Cuando Hope entró por la puerta de su casa, por instinto batió dos veces las palmas. Oyó a su perro correr a su encuentro desde el salón, donde pasaba la mayor parte del tiempo asomado al ventanal, esperando su regreso. Los sonidos le resultaron familiares; primero el golpe, cuando saltaba del sofá donde le permitían encaramarse, luego el repiqueteo de las uñas contra el parquet, el resbalón sobre la alfombra oriental, y finalmente el galope urgente cuando se abalanzaba hacia el vestíbulo. Ella sabía que tenía que soltar la compra o los periódicos y prepararse para el recibimiento.
«No hay nada que supere emocionalmente al recibimiento de un perro», pensó. Se arrodilló y dejó que le lameteara el rostro, mientras su cola marcaba un fuerte ritmo contra la pared. «Es algo que saben quienes tienen perros -pensó Hope-: a pesar de que todo lo demás vaya mal, el perro siempre sacude la cola cuando entras en casa.» Su perro era un cruce extraño. El veterinario le había dicho que era el resultado de un retriever dorado y un pitbull, lo cual le daba un pelaje corto y rubio, un hocico chato y una lealtad feroz e inquebrantable, menos la desagradable agresividad, y un grado de inteligencia que a veces le sorprendía incluso a ella. Lo había comprado en un refugio donde lo habían entregado cuando era un cachorrito. Preguntó por su nombre al encargado y éste le dijo que aún no estaba bautizado, por así decir. Así que, en un arrebato de creatividad levemente maliciosa, lo bautizó como Anónimo.
Cuando era un perro joven, ella le enseñó a recuperar los balones perdidos en los entrenamientos, un espectáculo que nunca dejaba de divertir a las chicas de los equipos que entrenaban. Anónimo esperaba pacientemente junto al banquillo, con una expresión tonta, hasta que ella le hacía una señal con la mano. Entonces cruzaba el césped, rodeaba la pelota y, empujándola con el hocico y las patas, corría hacia donde ella esperaba con una bolsa de red. Les decía a las chicas que, cuando aprendiesen a conducir el balón como Anónimo, entonces serían campeonas.
Ahora era demasiado viejo, no veía ni oía demasiado bien, y tenía un poco de artritis. Recoger una docena de pelotas era probablemente más de lo que podía pedírsele, así que ella lo llevaba cada vez menos a los entrenamientos. No le gustaba pensar en su fin: había estado con ella casi tanto tiempo como Sally Freeman.
A menudo pensaba que, si no hubiera sido por Anónimo, ella no habría tenido éxito en su relación con Sally. Había sido el perro quien las había obligado a Ashley y a ella a encontrar un territorio común. Los perros conseguían esa clase de cosas sin esfuerzo. En los días posteriores al divorcio, cuando Sally y Ashley se fueron a vivir con ella, Hope recibió toda la frialdad que una hosca niña de siete años era capaz de acumular. Toda la furia y el dolor que Ashley sentía fueron ignorados por Anónimo, que se volvió loco de alegría con la llegada de la niña, sobre todo tratándose de una con la energía de Ashley. Así que Hope reclutó a Ashley para sacar a pasear al cachorro con ella y adiestrarlo, cosa que hicieron con resultados dispares: era bueno recogiendo cosas, pero no hacía caso cuando se trataba de hurgar en los muebles. Y así, hablando de los éxitos y fracasos del perro, llegaron por fin a un acuerdo, luego a una comprensión, y finalmente a una sensación de fraternidad que había roto muchas de las otras barreras que las separaban.
Hope acarició a Anónimo tras las orejas. Le debía más de lo que él le debía a ella, pensó.
– ¿Tienes hambre? ¿Quieres comer?
