– De modo que conseguiste reunirte con el detective que investigó el caso -dijo ella.
– Sí -respondí-. Fue muy revelador.
– Pero has vuelto, porque aún tienes más preguntas, ¿correcto?
– Sí. Sigo pensando que hay otras personas con las que necesito hablar.
Ella asintió, pero no respondió enseguida. Noté que calculaba con cuidado, tratando de sopesar detalles contra recuerdos.
– Hablar con Sally o Scott, ¿verdad?
– Sí.
Negó con la cabeza.
– No creo que quieran hablar contigo. Pero además, ¿qué esperas que te digan?
– Quiero saber cómo se resolvió todo.
Ella rió sin humor.
– ¿Resolverse? Una palabra inadecuada para describir lo que hicieron y cómo pudo influir en sus vidas.
– Bueno, ya sabes a qué me refiero. Una valoración…
– ¿Y crees que te dirían la verdad? ¿No crees que cuando llamaras a su puerta y dijeras «Quisiera hacerles unas preguntas sobre el hombre al que mataron» te mirarían como a un loco y te cerrarían la puerta en las narices? Y aunque te invitaran a pasar y tú les preguntaras «¿Cómo les ha ido la vida desde que se libraron del asesinato?», ¿qué motivo tendrían para decirte la verdad? ¿No ves lo ridículo que sería?
– Pero ¿sabes tú las respuestas a esas preguntas?
– Por supuesto.
Era temprano por la tarde, el crepúsculo de una tarde de verano, ese momento entre el día y la noche, cuando el mundo adquiere un aspecto desvaído. Había abierto las ventanas de su casa, dejando entrar los sonidos perdidos a los que yo me había acostumbrado en muchas visitas: voces de niños, algún coche ocasional. El final de otro día benigno en las afueras. Me acerqué a la ventana y aspiré una bocanada de aire puro.
– Nunca considerarás que éste es tu hogar, ¿verdad? -pregunté.
– No, por supuesto que no. Es un sitio terrible de tan normal.
– Te mudaste, ¿verdad? Después de que ocurrieran todos esos acontecimientos.
Ella asintió.
– Muy perspicaz por tu parte.
– ¿Porqué?
– Ya no me consideraba a salvo en la soledad de la que me había rodeado durante años. Demasiados fantasmas y recuerdos. Temí volverme loca. -Sonrió, y añadió-: Bien, ¿qué te dijo el policía?
– Que lo que Sally predijo se cumplió. Bueno, no llegó a decirlo: es lo que yo interpreté. Cuando los detectives fueron al apartamento de Michael O'Connell encontraron el arma del crimen oculta en la bota. Bajo las uñas de su padre asesinado hallaron su ADN. Al principio admitió haber estado allí y haberse peleado con el viejo, pero negó haberlo matado. Naturalmente, alguien que machaca sádicamente bajo su zapato la medicación para el corazón de su padre carece de credibilidad, y por eso no le creyeron. Ni por un segundo. No, lo tenían, incluso sin una confesión completa, y cuando recuperaron el ordenador, que él había llevado a reparar, y encontraron esa carta llena de ira dirigida a su padre… Bueno, lo reunieron todo: móvil, medio, oportunidad. La Santísima Trinidad del trabajo policial. ¿No lo llamó así Sally cuando diseñó el plan?
– Sí. Es lo que supuse que te diría. Pero ¿no te contó nada más?
– O'Connell trató de acusar a Ashley, y a Scott y Sally y Hope, pero…
– Una conspiración que requeriría reunir pruebas imposibles, ¿verdad? Una, robar el arma del crimen, dársela a otra persona, pasar por tres manos antes de devolverla al apartamento de O'Connell, y un incendio… Desde luego es difícil de creer, ¿no?
