29 Una escopeta en el regazo

«Hola, Michael. Te echo de menos. Te quiero. Ven a salvarme.»

Podía oír la voz de Ashley hablándole, casi como si estuviera sentada a su lado en el coche. Repasaba una y otra vez las palabras en su mente, dándole inflexiones distintas, una vez suplicante y desesperada, otra vez sexy e insinuante. Las palabras eran como caricias.

O'Connell se imaginaba a sí mismo en una misión. Como un soldado zigzagueando por un terreno sembrado de minas o un nadador al rescate en aguas turbulentas, se dirigía al norte, más allá de Vermont, atraído inexorablemente hacia Ashley.

Se pasó los dedos por las heridas que tenía en el dorso de la mano y el antebrazo. Había conseguido detener la hemorragia causada por el mordisco en la pantorrilla con el kit de primeros auxilios que llevaba en la guantera. Había tenido mucha suerte de que el perro no le hubiera destrozado el tendón de Aquiles, pensó. Tenía los vaqueros desgarrados y probablemente manchados de sangre seca. Debería cambiárselos por la mañana. Pero, en resumen, había salido victorioso.

Encendió la luz de cortesía del coche.

Miró el mapa y trató de calcular mentalmente. Estaba a menos de noventa minutos de Ashley. Podía equivocarse una o dos veces al intentar tomar el camino rural que conducía a la casa de Catherine Frazier, pero no más.

Sonrió y de nuevo oyó a Ashley llamarlo. «Hola, Michael. Te echo de menos. Te quiero. Ven a salvarme.» Él la conocía mejor de lo que ella se conocía a sí misma.

Abrió un poco la ventanilla y dejó entrar el aire helado para despejarse. O'Connell creía que había dos Ashleys. La primera era la que había intentado librarse de él, la que se había mostrado tan enfadada, asustada y evasiva. Ésa era la Ashley que pertenecía a sus padres y a aquella tía rara, Hope. Frunció el ceño al pensar en ellos. Había algo verdaderamente repugnante y malsano en su relación. Desde luego, Ashley estaría mucho mejor cuando él la rescatara de esos pervertidos.

La verdadera Ashley era la que estaba sentada a la mesa frente a él, bebiendo y riendo con sus chistes, pero hipnotizante mientras se insinuaba. La verdadera Ashley había conectado con él, física y emocionalmente, de un modo increíblemente profundo. La verdadera Ashley lo había invitado a entrar en su vida, y el deber de Michael era volver a encontrar a esa persona.

La liberaría.

O'Connell sabía que la Ashley que sus padres y su madrastra lesbiana veían era una sombra de la verdadera. La Ashley estudiante, artista, empleada del museo era pura ficción, creada por un puñado de inútiles liberales de clase media que no valían nada y sólo querían que fuese como ellos, que creciera y tuviera la misma vida estúpidamente insignificante que ellos. La verdadera Ashley estaba esperando que él llegara como un príncipe azul para mostrarle una vida distinta. Era la Ashley que ansiaba la aventura, una existencia intensa. La Bonnie de su Clyde, una Ashley que viviría con él fuera de las frustrantes reglas sociales. Desde luego, entendía que ella se mostrara reacia, temerosa de la libertad que él representaba. La excitación que él encarnaba debía de ser aterradora, pensó.

Debía tener paciencia. Era sólo cuestión de enseñársela.

Sonrió para sí, confiado. Puede que no fuera fácil, antes bien, bastante complicado. Pero ella acabaría por captarlo.

Con renovado entusiasmo, O'Connell se adentró en la interestatal. Pisó a fondo y sintió el acelerón. En cuestión de segundos alcanzó el carril de la izquierda. Sabía que era invisible. Sabía que estaba a salvo. Sabía que no habría nadie para detenerlo. No esa noche.

«No falta mucho -pensó-. Sólo el último esfuerzo.»

Hope dejó que la noche la abrazara, envolviendo su tristeza en sombras, mientras Sally conducía de vuelta a casa. El silencio de Hope parecía fantasmagórico, como una parte espectral de sí misma.

Sally tuvo el buen sentido de limitarse a conducir y dejarla a solas con su dolor. Se sentía un poco culpable por no sentirse tan mal como debería. Pero no dejaba de pensar. Por horrible que fuera la pérdida de Anónimo, era más importante cómo había muerto y lo que significaba. Necesitaba emprender alguna acción, y trató de ordenar lo sucedido.