Anónimo ladró una vez. Era una pregunta tonta para un perro, pensó ella, pero le gustaba oírla. Fue a la cocina y recogió el cuenco del suelo, mientras empezaba a pensar en qué le prepararía a Sally para cenar. Algo interesante, decidió. Un trozo de salmón con salsa de crema de hinojo y arroz. Era una cocinera excelente, y se enorgullecía de lo que preparaba. Anónimo se sentó, expectante, golpeando el suelo con la cola.
– Tú y yo somos iguales -le dijo ella-. Los dos esperamos algo. La diferencia es que tú sabes que es la cena, y yo no estoy segura de lo que espero.
Scott Freeman miró alrededor y pensó en los momentos de la vida en que la soledad aparece inesperadamente.
Se había tumbado en un viejo sillón Reina Ana y contemplaba, más allá de la ventana, la oscuridad que cubría el postrero follaje de octubre. Tenía algunos trabajos que corregir, una clase que preparar, unas lecturas que hacer: University Press le había mandado ese mismo día el manuscrito de un colega para hacerle una reseña, y había al menos media docena de solicitudes de licenciados en Historia que tenía que seleccionar.
También estaba atascado en mitad de un trabajo propio, un ensayo sobre la curiosa naturaleza del combate en la guerra de la Independencia, donde un momento se teñía de un salvajismo brutal y el siguiente con una especie de caballerosidad medieval, como cuando Washington le devolvió a un general inglés su perro perdido en mitad de la batalla de Princeton.
«Demasiadas cosas que hacer», pensó. En voz alta, se dijo:
– Tienes la agenda repleta, tío.
Pero en ese momento nada importaba. Incluso sus reflexiones podrían no importar nada.
Dependía de lo que hiciera a continuación.
Apartó la mirada del atardecer y sus ojos buscaron la carta encontrada en la cómoda de Ashley. Leyó cada palabra por enésima vez y se sintió tan atrapado como cuando la descubrió. Repasó mentalmente cada palabra, cada inflexión, cada tono, y todo lo que ella le había dicho durante la llamada telefónica.
Echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Lo que tenía que hacer era ponerse en la situación de Ashley. «Conoces a tu propia hija -se dijo-. ¿Qué está pasando?»
La pregunta resonó en su imaginación.
Lo primero, insistió, era descubrir quién había escrito la carta. Entonces podría evaluar a la persona, sin entrometerse en la vida de su hija. Si era hábil, pensó, podría llegar a una conclusión sobre el individuo sin tener que implicar a nadie… o al menos sin implicar a nadie que le dijera a Ashley que estaba husmeando en su vida privada. Cuando descubriera, como esperaba, que la carta sólo era inquietante e inadecuada, podría relajarse y dejar que Ashley se librase a su manera de aquel amor no deseado y continuase con su vida. De hecho, pensó, probablemente podría conseguir todo eso sin tener que involucrar a la madre de Ashley ni a su compañera, que era lo que prefería.
La cuestión era por dónde empezar.
Una de las grandes ventajas de estudiar Historia, se recordó, está en los modelos de acción que han emprendido los grandes hombres a lo largo de los siglos. Scott sabía que en el fondo tenía una silenciosa vena romántica que amaba la idea de combatir contra todo pronóstico, de alzarse en ocasiones desesperadas. Sus preferencias cinematográficas y literarias se decantaban por esa temática. Sabía que había cierta inocencia romántica en esas historias, que contradecían la barbarie total del presente. Los historiadores son pragmáticos. «Fríos y calculadores», pensó. Decir «Narices» en Bastogne era algo que recordaban mejor los novelistas y los cineastas. Los historiadores prestaban más atención a los charcos de sangre que se congelaban en el suelo, a la desesperanza y la desesperación.
Creía haber transmitido gran parte de este loco romanticismo a Ashley, que adoraba sus narraciones y pasó muchas horas leyendo La casa de la pradera y las novelas de Jane Austen. En parte, se preguntó si todo eso no habría cimentado su carácter demasiado confiado.
Sintió una ligera acidez en la boca, como si hubiera tomado una bebida amarga. Detestaba haberle enseñado a ser confiada e independiente, y ahora, por ser ella así, él se sentía muy preocupado.
