Cuando Scott Freeman leyó por primera vez la carta que encontró en un cajón de la cómoda de su hija, dos semanas después de la última visita de ésta a su casa, arrugada y oculta tras unos viejos calcetines blancos, tuvo la súbita certeza de que alguien iba a morir.
No fue una sensación clara y definida, pero lo embargó con la intensidad de una amenaza inminente. Cuando logró sosegarse un poco, se quedó inmóvil y repasó una y otra vez las palabras escritas en el papel.
Nadie puede amarte como yo lo hago. Nadie lo hará jamás. Estamos hechos el uno para el otro, y nada lo impedirá. Estaremos juntos para siempre. De un modo u otro.
(Sin firma)
Estaba impresa en papel corriente y con letra cursiva, lo que le daba un aire anticuado. No pudo encontrar el sobre donde venía, así que no había ningún remite, ni siquiera un matasellos que él pudiera comprobar. La colocó sobre la cómoda y trató de alisar las arrugas que le daban un aspecto apremiante. Su hija debía de haberla estrujado antes de meterla en el fondo del cajón. Observó de nuevo las palabras y trató de creer que eran inofensivas. Un vehemente requerimiento de amor, un arrebato pasional de algún compañero de estudios de Ashley, tal vez una mera aventura que ella le había ocultado por pruritos románticos.
Pero nada de lo que pensó pudo borrar aquella sensación inquietante.
Scott Freeman no se consideraba un hombre receloso, ni proclive a la cólera o a tomar decisiones precipitadas. Le gustaba considerar detenidamente cualquier elección, examinar cada aspecto de su vida como si fuera la arista de un diamante puesto al microscopio. Era metódico por trabajo y por naturaleza, pese a que llevaba el pelo largo y desordenado para recordarse sus años de juventud a finales de los sesenta. Le gustaba vestir vaqueros y una chaqueta de pana gastada con parches de cuero en los codos. Usaba unas gafas para leer y otras para conducir, y siempre llevaba ambas encima. Se mantenía en forma haciendo ejercicio a diario, corriendo cuando el clima lo permitía o en una cinta sin fin durante los largos inviernos de Nueva Inglaterra. En parte lo hacía para compensar las ocasiones en que bebía demasiado, acompañando a veces el whisky con un porro. Scott se enorgullecía de sus clases, que le permitían ciertos alardes de vanidad cuando se enfrentaba a un aula repleta. Le encantaba su especialidad, la historia, y esperaba cada septiembre con entusiasmo, sin el cinismo que aquejaba a muchos de sus colegas de facultad. No obstante, pensaba que llevaba una vida demasiado apacible, así que ocasionalmente se permitía alguna conducta alocada; por ejemplo, un Porsche 911 de hacía diez años que conducía hasta la época de las nevadas, con rock and roll a toda pastilla en la radio. Reservaba la vieja furgoneta para los inviernos. Tenía algún ligue ocasional, pero sólo con mujeres de más o menos su edad, más realistas en sus expectativas, y reservaba sus pasiones para los Red Sox, los Patriots, los Celtics, los Bruins y todos los equipos deportivos de la facultad.
Se consideraba un hombre rutinario, y a veces pensaba que sólo había tenido tres aventuras de verdad en su vida adulta. Una, cuando recorría en kayak la rocosa costa de Maine y una fuerte corriente y una niebla súbita lo apartaron de sus compañeros, dejándolo durante horas en medio de una gris bruma de tranquilidad, rodeado únicamente por el sonido de las olas que lamían el kayak y el ocasional chapoteo de una foca o una marsopa. El frío y la humedad lo envolvían y empañaban su visión. Comprendió que estaba en grave peligro, pero conservó la calma y esperó hasta que una embarcación de la Guardia Costera surgió de la húmeda bruma que lo rodeaba. El oficial le dijo que se encontraba muy cerca de una corriente traicionera que con toda seguridad lo habría arrastrado mar adentro, y por eso se asustó mucho más después de ser rescatado que cuando estaba en peligro.