– Así es. Sobre todo cuando se une al suicidio de Hope y la nota que dejó. El detective me dijo que para creer a O'Connell habría que dar por sentado que una mujer suicida paró por el camino para asesinar a un hombre a quien no había visto jamás, en un lugar donde no había estado nunca, luego condujo de vuelta a Boston para dejar el arma en el armario de su propietario y luego viajó hasta Maine para arrojarse al océano después de dejar una nota donde olvidó mencionar todo esto. También se podría pensar que Sally fue la asesina, pero estaba en Boston comprando lencería más o menos a la hora del crimen. Y Scott, bueno, tal vez fue él, pero no tuvo tiempo de hacerlo y luego volver a Boston y regresar a Massachusetts para tomarse una pizza. Una vez más, no tiene cabida en el reino de lo probable…
Mientras yo hablaba, vi lágrimas en sus ojos. Pareció erguirse en su silla, como si mis palabras tensaran el nudo y sacaran algún recuerdo nuevo de su interior.
– ¿Y entonces? -preguntó con un hilo de voz.
– Y entonces, el plan trazado por Sally se cumplió. Michael O'Connell fue condenado por asesinato en segundo grado. Al parecer, continuó alegando inocencia hasta el último minuto. Pero, cuando la policía le dijo que el arma utilizada en el asesinato de su padre era la misma que había matado al detective privado Murphy, y que tal vez le colgarían también ese crimen, escogió la salida fácil. Naturalmente, fue un farol de la policía. Los disparos que acabaron con la vida de Murphy produjeron fragmentos de bala demasiado deformes para cotejarlos. El policía me lo dijo. Pero fue una amenaza útil. De veinte años a cadena perpetua. Podrá solicitar su primera vista para la libertad condicional después de dieciocho años.
– Sí, sí -dijo ella-. Eso lo sabemos.
– Así que ellos consiguieron lo que querían.
– ¿Eso crees?
– Se salieron con la suya…
– ¿De veras?
– Bueno, si he de creer lo que me has contado, pues sí.
Se levantó, se dirigió al mueble bar y se sirvió una copa.
– Supongo que ya es tarde -dijo. Había lágrimas formándose en las comisuras de sus ojos.
Permanecí callado, observándola.
– ¿Salirse con la suya has dicho? ¿Crees de verdad que ocurrió así?
– No van a ser acusados en ningún tribunal.
– Pero ¿no crees que hay otros tribunales dentro de nosotros, donde la culpabilidad y la inocencia están siempre en equilibrio? ¿Se sale alguna vez con la suya gente como Scott y Sally?
No respondí. Supuse que ella tenía razón.
– ¿Crees que Sally no pasa las noches llorando mientras pasan las horas, sintiendo el vacío en el lado de la cama que ocupaba Hope? ¿Qué ha ganado? Y el peso que Scott carga ahora… los acontecimientos de esos días seguramente lo despiertan cada poco. ¿Nota aquel olor a carne quemada y muerte con cada ráfaga de brisa? ¿Puede enfrentarse a todos sus jóvenes estudiantes sabiendo la mentira que oculta en su interior?
Hizo una pausa.
– ¿Quieres que continúe?
Negué con la cabeza.
– Piénsalo -añadió-. Ellos seguirán pagando un precio por lo que hicieron el resto de su vida.
– Debería hablar con ellos -insistí.
Ella suspiró.
– Lo digo en serio -me obstiné-. Debería entrevistar a Sally y a Scott. Aunque ellos no quieran hablar conmigo, debería intentarlo.
– ¿No crees que deberían quedarse a solas con sus pesadillas?
– Deberían ser libres.
– Libres de una duda. Pero ¿lo son de verdad?
No supe qué decir.
Ella dio un largo sorbo a su bebida.
– Bien, nos acercamos al final, ¿no? Te he contado una historia. ¿Qué dije al comienzo de todo esto? ¿La historia de un asesinato? ¿La historia de una muerte?
– Sí, eso me dijiste.
Sonrió tras las lágrimas.
– Pero me equivocaba. O, para ser más precisos, no te dije la verdad. No, en absoluto. Es una historia de amor.