Scott sacudió la cabeza.
– Te estás adelantando -se dijo en voz alta-. No sabes nada con seguridad, y de hecho casi no sabes nada de nada… Empieza por lo simple -añadió-. Consigue un nombre.
Pero ¿cómo hacerlo sin que su hija se enterara? Tenía que entrometerse sin que lo pillaran.
Sintiéndose un poco como un criminal, subió la escalera de su pequeña casa de madera en dirección a la antigua habitación de Ashley. Haría un registro más concienzudo, a ver si encontraba algo que lo llevara más allá de la carta. Sintió una punzada de culpa cuando entró, y se preguntó por qué tenía que violar la habitación de su hija para conocerla un poco mejor.
Sally Freeman-Richards levantó la cabeza del plato y dijo con aire casual:
– ¿Sabes? Esta tarde he recibido una llamada muy rara de Scott.
Hope gruñó y tendió la mano hacia el pan integral. Ya conocía la manera en que a Sally le gustaba iniciar ciertas conversaciones, dando un rodeo. A veces pensaba que, incluso después de tantos años, Sally seguía siendo un enigma para ella; podía ser resuelta y agresiva en un tribunal, y luego, en la tranquilidad de la casa que compartían, casi tímida. Desde luego había muchas contradicciones en sus vidas. Y las contradicciones crean tensión.
– Parece preocupado… -añadió Sally.
– Preocupado por qué.
– Por Ashley.
Hope soltó el cuchillo sobre el plato.
– ¿Ashley? ¿Y eso?
Sally vaciló un momento.
– Parece que entre sus cosas encontró una carta preocupante.
– ¿Qué hacía rebuscando entre sus cosas?
Sally sonrió.
– Esa fue también mi primera pregunta. Las grandes mentes piensan igual.
– ¿Y bien?
– Bueno, en realidad no me contestó. Quería hablar de la carta.
Hope se encogió de hombros.
– Vale, ¿qué pasa con la carta?
– Bueno, ya sabes, quiero decir… Cuando estabas en el instituto o la facultad, ¿recibiste alguna vez una carta de amor, ya sabes, expresando amor y pasión eterna, entrega absoluta, declaraciones del tipo «no puedo vivir sin ti»?
– No, nunca. ¿Es eso lo que encontró?
– Sí, pero más perentorio. Una especie de requerimiento de amor.
– ¿Por qué crees que lo entendió así?
– Algo en el tono o el lenguaje, supongo.
– ¿Y qué ponía exactamente? -dijo Hope, algo exasperada ya.
Sally consideró la respuesta antes de darla, la cautela típica de una abogada.
– Parecía, no sé, una carta posesiva. Y tal vez un poco maníaca. Ya sabes, del tipo «si no puedo tenerte, no te tendrá nadie». También cabe que la imaginación de Scott se haya disparado sin fundamento real.
Hope asintió. Eligió sus palabras con cuidado.
– Probablemente tienes razón. Pero… -añadió lentamente- ¿no sería un error de juicio aún mayor subestimar una carta así?
– ¿Crees que Scott hizo bien en preocuparse?
– No he dicho eso. He dicho que ignorar algo no suele ser una respuesta adecuada.
Sally sonrió.
– Ahora pareces una consejera vocacional.
– Me dedico a eso. Así que probablemente no sea tan malo que en una ocasión como ésta hable como tal.
Sally hizo una pausa.
– No pretendía que esto fuera un motivo de discusión.
Hope asintió.
– Ya.
– A veces parece que cada vez que surge el nombre de Scott acabamos discutiendo por una cosa u otra -dijo Sally-. Incluso después de tantos años.
Hope sacudió la cabeza.
– Bien, pues no hablemos de Scott. Quiero decir, después de todo, no ha sido parte importante de nuestra relación, ¿no? Pero sigue siendo una parte importante de la vida de Ashley, así que deberíamos tratar con él en ese contexto. De todas maneras, aunque Scott y yo no nos caigamos demasiado bien, eso no significa que yo lo considere necesariamente un chalado.