El coche se detuvo en el camino de acceso.

– Lo siento mucho, Hope -fueron las primeras palabras de Sally desde que salieran del hospital-. Sé cuánto significaba para ti.

A Hope le pareció que era la primera frase amable que oía de su compañera en meses. Inspiró hondo y sin decir nada se apeó. Recorrió el jardín, mientras la hojarasca revoloteaba a sus pies. Se detuvo ante la puerta y la contempló un segundo antes de volverse hacia Sally.

– Por aquí no entró -dijo con un profundo suspiro-. Habría necesitado utilizar una ganzúa y habrían quedado marcas.

Sally se acercó a ella.

– Por detrás -dijo-. Por el sótano. O tal vez por una de las ventanas laterales.

Hope asintió.

– Miraré la parte de atrás. Comprueba tú las ventanas, sobre todo las de la biblioteca.

Hope no tardó en encontrar la trampilla del sótano forzada. Se quedó inmóvil un momento, mirando las astillas de madera diseminadas por los escalones de cemento del sótano.

– ¡Sally, aquí abajo!

Sólo había una bombilla pelada en el techo, que proyectaba extrañas sombras en los rincones del viejo sótano. Hope recordó que, cuando Ashley era una niña, siempre le daba miedo bajar sola a hacer la colada, como si temiera que los rincones y las telarañas ocultaran monstruos o fantasmas. Anónimo la acompañaba en esas ocasiones. Incluso en su adolescencia, cuando Ashley ya no creía en esas cosas, cogía sus vaqueros ceñidos y la diminuta ropa interior que no quería que descubriera su madre, una galleta para perros, y dejaba la puerta del sótano abierta para Anónimo. Entonces el chucho bajaba ansiosamente la escalera, haciendo suficiente ruido para espantar a cualquier demonio persistente, y esperaba a Ashley, sentado y con la cola barriendo el polvoriento suelo.

Hope se volvió cuando Sally bajó por la escalera.

– Entró por aquí -dijo.

Sally miró las astillas y asintió.

– Luego entró en la cocina…

– Ahí es donde Anónimo debió de oírlo u olerlo -dijo Sally.

Hope tomó aliento.

– Le gustaba esperarnos en el vestíbulo, así que tuvo que reaccionar, y supo que no éramos nosotras ni Ashley que volvía a casa.

Hope escrutó la cocina.

– Aquí es donde le hizo frente -dijo en voz baja. «Su último acto de lealtad», pensó. Se lo imaginó con el pelaje gris erizado, enseñando los colmillos. Defendiendo su casa y su familia, aunque su visión era débil y casi estuviera sordo. Hope contuvo las lágrimas y se agachó para examinar el suelo con atención.

– Mira aquí -dijo tras unos segundos.

Sally miró.

– ¿Qué es?

– Sangre. Al menos eso parece. Y probablemente no es de Anónimo.

– Tienes razón -dijo Sally, y añadió en voz baja-: Buen perro.

– ¿Quién pudo ser?

Esta vez fue Sally quien inhaló bruscamente.

– Fue él -dijo.

– ¿Él? ¿Te refieres a…?

– A O'Connell.

– Pero creía… dijiste que se había olvidado de Ashley. El detective privado te dijo…

– El detective privado está muerto. Asesinado. Ayer.

Hope abrió los ojos como platos.

– Iba a decírtelo cuando llegué a casa…

Sally no necesitó continuar.

– ¿Asesinado? ¿Cómo? ¿Dónde?

– En una calle de Springfield. Estilo ejecución, o eso pone el periódico.

– ¿Qué demonios significa «estilo ejecución»?

– Significa que alguien se le acercó por detrás y le metió dos balas en la nuca. -La voz de Sally sonó fría y profesional.

– ¿Crees que fue él? ¿Por qué?

– No lo sé con seguridad. Muchas personas odiaban a Murphy. Cualquiera de ellos…

– Pero crees que fue O'Connell. -Hope contempló las manchas de sangre en el suelo.

– ¿Quién si no?

– Bueno, pudo ser un ladrón.

– No es corriente en este barrio. Cuando ocurre algo así, suelen ser chavales que se llevan un par de cosas. ¿Ves que hayan robado algo?

