2 Un hombre de ira inusitada

La aguja del tatuador zumbaba con una urgencia similar a un moscardón que revoloteara sobre su cabeza. El hombre de la aguja era un tipo grueso y musculoso, decorado con dibujos multicolores que se extendían como enredaderas por sus brazos, subían hasta sus hombros y se enroscaban en su cuello, para terminar en los colmillos de una serpiente bajo la oreja izquierda. Se agachó como si fuera a rezar, aguja en mano, para iniciar la tarea, pero vaciló y preguntó:

– ¿Está seguro de que quiere esto?

– Estoy seguro -respondió Michael O'Connell.

– Nunca he hecho un tatuaje así.

– Alguna vez tiene que ser la primera.

– Espero que sepa lo que está haciendo. Le va a doler un par de días.

– Siempre sé lo que estoy haciendo -respondió O'Connell. Apretó los dientes para soportar el dolor y se acomodó en el sillón.

El grueso hombretón empezó a trabajar en el dibujo. Michael O'Connell había escogido un corazón escarlata atravesado por una flecha que goteaba lágrimas de sangre. En el centro, el tatuaje tendría las iniciales AF; lo novedoso del tatuaje era su emplazamiento. Vio al artista esforzarse un poco. Le resultaba más difícil perfilar el corazón y las iniciales en la planta del pie de O'Connell que a éste mantener el pie en alto y firme. La aguja iba marcando la piel de aquel sitio sensible. Allí podías hacerle cosquillas a un niño, o acariciar a una amante. O utilizarlo para aplastar un bicho. Era el sitio más adecuado para la multiplicidad de sus sentimientos, pensó.

Michael O'Connell era un hombre con pocas relaciones exteriores, pero gruesas cuerdas, alambres de espino y sólidos candados lo constreñían por dentro. Medía casi un metro ochenta y tenía una densa mata de pelo oscuro y rizado. Ancho de hombros, resultado de muchas horas levantando pesas en el instituto, y estrecho de cintura, sabía que era guapo. Tenía magnetismo en su forma de alzar las cejas y en la manera en que abordaba cualquier situación. Afectaba cierto descuido en su vestimenta que lo hacía parecer familiar y amistoso; prefería la pana al cuero para encajar mejor con la población estudiantil, y evitaba llevar nada que sugiriese dónde había crecido, como vaqueros demasiado ajustados o camisetas estrechas. Ahora caminaba por Boylston Street hacia Fenway. La brisa matinal producía pequeños remolinos con las hojas caídas y la basura de la calle. Percibía algo de New Hampshire en el aire, una nitidez que le recordaba su juventud.

Le dolía el pie, pero era un dolor agradable.

El tatuador le había dado un par de Tylenol y había protegido con gasa y esparadrapo el dibujo, pero le había advertido que caminar podría ser duro. No importaba, a pesar de lo mal que pudiera sentirse durante unos días.

No se encontraba lejos del campus de la Universidad de Boston, y conocía un bar que abría a primera hora para recibir a los noctámbulos que todavía merodeaban cerca de los dormitorios del centro. Caminó cojeando, se desvió por una calle lateral, algo encorvado, tratando con cada paso de medir las descargas de dolor eléctrico que le trepaban por la pantorrilla. Era como un juego, pensó. «Este paso sentiré el dolor hasta el tobillo. Este otro, hasta la pantorrilla. ¿Llegaré a sentirlo hasta la rodilla o más arriba?» Entró en el bar y se detuvo un momento para acostumbrar los ojos al interior oscuro y lleno de humo.

Había un par de hombres mayores en la barra, sentados con los hombros encogidos mientras acariciaban su copa. «Clientes asiduos», pensó. Hombres con necesidades enmarcadas en un dólar y un trago.

O'Connell se dirigió a la barra, dejó un par de pavos en el mostrador y llamó al camarero.

– Cerveza y whisky -dijo.

El barman gruñó, llenó con destreza un vaso de cerveza con un dedo de espuma y llenó de whisky un vasito de cristal. O'Connell apuró el licor, que le quemó bruscamente la garganta, y lo acompañó de un sorbo de cerveza. Señaló el vasito.

– Otro -dijo.

– Veamos el dinero primero -replicó el hombre.

O'Connell señaló el vaso y repitió:

– Otro.

El barman no se movió.

O'Connell pensó en media docena de cosas que podía decir, todas las cuales podrían conducir a una pelea. Sintió la adrenalina empezando a bombear en sus oídos. Era uno de esos momentos en que no importaba si perdía o ganaba, sino sólo el alivio que sentiría al descargar los puñetazos. Había algo en la sensación de su puño golpeando a otro hombre, algo mucho más embriagador que el licor; sabía que borraría el dolor lacerante de su pie y lo llenaría de energía. Miró al barman. Era bastante más mayor que O'Connell, pálido y barrigudo. No sería una gran pelea, pensó, y los músculos se le tensaron, suplicando ser liberados. El barman lo miró con recelo: años detrás de la barra le permitían anticipar lo que un cliente estaba a punto de hacer.

– ¿Cree que no tengo el dinero? -preguntó O'Connell.

