Ashley apoyó los pies contra la cabecera de su cama y empujó, sintiendo sus piernas tensarse hasta que empezaron a temblarle de cansancio. Era lo que hacía de adolescente, cuando la afectaba el estirón de la edad y le parecía que sus huesos ya no encajaban en su piel. Los deportes y correr por las tardes bajo la supervisión de Hope habían ayudado, pero hubo muchas noches en que adoptaba esa postura del revés en la cama, esperando a que su cuerpo creciera en quien fuera que iba a convertirse.
Era temprano y en la casa aún se oían los sonidos ocasionales del sueño. Catherine, en la habitación de al lado, roncaba con fuerza. No había ningún ruido en la habitación de Sally y Hope, aunque por la noche las había oído hablar hasta tarde; suponía que sobre algo relacionado con ella. No oía sonidos apagados de afecto desde hacía algún tiempo, y eso la preocupaba. Quería que su madre continuara con Hope, pero Sally se había vuelto tan distante que no sabía qué iba a suceder. A veces pensaba que no saldría ilesa de los residuos emocionales de otro divorcio, aunque fuera amistoso: sabía por experiencia que eso no reduce el dolor interno.
Ashley prestó atención y luego, lentamente, dejó que unas lágrimas asomaran a sus ojos. Anónimo había dormido siempre al fondo del pasillo en una vieja estera delante del dormitorio principal, para estar cerca de Hope. Pero a menudo, cuando Ashley era adolescente, el perro intuía cuándo la preocupaba algo y venía sin que lo llamaran, se asomaba a su cuarto y con sigilo se tendía en la alfombra junto a su escritorio. La miraba hasta que ella le contaba sus preocupaciones. Y al tranquilizar al perro, se tranquilizaba a sí misma.
Ashley se mordió el labio. «Sería capaz de pegarle un tiro sólo por lo que le hizo a Anónimo», pensó.
Se levantó de la cama y contempló las cosas familiares de su infancia. En una pared, rodeando un tablón de corcho, docenas de dibujos propios. También fotos de sus amigas, de ella misma disfrazada para Halloween, del campo de fútbol y de la fiesta de graduación. Y una colorida bandera con la palabra «Paz» en el centro sobre una paloma blanca bordada, y una botella de champán con dos flores de papel dentro que recordaban aquella noche de su primer año en la facultad cuando perdió la virginidad, un hecho que había contado en secreto a Hope, pero no a sus padres. Dejó escapar un suspiro y pensó que todas aquellas cosas eran símbolos de quién había sido, pero lo que necesitaba saber era en qué iba a convertirse. Se acercó a la mochila que colgaba del armario, rebuscó y sacó el revólver.
Lo sopesó en la mano, se dio la vuelta y adoptó la posición de tiro apuntando a la cama. Lentamente, con un ojo cerrado, giró, encañonando la ventana. «Vacía el tambor -se recordó-. Apunta al pecho y que no te tiemble el pulso.»
Temía parecer ridícula.
«Él no se estará quieto», pensó. Podría abalanzarse sobre ella, reducir la distancia que lo separaba de la muerte. Ashley volvió a la posición de tiro, separando los pies y agachándose unos centímetros. Midió mentalmente. ¿Qué altura tenía O'Connell? ¿Qué fuerza tenía? ¿Con qué rapidez podía moverse? ¿Suplicaría por su vida? ¿Prometería dejarla en paz? «Dispárale en el maldito corazón, si es que lo tiene», se dijo.
– Bang -susurró-. Bang. Bang. Bang. Bang. Bang. -Bajó el revólver-. Estás muerto y yo estoy viva. Y mi vida continúa -musitó-. No importa lo desgraciada que sea, siempre será mejor que esto.
Todavía con el arma en la mano, se acercó a la ventana. Oculta tras la cortina, escrutó la calle arriba y abajo. Era poco más del amanecer y una débil luz revelaba lentamente los contornos y formas de la manzana. «Un día gélido», pensó. Habría escarcha en los jardines. Demasiado frío para que O'Connell hubiera pasado la noche allí fuera, vigilando.
