37 Una conversación reveladora

Scott salió lentamente del coche, sin dejar de mirar al hombre que conocía como el padre de O'Connell. Empuñaba el bate de forma amenazadora. Scott se apartó de su alcance y tomó aire, sin saber por qué se sentía tan tranquilo.

– Tal vez no quiera amenazarme con eso, señor O'Connell.

El hombre gruñó.

– Ha estado usted recorriendo el barrio haciendo preguntas sobre mí. Así que lo soltaré cuando me diga quién es.

Scott lo miró fijamente y entornó los ojos, con cara de póquer, hasta que el hombre dijo:

– Estoy esperando una respuesta.

– Sé quién es usted -dijo Scott-. Y me estoy preguntando qué clase de respuesta preferiría recibir.

Esto confundió a O'Connell, que dio un paso atrás, luego hacia delante, alzando el bate mientras repetía:

– ¿Quién es usted?

Scott siguió mirándolo, calibrándolo de arriba abajo, como si no tuviera nada que temer del bate que apuntaba a su cabeza. La constitución del hombre era a la vez blanda y dura: barriga cervecera sobresaliendo de unos vaqueros manchados, gruesos brazos con diversos tatuajes entrelazados. Sólo llevaba una camiseta negra con el logo de Harley Davidson, aparentemente inmune al frío de noviembre. Su pelo oscuro estaba veteado de gris, y lo llevaba muy corto. En el antebrazo lucía un tatuaje con el nombre «Lucy», y tal vez era lo único que quedaba de su matrimonio, aparte de su hijo y la modesta casa. Scott pensó que había estado bebiendo, pero sus palabras no eran pastosas, ni su paso inestable. Probablemente había bebido sólo lo suficiente para perder las inhibiciones y nublar su pensamiento, lo cual quizá fuese buena cosa. Scott se cruzó de brazos y sacudió la cabeza, para recalcar que estaba al mando de la situación.

– Podría ser más problemático de lo que cree. Y me refiero a problemas gordos, señor O'Connell. Pero también podría significar una oportunidad para ganar dinero para usted. ¿Qué va a ser?

El bate se retiró un poco.

– Siga.

Scott negó con la cabeza. Estaba improvisando sobre la marcha.

– No negocio en la calle, señor O'Connell. Y el hombre al que represento no querrá que vaya por ahí mencionando sus asuntos en un sitio donde cualquiera podría enterarse.

– ¿De qué demonios está hablando?

– Entremos en su casa y tengamos una conversación privada. De lo contrario, volveré a mi coche y me iré para siempre. Pero puede que le visite otra persona. Y le aseguro que esa persona, incluso ese par de personas, señor O'Connell, no serán tan razonables como yo. Sus argumentos serán distintos de los míos.

Scott pensó que O'Connell probablemente había pasado gran parte de su vida haciendo amenazas o recibiéndolas, y sin duda entendía aquel lenguaje salpicado de eufemismos.

– ¿Cómo se llama usted? -preguntó O'Connell.

– No lo he dicho. Y no es probable que lo diga.

O'Connell vaciló, alejando más el bate.

– ¿De qué va todo esto? -preguntó con cierto interés.

– Una deuda. De momento es todo lo que voy a decir. Ganar algún dinero o no es decisión suya.

– ¿Por qué iba usted a pagarme nada?

– Porque siempre es más fácil pagar a alguien que la alternativa. -Scott dejó que O'Connell se imaginara «la alternativa».

El hombre bajó el bate a un lado.

– Muy bien -dijo-. No voy a tragarme nada de esta mierda. Pero puede pasar. Dígame de qué va y haga su oferta, sea cual sea.

Y con el bate señaló la casa al otro lado de la calle.

En los bosques más allá del camino que corre paralelo al río Westfield, bajo un sitio llamado el barranco de Chesterfield, hay un lugar donde cada ribera del río queda protegida por paredes de roca de veinte metros de altura, talladas por algún seísmo prehistórico, que es frecuentado en los meses fríos por los cazadores y en épocas cálidas por los pescadores. En los días más calurosos del verano, Ashley y sus amigas subían hasta el río y se bañaban desnudas en las frescas aguas.

