Por primera vez en su relativamente corta vida, Ashley sintió que su mundo era no sólo increíblemente pequeño, sino que estaba definido por tan pocas cosas que carecía de un sitio donde ocultarse, que no había ningún lugar adonde escapar para tomarse un respiro y recuperarse.
Los pequeños indicios de que la estaban vigilando aumentaron. Su teléfono se había convertido en un pozo de miedo, lleno de silencios o respiraciones entrecortadas. Tampoco se fiaba ya de su ordenador. Se negaba a revisar el e-mail, porque no podía saber quién enviaba los mensajes.
Le dijo a su casero que había perdido las llaves de su apartamento, y éste le envió un cerrajero para poner cerraduras nuevas, aunque Ashley dudaba que sirviera para algo. El cerrajero le comentó que las nuevas cerraduras eran muy seguras, pero no inviolables para un entendido. A Ashley no le resultó difícil imaginar que O'Connell entraba en la categoría de entendido.
En el museo algunos compañeros de trabajo se quejaron de estar recibiendo extrañas llamadas y e-mails anónimos que sugerían que Ashley estaba maquinando a sus espaldas o criticándolos ante la dirección. Ashley les explicó que todo eso era falso, sólo actos insensatos de un pretendiente despechado, pero le pareció que no la creían.
Inesperadamente, una compañera lesbiana le echó en cara ser homófoba. La acusación fue tan ridícula que Ashley se quedó desconcertada, incapaz de responder. Un par de días más tarde, una compañera negra la miró con recelo y se negó a almorzar con ella ese día. Ashley le preguntó qué sucedía y ella le espetó: «Tú y yo no tenemos nada de qué hablar. Déjame en paz.»
Después de su clase nocturna de Impresionistas Modernos Europeos, la profesora la llamó a su despacho y le dijo que corría el riesgo de suspender si no asistía a las clases con regularidad.
Ashley se quedó anonadada. Abrió la boca y miró a la mujer, que apenas alzó la cabeza de los papeles, diapositivas y voluminosos libros de arte que cubrían su mesa. Ashley trató de encontrar algo donde enfocar la mirada e impedir la sensación de mareo que la embargó.
– Pero nunca he faltado a ninguna clase… -logró decir-. En las hojas de asistencia ha de constar mi nombre.
– Por favor, no me venga con excusas -repuso la profesora, envarada.
– Pero si no…
– Uno de mis ayudantes las repasa y las introduce en el sistema informático del departamento. De las clases semanales y las presentaciones de diapositivas adicionales, de las que hemos tenido más de veinte hasta ahora, sólo consta su nombre en dos ocasiones. Y una de ellas es la de esta noche.
– Pero he asistido a todas -insistió Ashley-. No comprendo. Déjeme mostrarle mis apuntes…
– Cualquiera puede hacer que le copien los apuntes o se los presten.
– Pero he estado en todas las clases. De verdad. Alguien ha cometido un error.
– Claro. Ahora resulta que es culpa nuestra.
– Profesora, creo que alguien está saboteando mi registro de asistencias…
La profesora vaciló.
– Pero ¿qué dice? ¿Qué sentido tendría que alguien…?
– Un ex novio despechado -dijo Ashley.
– Repito, señorita Freeman: ¿qué sentido tendría?
– Quiere vengarse…
La profesora vaciló.
– Bien -dijo lentamente-. ¿Puede demostrar esta acusación?
Ashley tomó aire muy despacio.
– No sé cómo -admitió.
– Ya. Bien, como recordará, en la primera clase dejé bien claro que la asistencia es obligatoria. No soy inflexible, señorita Freeman. Si alguien tiene que perderse una clase o dos por motivos personales, lo comprendo. Pero asistir a clase y estudiar el temario es su responsabilidad. No creo que pueda usted aprobar este curso…
– Hágame un examen. Mándeme un trabajo. Algo que me permita demostrar que he asimilado toda la enseñanza impartida…
– No encargo trabajos especiales ni concedo tratamientos especiales -replicó la profesora, hosca-. Si lo hiciera, tendría que hacer lo mismo con cada estudiante perezoso o poco dedicado que se siente donde está usted sentada, señorita Freeman, para aducir una excusa u otra, incluyendo las típicas de mi perro se comió mi trabajo o mi abuelita ha muerto. Las abuelas parecen morirse en mis clases con deprimente frecuencia y regularidad, y a menudo más de una vez. Así que, señorita Freeman, empiece a asistir a clase y consiga una excelente nota en el último examen. Tal vez así consiga aprobar… ¿Ha considerado dedicarse a otra cosa? Quiero decir, quizás el arte y los estudios de posgrado no son lo suyo.