– No. Si fue O'Connell, eso significa…

– Que vuelve a ir tras Ashley.

– Pero ¿por qué vino aquí?

Sally se estremeció.

– Seguramente buscaba información.

– Pero creí que Scott había inventado esa historia sobre Italia y O'Connell se la había creído.

Sally sacudió la cabeza.

– No lo sabemos -dijo-. No tenemos ni idea de lo que cree o no cree O'Connell, ni de lo que ha averiguado. Ni de lo que ha hecho. Sólo sabemos que han matado a Murphy y ahora a Anónimo. ¿Ambos hechos están relacionados? -Suspiró, apretó los puños y se dio unos golpecitos en la cabeza con gesto de frustración-. No sabemos nada con certeza.

Hope miró el suelo y le pareció ver más gotas de sangre junto a la puerta que daba al resto de la casa.

– Ven, echemos un vistazo -dijo.

Sally cerró los ojos y se apoyó un momento contra la pared. Dejó escapar un suspiro largo y lento.

– Al menos aquí no hay nada que indique dónde está Ashley. Me encargué de eso. -Abrió los ojos y continuó-.Y Anónimo, al atacarlo con fiereza, bastó probablemente para ahuyentarlo.

Hope asintió, pero no estaba tan segura.

– Echemos un vistazo -insistió.

Había otra mancha de sangre en el pasillo que conducía a la biblioteca y la salita.

Hope lo observó todo con atención, buscando algún signo que indicara que O'Connell había estado allí. Cuando sus ojos se posaron en el teléfono, jadeó y musitó:

– Sally, mira aquí.

Había varías manchas de sangre escarlata en el teléfono.

– Pero es sólo el teléfono… -empezó Sally. Entonces vio que el piloto rojo del contestador estaba parpadeando. Pulsó reproducción.

La alegre voz de Ashley llenó la habitación.

«Hola, mamá y Hope. Os echo de menos, pero me lo estoy pasando la mar de bien con Catherine. Creo que me pasaré a veros dentro de un par de días. Es que necesito ropa de abrigo. Vermont es precioso durante el día, pero de noche hace mucho frío. Me va a hacer falta un abrigo y tal vez unas botas. Iré en el coche de Catherine. Hablaré con vosotros más tarde. Os quiero.»

– Oh, Dios mío -farfulló Sally-. Oh, no.

– Lo sabe -dijo Hope.

Sally retrocedió, tenía la cara desencajada.

– Eso no es todo -musitó Hope. Sally siguió su mirada.

La segunda balda de una estantería estaba llena de fotos familiares: de Hope y Sally, de Anónimo, y de todos ellos con Ashley. También había una elegante foto de Ashley, de perfil, haciendo senderismo por las Green Mountains durante una puesta de sol, una foto afortunada que la mostraba justo en esa maravillosa transición de niña a mujer, de los correctores dentales y las rodillas huesudas a la gracia y la belleza.

La foto solía ocupar el centro del estante. Pero ya no estaba allí.

Sally sollozó y corrió al teléfono. Marcó el número de Catherine, que sonó una y otra vez, sin que nadie respondiese.

Esa noche Scott había ido a una facultad cercana para asistir a una conferencia de un catedrático de Harvard que estaba haciendo una gira. El tema era la historia y la evolución del derecho procesal. Había sido muy interesante, y se sentía de excelente ánimo. Cuando se detuvo en el camino de vuelta a casa para comprar un poco de pollo agridulce y ternera con setas en un restaurante chino, se sentía con ganas de sentarse a su escritorio para seguir corrigiendo los trabajos de sus estudiantes.

Se recordó que tenía que llamar a Ashley para comprobar cómo estaba y ver si necesitaba algo de dinero. No le agradaba que la madre de Hope tuviera que pagar la estancia de Ashley. Le parecía que deberían buscar algún acuerdo económico equitativo, sobre todo porque no sabía cuánto tiempo tendría Ashley que pasar allí. No mucho más, tal vez. Pero aun así era una carga imprevista para la anciana. No conocía la situación financiera de Catherine. Sólo la había visto un par de veces, en momentos breves y amables. Sabía que apreciaba a Ashley, lo cual la convertía básicamente en buena gente.

El pollo agridulce ya goteaba cuando entró en la casa y oyó sonar el teléfono. Lo dejó en la encimera de la cocina y contestó.