Volvió a guardar el revólver en la mochila. Luego se puso medias, un jersey de cuello alto negro, una sudadera con capucha y unas zapatillas de deporte. En los siguientes días no tendría muchos momentos para estar a solas, pero ése no lo desaprovecharía. Mientras salía de puntillas de la habitación, no le agradó dejar el arma. Pero no podía correr con un revólver en la cintura, pensó. Demasiado pesado. Demasiado absurdo.
Una ola de frío polar asolaba Vermont. Cerró en silencio la puerta principal, se puso un gorro y echó a trotar calle arriba, deseando alejarse de la casa antes de que nadie advirtiese su ausencia. Fuera cual fuese el riesgo, rápidamente lo desechó de su mente y aceleró el paso, obligando a su sangre a calentarle el cuerpo.
Corrió con ganas, de un modo que parecía estimular sus pensamientos. Dejó que el sonido de sus zancadas convirtiera su furia en una especie de liberación poética. Estaba tan harta de verse constreñida por su familia y sus temores que estaba dispuesta a asumir cualquier riesgo. «Naturalmente -se dijo-, no seas tan estúpida como para ponérselo fácil.» Así que corrió siguiendo un rumbo errático, en zigzag. Lo que quería, pensó, era comportarse con osadía, sentirse libre.
Tres kilómetros se convirtieron en cuatro, luego en cinco, y el titubeante amanecer se disolvió en una mañana normal que sin duda la protegería con su realidad cotidiana. El viento ya no era frío y el sudor le corría por cuello y espalda. Cuando dio la vuelta para regresar a casa estaba cansada, pero no lo suficiente para reducir el ritmo. Un calor inquieto la escaldaba por dentro. Escrutó el camino y de repente vio movimiento. Casi la abrumó la sensación de que ya no estaba sola. Sacudió la cabeza y siguió avanzando.
A ocho manzanas de su casa, un coche se acercó peligrosamente. Ashley jadeó y quiso gritarle alguna imprecación, pero siguió corriendo.
A seis manzanas, una voz gritó un nombre cuando ella pasaba. No supo si era el suyo y no se volvió a mirar, pero apretó el paso.
A cuatro manzanas, un claxon sonó muy cerca, dándole un buen susto y haciéndola acelerar la marcha.
A dos manzanas, unos neumáticos chirriaron tras ella. Jadeó y, sin volverse a mirar, saltó de la calzada a la irregular acera, rota por las raíces de los árboles. La acera parecía tirarle de los talones, y sus pies se quejaban. Corrió más rápido. Quiso cerrar los ojos y dejar de oír todos los sonidos. Como era imposible, empezó a tararear para sí. Mantuvo la mirada al frente, sin volverse en ninguna dirección, como un caballo de carreras con anteojeras, corriendo tan rápido como podía hacia su casa. Cruzó un lecho de flores y atravesó el césped y casi chocó contra la puerta principal. Entonces se detuvo jadeando y se volvió muy despacio.
Escudriñó la calle arriba y abajo. Un hombre sacaba su coche marcha atrás por el camino de acceso. Unos niños sobrecargados de mochilas reían camino de la parada del autobús escolar. Una mujer con un largo abrigo verde sobre la bata salía a recoger el periódico.
Ni rastro de O'Connell. Al menos en ningún lugar visible.
Echó la cabeza atrás y respiró hondo. Se embebió de la normalidad matutina y tuvo que contener un sollozo. En ese momento comprendió que O'Connell ya no necesitaba estar presente para seguir perturbando su vida.
Un poco más abajo de la calle, Michael O'Connell se regocijó con la visión de una Ashley vacilante en el porche de su madre. Sorbía un vaso de café, agazapado al volante de su coche. Si ella supiera dónde mirar podría verlo, pero no se molestaba en ocultarse. Simplemente esperaba.