Debí de parecer sorprendido, pero ella lo ignoró y se acercó a un mueble. Abrió un cajón.
– Eso es lo que fue. Una historia de amor. Siempre ha sido una historia de amor. ¿Habría sucedido todo eso si alguien hubiera amado de verdad a Michael O'Connell cuando era niño, de modo que hubiese aprendido la diferencia entre amor y obsesión? ¿Y no amaban Sally y Scott lo suficiente a su hija para hacer cualquier cosa que la protegiera de todo daño, sin importar el precio que tuviesen que pagar? Y Hope, ¿no amaba también a Ashley de un modo más especial de lo que había advertido nadie? Y amaba también a Sally, más profundamente de lo que ésta sabía, así que el regalo que les dio a todos fue una clase de libertad, ¿no? Y realmente, cuando examinas sus acciones, los hechos, las cosas que pasaron desde que Michael O'Connell entró en sus vidas, ¿no fue en verdad por amor? Demasiado amor o insuficiente amor. Pero, en cualquier caso, amor.
Permanecí en silencio.
Mientras ella hablaba, sacó un papel de un cajón y escribió algo.
– Tienes que hacer un par de cosas más para comprender realmente todo esto -dijo-. Hay una entrevista importante que debes realizar. Una información crucial que necesitas adquirir y, bueno, transmitir. Cuento contigo.
– ¿Qué es esto? -pregunté mientras me entregaba el papel.
– Después de que hayas hecho lo necesario, ve a este sitio a esta hora y lo comprenderás.
Cogí el papel, lo miré y me lo guardé en el bolsillo.
– Tengo unas fotografías -dijo-. Ahora las guardo en los cajones. Cuando las saco, lloro con desconsuelo, y eso no es bueno, ¿verdad? Pero deberías ver un par de ellas…
Se volvió hacia el mueble, abrió un cajón, rebuscó y finalmente sacó una foto. La miró con ternura.
– Toma -dijo, con la voz algo quebrada-. Ésta es tan buena como cualquier otra. La hicieron después del campeonato estatal, poco antes de que ella cumpliera dieciocho años.
Había dos personas en la foto. Una adolescente sonriente y perdida de barro, alzando un trofeo dorado por encima de la cabeza, mientras un hombretón calvo, claramente su padre, la cogía en brazos. Sus rostros brillaban con esa inconfundible alegría de la victoria tras el sacrificio. La foto parecía estar viva, y durante un instante casi pude imaginar los vítores y las voces entusiastas y las lágrimas de felicidad que debieron de acompañar ese momento.
– Yo hice esa foto -dijo ella-. Y la verdad es que me gustaría salir también. -De nuevo inspiró profundamente-. Nunca recuperaron su cuerpo, ¿sabes? Pasaron varios días antes de que alguien encontrara su coche y hallara la nota en el salpicadero. Y hubo una gran tormenta al día siguiente, una de esas tormentas propias de finales de otoño, lo que impidió su búsqueda con equipos de buceo. Las olas fueron muy fuertes por toda la costa aquel noviembre, y debieron de arrastrarla kilómetros mar adentro. Al principio casi no pude soportarlo, pero a medida que pasó el tiempo comprendí que quizá fue lo mejor. Eso me permitió recordarla en momentos mejores. Me preguntaste por qué te he contado esta historia, ¿verdad?
– Así es.
– Por dos motivos. El primero, porque ella fue más valiente de lo que nadie podía esperar, y quiero que se sepa. -Catherine sonrió tras las lágrimas y señaló el bolsillo donde me había guardado el papel.
– ¿Y el segundo motivo?
– Te quedará claro muy pronto -dijo.
Los dos guardamos silencio y ella sonrió.
– Una historia de amor -repitió-. Una historia de amor alrededor de la muerte.
