31 Huyendo de algo invisible

Catherine contemplaba el estrellado cielo de medianoche sobre su casa. Hacía suficiente frío para ver el vaho del aliento, pero se sentía mucho más helada por lo que acababa de ocurrir. El único lugar donde esperaba sentirse a salvo era su casa, donde cada árbol, cada matorral, casa brisa entre las hojas, hablaban de algún recuerdo. Era lo que se suponía que debía ser sólido en la vida. Pero esa noche, la seguridad de su hogar había menguado, desde que había oído unas palabras: «Volveremos a vernos.»

Catherine se giró hacia la puerta. De repente hacía demasiado frío para estar fuera y trató de decidir qué hacer. A menudo contemplaba el cielo de Vermont y consideraba muchas cuestiones. Pero esa noche el cielo negro no proporcionaba claridad, sólo un frío que le llegaba hasta el tuétano. Se estremeció y tuvo la fugaz idea de que Michael O'Connell no sentiría el frío: su obsesión lo mantendría caliente.

Miró la hilera de árboles que marcaba el borde de la propiedad, más allá de una extensión de hierba alrededor de la casa, donde su marido había alisado una sección con un tractor prestado y luego había plantado gramón y erigido una portería, como regalo para Hope por su undécimo cumpleaños. Normalmente, aquella visión le traía recuerdos felices y la reconfortaba. Pero esa noche sus ojos fueron más allá del ajado armazón blanco de la portería. Imaginó que O'Connell estaba allí fuera, oculto, observando.

Apretó los dientes y volvió a la casa, pero no antes de hacer un gesto obsceno hacia la oscura línea de árboles. «Por si acaso», se dijo. Pasaba de la medianoche, pero todavía había que hacer las maletas. La suya estaba preparada, pero Ashley, aún conmocionada, tardaba lo suyo.

Scott estaba sentado en la cocina, bebiendo café solo, con la vieja escopeta sobre la mesa. Pasó un dedo por el cañón y pensó que todo se habría arreglado si Catherine hubiera apretado el gatillo. Podrían haber pasado el resto de la noche tratando con la policía local y un forense, y contratando a un abogado, aunque suponía que Catherine ni siquiera habría sido arrestada. Si le hubiera disparado al cabrón de O'Connell, pensó, él, Scott, habría llegado a tiempo de ayudar a resolver las cosas. Y la vida habría vuelto a la normalidad en pocos días.

Oyó a Catherine entrar por la puerta de la cocina.

– Creo que tomaré un café también -dijo mientras se servía una taza.

– Va a ser una noche larga.

– Ya lo es.

– ¿Ashley está lista?

– Lo estará en un minuto. Está recogiendo sus cosas.

– Aún está muy nerviosa.

Catherine asintió.

– No me extraña. Yo todavía lo estoy también.

– Pues lo oculta mejor -dijo Scott.

– Más experiencia.

– Ojalá usted… -empezó él, pero se detuvo.

Catherine sonrió sin alegría.

– Lo sé -dijo.

– Ojalá lo hubiera enviado al infierno de un tiro.

Ella asintió.

– Yo también lo pienso. En retrospectiva.

Ninguno dijo lo que estaban pensando: tener a O'Connell al otro lado de una escopeta era una oportunidad que difícilmente volvería a presentárseles. Al punto, Scott desechó este pensamiento. Su parte educada y racional le recordó: «La violencia nunca es la respuesta.» Y con la misma rapidez, la contestación: «¿Por qué no?»

Ashley bajó y se detuvo en el umbral.

– Estoy lista -anunció. Miró a su padre y a Catherine-. ¿Estáis seguros de que marcharnos es lo correcto?

– Aquí estamos aislados, Ashley, querida -dijo Catherine-.Y parece muy difícil predecir lo que hará a continuación el señor O'Connell.

– No es justo. No es justo para mí ni para vosotros, ni para nadie…

– Creo que ya no se trata de ser justos -dijo su padre.

– Lo primero es estar a salvo -intervino Catherine con tono afable-. Así que será mejor que pequemos por exceso y no por defecto.

Ashley apretó los dientes.

– Vamos -dijo Scott-. Mira, al menos esto hará que tu madre se sienta mucho mejor. Y Hope también. Y seguro que Catherine no quiere tenerte aquí sola, con la amenaza de ese bastardo.

– La próxima vez -dijo Catherine, estirada- no me molestaré en darle conversación.

Señaló la escopeta, cosa que hizo que Scott y Ashley sonrieran.