– Me parece justo -respondió Sally-. Pero la carta…
– ¿Has visto a Ashley distraída o distante o algo fuera de lo habitual últimamente?
– Lo sabes tan bien como yo. La respuesta es no. ¿Tú has notado algo?
– No soy buena reconociendo tensiones emocionales en las mujeres jóvenes -dijo Hope, aunque sabía que sí lo era.
– ¿Y qué te hace pensar que yo lo soy? -repuso Sally.
Hope se encogió de hombros. Toda la conversación estaba saliendo mal, y no sabía si era culpa suya. Miró a Sally, sentada al otro lado de la mesa, y pensó que entre ellas había una tensión indefinida. Era como ver jeroglíficos tallados en piedra. Hablaban un lenguaje que debería ser claro, pero se les escapaba de las manos.
– La última vez que Ashley estuvo aquí, ¿notaste algo diferente?
Mientras Hope esperaba que Sally contestara, repasó la última visita de Ashley: había traído su habitual alegría y confianza, y un millón de planes a la vez. Hope pensaba que a veces estar junto a ella era como intentar agarrar una hoja en medio de un huracán. Para ella simplemente tenía una velocidad natural.
Sally sacudió la cabeza y sonrió.
– No lo sé -dijo-. Hizo esto y aquello y se reunió con unos y otros. Amigas del instituto a quienes no veía desde hacía años. Me pareció que no tenía ni un momento para su aburrida y vieja madre. Ni para la aburrida y vieja compañera de su madre. Ni, supongo, para su aburrido y viejo padre.
Hope asintió.
Sally se levantó de la mesa.
– Bien, ya veremos qué ocurre. Si Ashley tiene un problema, acabará por llamar y pedir consejo o ayuda o lo que sea. No hagamos de esto un mundo. Lo cierto es que lamento haber sacado el tema. Si Scott no hubiera estado tan trastornado… Bueno, trastornado no. Preocupado. Creo que se está volviendo un poco paranoico con la vejez. Demonios, nos pasa a todos, ¿no? Y Ashley, bueno, tiene toda esa energía. Lo mejor es hacerse a un lado y dejarla encontrar su propio camino.
Hope asintió.
– Hablas como una madre sabia -dijo. Empezó a retirar los platos, pero cuando fue a coger una delicada copa de vino, el cristal se le rompió en la mano, y un trozo de la base se hizo añicos contra el suelo. Se miró la mano: la yema del índice le sangraba. Durante un instante vio la sangre acumularse y luego gotearle por la palma, cada gota aflorando por el corte, sincronizada con los latidos de su corazón.
Vieron un poco la tele, y luego Sally dijo que iba a acostarse. Fue un anuncio, no una invitación, ni siquiera acompañada por el habitual beso en la mejilla. Hope apenas levantó la cabeza del trabajo que estaba corrigiendo, pero le preguntó si podía asistir a un partido o dos en las semanas venideras. Sally no dijo nada mientras subía las escaleras hacia el dormitorio que compartían en la primera planta.
Hope se acomodó en un lado del sofá, vio cómo Anónimo se le acercaba, y luego, al oír el agua corriendo en el lavabo del dormitorio, dio un par de golpecitos con la mano en el asiento junto a ella, invitando al chucho a tumbarse a su lado. Nunca hacía esto delante de Sally, quien desaprobaba las confianzas de Anónimo con los sillones. A Sally le gustaba que los roles de todo el mundo estuvieran bien definidos: los perros en el suelo, las personas en los asientos. El menor desorden posible. Era la abogada que habitaba en ella. Su trabajo consistía en solucionar las confusiones y el desorden e imponer la razón y el orden. Formular reglas y parámetros, fijar rumbos de acción y definir las cosas.
Hope no estaba tan segura de que organización significara libertad.