– Deberías usar las dos manos -dijo Catherine severamente-. Agarra el arma con la derecha, sujétalas ambas con la izquierda, apunta y aprieta el gatillo…

Ashley separó un poco los pies, colocó la mano izquierda bajo la derecha y tensó los músculos, palpando el gatillo con el dedo índice.

– Vamos allá -murmuró.

Apretó el gatillo y el arma le brincó en la mano. El disparo resonó en el bosque, y la corteza del roble al que apuntaba se astilló.

– Uau -dijo-. Me cosquillea hasta el antebrazo.

Catherine asintió.

– Lo que debes hacer, querida, es apretar el gatillo seis veces, mientras sujetas el revólver con fuerza, para que los seis tiros vayan juntos. ¿Puedes hacerlo?

– El arma parece querer saltar. Como si estuviera viva.

– Supongo que podríamos decir que tiene una personalidad propia.

Ashley asintió.

– Y no especialmente agradable -añadió Catherine.

– Déjame intentarlo otra vez.

De nuevo Ashley adoptó la postura y esta vez tensó la presa de la mano izquierda para reafirmarse.

– Vamos allá…

Disparó las cinco balas restantes. Tres acertaron al roble, distanciadas dos o tres palmos. Las otras dos se perdieron en el bosque. Pudo oírlas silbar hacia el olvido, quebrando ramas y las pocas hojas que todavía colgaban bajas. La detonación reverberó y llenó sus oídos. Ashley dejó escapar un largo silbido.

– No cierres los ojos -dijo Catherine.

– Probaré otra vez.

Ashley abrió el tambor y dejó caer los casquillos al suelo de agujas de pino. Lentamente sacó otra media docena de balas y las cargó en el arma.

– Sólo voy a usar este trasto una vez.

– Ya -dijo Catherine-. Y sólo si tienes que hacerlo.

– Eso es -dijo Ashley mientras se volvía y apuntaba de nuevo al tronco-. Sólo si tengo que hacerlo.

– Si no tienes más remedio.

– Si no tengo más remedio.

Ambas tenían mucho que decir al respecto, pero no querían pronunciar las palabras en voz alta, ni siquiera en el silencioso anonimato del bosque.

Scott recorrió lentamente el sendero de grava y tierra que conducía a la casa de O'Connell, unos treinta metros desde la silenciosa calle. Era grande y blanca, con una vieja antena de televisión colgando del tejado como el ala rota de un pájaro, junto a una parabólica más moderna. En el patio delantero había un viejo Toyota rojo al que le faltaba una puerta, con una rueda apoyada en un bloque de cemento; grandes manchas de óxido lo salpicaban. También había una furgoneta negra más nueva, aparcada junto a una puerta lateral bajo un tejado plano construido con láminas de plástico corrugado. Bajo el tejado había un quitanieves rojo y un vehículo para la nieve al que le faltaba la oruga. Al pasar junto a la furgoneta, Scott vio una escalera de aluminio, una caja de herramientas y materiales para reparar tejados diseminados por el suelo. O'Connell señaló la puerta lateral, y Scott dudó que la entrada principal se usara mucho.

– Por aquí. No se preocupe por el desorden. No esperaba visitas -masculló O'Connell.

La puerta de aluminio daba a una cocina pequeña. «Desordenada» era una descripción adecuada. Cajas de pizza, bandejas de precocinados, latas de cerveza y una botella de Johnny Walker en la mesa.

– Pasemos a la sala. Podremos sentarnos, señor… vale, señor como se llame. ¿Cómo debo llamarlo?

– Smith -dijo Scott-. Y si tiene problemas para pronunciarlo, Jones valdrá también.

O'Connell dejó escapar una risita.

– Vale, señor Smith-Jones. Ahora que le he invitado a entrar, ¿por qué no se sienta aquí mismo donde pueda echarle un ojo y se explica rapidito y bien, para que mi bate se quede tranquilo? Y más vale que llegue pronto a la parte en que gano dinero. ¿Quiere una cerveza?