– Catherine -dijo Ashley, enjugándose los ojos-, serías una magnífica asesina profesional.

Ella sonrió.

– Gracias, querida. Lo tomaré como un cumplido.

Scott se supo en pie.

– ¿Habéis comprendido bien cómo vamos a hacerlo?

Ashley y Catherine asintieron.

– Parece retorcido -dijo Catherine.

– Más vale retorcido que lamentarlo luego. Lo mejor es asumir que está vigilando la casa y que puede seguirnos. Y no sabemos qué puede intentar hacernos. Ya os ha echado de la carretera esta noche.

– Si fue él -dijo Ashley-. No lo entiendo. ¿Por qué intentaría matarnos y al poco vendría aquí a proclamar que me ama?

Scott sacudió la cabeza. Tampoco para él tenía sentido.

– Bueno, si está vigilando, le daremos algo en que pensar.

Recogió las maletas y las colocó junto a la puerta principal. Tras él, Catherine apagaba todas las luces de la casa. Dejando a las dos mujeres en el pasillo, Scott salió a la noche. Escrutó la oscuridad, recordando cuando tenía la edad de Ashley, en Vietnam, y escrutaba la jungla con los binoculares, con la batería de cañones a su espalda, silenciosos por una vez, el olor rancio y húmedo de los sacos terreros en que se apoyaba, preguntándose si los observaban desde la retorcida maraña de la jungla.

Scott dio marcha atrás con el Porsche hasta colocarse junto al pequeño todoterreno de Catherine. Dejó el motor en marcha y salió después de subir la capota. Subió al otro vehículo y lo encendió también. Luego se dirigió a la derecha de cada vehículo, abrió la puerta y bajó el asiento del pasajero lo máximo posible.

Después entró en la casa, recogió las maletas y volvió a salir.

Colocó la maleta de Catherine en su propio coche, y la de Ashley en el de Catherine. Cerró los maleteros, pero dejó las cuatro puertas abiertas.

Regresó a la puerta principal.

– ¿Listas?

Ellas asintieron.

– Entonces vamos. Rápido.

Los tres se movieron juntos, una única silueta oscura. Ashley se deslizó en el Porsche, y Catherine al volante de su propio coche. Ashley se agachó inmediatamente para que nadie pudiera verla. Se había recogido el pelo dentro de un gorro negro.

Scott cerró todas las puertas antes de ponerse al volante del Porsche. Le hizo a Catherine una señal con el pulgar y ella aceleró; sus ruedas escupieron grava. Scott la siguió a escasos centímetros de distancia. «Rápido ahora», pensó. Pero Catherine estaba ya pisando a fondo. Ambos vehículos se dirigieron velozmente hacia el camino, en caravana.

Scott escrutó por el retrovisor, buscando faros, pero las curvas le dificultaban la visión. Había luna llena. «Si yo persiguiera a alguien, conduciría sin luces», pensó. Ashley permanecía agachada. Él aceleró para no despegarse de Catherine.

Ella se dirigía a un punto que conocía, justo antes de la autovía interestatal. Era una zona de descanso con un pequeño aparcamiento al fondo. Cuando divisó la entrada, esperó al último segundo para girar bruscamente. Los neumáticos chirriaron. Se dirigió al fondo, donde no había luces. El Porsche la imitó. Catherine se detuvo y tomó aliento.

Scott aparcó a su lado, se apeó rápidamente y corrió hacia la entrada del aparcamiento.

Un único coche pasó por la carretera, luego otro. No distinguió a los conductores, pero ninguno redujo la velocidad y desaparecieron carretera abajo, sin girar hacia la interestatal. Scott esperó a que pasara otro coche, cosa que tardó casi un minuto. Luego regresó a donde esperaban las dos mujeres.

– Muy bien, cambiemos -dijo-. Ni rastro de él.

Ashley, cubriéndose con una manta de lana, se deslizó desde el Porsche al todoterreno. Catherine puso el coche en marcha y se dirigió a la rampa de entrada a la autovía en dirección sur.