Le gustaba cierta improvisación en la vida, y tenía lo que consideraba una vena ligeramente rebelde.
Acarició a Anónimo, que sacudió la cola poniendo los ojos en blanco. Hope oyó a Sally arriba y luego vio que la sombra proyectada por la luz del dormitorio desaparecía del hueco de la escalera.
Echó la cabeza atrás y pensó que era posible que su relación estuviera atravesando una etapa más baja de lo que imaginaba, aunque no sabía exactamente por qué. Durante gran parte del último año había observado que Sally parecía estar con la mente en otra parte, todo el tiempo. ¿Se podía dejar de estar enamorada tan rápidamente como se llegaba al enamoramiento? Resopló despacio y cambió los temores que le despertaba su compañera por los temores que despertaba Ashley.
No conocía bien a Scott y sólo había hablado con él media docena de veces en casi quince años, cosa que, admitió, era poco corriente. Sus impresiones se debían principalmente a Sally y Ashley, pero no le parecía la clase de hombre que se obsesiona por algo, sobre todo por algo tan trivial como una carta de amor anónima. En su trabajo, tanto como entrenadora como consejera estudiantil de una escuela privada, Hope había visto muchas relaciones extrañamente peligrosas, así que tenía tendencia a la cautela.
Volvió a acariciar a Anónimo, que esta vez apenas se movió.
Era una tontería, pensó, que alguien con su capacidad de persuasión recelara de todos los hombres. Pero, por otro lado, era consciente del daño que podían hacer las emociones desbocadas, sobre todo a los jóvenes.
Miró el techo, como si pudiera ver a través de la madera y la escayola y saber qué estaba pensando Sally en la cama. Sabía que su compañera tenía problemas para conciliar el sueño. Y cuando lo conseguía, se agitaba, daba vueltas y parecía preocupada en sueños.
Se preguntó si Ashley tendría los mismos problemas para dormir. Probablemente era conveniente averiguarlo. Pero cómo averiguar las causas se le escapaba. Hope ignoraba que más o menos el mismo dilema mantenía despierto a Scott en ese preciso momento.
Boston tiene una singular cualidad camaleónica que la diferencia de otras ciudades. En las brillantes mañanas de verano parece estallar de energía e ideas. Respira cultura y educación, constancia, historia. Una sensación intensa que promete muchas posibilidades. Pero cuando cae la niebla procedente de la bahía o cuando hay un regusto a escarcha en el aire o el sucio residuo de la nieve mancha las calles, Boston se convierte entonces en un sitio frío e inhóspito, con una afilada dureza propia de un lugar mucho más sombrío.
Contemplaba las sombras de la tarde arrastrarse lentamente por la calle Dartmouth, y sentía el aire caliente que salía del Charles. No podía ver el río desde donde me encontraba, pero sabía que estaba a pocas manzanas de distancia. Newbury Street, con sus tiendas y galerías elegantes, estaba cerca. Igual que la Escuela Berklee de Música, que llenaba las aceras adyacentes de aspirantes a músico de todas las variedades: rockeros punks, cantantes folks, concertistas de piano. Pelo largo, pelo de punta, pelo teñido. Incluso un vagabundo, canturreando para sí y meciéndose de un lado a otro, apoyado contra la pared de un callejón, medio oculto por las sombras. Puede que estuviera oyendo voces o tuviera el mono, difícil saberlo. En una calle cercana, un BMW tocó el claxon a varios estudiantes que cruzaban con el semáforo en rojo, y luego aceleró con un chirrido de neumáticos.
Me detuve un momento, pensando que lo que hacía único a Boston era la habilidad de acomodar al mismo tiempo tantas corrientes diferentes. Con tantas identidades para elegir, no era extraño que Michael O'Connell hubiera encontrado un hogar allí.
Todavía no conocía bien a ese hombre, pero empezaba a tener una leve idea.
Naturalmente, Ashley se enfrentaba a ese mismo misterio.