudo recordar, una furiosa cascada de frustración. Luego trató de serenarse.
– No es más que una rata de alcantarilla -dijo en voz alta-. He conocido a otras ratas antes.
Ashley sabía que en el fondo eso no era cierto. Sin embargo, se sintió mejor al oírse hablar con determinación y ferocidad. Buscó alrededor, encontró una toalla y se dirigió con decisión al pequeño cuarto de baño. En cuestión de segundos, abrió el agua caliente de la ducha y se desnudó. Mientras se colocaba bajo el chorro de agua, pensó que la conversación con el maldito Michael O'Connell la había hecho sentirse sucia, y se frotó la piel hasta hacerla enrojecer, como si intentara eliminar un olor desagradable, o una mancha que se resistía a pesar de sus esfuerzos.
Cuando salió de la ducha, limpió parte del vaho acumulado en el espejo para mirarse a los ojos. «Traza un plan -se dijo-. Si la ignoras, al final la rata se marchará.» Hizo una mueca y flexionó los brazos. Se fijó en su cuerpo, como sopesando la curva de sus pechos, su estómago plano, sus piernas bronceadas. Era esbelta y atractiva, pensó. Se consideraba fuerte.
Regresó al dormitorio y se vistió. Tuvo un impulso apremiante de ponerse algo nuevo, algo diferente, algo que no le resultara familiar. Metió el ordenador portátil en la mochila y comprobó si tenía dinero en la cartera. Su plan para el día era más o menos el de siempre: dirigirse al ala del museo donde estaba la biblioteca y estudiar un poco entre las estanterías de historia del arte, antes de ir a su trabajo. Tenía más de un ejercicio que necesitaba pulir, y pensaba que sumirse en textos y reproducciones de grandes cuadros la ayudaría a desterrar de su mente a Michael O'Connell.
Cogió las llaves y abrió la puerta que daba al pasillo. Entonces se detuvo, presa de un súbito y horrible escalofrío: enfrente de la puerta, apoyadas contra la pared, había una docena de rosas.
Rosas muertas. Marchitas y decrépitas.
En ese momento un pétalo rojo sangre, casi ennegrecido ya, se desprendió y cayó al suelo, como impulsado no por una ráfaga de viento, sino por la mirada de Ashley. Quedó absorta en aquella agorera imagen.
Sentado a su escritorio en el pequeño despacho de la facultad, Scott jugueteaba con el lápiz que tenía en la mano derecha y reflexionaba sobre cómo indagar en la vida de su hija casi adulta sin que se notase. Si Ashley fuera todavía una adolescente, o una niña, podría haberle exigido que le contara lo que quería, aunque provocara lágrimas y la clásica dinámica negativa padre-hijo. Ashley estaba justo entre la juventud y la edad adulta, y él no sabía cómo actuar. A cada segundo de indecisión, su preocupación aumentaba.
Tenía que ser sutil pero eficaz.
A su alrededor había estanterías repletas de libros de historia y una reproducción enmarcada de la Declaración de Independencia. Había fotografías de Ashley que asomaban en el rincón de la mesa y en la pared frente al escritorio. La más sorprendente la mostraba en un partido de baloncesto en el instituto, el rostro concentrado, la coleta dorado-rojiza ondeando mientras saltaba para arrebatar el balón a dos adversarias. Scott también tenía una foto guardada en el cajón superior del escritorio. Era una foto suya de cuando tenía veinte años, apenas un poco más joven que su hija ahora. Estaba sentado en una caja de municiones, junto a un brillante montón de balas, justo detrás de un cañón de 125 mm. Con el casco a los pies, fumaba un cigarrillo, lo cual, dada la proximidad de tantos explosivos no parecía una buena idea. Tenía una expresión vacía y agotada. A veces pensaba que aquella foto era probablemente su único recuerdo real de su paso por la guerra. La había mandado enmarcar, pero nunca la había colgado. Nunca se la había mostrado a Sally, ni siquiera cuando estaban esperando a Ashley y creían estar enamorados. ¿Alguna vez Sally le había preguntado por su experiencia en la guerra? Scott se agitó en el asiento. Pensar en su propio pasado lo ponía nervioso. Le gustaba considerar la historia de los demás, no la suya.