– El arte ha sido siempre…
La profesora la interrumpió alzando una mano.
– ¿De veras? Bien, buena suerte, señorita Freeman. La necesitará.
Ashley salió del despacho a un pasillo que resonaba de vacío. En algún lugar, en una escalera u otra planta, oyó una risa lejana, casi fantasmal. Se quedó inmóvil. Él estaba allí, vigilándola. Giró lentamente, como si él estuviera a un paso, como una sombra que la siguiera a todas partes. Prestó atención a cualquier sonido, una respiración, un susurro, cualquier cosa que le confirmara que O'Connell estaba realmente allí, pero no oyó nada.
Los ojos se le empezaron a llenar de lágrimas. No tenía duda de que de algún modo era aquel demente quien había conseguido borrar su nombre de las listas de asistencia. Se apoyó contra una pared, respirando con dificultad. Todas las clases a las que había asistido, toda la atención que había prestado, las notas tomadas, la información, el conocimiento, la apreciación de las formas, estilos y belleza de los artistas estudiados, en aquel momento no valían nada. Era como si todo aquello existiera en una dimensión diferente donde la Ashley que creía ser continuaba con su vida, dispuesta a convertirse en la persona que quería ser.
«Me está haciendo desaparecer», se dijo con súbita lucidez. La furia y la desesperación la embargaron. Se apartó de la pared. «Esto tiene que acabarse», decidió con inaudita determinación.
Scott estaba sentado a su mesa, anonadado por lo que acababa de leer. Se sentía como si algo en su interior se hubiera marchitado. Las líneas de las páginas que tenía delante rielaban, como las ondas de calor sobre una carretera, y un ramalazo de pánico cruzó su pecho.
El profesor Burris le había enviado un ejemplar de su artículo publicado en Quarterly y una copia de la tesis doctoral de un tal Louis Smith, de la Universidad de Carolina del Sur. La tesis había sido defendida ante el departamento de Historia de esa facultad unos ocho meses antes del artículo de Scott, y era un análisis del mismo material. Las similitudes eran evidentes, y ambos trabajos se habían basado en las mismas fuentes.
Pero eso no era lo peor. Resultaba que media docena de párrafos clave aparecían palabra por palabra en ambos. El profesor Burris los había marcado con amarillo fluorescente.
En un artículo largo para una revista de prestigio y en una tesis doctoral de ciento sesenta páginas, dichos párrafos constituían un mínimo porcentaje. Y las observaciones que hacían no eran de una importancia académica capaz de sacudir los cimientos del tema tratado. Pero Scott sabía que esos aspectos no eran lo significativo. Eran idénticos, y eso era lo único que se tendría en cuenta a la hora de juzgarlo como plagiador.
Recordó de pronto a la Reina Roja de Alicia en el País de las Maravillas. «¡Primero la ejecución, luego celebraremos el juicio!»
Scott no tenía duda de que en efecto había escrito aquellas frases. Las pocas esperanzas que hubiera podido tener de que uno de sus dos ayudantes las hubiera escrito en una nota y que él las hubiese utilizado sin comprobarlo a conciencia habían desaparecido.
Se rebulló en el asiento.
El profesor Burris no había mencionado la fuente de la denuncia. Scott supuso que procedía del estudiante de doctorado, o de algún miembro del claustro de la Universidad de Carolina del Sur. Cabía la posibilidad de que la hubiera hecho algún resentido (de los que había miles por todo Estados Unidos) con los historiadores.
Hasta mediodía, Scott (sin afeitar, con los ojos hinchados, y por su cuarta taza de café) no pudo localizar por fin al decano del departamento de Historia de la UCS. El hombre se mostró amable y dispuesto a ayudar, y no parecía que el trabajo de Scott le hubiera provocado ninguna duda.
– Lo cierto es que recuerdo esa tesis -dijo-. Recibió notas muy altas por parte de todo el tribunal. Era una buena investigación, bien redactada, y creo que va a publicarse en alguna parte. Su autor era un magnífico estudiante, y muy buena persona, imagino que tiene una carrera excelente por delante. Pero ¿dice que hay algunas dudas sobre la tesis? Me cuesta imaginarlo…
– Sólo quiero examinar algunas similitudes. Después de todo, trabajamos en el mismo campo.
– Por supuesto -dijo el decano-. Aunque no me gustaría comprobar que uno de nuestros estudiantes ha hecho algo indecoroso…
Scott vaciló. Le había dado a su interlocutor la falsa impresión de que el acusado de fraude era el estudiante.
– ¿Sabe? Si pudiera hablar con ese joven podría aclarar las cosas -dijo.