El decorado difiere, dependiendo de la antigüedad de la prisión, y cuánto dinero esté dispuesto el estado a invertir en tecnología penal moderna. Pero, quitando las luces, los detectores de movimiento, los ojos electrónicos y los monitores de vídeo, una prisión sigue siendo lo mismo de siempre: cerrojos.
Me cachearon en una antesala, primero con una vara electrónica y luego a la manera clásica. Me pidieron que firmara una declaración de que si por algún motivo me tomaban como rehén renunciaba a que el estado adoptara medidas extraordinarias para rescatarme. Inspeccionaron mi maletín. Examinaron todos los bolígrafos que llevaba, así como las hojas de mi cuaderno de notas, para asegurarse de que no intentaba colar algo entre las páginas. Luego me condujeron por un largo pasillo, a través de puertas de cierre electrónico. El guardia me condujo hasta una sala pequeña, al lado de la biblioteca de la prisión. Normalmente, se usaba para los encuentros entre los reclusos y sus abogados, pero un escritor en busca de una historia merecía el mismo trato.
Había brillantes luces en el techo y una sola ventana que daba a una cerca de alambre de espino y un trozo de cielo azul. Una recia mesa de metal y sillas plegables eran el único mobiliario. El guardia me indicó que me sentara y luego señaló una puerta lateral.
– Vendrá dentro de un minuto. Recuerde, puede darle un paquete de cigarrillos, si lo ha traído, pero nada más. ¿De acuerdo? Puede estrecharle la mano, pero ése será todo el contacto físico. Según las reglas fijadas por el Tribunal Supremo del estado, no se nos permite escuchar su conversación, pero esa cámara de ahí arriba en el rincón -señaló el otro extremo de la sala-, bueno, grabará todo el encuentro. Incluyéndome a mí dándole este aviso. ¿Entendido?
– Claro.
– Podría ser peor -dijo-. Somos más amables que en otros estados. Imagine cómo lo tratarían en Georgia, Texas o Alabama.
Asentí.
– ¿Sabe?, el monitor es también para su protección -añadió-. Tenemos a algunos tipos aquí dentro que probablemente le rajarían la garganta si dice algo que no debe. Así que vigilamos de cerca esta clase de entrevistas.
– Lo tendré en cuenta.
– Pero no tiene que preocuparse. En este lugar, O'Connell se comporta como todo un caballero. Lo único que hace es insistir en su inocencia.
– ¿Eso dice?
El guardia sonrió mientras la puerta se abría y Michael O'Connell, esposado, con una camisa azul y vaqueros oscuros, era escoltado al interior de la habitación.
– Es lo que dicen todos -observó el guardia, y se acercó a quitarle las esposas.
Nos estrechamos la mano y nos sentamos uno frente al otro en la mesa. Él se había dejado barba y cortado el pelo al cepillo. Había algunas arrugas alrededor de sus ojos que supuse no existían unos años atrás. Coloqué la libreta delante de mí, y jugueteé con un lápiz mientras él encendía un cigarrillo.
– Mal hábito -comentó-. Empecé aquí.
– Puede matarlo -respondí.
Él se encogió de hombros.
– En este sitio muchas cosas pueden matarte. Miras mal a un tipo, y te mata. Dígame, ¿a qué ha venido?
– He estado examinando el crimen por el que cumple condena -dije con cautela.
Él alzó las cejas.
– ¿De veras? ¿Quién lo envía?
– No me envía nadie. Estoy interesado.
– ¿Y cómo se interesó?
No supe muy bien qué responder. Sabía que iba a hacerme esta pregunta, pero no había preparado ninguna respuesta. Me eché un poco hacia atrás, y dije:
– Oí algo en una fiesta, y me picó la curiosidad. Investigué un poco y decidí hablar con usted.
– Yo no lo hice, ¿sabe? Soy inocente.
Asentí con la cabeza, esperando que continuara. El estudió mi reacción, dando una larga calada al cigarrillo, y exhaló un poco de humo en mi dirección.
– Le han enviado ellos, ¿verdad? -preguntó.
– ¿A quién se refiere?