Se meció adelante y atrás.
Empezó a repasar mentalmente las palabras de aquella carta. Al hacerlo, tuvo una idea.
Una de sus cualidades buenas y malas era su incapacidad para deshacerse de tarjetas de visita y papeles con nombres y números de teléfono. Una pequeña obsesión como otra cualquiera. Pasó casi media hora rebuscando en los cajones del escritorio y los archivadores, pero por fin encontró lo que buscaba. Rogó que el teléfono móvil siguiera operativo.
A la tercera señal, una voz ligeramente familiar contestó:
– ¿Sí?
– ¿Susan Fletcher?
– Sí. ¿Quién lo pregunta?
– Susan, soy Scott Freeman, el padre de Ashley… ¿La recuerdas de tus dos primeros años…?
Hubo una breve vacilación al otro lado, y luego:
– El señor Freeman, claro. Ha pasado un par de años…
– El tiempo pasa deprisa, ¿verdad?
– Y que lo diga. Cielos, ¿cómo está Ashley? Hace meses que no la veo…
– La verdad es que llamaba por eso.
– ¿Hay algún problema?
Scott vaciló.
– Podría haberlo.
Susan Fletcher era un torbellino de mujer, siempre con media docena de ideas y proyectos entre su cabeza, su mesa y su ordenador. Era pequeña, morena, concentrada hasta lo indecible e infinitamente enérgica. En cuanto se graduó, el First Boston Bank se puso en contacto con ella y actualmente trabajaba en la división de planificación financiera.
Ahora se encontraba delante de la ventana de su cubículo, viendo cómo un avión tras otro aterrizaba en el aeropuerto Logan. La conversación con Scott Freeman la había inquietado un poco, y no estaba completamente segura de cómo actuar, aunque le había dicho que se haría cargo de la situación.
Susan apreciaba a Ashley, aunque habían pasado casi dos años desde la última vez que hablaron. Les tocó compartir habitación en su primer año en la universidad, un poco sorprendidas por lo distintas que eran, pero luego se sorprendieron aún más cuando descubrieron que se llevaban bastante bien. Estuvieron juntas un segundo año y luego las dos se fueron a vivir fuera del campus. Esto las distanció bastante, aunque en sus esporádicos encuentros se sentían cómodas y no les costaba sincerarse. Ahora tenían poco en común: si tuviera que rellenar el test de la novia, ¿habría invitado a Ashley a su boda? La respuesta era no. Pero sentía un gran afecto por su ex compañera de habitación. Al menos, eso pensaba.
Miró el teléfono.
Por algún motivo, se sentía incómoda con la petición del padre de Ashley. Al nivel más sencillo, le parecía que iba a ser como espiar. Por otro lado, podía no ser más que una exagerada preocupación paterna. Podía hacer una llamada, cerciorarse, volver a llamar al señor Freeman y asunto concluido. Además, tendría ocasión de ponerse en contacto con una amiga, lo que nunca era una mala idea.
Si había alguna situación tensa, imaginó que sería entre Ashley y su padre. Así que, con un leve resquemor, cogió el teléfono, contempló una vez más las primeras vetas de oscuridad deslizándose por la bahía, y marcó el número de Ashley.
Sonó cinco veces antes de que lo cogieran, cuando Susan ya creía que tendría que dejar un mensaje.
– ¿Sí?
La voz de su amiga sonó cortante, cosa que sorprendió a Susan.
– Eh, chica-libre, ¿cómo te va?
Era el apodo de Ashley en el primer año de universidad. El único curso que habían compartido fue un seminario sobre la mujer en el siglo XX, y una noche acordaron, después de un par de cervezas, que su apellido free-man, hombre libre, era machista e inadecuado, pero que free-woman o mujer libre sonaba pretencioso, mientras que aquello de chica-libre encajaba bastante bien.