Había considerado salirle al paso mientras corría, pero se lo había pensado mejor. Ella se habría llevado un susto de muerte y habría huido sin atender a razones. Además, conocía las calles laterales y patios traseros del barrio, y por rápido que fuera él, no la habría alcanzado. Y, aún peor, ella habría gritado, llamado la atención de los vecinos, y alguien hubiese llamado a la policía. Eso hubiera sido una catástrofe. Lo que menos quería era tener que dar explicaciones a un poli desconfiado.
Tenía que encontrar el momento adecuado. No éste, en la calle donde ella había crecido. Aquel entorno simbolizaba su pasado. Él era su futuro.
Era más prudente contentarse con su visión. Le gustaban particularmente sus piernas. Eran largas y esbeltas, y deseó haberles prestado más atención aquella única noche que yacieron juntos. Con todo, las imaginó desnudas, tersas y bien torneadas, lo que lo excitó súbitamente. Deseó que Ashley se quitara el gorro para verle el pelo, y cuando ella lo hizo, sonrió y se preguntó si entre ellos funcionaría la telepatía. Eso le bastó para confirmar el nexo indisoluble que los unía.
Michael O'Connell rió en voz alta.
Podía mirar a Ashley desde lejos y absorber el calor de su cuerpo, como si ella lo llenara de energía. Incapaz de quedarse sentado más tiempo, abrió la puerta.
A poca distancia, Ashley se dio la vuelta en ese mismo momento y sin verlo, sumida en su propia desesperación, entró en la casa.
O'Connell se incorporó junto al coche y contempló el porche vacío. En su imaginación, todavía podía verla.
«Llévatela», se dijo, y le pareció sencillo. Sonrió. Era sólo cuestión de tenerla a solas. No a solas exactamente, pensó, sino sola en su mundo, no en el de ella. «Soy invisible», pensó mientras volvía a meterse en el coche y lo ponía en marcha.
En eso se equivocaba. Desde la ventana del dormitorio de arriba, Sally estaba observando. Se sujetó al marco de la ventana, los nudillos blancos. Era la primera vez que veía en persona a Michael O'Connell. Cuando lo divisó al volante de aquel coche, trató de decirse que no era él, pero, al mismo tiempo, supo que sí lo era. No podía ser otro. Estaba tan cerca como siempre, justo más allá de su alcance, siguiendo cada paso de Ashley. Incluso cuando ella no podía verlo, estaba allí. Sally se sintió mareada, enfurecida y casi abrumada por la ansiedad. «El amor es odio -pensó-. El amor es malo. El amor es un error.»
Vio el coche desaparecer calle abajo.
«El amor es muerte», pensó finalmente.
Respirando con dificultad, se apartó de la ventana. Decidió no decirle a nadie que había visto a O'Connell en su calle, a sólo unos metros de la puerta, espiando a Ashley. Todos montarían en cólera, pensó. Y las personas coléricas se comportan erráticamente. «Tenemos que estar tranquilos. Mostrarnos inteligentes y organizados. Poner manos a la obra. Poner manos a la obra. Poner manos a la obra.» Cogió la libreta de sus anotaciones. Notas para preparar un asesinato. Sin embargo, cuando cogió el bolígrafo, su mano apenas temblaba.
A última hora de la tarde, Sally salió a comprar los artículos que consideraba esenciales para su tarea. No volvió hasta casi el anochecer. Subió a ver Ashley, que parecía extrañamente aburrida, tendida en su cama leyendo, luego se preguntó dónde estaría Hope y oyó a Catherine en la cocina. Finalmente telefoneó a Scott.
– ¿Sí?
– Soy Sally.
– ¿Todo bien?
– Sí. Ha sido un día normal -mintió, sin mencionar el episodio de la mañana-. Aunque tengo mis dudas sobre cuánto durará.
– Entiendo.
– Bien, eso espero. Porque debes venir ahora mismo.
– ¿Ahora…? -vaciló él.