Ésa fue una de sus aventuras. Las otras dos duraron más. En 1968, cuando Scott tenía dieciocho años y acababa de ingresar en la universidad, rechazó un recurso para prorrogar el reclutamiento porque le parecía inmoral permitir que otros se jugasen la vida mientras él estudiaba, a salvo de todo. Este romanticismo trasnochado le pareció muy ético en su momento, pero lo dejó sin aliento cuando recibió la carta de alistamiento. En un santiamén se encontró convertido en soldado y camino de una unidad de apoyo en Vietnam. Durante seis meses sirvió en una unidad de artillería. Su trabajo consistía en transmitir las coordenadas que recibía por radio al comandante del asentamiento artillero, quien ajustaba la puntería de los cañones y luego ordenaba hacer fuego. Las sucesivas descargas producían un estruendo más ensordecedor que cualquier trueno. Más tarde, tuvo pesadillas por haber tomado parte en una matanza invisible, más allá de su vista y su oído, y en mitad de la noche se preguntaba si había matado a docenas o tal vez cientos de personas, o tal vez a ninguna. Lo devolvieron a casa un año después, sin haber disparado nunca contra un enemigo visible.
Después del servicio militar, evitó la protesta política que sacudía la nación y se dedicó a sus estudios con una tenacidad que lo sorprendió incluso a él. Después de ver la guerra, o al menos una parte de ella, la historia era algo que lo reconfortaba: sus decisiones ya estaban tomadas, sus intereses se remontaban a los tiempos pasados. No hablaba de su estancia en el ejército, y ahora, maduro y con una cátedra, dudaba que ninguno de sus colegas supiera que había luchado en Vietnam. A veces incluso le parecía que había sido un mal sueño, tal vez una pesadilla, y llegaba a pensar que su año en el frente apenas había existido.
Su tercera aventura era Ashley.
Scott Freeman se quedó con la carta en la mano y se sentó en el borde de la cama de su hija. Tenía tres almohadas, una de ellas bordada con un corazón que él le había regalado por su cumpleaños hacía más de diez años. También había dos ositos de peluche, llamados Alphonse y Gaston, y una colcha ajada que le habían regalado al nacer. Scott contempló la colcha y recordó que había sido un episodio divertido: en las semanas anteriores al nacimiento de Ashley, sus dos futuras abuelas le regalaron sendas colchas. La otra, lo sabía, estaba en una cama similar en la casa de la madre de Ashley.
Contempló el resto de la habitación. Fotografías de Ashley y sus amistades pegadas en una pared; baratijas; notas escritas a mano con la letra florida y ampulosa de las adolescentes. Pósters de atletas y poetas, y el poema enmarcado de William Butler Yeats que terminaba con «Anhelo ese beso tuyo que he de poseer, y que echaré de menos cuando crezcas»; él se lo había regalado por su quinto cumpleaños, y a menudo se lo susurraba mientras ella se dormía. También había fotografías de sus diversos equipos de fútbol y softball, y una foto enmarcada del baile de graduación, tomada en ese momento exacto de perfección adolescente, cuando su vestido silueteaba cada curva recién hallada, el cabello le caía perfectamente sobre los hombros desnudos y su piel resplandecía. Scott reparó en que estaba contemplando una colección de recuerdos: la infancia documentada de manera típica, probablemente no muy distinta de la habitación de cualquier otra joven, pero única a su modo. Una arqueología del crecimiento.
Había una foto de los tres, tomada cuando Ashley tenía seis años, quizás un mes antes de que Sally lo abandonara. Estaban de vacaciones familiares en la costa, y le parecía que las sonrisas que todos esbozaban tenían cierto matiz de fatalidad, pues apenas enmascaraban la tensión que había dominado sus vidas. Ashley había construido un castillo de arena con su madre aquel día, pero la marea y las olas lastraron sus esfuerzos, derribando cada estructura, aunque no cejaban en cavar fosos y levantar murallas de arena.
Escrutó las paredes y la mesa, sin ver ningún rastro de algo fuera de lo normal. Esto lo preocupó aún más.
Scott echó otro vistazo a la carta. «Nadie puede amarte como yo lo hago.» Sacudió la cabeza. Eso no era cierto, pensó. Todo el mundo amaba a Ashley.
Lo que le asustaba era que el remitente pudiera tomarse en serio aquel sentimiento exagerado. Por un instante, trató de convencerse de que estaba siendo demasiado protector. Ashley ya no era una adolescente, ni siquiera una estudiante universitaria. Estaba a punto de iniciar un curso para posgraduados de Historia del Arte en Boston, y tenía su propia vida.
No traía firma. Eso significaba que ella conocía al remitente. El anonimato era una firma tan clara como cualquier nombre escrito.
Junto a la cama había un teléfono rosa. Lo cogió y marcó el número del móvil de Ashley.
Ella respondió al segundo tono.