– Por supuesto. Déjeme comprobar…
Scott tuvo que esperar varios tensos minutos. Permaneció inmóvil en la silla, esperando para continuar con aquella conferencia que podría costarle todo lo que había tardado años en construir.
– Bien, profesor Freeman, lamento haberle hecho esperar. Es un poco difícil localizar a Louis. Tras recibir su doctorado se unió a Maestros por América. Desde luego, no es lo habitual en la mayoría de nuestros estudiantes. El número y la dirección que tengo de él son de un sitio al norte de Lander, Wyoming, en una reserva india. Apunte…
Scott llamó a Wyoming, donde le dijeron que en ese momento Louis Smith estaba impartiendo clase a niños de octavo curso. Dejó su nombre y explicó que era urgente. Cuando por fin sonó el teléfono, contestó con ansia.
– ¿Sí?
– ¿Profesor Freeman? Soy Louis Smith…
– Gracias por llamar.
El joven parecía excitado.
– Me siento muy honrado por su llamada, profesor Freeman. He leído todo lo que ha publicado, en particular lo referido al inicio de la guerra de Independencia. Ésa es también mi especialidad. Las maniobras militares, las intrigas políticas, las expectativas. Tantas lecciones que deberíamos tener en cuenta hoy en día… Quiero decir que puede imaginarse qué distinto se ven en una reserva india los conceptos de historia que nosotros damos por sentado… -El joven hablaba rápidamente, sin parar. De pronto se detuvo, tomó aliento y pidió disculpas-. Lo siento. Estoy divagando. Por favor, profesor, ¿a qué debo el honor de su llamada?
Scott vaciló. La energía del joven maestro no era lo que esperaba.
– He leído su tesis doctoral…
– ¡Dios mío! Oh, cuánto me alegra, quiero decir. ¿Le gustó? ¿Cree que hecho una buena interpretación?
– Excelente -dijo Scott, un poco aturdido-. Y sus conclusiones son acertadas.
– Gracias, profesor. No se imagina cuánto significan sus palabras para mí. Ya sabe, uno hace un trabajo así y sueña con verlo publicado en una editorial especializada, pero en realidad sólo su tribunal y tal vez su novia lo leen. Saber que usted lo ha leído…
– Hay algo que me gustaría preguntarle -dijo Scott, envarado-. Encuentro algunas similitudes entre su tesis y un artículo que escribí meses más tarde…
– Sí -dijo el joven-. En la Revista de Historia Norteamericana. Lo leí con atención, porque tratamos el mismo material. Pero ¿similitudes? ¿A qué se refiere?
Scott tomó aire.
– Me han acusado de plagiar algunos párrafos suyos. No lo he hecho, pero me han acusado…
Se detuvo y esperó. Louis Smith tardó un par de segundos en recuperarse.
– Pero eso es una locura -dijo-. ¿Quién lo ha acusado?
– No lo sé. Pensé que podría ser usted.
– ¿Yo?
– Pues sí.
– Absolutamente no. Imposible.
Scott se sintió mareado. No sabía qué pensar.
– Pero tengo aquí delante una copia de su tesis, y hay párrafos que son iguales palabra por palabra. No sé cómo ha sucedido, pero…
– Imposible -repitió Louis Smith-. Su artículo fue publicado meses después de que escribiera mi tesis, pero usted debió de hacer su investigación y redactarlo más o menos al mismo tiempo. Y hubo retrasos en incorporar mi tesis a Internet. De hecho, aparte de la página web de la universidad, que enlaza con algunas webs de historia, es muy difícil encontrarla. Suponer que usted lo consiguiera y tomase algunos párrafos… bueno, no lo entiendo. ¿Puede leerme esos párrafos, si no le importa?
Scott miró las palabras resaltadas en amarillo.
– Sí -dijo-. En mi artículo, en la página treinta y tres, escribí… -Scott leyó ambos.
Louis Smith respondió lentamente.
– Vaya, es muy curioso. El párrafo que usted me lee y que supuestamente aparece en ambos trabajos no es del mío. Es decir, yo no lo escribí. No está en mi tesis. Quiero decir, los argumentos son similares, pero no la redacción.
– Pero -repuso Scott- estoy leyendo de una copia por impresora de su tesis.
– No puedo asegurarlo, profesor, pero me da que pensar que alguien ha manipulado la copia de mi trabajo que le han enviado… ¿Quién podría hacer una cosa así y para qué?
El viento arreciaba y la luz del sol se difuminaba hacia el oeste, dando al mundo una cualidad gris y confusa. Hope reunió al equipo tras terminar el entrenamiento. Las chicas estaban sudorosas. Las había hecho trabajar duro, quizá más que de ordinario cuando se acercaba el final de la temporada, pero había corrido al tiempo que ellas, como si el esfuerzo físico y el aire frío fuesen lo único que podía distraerla.