Ashley esperaba en la calle ante el restaurante Yunque y Martillo, el cuello de la chaqueta subido contra el viento, el frío de la acera traspasando los zapatos. Sabía que llegaba un par de minutos antes de la hora fijada. Susan nunca llegaba tarde; no entraba en su naturaleza retrasarse. Ashley miró el reloj y en ese momento oyó un claxon a unos metros de ella.
La radiante sonrisa de Susan Fletcher penetró la noche que ya caía cuando bajó la ventanilla.
– ¡Eh, chica-libre! -exclamó con entusiasmo-. No pensarías que iba a hacerte esperar, ¿no? Entra y coge una mesa. Voy a aparcar.
Ashley asintió y vio cómo Susan continuaba calle arriba. «Un bonito coche nuevo», pensó. Rojo. La vio entrar en un aparcamiento a una manzana de distancia y entonces se encaminó al restaurante.
Susan subió hasta la tercera planta, donde había menos coches, y dejó el Audi nuevo en un espacio donde era improbable que nadie aparcara al lado y le abollara la puerta. El coche sólo tenía dos semanas, medio regalo de sus orgullosos padres, medio regalo a sí misma, y desde luego no iba a dejar que el jaleo del centro de Boston le produjera el menor daño.
Conectó la alarma y luego se dirigió al restaurante. Se movió con rapidez, bajó por las escaleras en vez de esperar el ascensor y en unos minutos estuvo en el Yunque y Martillo. Se quitó el abrigo y se acercó a la mesa donde Ashley la esperaba con dos altos vasos de cerveza.
Se abrazaron.
– Eh, compi -dijo Susan-. Nos hacemos viejas.
– Te he pedido una cerveza, pero ahora que eres toda una ejecutiva y ciudadana de Wall Street, tal vez sería más adecuado un whisky con hielo o un martini seco -bromeó Ashley.
– Bah, ésta es la noche de las cervezas. Ash, tienes muy buen aspecto.
– ¿De veras? No lo creo.
– ¿Te preocupa algo?
Ashley vaciló, se encogió de hombros y contempló el restaurante. Luces elegantes, espejos. Brindis en una mesa cercana, intimidad de una pareja en otra. Un sereno murmullo de voces. Todo aquello le hizo sentir que el desagradable episodio de aquella mañana había ocurrido en un extraño universo paralelo. En ese momento se encontraba en un relajado ámbito libre de toda preocupación.
Suspiró.
– Ah, Susie, he conocido a un tío raro. Eso es todo. Me asustó un poco. Pero nada más.
– ¿Te asustó? ¿Qué hizo?
– Bueno, en realidad no ha hecho nada, es más bien lo que da a entender. Dice que me ama, que soy su chica. Y de nadie más. Que no puede vivir sin mí. Si no puede tenerme, nadie me tendrá. Esa clase de chorradas, ya sabes. Sólo nos enrollarnos una vez, y admito que fue un error. Le telefoneé para cortar amablemente, le dije «gracias, pero no». Esperé que eso fuera todo, pero hoy al salir de casa me he encontrado unas flores ante la puerta.
– Bueno, parece un gesto casi caballeroso.
– Flores muertas.
Susan arrugó el entrecejo.
– Eso no tiene gracia. ¿Cómo sabes que fue él?
– ¿Quién más podría ser?
– ¿Qué vas a hacer?
– ¿Hacer? Ignorar a esa rata. Acabará aburriéndose. Siempre lo hacen, tarde o temprano.
– Un plan muy sesudo, chica-libre. Veo que te has quemado un par de neuronas pensándolo.
Ashley soltó una risita nada alegre.
– Ya se me ocurrirá algo.
Susan hizo una mueca.
– Me recuerdas aquel curso de cálculo que seguiste en primero. Eso mismo dijiste a mitad de trimestre, y también cuando suspendiste la prueba final.