– ¡Hola, papá! ¿Qué tal? -Su voz irradiaba juventud, entusiasmo y confianza.
Él suspiró lentamente, aliviado.
– ¿Cómo estás? -repuso-. Sólo quería oír tu voz.
Una vacilación momentánea.
A Scott no le gustó.
– Sin novedad. La facultad está bien y el trabajo, bueno, es trabajo. Pero eso ya lo sabes. La verdad es que nada ha cambiado desde que estuve en casa la última vez.
Él tomó aire.
– Apenas te vi. Y no tuvimos muchas ocasiones de hablar. Sólo quería asegurarme de que todo va bien. ¿Ningún problema con tus profesores? ¿Has oído algo del curso en que te has matriculado?
Otra pausa.
– No. Aún no.
Él se aclaró la garganta.
– ¿Y los chicos? Los hombres, quiero decir. ¿Algo que yo debiera saber?
Ella no contestó.
– ¿Ashley?
– No -dijo rápidamente-. Nada, de verdad. Nada especial. Nada que no pueda manejar.
Scott esperó, pero ella no dijo más.
– ¿Hay algo que quieras contarme?
– No, de verdad que no. Papá, ¿a qué viene este tercer grado? -preguntó con tono de broma forzado.
– Sólo intento no perderte de vista. Tu vida pasa de largo, y a veces necesito seguirte los pasos.
Ella rió, también de manera algo forzada.
– Bueno, ese viejo coche tuyo es bastante rápido.
– ¿Algo de lo que tengamos que hablar? -insistió él, aunque sabía que ella advertiría la insistencia.
– Ya te he dicho que no. ¿Por qué lo preguntas? ¿Todo bien por tu parte?
– Sí, sí, estoy bien.
– ¿Y mamá? ¿Y Hope? Están bien, ¿no?
Scott contuvo la respiración. La familiaridad con que ella mencionaba el nombre de la compañera de su madre siempre lo aturullaba, aunque no debería sorprenderse después de tantos años.
– Las dos están bien, supongo.
– Entonces, ¿te preocupa otra cosa?
Él miró la carta.
– No, en absoluto. Nada concreto. Sólo que los padres siempre nos preocupamos por nada. Solemos imaginar lo peor. Cosas ominosas, desesperación y dificultades acechando en cada esquina. Es lo que nos convierte en las personas terriblemente aburridas y pesadas que somos.
La oyó reír, cosa que lo alivió un poco.
– Mira, tengo que ir al museo y voy a llegar tarde. Ya hablaremos, ¿vale?
– Claro. Te quiero.
– Yo también, papá. Adiós.
Scott colgó y pensó que a veces lo que no oyes es tan importante como lo que oyes. Y en esta ocasión no había oído un montón de problemas.
Hope Frazier observó a la centrocampista del equipo contrario. La joven tenía tendencia a avanzar demasiado, dejando sola a la defensora que tenía detrás. La jugadora de Hope, marcándola de cerca, no acababa de ver que en ese momento podía lanzar un contraataque. Hope se paseó por la banda, pensó en hacer un cambio, pero luego se arrepintió. Sacó una libretita del bolsillo trasero e hizo una rápida anotación. «Lo mencionaré en el entrenamiento», pensó. Tras ella, oyó un murmullo entre las chicas del banquillo; estaban acostumbradas a verla emplear la libreta. A veces esto suponía alabanzas, pero otras se convertía en dar varias vueltas alrededor del campo después del entrenamiento del día siguiente. Hope se volvió hacia las muchachas.
– ¿Alguien ve lo que yo veo?
Hubo un momento de vacilación. «Estudiantes -pensó-. En un instante, son todo bravatas. Al siguiente, todo timidez.» Una chica alzó la mano.
– Muy bien, Molly. ¿Qué?
Molly se levantó y señaló a la centrocampista rival.
– Nos está causando problemas por la derecha, pero podemos aprovechar su adelantamiento…
Hope dio una palmada.
– ¡En efecto! -dijo. Vio sonreír a las otras chicas. Mañana no habría vueltas extra-. Muy bien, Molly, empieza a calentar. Sustituirás a Sarah en el centro. Controla el balón y contraataca desde ahí.
Hope fue a sentarse en el sitio dejado por Molly en el banquillo.