– Es hora de actuar. -Sally soltó una risita sin humor, como dominada por un frío cinismo-. Me parece que hemos estado de acuerdo más veces en estas últimas semanas que cuando estábamos casados.
También Scott rió tristemente.
– Es una extraña manera de ver las cosas. Pero cuando estábamos juntos, bueno, hubo momentos en que no estuvo tan mal.
– Tú no vivías en una mentira como vivía yo.
– «Mentira» es una palabra fuerte.
– Mira, Scott, no quiero librar de nuevo batallas pasadas, no tiene sentido.
Hubo un silencio.
– Nos estamos distrayendo -añadió Sally-. No se trata de dónde estábamos, sino de adonde podemos ir o incluso de quiénes somos. Y, lo más importante, se trata de Ashley.
– De acuerdo -dijo él, percibiendo los enormes pantanos emocionales que los separaban y de los que nunca hablarían.
– Tengo un plan -informó Sally.
– Me alegro -respondió él tras inspirar profundamente. No estaba seguro de decirlo en serio.
– No sé si es bueno, ni si funcionará…
– Oigámoslo.
– No deberíamos hablarlo por teléfono. Al menos por esta línea.
– Por supuesto que no -asintió él sin estar seguro-. Salgo para ahí ahora mismo.
Colgó y pensó que había algo horrible en las rutinas de la vida. Al dictar clases, al vivir en soledad con todos los fantasmas de estadistas, militares y políticos que poblaban sus cursos, su propia existencia era completamente predecible. Comprendió que eso iba a cambiar.
Hope regresó a casa antes de que llegara Scott. Había salido a dar un paseo y reflexionar sobre lo que estaba pasando. Encontró a Sally en el salón, repasando unas hojas, bolígrafo en mano.
– Tengo un plan -dijo mirando a Hope-. No estoy segura de que funcione. Scott viene de camino y podemos repasarlo juntos.
– ¿Dónde están Ashley y mi madre?
– Arriba, enfurruñadas. No les hace gracia ser excluidas de las sesiones.
– A mi madre no le hace gracia que la excluyan de nada, lo cual resulta curioso para tratarse de alguien que se ha pasado años viviendo sola en los bosques de Vermont, pero ahí la tienes. Así es como es… -Hope vaciló.
– ¿Qué ocurre?
Hope meneó la cabeza.
– No lo sé exactamente. Ella está haciendo lo que le pedimos, ¿no? Pues ése no es su estilo. Siempre ha sido una especie de lobo solitario, la clase de persona a la que le importa un pimiento lo que piensen los demás. Y ahora esta aparente docilidad… bueno, no sé si podemos confiar en que haga exactamente lo que le pedimos. Es una mujer impredecible y testaruda. Es lo que mi padre amaba de ella, y yo también, excepto que en ocasiones, en mi adolescencia, me ponía las cosas muy difíciles.
Sally sonrió.
– No me parece que seáis tan diferentes.
Hope se encogió de hombros y soltó una risita.
– Supongo que no.
– ¿Y no crees que yo también me sentí atraída por esas cualidades?
– No pensaba que «testaruda» e «impredecible» fueran mis mejores atributos.
– Bueno, eso demuestra lo que sabes -dijo Sally. Consiguió esbozar una sonrisita y se inclinó de nuevo sobre los papeles que tenía en el regazo.
Las dos mujeres guardaron silencio. Extrañamente, pensó Hope, era la primera cosa afectuosa que Sally decía desde hacía semanas.
Llamaron a la puerta.
– Debe de ser Scott -dijo Sally, y recogió los papeles mientras Hope iba a abrir. En esos segundos a solas, echó atrás la cabeza y tomó aire. «Cuando empieces a mover esto, no habrá marcha atrás», pensó.
Catherine rebullía por dentro. Miró a la joven, hasta que por fin Ashley dejó caer el libro al suelo después de leer la misma página por tercera vez.
– No sé si podré seguir soportando esto mucho más -protestó-. Me tratan como si tuviera seis años. Me envían a mi cuarto. Me dicen que me entretenga mientras deciden mi futuro. ¡Maldición, Catherine, no soy un bebé! Puedo luchar por mí misma.