– ¿Sí?

– Scott, soy Sally. Ha estado aquí. Mató a Anónimo y ahora sabe dónde está Ashley. Y en Vermont nadie contesta el teléfono…

La voz de su ex mujer sonó como un estallido en sus oídos.

– Sally, por favor, cálmate. Cada cosa a su tiempo. -Oyó su propia voz. Calmada y razonable. Sin embargo, por dentro oyó su corazón, su respiración, su cabeza, todo girando y acelerando, como de pronto barrido por un vendaval implacable.

Ashley y Catherine caminaban lentamente por Brattleboro, de vuelta al coche con dos vasos de café, viendo los talleres de artesanía, las tiendas, los tenderetes al aire libre y las librerías. A Ashley le recordaba la ciudad universitaria donde había crecido, un lugar definido por las estaciones y su ritmo tranquilo. Era difícil sentirse incómoda, o incluso amenazada, en una ciudad que aceptaba apaciblemente los más diversos estilos de vida.

Había veinte minutos de trayecto desde la ciudad hasta la casa de Catherine, entre colinas y prados, aislada de los vecinos. La anciana dejó que Ashley condujera, quejándose de que por la noche su vista ya no era la de antes, aunque la chica supuso que en realidad quería tomar en paz su café. A Ashley le gustaba oírla hablar: había una férrea determinación en Catherine. No estaba dispuesta a permitir que las molestias y achaques de la edad limitaran su vida y sus costumbres.

Catherine señaló la carretera.

– Ten cuidado, no vayas a atropellar a un ciervo -dijo-. Es malo para ellos, malo para el coche y malo para nosotras.

Ashley redujo la velocidad y echó un vistazo por el retrovisor. Unos faros se acercaban velozmente.

– Parece que alguien tiene prisa -comentó.

Pisó ligeramente el freno para que el coche de detrás viera las luces.

– ¡Dios mío! -exclamó de pronto.

El coche se les había pegado por detrás y las seguía apenas a unos centímetros de distancia.

– ¿Qué demonios pretende? -gritó Ashley-. ¡Eh, atrás!

– Tranquila -dijo Catherine, pero había clavado las uñas en el asiento.

– ¡Guarda la distancia de seguridad, cretino! -gritó Ashley cuando el coche de atrás encendió las luces largas, inundando el interior del vehículo-. Maldita sea, ¡qué cabrón!

No podía ver al conductor del otro coche, ni distinguir la marca ni el modelo. Aferró con fuerza el volante mientras avanzaban por la solitaria carretera comarcal.

– Déjalo pasar -sugirió Catherine con la mayor calma posible. Se volvió para mirar atrás, pero la cegaban los faros, y el cinturón de seguridad dificultaba sus movimientos-. Hazte a un lado en el primer sitio que veas. La carretera se ensancha ahí delante…

Intentaba aparentar calma mientras su cabeza calculaba rápidamente. Catherine conocía bien las carreteras de su comunidad y quería anticipar cuánto espacio tendrían para abrirse.

Ashley quiso acelerar para ganar algo de separación, pero la carretera era demasiado estrecha y serpenteante. El coche de atrás no se despegó ni un centímetro. Ashley empezó a aminorar.

– ¡Menudo imbécil! -volvió a gritar.

– No pares -dijo Catherine-. Hagas lo que hagas, no pares. ¡Hijo de puta! -le gritó al de atrás, medio volviéndose.

– ¿Y si nos embiste? -se asustó Ashley.

– Aminora lo suficiente para que nos pase. Si nos golpea, aguanta. La carretera se bifurca a la derecha dentro de un kilómetro y medio. Por allí podremos volver a la ciudad e ir a la policía.

Ashley asintió.

Catherine no mencionó que la cercana Brattleboro tenía policía local, ambulancia y bomberos sólo hasta las diez de la noche. Pasada esa hora había que llamar a la policía estatal o a emergencias. Quiso mirar el reloj, pero tenía miedo de soltarse de los posamanos.

– ¡Ahí, a la derecha! -exclamó Catherine. Medio kilómetro delante había un pequeño recodo para que los autobuses escolares pudiesen girar en redondo-. ¡Tira hacia allí!