– Mirad el terreno de juego, chicas -dijo-. Vedlo en su conjunto. El juego no es siempre la pelota que tenéis a los pies: trata del espacio, el tiempo, la paciencia y la pasión. Es como el ajedrez. Hay que convertir las desventajas en…
Alzó la cabeza al oír una exclamación del público. Se había producido un encontronazo en la otra banda, y varios espectadores exigían al árbitro que sacara una tarjeta amarilla. Un padre airado corría por la banda y agitaba los brazos. Hope se levantó y se acercó a la banda, intentando ver qué había pasado.
– Entrenadora…
Se volvió y vio que el juez de línea la llamaba.
– Creo que la necesitan.
El entrenador del equipo contrario había echado a correr, así que rápidamente cogió una botella de Gatorade y el maletín de primeros auxilios. Mientras iba hacia allí, pasó junto a Molly.
– Molly, me lo he perdido. ¿Qué ha pasado?
– Han chocado con la cabeza, entrenadora. Creo que Vicki se ha quedado grogui, pero la otra chica se ha llevado la peor parte.
Cuando llegó al lugar, su jugadora se estaba incorporando ya, pero la del equipo contrario estaba tendida en el suelo. Hope oyó unos sollozos entrecortados. Se dirigió a su jugadora.
– ¿Estás bien, Vicki?
La chica asintió con expresión de miedo. Todavía jadeaba en busca de aire.
– ¿Te duele algo en particular?
Vicki negó con la cabeza. Algunas jugadoras se habían acercado, pero Hope las hizo retroceder.
– ¿Crees que podrás ponerte en pie?
Vicki asintió de nuevo, y Hope la cogió por el brazo y la ayudó a levantarse.
– Vamos a sentarnos un momento en el banquillo -dijo. Vicki empezó a negar con la cabeza, pero Hope la llevó del brazo.
En la banda cercana, el padre exaltado estaba enzarzado en una fuerte discusión con el otro entrenador. No había empezado todavía con las juramentos, pero Hope sabía que no tardaría mucho. Se volvió hacia él.
– Conservemos la calma -le dijo-. Ya conoce las reglas sobre las protestas.
El padre airado se giró para mirarla. Abrió la boca como para soltar un improperio, pero se contuvo. Miró a Hope con el rostro enrojecido antes de darse la vuelta. El otro entrenador se encogió de hombros y Hope lo oyó mascullar «Idiota». Hope se llevó a Vicki, que seguía tambaleándose.
– Es que mi padre se cabrea demasiado -dijo la chica, con tanta sencillez y tanto dolor, que Hope comprendió que no sólo se refería al incidente en el terreno de juego.
– Tal vez deberías hablar conmigo después de los entrenamientos de esta semana. O visitarme en la tutoría cuando tengas una hora libre.
Vicki negó con la cabeza.
– Lo siento, entrenadora. No puedo. Él no me deja.
Y eso fue todo.
Hope le apretó el brazo.
– Ya lo haremos en otra ocasión.
Esperaba que fuera cierto. Mientras sentaba a Vicki en el banquillo y enviaba una nueva jugadora al campo, pensó que en la vida nada era justo, nada era equitativo, nada era bueno. Miró hacia donde se hallaba el padre de Vicki, un poco apartado de los demás padres, cruzado de brazos y con gesto avinagrado, como si estuviera contando los segundos que su hija estaba fuera del partido. Hope pensó que ella era más fuerte, más rápida, probablemente mejor educada y sin duda mucho más experimentada en el juego que aquel hombre. Había conseguido todos los títulos de entrenadora, asistido a muchos seminarios de formación, y con una pelota en los pies podría haber avergonzado a aquel padre protestón, mareándolo con sus fintas y sus cambios de ritmo. Podría haber hecho gala de sus propias habilidades, junto con los trofeos de los campeonatos y su certificado de la Federación Americana, pero nada de eso habría importado un pimiento. Hope sintió un arrebato de ira frustrada, que se guardó para sí junto con todos los demás. Mientras pensaba estas cosas, una de sus jugadoras escapó por la banda derecha y con elegante habilidad marcó un gol a la portera rival. Hope comprendió, mientras el equipo saltaba y aplaudía el tanto, todo sonrisas, abrazos y palmadas, que ganar era quizá lo único que la mantenía a salvo.