– Estoy de acuerdo, querida.
– ¿Sabes? Debería coger ese maldito revólver y resolver este problema de una vez por todas.
– Creo, querida Ashley, que eso es precisamente lo que tus padres tratan de evitar. Y no te conseguí esa arma para que vayas por ahí disparando al tuntún, sólo porque estás fastidiada. La conseguí para que te protejas si O'Connell viene por ti.
Ashley echó atrás la cabeza.
– Lo ha hecho, ¿sabes?
– ¿El qué?
– Ha venido por mí. Probablemente está ahí fuera ahora mismo. Esperando.
– ¿Esperando qué?
– El momento adecuado. Está loco, loco de amor, loco de obsesión, loco de no sé qué. ¡Pero está ahí! Sólo tiene algo importante en su vida, y ese algo soy yo.
La anciana asintió y se inclinó hacia delante.
– ¿Podrás hacerlo? -preguntó.
Ashley abrió los ojos y miró al frente, primero fijándose en Catherine, luego en la mochila que contenía el arma.
– ¿Podrás hacerlo? -repitió Catherine.
– Sí -respondió Ashley, envarada-. Podré. Sé que podré.
– Yo no pude. Debí dispararle cuando lo tenía justo delante, pero no pude. ¿Serás más fuerte que yo, querida? ¿Más decidida? ¿Eres más valiente?
– No lo sé, pero sí. Eso creo.
– Necesito saberlo…
– ¿Cómo puede saberlo nadie antes de que llegue el momento? -replicó Ashley-. Quiero decir que estoy muy enfadada y muy asustada. Pero ¿conseguiré apretar el gatillo? Yo espero que sí.
– Supongo que lo harás -dijo Catherine-. Al menos lo intentarás. Está oscuro ahí fuera. ¿Estás segura de que está ahí?
– Sí.
– Pues podrías acabar con todo esto metiéndote la pistola en el bolsillo del abrigo y saliendo conmigo a dar un paseo a eso de medianoche. Y cuando él intente detenernos, ¡pum! Puede que diga que sólo quiere hablar contigo, es lo que siempre dice. Pero, en vez de hablar, le disparas. Allí mismo y en ese momento. La policía te detendrá y luego tu madre se encargará de sacarte. Arriésgate en un tribunal en lugar de en la calle. No puede decirse que esta comunidad, donde viven tu madre y Hope, esté demasiado predispuesta a darles a los hombres, sobre todo a hombres que han acosado a una joven, mucho crédito. Ni, ya puestos, el beneficio de la duda…
– ¿Crees…?
– Puedes hacerlo si estás dispuesta a pagar el precio.
– ¿La cárcel?
– Tal vez. Y también la fama. Serás la chica ideal de cada persona que tenga un problema similar al tuyo. Podría merecer la pena, ¿no crees?
Ashley echó la cabeza hacia atrás.
– No podré soportar esto mucho más. En un momento estoy aterrorizada y al siguiente furiosa. Me siento a salvo un segundo, y amenazada al siguiente.
– ¿Por qué no podemos ser violentos antes de que sean violentos con nosotros? -dijo Catherine con determinación-. ¿Por qué todo es tan condenadamente injusto? ¿Por qué tenemos que esperar a ser víctimas?
– Yo no esperaré.
– Bien. Así pues, consideremos qué nos conviene hacer.
Ashley asintió.
Scott observó los montones de cosas apiladas en el salón.
– Has ido de compras.
– En efecto -dijo Sally.
– ¿Quieres explicárnoslo? -pidió Scott. Cogió una caja de toallitas limpiadoras-. Esto, por ejemplo.
Sally explicó con voz tranquila:
– Si alguien teme haber dejado una muestra de ADN en un lugar comprometido, se puede borrar con estas toallitas de amoníaco, eliminando todo rastro.
Scott silbó. «Toallitas limpiadoras -pensó-. Parte del arma de un crimen.»