Scott entró en la sala. Había un sofá pelado, un sillón reclinable con una nevera roja y blanca al lado que servía como mesa, frente a un televisor. Había periódicos y revistas pornográficas por el suelo, junto con propaganda de supermercados y catálogos de tiendas de caza. En una pared había una cabeza de ciervo disecada que miraba con sus ojos de cristal. Una camiseta colgaba de una de sus astas. Scott trató de imaginarse el lugar cuando O'Connell crecía allí, y pudo intuir cierta normalidad: quita la basura del patio, limpia el desorden de dentro, arregla el sofá, sustituye las sillas, dale una mano de pintura y cuelga un par de pósters, y habría sido casi aceptable. La basura desperdigada decía mucho del padre y poco del hijo; el padre probablemente había sustituido a su esposa muerta y su hijo ausente por parte del desorden reinante.

Scott se sentó en una silla que crujió y amenazó con ceder y se volvió hacia O'Connell.

– He estado haciendo preguntas porque su hijo tiene algo que pertenece a mi jefe. Y le gustaría recuperarlo.

– ¿Es usted un maldito picapleitos?

Scott se encogió de hombros.

O'Connell se sentó en el sillón, con el bate en el regazo.

– ¿Quién puede ser ese jefe suyo? -preguntó.

Scott negó con la cabeza.

– Los nombres son irrelevantes.

– Vale, señor Smith. Dígame entonces con qué se gana la vida.

Scott sonrió, una sonrisa tan maligna como fue capaz de mostrar.

– Mi jefe gana mucho dinero y es generoso.

– ¿Legal o ilegalmente?

– No creo que deba responder a esa pregunta, señor O'Connell. De todos modos, le mentiría. -Scott se escuchaba, sorprendido por la facilidad con que se inventaba un personaje y una situación, y embaucaba al viejo. «La avaricia es una droga poderosa», pensó.

O'Connell sonrió.

– Así que le gustaría hablar con mi hijo descarriado, ¿eh? ¿No lo puede encontrar en la ciudad?

– No. Parece que ha desaparecido.

– Y viene a fisgonear por aquí…

– Es mi trabajo.

– A mi hijo no le gusta esto…

Scott alzó la mano, interrumpiéndolo.

– Vayamos al grano -dijo, cortante-. ¿Puede ayudarnos a encontrar a su hijo?

– ¿Cuánto?

– ¿Cuánto puede ayudar?

– No estoy seguro. No hablamos mucho él y yo.

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– Hará un par de años. No nos llevamos demasiado bien.

– ¿Y en vacaciones?

O'Connell meneó la cabeza.

– Ya le digo que no nos llevamos demasiado bien. ¿Qué ha cogido?

Scott sonrió.

– Una vez más, señor O'Connell, se trata de información que le pondría en una situación, digamos, incómoda. ¿Sabe lo que significa eso?

– No soy estúpido. ¿Cuánto de incómoda?

– Bastante.

– ¿En qué se ha metido? ¿La clase de problemas que te buscan una paliza? ¿O la clase que te mata?

Scott tomó aliento, preguntándose hasta dónde seguir con la patraña.

– Digamos que aún puede reparar el daño que ha causado. Pero eso requerirá cooperación. Es un asunto delicado, señor O'Connell. Y más retrasos podrían agravar las cosas. -Scott no se podía creer sus dotes de fabulador.

– Drogas, ¿eh? ¿Le ha robado drogas a alguien? ¿O se trata de dinero?

Scott sonrió.

– Señor O'Connell, se lo diré de esta forma: si su hijo se pone en contacto con usted, y usted nos avisara de ello, habría una jugosa recompensa.

– ¿Cuánto de jugosa?

– Eso ya lo ha preguntado -repuso Scott y se levantó de la silla; había un estrecho pasillo que conducía a los dormitorios. Era un lugar estrecho, pensó, que no permitiría muchas maniobras-. Digamos que sería un bonito regalo de cumpleaños.