Sally Freeman-Richards se quedó en su despacho, esperando a la luz mortecina de octubre, después de que sus dos socios se marcharan a casa. En otoño, el sol se ponía tras las blancas torres de la iglesia episcopaliana que estaba cerca del campus, e inundaba las ventanas de las oficinas adyacentes con un resplandor cegador. Era un momento inquietante. El resplandor tiene una cualidad desapacible y peligrosa; en varias ocasiones, estudiantes que volvían a casa después de las últimas clases de la tarde habían sido atropellados al cruzar la calle por conductores cuya visión era defectuosa por la luz reflejada en el parabrisas. A lo largo de los años, ella había observado este fenómeno desde ambos lados: una vez defendiendo a un conductor desafortunado y, la otra, demandando a una compañía de seguros en representación de un estudiante que había acabado con las dos piernas rotas.
Sally vio la luz del sol colarse por el bufete, dibujar sombras, proyectar en las paredes extrañas figuras. Saboreó el momento. Extraño, pensó, que una luz que parecía tan benigna pudiera albergar semejante peligro. La clave era no encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Suspiró y pensó que su observación, en cierto modo, definía lo que era la ley. Contempló su escritorio e hizo una mueca ante el montón de sobres y documentos legales que cubrían una esquina. Había al menos media docena apilados, mero papeleo legal. El cierre de un contrato inmobiliario, un caso de compensación laboral, un pequeño pleito entre vecinos por unas tierras en disputa. En otro rincón, en un archivador separado, tenía los casos que más le interesaban, los concernientes a su especialidad. Implicaban a otras lesbianas de todo el valle. Desde adopciones a disoluciones matrimoniales, pasando por una acusación de homicidio por negligencia. Manejaba sus casos con experiencia, cobrando honorarios razonables, sonriendo y estrechando manos, y se consideraba la abogada de las emociones desatadas. Sabía que en ello había algo de retribución o de deuda, pero no le gustaba reflexionar demasiado sobre su vida; le bastaba con hacerlo profesionalmente sobre la de los demás.
Cogió un lápiz y abrió uno de los expedientes aburridos, pero al poco lo apartó a un lado. Dejó caer el lápiz en una taza con la inscripción «La mejor mamá del mundo». Dudaba de la exactitud de esa frase.
Sally se levantó y pensó que no había nada realmente urgente que la obligara a trabajar hasta tarde. Se estaba preguntando si Hope ya habría llegado a casa y qué iba a preparar para cenar, cuando sonó el teléfono.
– Freeman-Richards.
– Hola, Sally, soy Scott.
Ella se sorprendió un poco.
– Hola, Scott. Estaba a punto de marcharme…
Él se imaginó el despacho de su ex mujer. Seguramente organizado y ordenado, pensó, todo lo contrario del caos que caracterizaba al suyo. Se relamió los labios un instante, recordando cuánto detestaba que ella hubiera conservado su apellido (adujo que sería más sencillo para Ashley cuando creciera), pero compuesto con el de soltera.
– ¿Tienes un momento?
– Pareces preocupado.
– No sé. Tal vez debería estarlo. Tal vez no.
– ¿Cuál es el problema?
– Ashley.
Sally contuvo la respiración. Con su ex marido solía mantener conversaciones directas y al grano, por lo general sobre cuestiones menores procedentes de los detritos del divorcio. A medida que fueron pasando los años tras la separación, Ashley se convirtió en lo único que los mantenía en contacto, y por eso sus temas se ceñían principalmente a asuntos de transporte entre una casa y otra y al pago de las facturas. A lo largo de los años habían alcanzado una especie de pacto de no agresión, y trataban estos asuntos de manera eficiente y superficial. Hablaban poco o nada sobre en qué se había convertido cada uno y por qué; era, pensaba ella, como si en los recuerdos y percepciones de ambos sus vidas se hubieran congelado en el momento del divorcio.
– ¿Qué ocurre?
Scott vaciló. No estaba seguro de cómo expresarlo con palabras.
– He encontrado una carta preocupante entre sus cosas -dijo.
Sally vaciló también.
– ¿Por qué estabas husmeando entre sus cosas? -preguntó.
– Eso es irrelevante. El caso es que la he encontrado.
– No creo que sea irrelevante. Deberías respetar su intimidad.
Él se enfadó, pero decidió contenerse.
– Se dejó fuera unos calcetines y unas braguitas. Los estaba guardando en el cajón y entonces vi la carta. La leí y me preocupó. Supongo que no debería haberla leído, pero lo hice. ¿En qué me convierte eso, Sally?
Ella no respondió, aunque se le ocurrieron varias respuestas.
– ¿Qué clase de carta es? -preguntó en cambio.