Sally miró a su ex marido y notó que vacilaba. Continuó con firmeza.
– Hemos acordado reunir a O'Connell con su padre y lo haremos. Scott, sin saberlo, nos ha allanado el camino. Luego debemos robar la pistola de O'Connell, usarla contra su padre y devolverla a su sitio antes de que la eche en falta…
– ¿Por qué no dejarla en la escena del crimen? -propuso Scott.
– Lo he pensado. Pero será la prueba crucial. A la policía y la acusación les encantará buscar y encontrar el arma del asesinato. Diseñarán su acusación en torno a ella. Será la prueba incontrovertible que condenará a O'Connell. Para asegurarnos, debe ser descubierta oculta en su casa.
– ¿Qué son estas otras cosas? -preguntó Hope.
Sally se volvió hacia la compra. Había varios teléfonos móviles, un tubo de pegamento instantáneo, un ordenador portátil, un mono de hombre de talla pequeña, dos cajas de guantes quirúrgicos, varios pares de zapatillas quirúrgicas para colocarse sobre los zapatos, dos pasamontañas negros y una navaja del ejército suizo.
– Son lo que necesitamos, según creo. Hay otras cosas que serán útiles también, como pelo recogido de un peine en el apartamento de O'Connell. Todavía estoy encajando las piezas.
– ¿Para qué es el ordenador? -preguntó Scott.
Sally suspiró. Se volvió hacia Hope.
– Es el mismo modelo que viste en el apartamento de O'Connell, ¿verdad?
Hope examinó la máquina.
– Sí. Al menos así lo recuerdo.
– Bien -dijo Sally-. Dijiste que su ordenador contiene material encriptado sobre Ashley y nosotros. Éste no.
Hope asintió.
– Creo que comprendo…
– La policía le confiscará el ordenador. Prefiero que sea uno que hayamos preparado para la ocasión.
– ¿Vamos a cambiarlos?
– Correcto. Borrará todo nexo entre nosotros y él. Probablemente tenga copias de seguridad en alguna parte, pero aun así… El tiempo será un factor crucial.
Les tendió a cada uno una hoja. En la parte superior había escrito una serie de horarios.
Hope contempló el papel. Sally había esbozado tareas, acontecimientos y acciones, y los había marcado A, B y C.
– No has asignado las funciones -dijo-. Tres personas haciendo cosas interrelacionadas, pero no has dicho aún quién hace qué.
Sally se arrellanó en su sillón.
– He intentado ponerme en la piel de un policía sagaz -dijo-. Hay que considerar lo que van a encontrar y cómo lo interpretarán. Los crímenes giran siempre en torno a cierta lógica. Una cosa debe guiarlos a la siguiente. Tienen técnicas modernas, como análisis de ADN, análisis balísticos, estudios forenses de armas y diversos adelantos que sólo conocemos por encima. He intentado hacerme una idea y recordar qué entorpece las investigaciones. El fuego, por ejemplo, lo emborrona todo, pero no necesariamente destruye las pruebas forenses. El agua estropea las heridas y el ADN, así como las huellas dactilares. Nuestro problema es que queremos cometer un crimen violento y dejar una pista. No una pista perfecta, pero sí suficiente para guiarlos en la dirección que queremos. Si somos astutos, la policía hará el resto y no será necesaria ninguna confesión por parte de O'Connell.
– ¿Y si él guía a la policía en nuestra dirección?
– Tenemos que estar preparados para eso. Sobre todo, debemos hacer que parezca un crimen irracional, y eso es lo difícil. Pero debemos conseguir que la policía no crea nada de lo que O'Connell alegue. La policía querrá respuestas sencillas a preguntas sencillas. Y debemos proporcionárselas.
Sally hizo una pausa y los miró.
– Pero no creo que lo haga -dijo.
– ¿Hacer qué?
– Guiar a la policía hacia nosotros. Si lo hacemos bien, O'Connell no sabrá que hemos organizado todo el tinglado.