Ashley asintió y pisó el acelerador una vez más. El coche de detrás no se despegó, acercándose cuando Ashley vio el pequeño espacio despejado junto a la carretera. Trató de hacer una maniobra suficientemente súbita para que su perseguidor tuviera que pasar de largo.

Pero no lo hizo.

– ¡Aguanta! -gritó Catherine.

Ambas se prepararon para el impacto, y Ashley pisó el freno. Los neumáticos rechinaron contra el asfalto y el coche quedó envuelto en una nube de tierra y polvo. La grava repiqueteaba con estrépito contra los bajos.

Catherine alzó una mano para protegerse la cara, y Ashley se echó atrás en el asiento mientras el coche derrapaba fuera de control. Giró el volante hacia donde giraba el coche, tal como le había enseñado su padre. El vehículo coleteó unos instantes, pero Ashley pudo dominarlo, luchando con el volante, hasta que se detuvo. Catherine se golpeó contra la ventanilla, y Ashley alzó la cabeza, esperando ver pasar de largo el coche que las seguía, pero no vio nada. Se preparó para una inminente colisión.

– ¡Aguanta! -gimió la anciana, esperando el impacto.

Pero sólo recibieron silencio.

Scott telefoneó varías veces, pero nadie contestó.

Intentó no inquietarse demasiado. Probablemente habían salido a cenar y todavía no habían vuelto. Ashley era una noctámbula empedernida, se recordó, y era más que probable que hubiera convencido a Catherine para ir a la última sesión de una película, o a tomar un café en un bar. Había numerosos motivos para que aún no estuvieran en casa. «No te dejes arrastrar por el pánico», se dijo. Ponerse histérico no ayudaría en nada ni a nadie y sólo conseguiría irritar a Ashley cuando finalmente la localizara. Y a Catherine también, pensó, porque no le gustaba ser considerada una incompetente.

Tomó aire y llamó a su ex esposa.

– ¿Sally? Sigue sin haber respuesta.

– Creo que está en peligro, Scott. Lo creo de verdad.

– ¿Por qué?

La cabeza de Sally se llenó de una perversa ecuación: «Perro muerto más detective muerto dividido por puerta forzada, multiplicado por fotografía robada, igual a…» En cambio, dijo:

– Han pasado varias cosas. Ahora no puedo explicártelo, pero…

– ¿Por qué no puedes explicármelo? -repuso Scott, tan insufrible como siempre.

– Porque cada segundo de retraso podría provocar…

No terminó. Los dos guardaron silencio, el abismo entre ambos ensanchándose.

– Déjame hablar con Hope -dijo Scott bruscamente. Esto sorprendió a Sally.

– Está aquí, pero…

– Pásamela.

Hubo unos ruidos en el auricular antes de que Hope lo cogiera.

– ¿Scott?

– Tu madre no responde a mis llamadas. Ni siquiera salta el contestador.

– Mi madre no tiene contestador. Dice que si la gente tiene interés ya volverá a llamar.

– ¿Crees…?

– Sí, lo creo.

– ¿Deberíamos llamar a la policía?

Hope hizo una pausa.

– Lo haré yo -dijo-. Conozco a la mayoría de los polis de por allí. Demonios, un par de ellos fueron compañeros míos en el instituto. Puedo hacer que alguno se acerque a comprobar que todo está en orden.

– ¿Puedes conseguirlo sin provocar alarma?

– Sí. Diré que no puedo contactar con mi madre. Todos la conocen, no habrá ningún problema.

– Muy bien, hazlo. Y dile a Sally que voy para allá. Si hablas con Catherine, dile que llegaré tarde. Pero necesito la dirección.

Mientras hablaba, Hope vio que Sally había palidecido y las manos le temblaban. Nunca la había visto tan asustada, y esto la inquietó casi tanto como la noche abominable que las había engullido.

Catherine fue la primera en hablar.

– ¿Estás bien?

Ashley asintió, tenía los labios secos y la garganta casi cerrada. Sintió que su desbocado corazón recuperaba poco a poco el ritmo normal.

– Sí, estoy bien. ¿Y tú?

– Sólo me he dado un golpe en la cabeza. Nada del otro mundo.

– ¿Vamos a un hospital?

– No; estoy bien. Aunque parece que me he derramado encima mi café. -Se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta-. Necesito un poco de aire.

Ashley apagó el contacto y también se apeó.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó-. Quiero decir, ¿qué crees que pretendía ese tipo?