Scott se aclaró la garganta, una maniobra habitual para ganar un poco de tiempo, y dijo simplemente:
– Escucha.
Y le leyó la carta.
Cuando terminó, el silencio se prolongó.
– No parece tan malo -dijo Sally finalmente-. Tiene un admirador secreto.
– Admirador secreto. Suena a expresión victoriana.
Ella ignoró el sarcasmo y guardó silencio.
Scott esperó un instante.
– Según tu experiencia profesional -preguntó luego-, ¿no crees que tiene cierto tono de obsesión? ¿De compulsión tal vez? ¿Qué clase de persona escribe una carta así?
Sally tomó aire y se preguntó lo mismo.
– ¿Te ha mencionado ella algo? ¿Algo sobre esto? -insistió Scott.
– No.
– Eres su madre. ¿No acudiría a ti si tuviera algún problema con los hombres?
La expresión «problema con los hombres» quedó suspendida entre ambos, reverberando con furia.
– Sí, supongo que sí. Pero no lo ha hecho.
– Bueno, cuando fue a visitarte, ¿no te dijo nada? ¿No advertiste nada en su conducta?
– No. ¿Y tú? Pasó un par de días en tu casa.
– Tampoco. Apenas la vi. Estuvo saliendo con algunas amigas del instituto. Ya sabes, se marchaba a cenar y regresaba a las dos de la madrugada, dormía hasta mediodía y luego se entretenía por la casa hasta la hora de marcharse otra vez.
Sally Freeman-Richards inspiró hondo.
– Bueno, Scott -dijo muy despacio-, no estoy segura de que se trate de algo para preocuparse. Si Ashley tiene algún problema, tarde o temprano lo hablará con alguno de nosotros. Tal vez deberíamos darle tiempo. Y no creo que tenga sentido dar por sentado que hay un problema antes de oírlo directamente de su boca. Creo que estás exagerando.
«Una respuesta muy razonable», pensó Scott. Muy reveladora. Muy liberal. Muy en sintonía con quiénes eran y dónde vivían. Y completamente equivocada.
Ella se levantó y se acercó a un mueble antiguo en un rincón del salón, se tomó un momento para ajustar un plato chino expuesto en una balda y dio un paso atrás para examinarlo con ceño. En la distancia, oí a algunos niños jugando bulliciosamente, pero en la sala donde estábamos no había más que un tictac de tensión.
– ¿Cómo supo Scott que algo iba mal? -preguntó ella por segunda vez.
– Exacto. La carta, tal como tú la citas, podría haber significado cualquier cosa. Su ex esposa fue lista al no precipitarse a ninguna conclusión.
– Muy propio de los abogados, ¿no?
– Sí lo entendemos como cautela, sí.
– ¿Y te parece que fue inteligente? -preguntó. Agitó una mano al aire, como descartando mis preocupaciones-. Él lo sabía por una corazonada, porque sí. Supongo que podríamos llamarlo instinto, aunque suene simplista. Es un poco el residuo animal que acecha en alguna parte de todos nosotros: cuando tienes la sensación, sabes que algo no va bien.
– Eso suena un poco traído por los pelos.
– ¿Sí? ¿Has visto alguno de esos documentales sobre la llanura del Serengeti en África? ¿Cuántas veces la cámara capta una gacela alzando la cabeza, aprensiva de repente? No puede ver al depredador que acecha, pero…
– De acuerdo, pero sigo sin ver cómo…
– Bueno -interrumpió ella-. Tal vez si conocieras al hombre en cuestión…
– Sí, supongo que eso podría ayudar. Después de todo, ¿no era ése el mismo problema al que se enfrentaba Scott?
– Lo fue. Naturalmente, al principio no sabía nada. No tenía ningún nombre, ni dirección, edad, descripción, carnet de conducir, número de la seguridad social, información laboral. Nada. Sólo tenía un sentimiento extremo expresado en una página y una sensación de preocupación arraigada en lo más hondo.
– Miedo.
– Sí, miedo. Y no completamente racional, como bien señalas. Estaba solo con su miedo. La clase más dura de ansiedad: peligro indefinido y desconocido. Una encrucijada difícil, ¿no?
– Sí -dije-. La mayoría de la gente no habría hecho nada.
– Al parecer Scott no era como la mayoría.
No respondí, y ella inspiró profundamente antes de añadir:
– Pero si entonces, al principio, hubiera sabido contra quién se enfrentaba, se habría sentido… -Se interrumpió.
– ¿Cómo?
– Perdido.