Scott asintió.
– Pero yo estuve en su barrio haciendo preguntas. Es probable que alguien me recuerde…
– Por eso en cierto momento clave tendrás que estar a kilómetros de distancia y en presencia de alguien que luego corrobore tu coartada. Por ejemplo, usando una tarjeta de crédito y formulando una queja en un lugar donde haya una cámara de vídeo. Sin embargo, probablemente sea importante que estés también cerca.
Scott se reclinó en su asiento.
– Lo comprendo, pero…
– Lo mismo tienen que hacer Ashley y Catherine. Aunque tengan que interpretar un papel.
Los otros dos permanecieron en silencio.
Sally tomó aliento.
– Lo cual nos lleva a la cuestión crucial: el crimen en sí. He pensado al respecto, y creo que tendré que ocuparme yo.
– Yo conseguiré el arma -dijo Hope-. Soy la que sabe dónde está y tengo la llave.
– Sí, pero ya has estado allí antes. Tendrás el mismo problema que Scott. No; otra persona tendrá que coger el arma. Puedes decirme dónde está.
Hope asintió, pero Scott negó con la cabeza.
– Eso será, claro, suponiendo que sigue donde la viste. Lo cual es mucho suponer.
Sally se aclaró la garganta.
– Sí, pero en ese caso podemos esperar y elaborar un plan B para hacernos con el arma.
– De acuerdo. Si robamos la pistola y luego te la damos, ¿sabrás manejarla? ¿En estas circunstancias?
– Tendré que hacerlo. Es mi deber, creo.
Hope sacudió la cabeza.
– No sé, me parece que es demasiado peligroso… Al igual que tú, Sally, intento pensar como un policía. Si tú cometes el crimen, un poli podría hallarle mucho sentido: una madre protege a su hija. Pero dudo que ningún poli piense que lo hiciera la compañera de la madre. En otras palabras, el hecho de que Ashley no sea mi hija, no sea de mi sangre, me protege de las sospechas, ¿no crees? Y soy más joven, más rápida y más fuerte, por si hay que acabar corriendo.
Scott y Sally la miraron. Ambos adivinaron lo que estaba a punto de decir, pero ninguno fue capaz de impedirlo.
Hope trató de sonreír entre las nubes de sus propias dudas.
– Está claro -dijo lentamente-. Debo ser yo quien apriete el gatillo.
Esta vez oí la emoción en su voz.
– ¿Te has preguntado alguna vez cuánto puede cambiar la vida en un segundo? Tantas cosas parecen pequeñas, y de repente se convierten en grandes…
Era casi medianoche y me había sorprendido con su llamada.
– ¿Crees que tomamos mejores decisiones en la oscuridad, solos, cuando estamos acostados y tratamos de resolver nuestras preocupaciones? ¿O es más sabio esperar a la mañana, cuando hay luz y claridad? Me pregunto qué tipo de decisión tomaron -dijo lentamente-. ¿Decisiones nocturnas? ¿Decisiones diurnas? Dime.
No respondí. Pensé que en realidad no esperaba ninguna respuesta, pero insistió.
– Quiero decir, ¿cómo lo explicarías? Tú eres el escritor. ¿Fue inteligente? ¿Estaban dando pasos difíciles pero necesarios? ¿O actuaban impulsivamente? ¿Cuáles eran las posibilidades de éxito o de fracaso? Eran personas muy razonables dispuestas a embarcarse en la menos razonable de las travesías.
No dije nada, y ella contuvo un sollozo.
– Tengo un nombre para ti -dijo, sorprendiéndome-. Creo que te acercará un poco más al meollo.
Esperé, el bolígrafo preparado, sin decir nada, imaginándolo todo.
– El fin -dijo-. ¿Puedes verlo? Déjame expresarlo de esta forma: ¿crees que estaban preparados para lo inesperado?
– No. ¿Quién lo está?
Ella rió, pero el sonido pareció un sollozo. Era difícil distinguirlo a través del teléfono.