– Tengo que verlo -replicó el otro dando un paso atrás.

O'Connell advirtió que los otros parroquianos se apartaban con disimulo. También ellos eran veteranos en esa clase de trifulcas.

Miró de nuevo al barman. Era demasiado viejo y tenía mucha experiencia en ese mundo de oscuros rincones para dejarse sorprender. Y, en ese segundo, O'Connell comprendió que el tipo tendría algún recurso a mano. Un bate, o tal vez una porra. Incluso algo más sustancioso, como una pistola de cromo plateado o una escopeta. No, pensó, escopeta no; demasiado pesada para manipularla. Algo más práctico, como un revólver del 38, con el seguro quitado, cargado con balas marcadas para ampliar al máximo el daño al cliente y reducir al mínimo los daños a la propiedad. Estaría situado fuera de la vista, fácil de alcanzar. Y él no podría sacar la navaja lo bastante rápido antes de que el barman cogiera el arma.

Se encogió de hombros y miró al hombre tras la barra.

– ¿Qué miras, viejo cabrón? -le espetó.

El tipo le sostuvo la mirada.

– ¿Quiere otro trago o no? -preguntó.

O'Connell ya no podía verle las manos.

– En una pocilga como ésta, no -dijo.

Y se levantó y salió del bar mientras todos lo observaban en silencio. Anotó mentalmente volver algún día y sintió un arrebato de satisfacción. No había nada tan placentero como acercarte al borde del abismo y balancearte de un lado a otro. La furia era como una droga: lo colocaba. Pero de vez en cuando era necesario dejarla correr, perderse en ella. Consultó su reloj: poco más de la hora del almuerzo. A veces a Ashley le gustaba tomarse un bocadillo bajo un árbol con algunos de sus compañeros de clase. Era un lugar donde podía observarla sin ser visto.

Michael O'Connell había conocido a Ashley Freeman por casualidad, unos seis meses atrás. Estaba trabajando a tiempo parcial en un taller situado a la salida de la carretera de Massachusetts, iba a clases de informática en su tiempo libre, sacaba algunos dólares como camarero en un garito de estudiantes cerca de la universidad. Ella volvía de esquiar con sus compañeras de habitación cuando un neumático trasero del coche reventó tras comerse uno de los proverbiales baches de Boston, algo frecuente en invierno. La compañera de Ashley llevó el coche al taller, y O'Connell cambió el neumático. Cuando las tarjetas de todas, agotadas por los excesos del fin de semana, fueron rechazadas, O'Connell usó la suya propia para pagar el neumático, un acto de aparente buen samaritanismo que sorprendió a las cuatro chicas. No sabían que la tarjeta que él usaba era robada, y le dieron sin problemas sus direcciones y números de teléfono, prometiendo devolverle el dinero a mediados de semana. El nuevo neumático y la mano de obra sumaban 221 dólares. Ninguna de las chicas imaginó lo irónicamente pequeña que era esa cantidad por permitir que Michael O'Connell entrara en sus vidas.

Además de su buen físico, O'Connell había nacido con una vista excepcionalmente aguda. No le resultó difícil localizar la silueta de Ashley desde una manzana de distancia, y se apoyó contra un roble para vigilarla con disimulo. Sabía que nadie repararía en él; estaba demasiado lejos, había bastante gente paseando y coches circulando en aquel despejado día de octubre. También sabía de sus habilidades camaleónicas para mezclarse con el paisaje. A veces pensaba que debería haber sido una estrella de cine por su capacidad de parecer siempre otra persona.

En un bar de mala muerte, lleno de alcohólicos y rateros, podía ser un tipo duro. Y luego, con la misma facilidad, mezclado con la enorme población estudiantil de Boston podía pasar por un universitario más. La mochila, llena de textos de informática, ayudaba a dar esa imagen. Michael se enorgullecía de su capacidad para pasar de un mundo a otro, confiando siempre en que la gente no dedicaba más de un segundo a mirarlo.

«Si lo hicieran -pensó-, se asustarían.»

Observó el pelo dorado rojizo de Ashley. Había media docena de jóvenes sentados en círculo informal, almorzando, riendo, contando chistes. Si hubiera sido el séptimo miembro de ese grupo, se habría quedado callado. Era bueno en mentir e inventar ficciones convincentes sobre quién era, de dónde procedía y qué hacía, pero en grupo siempre temía pasarse de la raya, decir algo raro e improbable, y perder credibilidad. Cara a cara con alguien como Ashley, no tenía ningún problema para mostrarse seductor y crear empatía.

Michael siguió espiando a la chica, mientras la furia crecía en su interior.

Era una sensación familiar, una sensación que agradecía y odiaba. Era diferente de la furia que sentía cuando quería pelear, o cuando discutía con su jefe de turno o su casero, o con la vieja que vivía en la puerta contigua a su diminuto apartamento y que lo molestaba con sus gatos y sus miradas acuosas. Podía discutir con cualquiera, incluso llegar a los puños, y para él no significaba nada. Pero sus sentimientos hacia Ashley eran muy diferentes.

La amaba.