– Buen trabajo -jadeó-. Faltan dos semanas para las eliminatorias. Será difícil venceros. Muy difícil. Eso es bueno. Pero hay otros equipos que pueden estar preparándose igual de bien. Ahora interviene algo más que el estado físico. Ahora se trata de una cuestión de voluntad. ¿Cómo queréis que se recuerde este año, esta temporada, este equipo?
Contempló los brillantes rostros de aquellas jovencitas que habían aprendido que el trabajo duro y la dedicación dan sus frutos. «Primero surge un destello en sus ojos -pensó Hope-, y luego se les extiende a la piel, tan intenso que desprende una especie de calor.»
Les sonrió, aun sintiendo un profundo desasosiego.
– Mirad -dijo-. Para ganar, todas tenemos que arrimar el hombro y sudar la camiseta. ¿Alguna quiere decir algo? ¿Alguna duda o sugerencia?
Las chicas se miraron unas a otras. Algunas negaron con la cabeza.
Hope no sabía si ya circulaban algunos rumores. Pero le costaba imaginar que no fuera así. «No hay secretos en un colegio», pensó.
Las chicas parecieron encogerse colectivamente de hombros. Hope quiso interpretarlo como un gesto de solidaridad.
– Muy bien -dijo-. Pero si hay alguien que se sienta incómoda por algo, cualquier cosa, puede ir a mi despacho. Mi puerta está siempre abierta. Y si no queréis hablar conmigo, hacedlo con la directora deportiva… -No podía creer que estuviera diciendo eso. Atinó a cambiar de tema-. Nunca os había visto tan calladas, así que voy a suponer que os habéis quedado sin voz por haber trabajado tan duro. Por tanto, se cancela la carrera final. Daros una palmadita en la espalda, y luego recoged vuestras bolsas y a casa.
Esto produjo una salva de aplausos. Exonerarlas de un par de vueltas extra alrededor del campo siempre funcionaba. «Están preparadas», pensó. Y se preguntó si lo estaba ella.
Las chicas empezaron a despejar el campo, en pequeños grupos, y Hope oyó sus risas. Las vio marchar y luego se sentó en el banquillo.
El viento había aumentado. Pensó que ser parte de algo, como la escuela y el equipo, era parte de la imagen que tenía de sí misma, y ahora esa imagen estaba en peligro. Las sombras del atardecer avanzaban sobre el verde césped, haciendo que pareciera negro. «Hay pocas cosas tan terribles como una acusación falsa», pensó. La ira se apoderó de ella. Quiso encontrar a la persona que le había hecho eso y darle de puñetazos.
Pero fuera quien fuese, parecía no tener más sustancia que la creciente oscuridad que la rodeaba, y Hope, a pesar de lo furiosa que estaba, prorrumpió en sollozos incontrolados.
– ¿Ashley? ¿Ashley Freeman? Hace tiempo que no la veo. Meses. Tal vez incluso más de un año. ¿Sigue viviendo en la ciudad?
No respondí a esa pregunta.
– ¿Trabajaba usted aquí con ella? -pregunté.
– Sí. Éramos varios posgraduados trabajando aquí a tiempo parcial.
Yo estaba en el vestíbulo del museo, no lejos del restaurante donde Ashley había esperado infructuosamente una tarde a Michael O'Connell. La joven recepcionista llevaba el pelo muy corto y con una cresta en lo alto, lo que le daba aspecto de gallo, y tenía media docena de piercings en una oreja y un único aro brillante y naranja en la otra. Me dedicó una sonrisa y se atrevió por fin a hacer la pregunta obvia.
– ¿Por qué le interesa Ashley? ¿Algo va mal?
Negué con la cabeza.
– Me interesa un caso legal en el que ella estuvo relacionada. Estoy haciendo un trabajo de investigación. Sólo quería ver dónde trabajaba. Entonces, ¿la conoció usted cuando estaba aquí?
– No muy bien… -Vaciló.
– ¿Qué ocurre?
– No creo que la conociera mucha gente. Ni que la apreciaran demasiado.
– ¿Sabe el motivo?
– Bueno, oí decir que Ashley era un poco rara, o algo así. Se habló y especuló mucho cuando se marchó.
– ¿Por qué?
– Se rumoreaba que encontraron en su ordenador algo que la metió en problemas.
– ¿Algo?
– Algo raro. ¿Vuelve a tener problemas?
– No exactamente -respondí-. Problemas tal vez no sea la palabra adecuada.