Scott la siguió, pero en vez de tomar la misma rampa, hacia su destino, se detuvo en la carretera. Vio desaparecer las luces traseras del todoterreno. Esperó, atento a cualquier coche que se dirigiera tras Catherine, pero no pasó ninguno. No había nadie en los alrededores. Después de contar hasta treinta, pisó el acelerador y, con los neumáticos chirriando, enfiló la rampa de salida al norte. Cuando llegó al final de la rampa, ya iba casi a cien. Un tráiler avanzaba por el carril derecho, pisó a fondo y lo adelantó temerariamente. La bocina del tráiler atronó en la noche tras él y el camionero le lanzó destellos con las luces largas. Scott lo ignoró, atento al ilegal giro de ciento ochenta grados que haría. Rogó que ningún coche de policía estuviera por allí. Los faros iluminaron un cartel de «Sólo vehículos autorizados». Entonces pisó el freno y apagó todas las luces.

El Porsche dio un brinco y derrapó un poco mientras cambiaba de dirección norte a sur. Una rápida ojeada le dijo que la carretera estaba vacía, y aceleró sin vacilar, encendiendo de nuevo las luces.

Tomó aire. «Intenta seguirme ahora, cabrón», pensó. Calculó que tardaría menos de diez minutos en alcanzar a Catherine y a Ashley, mientras escrutaba cada coche que adelantaba. Luego las escoltaría el resto del camino a casa.

Apretó los labios.

«Y aún me sé unos cuantos trucos más», pensó con satisfacción. El motor zumbaba plácidamente, y por primera vez esa noche Scott sintió que tenía un poco de control sobre la situación. No obstante, se dijo que era improbable que esa sensación durase mucho tiempo.

El cansancio y el sueño después de tanta tensión los hicieron dormir hasta tarde. Luego, Ashley estalló en sollozos al enterarse de los detalles de la muerte de Anónimo, y lloró amargamente en la cama antes de sumirse en un sueño inquieto, asaltado por horribles imágenes de muerte. En más de una ocasión gritó, haciendo que Sally o Hope corrieran a su puerta para comprobar qué le pasaba, como si todavía fuera una niña pequeña.

Scott había vuelto a la universidad. Echó una cabezada en el sillón de su despacho, antes de despertarse sintiendo que de algún modo el día estaba distorsionado. En el lavabo de hombres, al asearse, se contempló largamente en el espejo. «La historia es el estudio de hombres y mujeres que se elevan de la media para hacer cosas extraordinarias. Es un examen de la valentía de uno, la cobardía de otro, la presciencia de un tercero, los fracasos de un cuarto. Es emoción y psicología, representada en un campo de acción», pensó. Se preguntó si se había pasado toda su vida adulta estudiando lo que hacían otros sin hacer algo él mismo.

O'Connell se había cruzado circunstancialmente en la historia personal de Scott, y según cómo actuara en los próximos días, lo definiría para siempre, se dijo.

Sally hervía de furia.

Le parecía que habían fracasado en todo. Habían tratado de ser razonables. Habían tratado de mostrarse fuertes. Habían intentado el soborno. Habían probado la intimidación. Y finalmente la huida. Todo en vano. Sus vidas habían sido zarandeadas y empujadas a un torbellino, sus carreras y su intimidad amenazadas, sus existencias trastornadas y empujadas a una situación impensable un mes atrás.

«El miedo se ha instalado en nosotros, quizá para siempre», pensó.

Estaba sentada en el salón, sola. Sacudió la cabeza y agitó las manos en el aire, gesticulando con el ceño fruncido, como si estuviera en medio de una encendida discusión.

Arriba, Ashley dormía todavía, pero Sally pretendía despertarla pronto. Hope y Catherine habían salido a dar un paseo y comprar algo de comida. Probablemente estarían hablando sobre la que les había caído encima. Ella se había quedado de guardia.

Sintió su pulso acelerado. Se encontraban en una encrucijada, pero aún no estaba segura qué caminos había disponibles.

Echó atrás la cabeza y cerró los ojos. «Lo he fastidiado todo -pensó-. He metido la pata hasta el fondo.»

Suspiró, se puso en pie y fue a un escritorio donde guardaban álbumes de recortes y fotos antiguas, recuerdos demasiado valiosos para tirarlos, pero no lo bastante significativos para enmarcarlos. Una foto de sus padres. Los dos habían muerto demasiado jóvenes, uno en un accidente de tráfico, el otro de un infarto. Sally no estaba segura de por qué necesitaba verlos, pero quería ver sus ojos mirándola, tranquilizándola. La habían dejado sola y ella había elegido a Scott creyendo que él sería «consistente». Fue probablemente la misma sensación que la llevó a la facultad de Derecho, determinada a nunca más ser víctima de los acontecimientos. Sacudió la cabeza ante la ingenuidad de esa idea. Cualquiera puede convertirse en víctima. En cualquier momento.