– Nunca se me dieron bien las matemáticas en el instituto. Mi madre me empujó a ese error. Supongo que aprendió la lección: fue la última vez que me preguntó qué asignaturas iba a seguir…
Ambas rieron con aire de complicidad. Hay pocas cosas tan tranquilizadoras en el mundo, pensó Ashley, como ver a una vieja amiga, una amiga que estaba ahora en un mundo desconocido para ella, pero que todavía recordaba las viejas anécdotas, no importaba cuánto hubiesen cambiado ambas.
– Ah, ya basta de hablar de esa ruta. Conocí a otro tipo que parecía prometer. Espero que vuelva a llamarme.
Susan sonrió.
– Ah, cuando vivía contigo lo primero que aprendí fue que los chicos siempre vuelven a llamar.
No preguntó más, ni siquiera por el nombre de aquel acosador en ciernes. En cierto modo, pensó, ya había oído suficiente. O casi. Flores muertas.
En la acera, delante del Yunque y Martillo, tras mucho comer y beber y un buen repaso a las anécdotas comunes, Ashley dio a su amiga un largo abrazo.
– Ha sido magnífico, Susie. Deberíamos vernos más a menudo.
– Cuando termines con la graduación, llámame. Tal vez un encuentro regular, una vez por semana, para que tú puedas hablarme de tus sensibilidades artísticas y yo quejarme de jefes estúpidos y negocios aburridos.
– Me gustaría -dijo Ashley, y por un momento contempló la noche de Nueva Inglaterra. El cielo estaba despejado y un dosel de estrellas pespunteaba la oscuridad.
– Una cosa -dijo Susan, mientras rebuscaba las llaves en su bolso-. Me preocupa un poco ese imbécil de las flores…
– ¿Michael? Michael O'Rata… -bromeó Ashley, fingiendo despreocupación-. Me desharé de él sin problema, Susie. Esa clase de tipos necesitan un no grande y tajante. Luego se quejan y lloriquean un par de días, hasta que se ponen morados de cerveza con los amigotes y todos coinciden en que las mujeres son unas zorras irrecuperables y que no hay más que hablar.
– Espero que tengas razón. De todas maneras, puedes llamarme en cualquier momento, de día o de noche, si ese tipejo no desaparece.
– Gracias, Susie. Pero no te preocupes.
– Preocuparme ha sido siempre mi mejor cualidad, chica-libre.
Las dos rieron y volvieron a abrazarse. Luego, Ashley se encaminó calle abajo, iluminada por los rótulos de neón de las tiendas y restaurantes. Susan la observó un momento, antes de volverse. Nunca estaba segura de qué pensar sobre Ashley. Mezclaba ingenuidad con sofisticación de un modo misterioso. No era extraño que los chicos se sintieran atraídos hacia ella, pero, en realidad, siempre se mostraba aislada y elusiva. Incluso la forma en que se movía, deslizándose entre las sombras, parecía casi evanescente. Susan inspiró hondo el frío aire nocturno y saboreó la escarcha en sus labios. Se sentía un poco incómoda por no haberle contado la verdad a su amiga, que aquel reencuentro no era fruto de la casualidad. Apretó los labios y lamentó no haber sido completamente sincera. Tampoco había averiguado mucho para el señor Freeman. «Sólo Michael O'Rata», pensó. Y flores muertas.
O no era nada o era algo aterrador, y Susan no supo qué carta quedarse. Tampoco supo de cuál de esos polos opuestos debía informar a Scott Freeman.
Contrariada, resopló y echó a andar hacia el aparcamiento, a manzana y media de distancia. Llevaba las llaves en la mano, el dedo índice en el pequeño espray incluido en el llavero. Susan no era asustadiza, pero un poco de prevención nunca estaba de más. Deseó haberse puesto zapatos más cómodos. Sus pasos resonaban en la acera, mezclándose con los ruidos de la calle. Sin embargo, se sintió abrumada por una sensación de soledad, como si fuera la última persona que quedaba en la calle, en el centro de la ciudad, quizás en la ciudad misma. Vaciló y miró en derredor. Las aceras estaban vacías. Se detuvo para mirar en un restaurante, pero la ventana tenía cortinas. Respiró hondo y se volvió.