– Los padres de Ashley, y sobre todo ella misma. ¿Le han enviado para asegurarse de que sigo aquí, entre rejas?
– No. No me envía nadie. He venido por cuenta propia. Nunca he hablado con esas personas.
– Claro, seguro que no -repuso él, y soltó una risotada-. ¿Cuánto le pagan?
– Nadie me paga.
– Ya. Y hace esto gratis… Malditos puñeteros hijos de puta -masculló-. Creí que me dejarían en paz.
– Puede creer lo que quiera.
Él pareció reflexionar un momento, luego se inclinó hacia mí.
– Dígame -dijo despacio-. Cuando se reunió con ellos, ¿qué dijo Ashley?
– No me he reunido con nadie -mentí, y supe que él lo sabía.
– Descríbamela -pidió. De nuevo se inclinó hacia delante, como impulsado por la fuerza de sus preguntas, con una súbita ansiedad en cada palabra-. ¿Qué llevaba puesto? ¿Se ha cortado el pelo? Hábleme de sus manos. Tiene dedos largos y delicados. ¿Y sus piernas? Largas y bien torneadas, ¿eh? No se ha cortado el pelo, ¿verdad? Ni teñido. Espero que no.
Su respiración se había acelerado y pensé que podía estar excitado.
– No puedo decírselo. Nunca la he visto. No sé quién es.
Él dejó escapar un largo suspiro.
– ¿Por qué me hace perder el tiempo con mentiras? -replicó. Entonces ignoró su propia pregunta y dijo-: Bueno, cuando la conozca, verá exactamente de qué estoy hablando. Exactamente.
– ¿Ver qué?
– Por qué nunca la olvidaré.
– Incluso aquí dentro. ¿Durante años?
Él sonrió.
– Incluso aquí dentro. Durante años. Todavía puedo visualizarla de cuando estuvimos juntos. Es como si siempre estuviera conmigo. Incluso puedo sentir sus caricias.
Asentí.
– ¿Y los otros nombres que ha mencionado?
Sonrió de nuevo, pero esta vez con malicia.
– No los olvidaré tampoco. -Torció la boca en una especie de mueca-. Lo hicieron ellos, ¿sabe? No sé cómo, pero lo hicieron. Ellos me metieron en este agujero. No tenga dudas. Cada día pienso en ellos. Cada hora. Cada minuto. Nunca olvidaré lo que consiguieron hacerme.
– Pero usted se declaró culpable -respondí-. En un tribunal. Delante de un juez, juró decir la verdad y declaró que había cometido el crimen.
– Eso fue cuestión de conveniencia. No tuve más remedio. Si me hubieran condenado por homicidio en primer grado, me habrían caído entre veinticinco años y la perpetua. Al declararme culpable, recorté siete años o más y tengo opción de solicitar la libertad bajo fianza. Cumpliré mi sentencia. Y luego saldré de aquí y arreglaré las cosas. -Volvió a sonreír-. ¿No es lo que esperaba oír?
– No tenía ninguna expectativa.
– Estábamos hechos para estar juntos -dijo-. Ashley y yo. Nada ha cambiado. El hecho de que tenga que pasarme unos años aquí dentro no cambia las cosas. Es sólo tiempo, y el tiempo pasa. Luego sucederá lo inevitable. Llámelo destino, llámelo sino, pero es como es. Puedo ser paciente. Y luego la encontraré.
Asentí. Lo creía. Él se acomodó en su asiento y miró la cámara de seguridad, aplastó el cigarrillo, sacó un paquete arrugado del bolsillo de la camisa y encendió otro.
– Es una adicción -dijo, mientras el humo resbalaba entre sus labios-. Es casi imposible dejarlo, o eso dicen. Peor que la heroína o incluso la cocaína o el crack. -Soltó una risita-. Supongo que soy una especie de drogadicto.
Entonces me miró fijamente.
– ¿Ha sido adicto a algo? ¿O a alguien?