Al observarla desde aquella distancia segura, al amparo del anonimato, se iba enardeciendo. Trató de relajarse, pero no pudo. Se dio la vuelta, porque mirarla era demasiado doloroso, mas, con la misma rapidez, se giró de nuevo, porque el dolor de no verla era aún peor. Cada risa de ella echando la cabeza atrás, agitando seductoramente el cabello, o cada vez que se inclinaba para escuchar a uno de sus acompañantes, era una agonía. Cada vez que extendía los brazos, e incluso en los movimientos más inadvertidos, cuando su mano rozaba la de otra persona, todas esas cosas eran como punzones de hielo que se clavaban en el pecho de Michael O'Connell.

La contempló y durante casi un minuto le costó respirar.

Ella constreñía su mismo pensamiento.

En un bolsillo del pantalón llevaba una navaja, no la típica multiuso del ejército suizo que se podía encontrar en cientos de mochilas de universitarios, sino una de hoja larga, robada en una tienda de artículos de acampada en Somerset. Pesaba. La empuñó sin sacarla del bolsillo y apretó con fuerza, tanto que le dolió. Un poco de dolor extra, pensó, lo ayudaría a despejar la cabeza.

Le gustaba llevar aquella navaja, pero le hacía parecer peligroso.

A veces creía que vivía en un mundo de futuribles. Los estudiantes, como Ashley, estaban todos en el proceso de convertirse en algo distinto de lo que eran. La facultad de Derecho para los futuribles abogados. Y la de Medicina. Y la academia de arte, los cursos de filosofía, los estudios de lengua, las clases de cine. Todo el mundo era parte del proceso de convertirse en otra cosa.

A veces deseaba haberse alistado en el ejército. Le gustaba creer que sus talentos habrían encajado bien en el ámbito militar, si hubiesen tolerado su dificultad a la hora de aceptar órdenes. «Tal vez debería haberlo intentado en la CIA», pensó. Habría sido un espía excelente, o un asesino a sueldo. Le habría gustado eso. Estilo James Bond. Habría sido el mejor. En cambio, se dijo, estaba destinado a convertirse en un criminal. Lo que le gustaba estudiar era el peligro.

Vio que el grupo empezaba a moverse. Se pusieron de pie casi a la vez, se sacudieron la ropa, ajenos a todo lo que no fuera su propio entorno de risas y charla feliz.

Él echó a andar, siguiéndolos lentamente, sin reducir distancias, mezclándose con los peatones, hasta que Ashley y los demás subieron una escalinata y entraron en un edificio.

Sabía que su última clase terminaba a las 16.30. Luego iría al museo a trabajar dos horas. Se preguntó si ella tendría planes para esa noche.

Se preguntó. Siempre se preguntaba.

– Pero hay algo que no entiendo del todo…

– ¿Qué? -respondió con paciencia, como una maestra con un niño retrasado.

– Si ese tipo…

– Michael. Michael O'Connell. Un bonito nombre irlandés. Un nombre de Boston. Debe de haber mil nombres iguales desde Brockton hasta Somerville. Evoca a monaguillos agitando incienso y cantando en el coro, o bomberos con kilts tocando la gaita el día de San Patricio.

– Ése no es su verdadero nombre, ¿no? Es parte del rompecabezas, ¿verdad?

– Puede que sí. O que no.

– Estás complicando todo esto más de lo necesario.

– ¿De veras? ¿Quién soy yo para juzgarlo? Tal vez espero que en cierto momento dejarás de hacerme preguntas y continuarás tú solo, porque querrás saber la verdad. Ya sabes suficiente, al menos para arrancar. Empezarás a comparar lo que te he contado con lo que averigües. Ése es el sentido de contártelo. Y ponértelo un poco difícil, claro. Lo has llamado rompecabezas. Buena definición. -Si pretendía ser burlona, no se notaba en su tono.

– Muy bien -dije-. Continuemos. Si ese Michael se encaminaba hacia una vida marginal, hacia el pozo de la delincuencia menor, ¿dónde encaja Ashley? Quiero decir, ella habría podido calarlo en cinco segundos, ¿no? Tenía buena educación. Debe de haber asistido a clases o charlas sobre acosadores y esa clase de perturbados. Demonios, incluso hay un capítulo dedicado a ellos en los manuales de salud de la secundaria. Suele venir detrás de las enfermedades de transmisión sexual. Ella tendría que haberlo calado al momento. Y luego hacer lo posible por quitárselo de encima. Estás sugiriendo una especie de amor obsesivo. Pero ese tipo, O'Connell, parece un psicópata, y…

– Un psicópata en proceso. Un psicópata naciente. Un futuro psicópata…

– Eso ya lo veo, pero ¿de dónde salía su obsesión?

– Buena pregunta -respondió ella-. Y se merece una respuesta. Pero no sería inteligente pensar que Ashley, a pesar de sus muchas cualidades, estaba preparada para tratar con los problemas que presentaba Michael O'Connell.

– Cierto. Pero ¿en qué pensaba que se estaba metiendo?

– Teatro -respondió ella-. Pero no sabía qué clase de producción era.

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