Catherine escrutó la carretera en ambos sentidos.

– ¿Lo viste adelantarnos?

– No.

– Pues yo tampoco. Me pregunto dónde demonios ha ido. Ojalá se haya empotrado contra los árboles, o despeñado por algún barranco.

Ashley sacudió la cabeza, desolada.

– Lo hiciste bastante bien -la tranquilizó Catherine-. Nadie podría haberlo hecho mejor, Ashley. Te viste en un aprieto y lo resolviste con suma eficiencia. Seguimos enteras, y mi bonito coche nuevo casi no tiene abolladuras.

Ashley sonrió, a pesar de la ansiedad que la embargaba.

– Mi padre solía llevarme a Lime Rock, en Connecticut, para que condujera su viejo Porsche por una carretera poco frecuentada. Me enseñó todos los trucos del buen conductor.

– Bueno, pues no es exactamente el paseo típico padre-hija, pero ha resultado útil.

Ashley inspiró hondo.

– Catherine, ¿alguna vez te ha pasado algo así?

La anciana seguía al borde de la carretera, escrutando la oscuridad.

– No -respondió-. Quiero decir que a veces cuando vas por estas carreteras estrechas y serpenteantes algún chaval se impacienta y te adelanta imprudentemente. Pero ese tipo parecía tener otra cosa en mente.

Volvieron al coche y se abrocharon los cinturones. Ashley vaciló antes de decir:

– Me pregunto si… bueno, si aquel tipejo que me estaba acosando…

Catherine se reclinó en su asiento.

– ¿Piensas que ha sido el joven que te obligó a marcharte de Boston?

– No lo sé.

Catherine hizo una mueca.

– Ashley, querida, él no sabe que estás aquí, y tampoco dónde vivo, un sitio por lo demás difícil de encontrar. Si vas por la vida mirando por encima del hombro y atribuyendo todas las cosas malas a ese O'Connell, entonces no te quedará tiempo para vivir.

Ashley asintió. Quería dejarse convencer, pero le costó lo suyo.

– Además, ese joven te profesa amor, querida. Y no me parece que pretender echarnos de la carretera tenga relación con el amor, ¿no crees?

La chica no respondió, aunque creía conocer la respuesta a esa pregunta.

Hicieron el resto del viaje en relativo silencio. Un largo sendero de tierra y grava conducía hasta la casa de Catherine, una mujer que protegía su privacidad celosamente mientras se inmiscuía en la vida de todo el mundo en la comunidad. Ashley contempló la casa. En el siglo XIX había sido una granja, y a Catherine le gustaba bromear diciendo que había mejorado el sistema de fontanería y la cocina, pero no los fantasmas. Ashley deseó haberse acordado de dejar un par de luces encendidas.

Catherine, sin embargo, estaba acostumbrada a llegar a su casa a oscuras y bajó rápidamente del coche.

– Maldición -dijo con brusquedad-. Está sonando el teléfono.

Sin preocuparse por aquella oscuridad familiar, se adelantó presurosa. Nunca cerraba las puertas con llave, así que entró, encendió las luces y se dirigió al viejo teléfono de disco que había en el salón.

– ¿Sí? ¿Quién es?

– ¿Mamá?

– ¡Hope! Qué alegría. ¿Cómo llamas tan tarde…?

– Mamá, ¿estás bien?

– Sí, sí. ¿Porqué…?

– ¿Está Ashley contigo? ¿Está bien?

– Por supuesto, querida. Está aquí mismo. ¿Qué pasa?

– O'Connell sabe que está ahí. Puede que vaya de camino hacia allá.

Catherine inspiró bruscamente, pero mantuvo la calma.

– Tranquila, no creo que haya problemas.

Mientras lo decía, se volvió hacia Ashley, que se había quedado en el umbral como hipnotizada. Hope empezó a hablar, pero su madre apenas la oyó. Por primera vez pudo ver pánico en los ojos de Ashley.

Scott aceleró a fondo y en menos de un minuto el coche superó casi sin esfuerzo los ciento cincuenta kilómetros por hora. El motor rugía, mientras la noche pasaba veloz un borrón de sombras, recios pinos y negras montañas lejanas. El trayecto desde su casa hasta la de Catherine duraba cerca de dos horas, pero esperaba hacerlo en la mitad de tiempo. No estaba seguro de que eso bastara, ni de qué estaba sucediendo, ni de las intenciones de aquel maldito O'Connell. Y tampoco estaba seguro de lo que le esperaba. Sólo sabía que se enfrentaban a un peligro extraño y retorcido, y estaba decidido a interponerse entre ese peligro y su hija.