No respondí.
– ¿Quiere saber si maté a mi padre? Pues no, no lo maté -dijo, envarado-. Condenaron al hombre equivocado.
«Una información que tenía que transmitir.»
Eso me había dicho ella, estaba seguro. No tardé en comprender a qué se refería.
Aparqué en el camino de acceso y salí del coche. El calor del día había aumentado. Imaginé que empujar las ruedas de aquella silla una tarde calurosa de verano sería particularmente difícil.
Llamé a la puerta de Will Goodwin y esperé. El jardín que había visto semanas antes había florecido en hileras ordenadas y coloridas, como una parada militar. Oí la silla rozando el suelo de madera, y entonces la puerta se abrió.
– ¿Señor Goodwin? No sé si me recuerda. Estuve aquí hace unas semanas…
Él sonrió.
– Claro. El escritor. No creí que fuera a volver a verlo. ¿Tiene más preguntas que hacerme?
Goodwin sonreía. Advertí algunos cambios en él desde la anterior vez: el pelo más largo, y la hendedura de su frente, donde lo había golpeado el tubo, parecía haberse suavizado un poco y quedaba más oculta por la maraña de rizos. También se había dejado barba, de modo que su mandíbula transmitía cierta determinación.
– ¿Cómo está? -pregunté.
Él hizo un gesto con la mano, señalando la silla.
– La verdad, señor escritor, he dado algunos pasos. Mi memoria va recuperándose, gracias por preguntar. No recuerdo nada de la agresión, claro. Eso está perdido, y dudo que vuelva jamás. Pero las clases, los estudios, los libros leídos, algo va volviendo cada día. Así que al menos estoy en moderado ascenso, por así decirlo. Tal vez pueda hacer algo en el futuro…
– Me alegro.
Sonrió, giró un poco la silla, equilibrándose, y se inclinó hacia mí.
– Pero ése no es el motivo por el que está aquí, ¿verdad?
– Pues no.
– ¿Ha descubierto algo? ¿Sobre mi atraco?
Asentí. Sus modales tranquilos y afables cambiaron de inmediato.
– ¿Qué? Dígame. ¿Qué ha descubierto?
Vacilé. Sabía lo que debía hacer. Me pregunté si esto era lo que pasaba por la mente de un juez cuando oía el veredicto del jurado. Culpable. Hora de pronunciar la sentencia.
– Sé quién lo hirió -respondí. Lo observé en busca de una reacción. No tardó en producirse. Fue como si una sombra hubiera caído sobre sus ojos, aumentando el espacio que nos separaba. Negra oscuridad y rancio odio. Su mano tembló y apretó los labios.
– ¿Ha descubierto quién me hizo esto?
– Sí. El problema es que lo que he averiguado no es útil para la policía, no es la clase de información con la que se puede crear un caso, y desde luego no llegaría a ningún tribunal…
– Pero… ¿lo sabe? ¿Lo sabe con seguridad?
– Sí. Estoy absolutamente seguro, más allá de la duda razonable. Pero, repito, no le servirá de nada a la policía.
– Dígame -susurró con toda la rabia que acumulaba-. ¿Quién me hizo esto?
Busqué en mi maletín y saqué una fotocopia de las fotos de la ficha de Michael O'Connell y se la entregué. «Dos motivos», me había dicho Catherine. Y éste era el segundo.
– ¿Este hombre?
– Sí.
– ¿Dónde está?
Le tendí otro papel.
– En prisión. Aquí tiene la dirección, su número de identificación como recluso, datos sobre la sentencia que cumple, y la fecha en que podrá solicitar la libertad condicional. Es dentro de muchos años, pero ahí la tiene, junto con un número de teléfono donde puede conseguir más información, si quiere.
– ¿Y está seguro? -volvió a preguntar.
– Sí. Al ciento por ciento.
– ¿Por qué me lo cuenta?
– Supongo que tiene derecho a saberlo.
– ¿Cómo lo ha averiguado?