– Entonces, si puedo encontrar al chico, ¿cómo lo localizo a usted? ¿Tiene un teléfono?

Scott adoptó la voz más pomposa que fue capaz.

– Señor O'Connell, no me gustan los teléfonos. Dejan huellas y se los puede rastrear. -Señaló el viejo ordenador que había en la mesa-. ¿Sabe usar el correo electrónico?

– ¿Quién no? -repuso O'Connell-. Pero tiene que prometerme una cosa, puñetero señor Jones-Smith: que mi hijo no va a morir por esto.

– De acuerdo -asintió Scott-. Cuando tenga noticias de su hijo, envíe un e-mail a esta dirección…

En la mesa había una factura de teléfonos y un trozo de lápiz. Inventó una dirección falsa y la anotó. Le tendió el papel a O'Connell.

– No lo pierda -le dijo-. Déme su número de teléfono.

El padre recitó de carrerilla el número mientras leía la dirección.

– Muy bien -asintió-. ¿Algo más?

Scott sonrió.

– No volveremos a vernos -dijo-. Y si alguien le pregunta, esta pequeña reunión nunca tuvo lugar. Y si ese alguien es su hijo, bueno, entonces nunca tuvo lugar por partida doble. ¿Nos entendemos?

O'Connell miró la dirección por segunda vez, sonrió y se encogió de hombros.

– Por mí, vale -respondió.

– Bien. No se levante. Puedo encontrar la salida.

El corazón se le disparó mientras se dirigía hacia la puerta. Sabía que en algún lugar tras él estaba no sólo aquel bate, sino el arma que le habían mencionado los vecinos, y probablemente un rifle también: el ciervo de ojos de cristal de la pared así lo atestiguaba. Confiaba en que el padre de O'Connell no hubiera caído en anotar su matrícula, aunque dudaba que no fuera capaz de reconocer el viejo Porsche si volvía a verlo. Intentó fijarse en cada detalle mientras salía: tal vez tendría que regresar y quería recordar la disposición de los muebles. Advirtió los endebles cerrojos de la puerta, y luego salió. La avaricia era algo horrible, y alguien que vendía a su propio hijo no podía ser más que un peligroso desalmado. Sintió una súbita náusea y se apresuró hacia su coche. En el horizonte se perfilaban nubes grises.

Michael O'Connell pensaba que había estado demasiado silencioso y ausente en los últimos días.

La clave para obligar a Ashley a comprender que nadie más que él podría protegerla se encontraba en minar la vulnerabilidad de todo el mundo. Lo que le impedía a ella reconocer la profundidad de su amor y la necesidad que tenía de estar a su lado era la burbuja que sus padres habían creado a su alrededor. Y cuando pensaba en Catherine, la boca se le llenaba de un sabor a bilis. Era vieja, era frágil, estaba allí sola, y él había tenido la oportunidad de eliminarla de la ecuación, pero había fracasado, incluso teniéndola a su alcance. Decidió que no volvería a cometer un error así.

Estaba sentado ante su ordenador nuevo, jugueteando con el cursor, ajeno al silencio que lo rodeaba. Lo había comprado después de que Murphy destrozara el viejo. Miró la pantalla un momento más y apagó el aparato con un par de rápidos clics.

Tenía ganas de hacer algo impredecible, algo que llamara la atención de Ashley, algo que ella no pudiera ignorar y que le hiciera saber que era inútil huir de él.

Se levantó y se desperezó, alzando los brazos por encima de la cabeza, imitando inconscientemente a los gatos del pasillo. Experimentó un súbito arrebato de confianza. Era hora de volver a visitar a Ashley, aunque sólo fuera para recordarle que estaba todavía allí y seguía esperando. Cogió el abrigo y las llaves del coche. La familia de Ashley no sabía lo cercanos que corren el amor y la muerte. Sonrió, y pensó que ellos no comprendían que en todo esto el romántico era él. Pero el amor no siempre se expresa con rosas, diamantes o tarjetas Hallmark. Era hora de hacerles saber que su devoción no había disminuido. Su mente rebosaba de ideas.