Nadie. La calle estaba vacía.
Sacudió la cabeza. Se dijo que hablar y pensar acerca de aquel tipo raro la habían inquietado. Inhaló lentamente, dejando que sus pulmones se llenaran de aire frío. «Flores muertas.» Algo en esa lúgubre expresión le resultaba disonante. Su vacilación aumentaba a cada paso. Se detuvo otra vez, sobresaltada. Sintiendo el frío que calaba, se arrebujó en el abrigo y volvió a andar, esta vez con más rapidez.
Miraba a uno y otro lado sin ver a nadie, pero de pronto tuvo la sensación de que la seguían. Se dijo que eran imaginaciones suyas, pero eso no la tranquilizó, así que apretó el paso.
Unos metros más allá sintió la certeza intuitiva de que la estaban observando. Vaciló de nuevo y escrutó las ventanas de los edificios de oficinas, buscando los ojos que la espiaban, pero no vio nada que justificara el ominoso nerviosismo que se estaba apoderando de ella.
«Sé razonable», se ordenó. Y de nuevo echó a andar, ahora casi corriendo. Había hecho algo mal, seguro, había desatendido sus reglas personales de seguridad, se había permitido distraerse, y ahora estaba en una situación vulnerable. Sólo que no podía reconocer ninguna amenaza inmediata, lo cual no hacía sino acrecentar su desasosiego.
De pronto trastabilló y resbaló. Se recuperó, pero dejó caer el bolso. Recogió el pintalabios, un bolígrafo, una agenda y su cartera, desperdigados por la acera. Lo metió todo en el bolso y se lo echó al hombro.
La entrada del aparcamiento ya estaba a pocos metros. Casi echó a correr hacia la puerta de cristal, resoplando con fuerza. Al otro lado de la gruesa pared de hormigón estaba la cabina donde el encargado cobraba el tique de salida. ¿La oiría si ella lo llamaba? Lo dudaba. Y dudaba que, en caso de ocurrir algo, el hombre hiciera nada por ayudarla.
Se reprendió a sí misma: «Domínate. Busca tu coche. Sigue adelante. Deja de comportarte como una niña.»
Contempló la escalera llena de sombras. Nada fiable, desde luego.
Pulsó el botón del ascensor y esperó. Mantuvo los ojos en las lucecitas que indicaban el descenso del ascensor. Tercera planta. Segunda. Primera. Planta baja. Las puertas se abrieron con una sacudida.
Ella fue a entrar, pero se quedó clavada.
Un hombre con chaquetón y gorro de lana, hurtando la cara a su mirada, bajó y casi la derribó de un empellón con el hombro. Susan jadeó y se recompuso.
Alzó la mano, como para protegerse de una agresión, pero el hombre ya subía las escaleras y desapareció tan rápidamente que ella apenas tuvo tiempo de observarlo. Llevaba vaqueros, el gorro de lana era negro y el chaquetón azul marino. Eso fue todo lo que retuvo. No alcanzó a fijarse en si era alto o bajo, fornido o delgado, joven o viejo, blanco o negro.
– Por Dios -murmuró-. Menudo susto.
Aguzó el oído, pero no oyó nada. Aquel bruto se había marchado, y ella, incongruentemente, se sintió aún más sola e indefensa.
– Por Dios -repitió, y sintió la adrenalina bombeando en sus sienes. El miedo pareció anularle la capacidad de raciocinio y el control sobre su cuerpo. Respiró hondo y trató de dominarse. Ordenó responder a cada uno de sus miembros. Piernas. Brazos. Manos. Inspiró despacio para sosegar las palpitaciones del corazón y guardó silencio.
Las puertas del ascensor empezaron a cerrarse, y Susan extendió el brazo bruscamente para impedirlo. Entró en el ascensor y pulsó el 3. Experimentó un leve alivio cuando las puertas se cerraron.