– Por favor, no me pregunte eso.
Hizo una pausa, luego asintió.
– Vale. Está bien. -Will Goodwin miró primero la foto y luego el papel-. Un sitio duro esta prisión, ¿eh?
– Sí. Eso dicen.
– Ahí dentro puede pasar cualquier cosa, ¿verdad?
– Así es. Pueden matarte por un paquete de cigarrillos. Él mismo me lo dijo.
Asintió.
– Ya. Imagino que así es. -Me miró sin verme un segundo, y añadió-: Da que pensar.
Di un paso atrás, dispuesto a marcharme, pero de pronto me pregunté qué acababa de hacer.
Vi que Will Goodwin estaba rígido, y que sus brazos aferraban la silla cargados de tensión.
– Gracias -empezó lentamente, y pronunció cada palabra con el peso de la crueldad de lo que O'Connell le había hecho-. Gracias por acordarse de mí. Gracias por darme esto.
– He de irme -dije, pero lo que estaba dejando allí no se iría nunca.
– Sólo una pregunta más -dijo él.
– Claro.
– ¿Sabe por qué me hizo esto?
Tomé aliento.
– Sí, lo sé.
Una vez más, su rostro se demudó y su labio inferior tembló.
– Bien… ¿por qué? -Apenas pudo pronunciar las palabras.
– Porque besó usted a la chica equivocada.
Él pareció respirar con dificultad, como si se hubiera quedado sin aire. Pude verlo asimilar la información.
– Porque besé…
– Sí. Sólo una vez. Un solo beso.
Vaciló, como si de repente hubiera docenas de preguntas que quisiera formular. Pero no lo hizo. Se limitó a sacudir la cabeza. Su mano se había tensado sobre la rueda de la silla, con los nudillos blancos, y en su interior estaba arraigando la ira más fría que jamás había visto.
El papel que Catherine me había dado me condujo a una calle, delante de un gran museo de arte en una ciudad que no era Boston ni Nueva York. Eran más de las cinco de la tarde, el tráfico abarrotaba las calles y las aceras estaban repletas de gente que volvía a casa. El sol empezaba a ocultarse tras los edificios de oficinas y ya se oían los primeros acordes de la sinfonía de cada tarde en la vida urbana. Cláxones de coches, motores de autobuses y el apresurado murmullo de voces. Me detuve al pie de unas amplias escalinatas y la marea de gente se dispersó a mi alrededor, como si yo fuera una roca en medio de la corriente y el agua pasara a cada lado. Mantuve la mirada fija al frente, observando las escalinatas, inseguro de lograr reconocerla. Pero cuando la vi, no tuve ninguna duda; la verdad, no sé por qué lo supe con aquella certeza. Había muchas jóvenes que salían del museo a esa hora, y todas tenían ese aspecto típico del final de la jornada, con bolsas o mochilas al hombro. Todas eran sorprendentes, todas atractivas, mágicas. Pero Ashley parecía destacar en todo. La rodeaban varias jóvenes que salían también, hablando ansiosamente. La observé mientras bajaba hacia mí. Pareció como si la luz del ocaso y la suave brisa le alborotaran el pelo y la hicieran reír. Cuando pasó flotando junto a mí, quise susurrar su nombre y preguntarle si lo que veía ante sí merecía la pena después de lo que había ocurrido, pero supe que era la pregunta más injusta, porque la respuesta se hallaba en algún lugar del futuro.
Así que no dije nada y me limité a contemplarla. No creo que se fijara en mí.
Traté de percibir algo en su voz, en su paso, que me revelara lo que necesitaba saber. Pensé que tal vez lo había visto, pero no estaba seguro. Y mientras la miraba, Ashley fue engullida por la multitud de peatones, desapareciendo hacia su propia vida.
Si realmente era Ashley. Podría haber sido Megan, o Sue, o Katie, o Molly, o Sarah. No estuve seguro de que hubiera ninguna diferencia.