Oyó a Ashley en el piso de arriba.

Inspiró hondo. «Hay una única certeza -pensó-: lo que está dispuesta a hacer una madre por proteger a sus hijos.»

– ¡Ashley! ¿Eres tú? ¿Estás levantada?

Hubo una pausa y luego una respuesta, precedida por un gruñido.

– Sí. Hola, mamá. Bajaré en cuanto termine de cepillarme los dientes…

En ese momento sonó el teléfono, sobresaltándola. Comprobó la identificación de llamada, pero ponía «número privado». Sally se mordió el labio y cogió el auricular.

– ¿Sí? -dijo con tono de abogada.

No hubo respuesta.

– ¿Quién es? -exigió bruscamente.

Silencio. Ni siquiera se oía una respiración.

– ¡Maldita sea, déjenos en paz! -masculló con aspereza, y colgó.

– ¿Quién era? -preguntó Ashley desde arriba. Sally distinguió un fugaz temblor en la voz de su hija.

– Nada -respondió-. Sólo un maldito servicio de suscripción de revistas. -Se preguntó por qué no decía la verdad-. ¿Bajas?

– Ahora mismo.

Sally oyó cerrarse la puerta del dormitorio. Cogió el teléfono y pidió información sobre la llamada que acababa de recibir. Una voz grabada le contestó:

«El número 413-555-0987 es una cabina telefónica de Greenfield, Massachusetts.»

«Cerca -pensó-. A menos de una hora en coche.»

Cuando Michael O'Connell colgó en la cabina, su primer impulso fue dirigirse al sur, donde sabía que Ashley le esperaba, y tratar de aprovechar el elemento sorpresa. La voz de Sally le había revelado lo débil que era. Cerró los ojos, imaginando a la madre de Ashley. Sintió la sangre correr por su cuerpo, casi como si cada arteria y cada vena tuviesen electricidad. Respiró despacio, poco a poco, como un corredor hiperventilando antes del pistoletazo de salida, y se dijo que seguirla hasta la casa de su madre era exactamente lo que ellos esperarían.

«Se estarán preparando -pensó-. Pergeñando algún plan para impedir que me acerque a Ashley, diseñando una defensa, levantando murallas. Pero no podrán derrotarme.» Era la más simple, la más obvia y la más absoluta verdad. De nuevo respiró hondo. Ellos estaban seguros de que él iría allí. «Deja que se preocupen, que pierdan el sueño, que se sobresalten con cada ruido nocturno. Y cuando sus defensas se debiliten por el agotamiento, la tensión y la duda, entonces sí iré. Cuando menos se lo esperen.»

Dio una patadita contra la acera.

«Estoy allí, a su lado, atormentándolos, incluso cuando no estoy allí», se dijo.

Decidió que no había ninguna prisa. Su amor por Ashley podía ser enormemente paciente.

Esta vez me pidió que me reuniera con ella en las urgencias de un hospital de Springfield. Cuando le pregunté por qué a medianoche, dijo que trabajaba como voluntaria en el hospital dos noches por semana, y que esa hora de brujas era cuando tenía un descanso.

– ¿Voluntaria para qué? -pregunté.

– Como consejera. Esposas maltratadas, niños golpeados, mayores abandonados. Alguien tiene que conducirlos por los canales adecuados para obtener ayuda del estado. Lo que hago es reunir el papeleo que ha de acompañar a los dientes rotos, los ojos morados, los cortes y las costillas fracturadas.

Me esperaba en el aparcamiento, fumando un cigarrillo.

– No sabía que fumaras -le dije cuando me apeé del coche.

– No fumo -respondió, y dio otra calada-. Excepto aquí. Dos veces por semana, un cigarrillo en el descanso de medianoche. Nada más. Cuando vuelvo a casa, tiro el paquete. Compro un paquete nuevo cada semana. -Sonrió, la cara parcialmente en sombras-. Fumar parece un pecado menor, comparado con lo que veo aquí. Un niño con los dedos fracturados sistemáticamente por un padre adicto al crack. O una madre embarazada de ocho meses golpeada sin contemplaciones. Todo muy rutinario y muy cruel. ¿No es notable lo crueles que podemos ser unos con otros?

– Ya.

– Bueno, ¿qué más necesitas saber?

– Scott, Sally y Hope no estaban dispuestos a quedarse de brazos cruzados, ¿verdad?

Ella asintió. La aguda sirena de una ambulancia cortó la noche. Las emergencias se producen cuando menos se esperan.

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