El ascensor chirrió y pasó la primera planta. Luego, tras la segunda, redujo velocidad y se detuvo. Las puertas se abrieron con un leve estremecimiento de la cabina.
Susan dio un respingo y quiso gritar, pero no logró articular sonido alguno.
Aquel hombre estaba ante la puerta. Los mismos vaqueros, el mismo chaquetón, pero ahora el gorro de lana le cubría el rostro como una máscara. Susan sólo pudo verle los ojos, clavados en ella. Retrocedió hacia el fondo del ascensor, encogiéndose, a punto de caer doblegada ante las ondas de energía que irradiaba aquel hombre. Era como una corriente de miedo que amenazaba con ahogarla. Quiso golpearlo, defenderse, pero su sensación de indefensión era absoluta. Era como si aquellos ojos lanzaran un rayo paralizante. Balbuceó palabras incongruentes y quiso gritar pidiendo ayuda, pero no pudo.
El hombre no se movió. Simplemente se la quedó mirando.
Susan se acurrucó en el rincón, extendió débilmente una mano ante su rostro y supo que le había llegado el fin.
Pero él siguió sin hacer nada. Tan sólo la miraba, como memorizando su cara, su ropa, el pánico de sus ojos. Entonces susurró:
– Ahora te conozco.
Y entonces, con la misma brusquedad, las puertas del ascensor se cerraron.
Esta vez, cuando la llamé, no hubo ninguna urgencia. Ella parecía curiosamente distendida, como si ya hubiera repasado mentalmente mis preguntas y sus respuestas y yo me ciñera a un guión.
– Me cuesta entender la conducta de O'Connell. Cuando creo que empiezo a pillarle el truco, entonces…
– ¿Hace algo que no esperabas?
– Sí. Las flores muertas es un mensaje obvio, pero…
– A veces lo que más asusta no es lo desconocido, sino lo previsible y comprensible.
Eso era cierto. Ella hizo una pausa y agregó:
– Pero Michael no seguía las pautas más previsibles. Dosificaba el modo en que instilaba miedo.
– Bueno, sí, pero…
– Susan se sintió completamente indefensa y aterrorizada en un instante, y al siguiente vio desaparecer toda amenaza…
– ¿Cómo puedo estar seguro de que era Michael O'Connell? -pregunté.
– No puedes. Pero si el hombre del aparcamiento hubiera querido violar o robar, ¿qué se lo habría impedido? Las circunstancias eran perfectas para esos dos crímenes. Pero alguien con un plan diferente se comporta de manera impredecible.
Como tardé en contestar, ella vaciló, como si considerara sus propias palabras.
– Tal vez deberías examinar no sólo lo que sucedió, sino el impacto que tuvo.
– De acuerdo. Pero guíame en la dirección adecuada.
– Susan Fletcher era una joven capaz y decidida. Lista, cautelosa y experta en muchas cosas. Pero quedó profundamente herida por su miedo. El residuo del pánico es igual de lacerante que el propio pánico. Ese momento en el ascensor la hizo sentirse vulnerable e indefensa como nunca antes. Y por eso, toda ayuda que pudiera haberle prestado a Ashley en los días siguientes quedó anulada.
– Ya.
– Una persona con habilidad y decisión que podría haber ayudado a Ashley resultó anulada instantáneamente por una especie de inyección paralizante. Sencillo. Eficaz. Aterrador.
– Sí…
– Pero, piensa, ¿qué era lo realmente peligroso que estaba ocurriendo en aquel momento? ¿Qué podía ser más aterrador que todo lo que Michael hubiera hecho hasta entonces?
Pensé un instante y aventuré:
– ¿Que él estaba aprendiendo?
Ella me miró. Pude imaginarla cogiendo el auricular con una mano, extendiendo la otra para conservar el equilibrio, mientras se enfrentaba a algo que yo aún no comprendía. Cuando finalmente respondió, fue casi un susurro, como si las palabras le supusieran un gran esfuerzo.
– Sí, así es. Estaba aprendiendo. Pero todavía no sabes lo que le sucedió a Susan.