Cuando Scott regresó a casa, el teléfono estaba sonando.

Era Sally.

– ¿Scott?

– Sí.

– Pareces sin aliento.

– Estaba fuera. Acabo de llegar a casa. ¿Todo va bien?

– Sí -respondió ella-. Más o menos.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, no ha sucedido nada. Ashley y Catherine se han pasado el día haciendo algo, pero no quieren decir qué. He estado en mi despacho tratando de ver cómo salir de este lío, y Hope apenas ha dicho una palabra desde que volvió de Boston, excepto que tenemos que volver a hablar todos. ¿Puedes venir?

– ¿Ha dicho por qué?

– Ya te he dicho que no. ¿Es que no me escuchas? Pero tiene que ver con algo que descubrió en Boston mientras vigilaba a O'Connell. Parece muy inquieta. Nunca la he visto tan hosca. Está sentada en la otra habitación con la mirada ausente, y lo único que dice es que tenemos que hablar ahora mismo.

Scott pensó qué podría haber vuelto tan meditabunda a Hope, actitud impropia de ella. Trató de no reaccionar al tono casi frenético de Sally. Estaba demasiado tensa, pensó. Le recordó sus últimos meses juntos, antes de que él se enterara de su lío con Hope, pero cuando, a un nivel profundo e instintivo, sabía que todo iba mal entre ellos.

– Muy bien -dijo-. He descubierto más cosas sobre O'Connell. Nada crucial, pero… -Hizo otra pausa. Una vaga idea empezó a formarse en su mente-. No estoy seguro de cómo usarlo, pero… Mira, voy para allá. ¿Cómo está Ashley?

– Parece abstraída, casi distante. Supongo que un psicólogo diría que es el principio de una depresión importante. Tener a ese tipo en su vida es como tener una enfermedad grave. Como el cáncer.

– No deberías decir eso.

– ¿No debería ser realista? -replicó Sally-. ¿Debería ser más optimista?

Scott hizo una pausa. Sally podía ser dura, pensó, y enloquecedoramente directa. Pero ahora, con la situación de su hija, lo asustaba. No sabía qué actitud era la adecuada, la suya propia de «podemos salir de ésta» o el «tenemos grandes problemas y todo está empeorando» de Sally. Quiso gritar. En cambio, apretó los dientes y dijo:

– Voy para allá. Dile a Ashley… -Notó a Sally respirar con fuerza.

– ¿Decirle qué? ¿Que todo va a salir bien? -repuso ella amargamente-. Y, Scott… -añadió tras una breve vacilación-, intenta traer decidido nuestro próximo paso. O bien una pizza.

– Siguen reacios -dijo ella.

– Comprendo -respondí, aunque en realidad no estaba seguro-. Pero, de todas formas, necesito hablar al menos con uno de ellos. De lo contrario, la historia no estará completa.

– Te entiendo -dijo ella lentamente, pensando sus palabras antes de pronunciarlas-. Uno está dispuesto, de hecho está ansioso por contarte lo que saben. Pero dudo que estés preparado para esa entrevista.

– Eso no tiene sentido. Uno quiere hablar, pero ¿los demás lo impiden para protegerse? ¿O estás tú protegiéndolos a ellos?

– No están seguros de que comprendas correctamente su situación.

– No digas tonterías. He hablado con mucha gente, lo he repasado todo. Estaban en una situación sin salida, lo sé. Lo que hayan hecho para salir sin duda estará justificado…

– ¿De verdad? ¿Eso crees? ¿El fin justifica los medios?

– ¿He dicho eso?

– Sí.

– Bueno, lo que quería decir era…

Ella alzó una mano, interrumpiéndome, y contempló el patio, la calle más allá de los árboles. Suspiró hondo.

– Estaban en una encrucijada. Había que tomar una decisión. Como muchas de las decisiones que la gente, la gente corriente, se ve obligada a tomar, tuvo profundas consecuencias personales. Eso es lo que tienes que comprender.

– Pero ¿qué elección tenían?

– Buena pregunta -replicó ella con una risita forzada-. Contéstala por mí.

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