Mientras conducía, las manos aferradas al volante, casi se sintió abrumado por imágenes del pasado. Todos los recuerdos del crecimiento de su hija acudieron a su mente. Sintió un frío paralizador en el pecho, mientras iba dejando kilómetros atrás, y aun así tuvo la sensación de que iba un kilómetro por hora más lento de lo requerido por la situación, que lo que estaba a punto de suceder iba a perdérselo por segundos. Entonces pisó más el pedal, ajeno a todo excepto a la necesidad de acelerar, quizá más de lo que nunca había acelerado.

Catherine colgó y se volvió hacia Ashley. Se dijo que debía mantener la voz baja, firme y tranquila. Escogió las palabras con cuidado, palabras de inusual formalidad. Concentrarse en las palabras la ayudaba a combatir el pánico. Tomó aire despacio, y se recordó que procedía de una generación que había librado batallas mucho más terribles que la que presentaba ese O'Connell. Así pues, imbuyó a sus palabras una determinación rooseveltiana.

– Ashley, querida. Parece que ese joven que se siente insanamente atraído hacia ti ha descubierto que no te encuentras en Europa, sino aquí, conmigo.

Ashley asintió, incapaz de responder.

– Creo que lo más aconsejable sería que subieras a tu dormitorio y cerraras la puerta con llave. Ten el teléfono al alcance de la mano. Hope me informa de que tu padre viene de camino, y también tiene previsto llamar a la policía local.

La joven dio un paso hacia las escaleras, pero se detuvo.

– Catherine, ¿qué vas a hacer? ¿No deberíamos marcharnos de aquí?

La anciana sonrió.

– Bueno, dudo que sea sensato darle a ese tipo otra oportunidad de echarnos de la carretera. Ya lo ha intentado una vez esta noche. No, ésta es mi casa. Y también la tuya. Si ese joven pretende causarte algún daño, será mejor que nos enfrentemos a él aquí, en nuestro territorio.

– Entonces no te dejaré sola -dijo Ashley con fingida confianza-. Nos sentaremos las dos y esperaremos juntas.

Catherine negó con la cabeza.

– Ah, Ashley, querida, eres muy amable. Pero creo que estaré más tranquila si sé que estás arriba en tu habitación. Además, las autoridades llegarán dentro de poco, así que seamos cautas y sensatas. Y ser sensata, ahora mismo, significa que hagas lo que te pido.

La joven fue a protestar, pero Catherine agitó la mano.

– Ashley, permíteme defender mi hogar del modo que considere más adecuado.

Era una frase educada pero tajante. Ashley asintió.

– De acuerdo. Estaré arriba. Pero, si oigo algo que no me guste, bajaré en un segundo. -Desde luego, no estaba segura de qué quería decir con «algo que no me guste».

Catherine la vio subir la escalera. Esperó hasta oír que cerraba la puerta y pasaba la llave. Entonces fue a la alacena para la leña, construida en la pared junto a la gran chimenea. Escondida entre los troncos estaba la vieja escopeta de su difunto esposo. No la había sacado ni limpiado en años, y no sabía si la media docena de balas que había al fondo de la funda aún detonarían. Catherine supuso que existía una buena posibilidad de que le explotara en las manos si tenía que apretar el gatillo. Con todo, era un arma intimidatoria, con un buen cañón, y rogó que con eso bastara.

Se sentó en un sillón junto a la chimenea, metió las seis balas en la recámara y se dedicó a esperar, la escopeta cruzada sobre el regazo. No sabía mucho de armas, aunque sí lo suficiente para quitar el seguro.

Se preparó cuando, poco después, oyó movimiento acercándose a la puerta.

Seguía mirando por la ventana, supuse que rumiando sus pensamientos. De pronto se volvió hacia mí y preguntó:

– ¿Has pensado alguna vez si serías capaz de matar a alguien?

Como vacilé, ella sacudió la cabeza y añadió:

– Tal vez sería mejor preguntar cómo imaginamos la muerte violenta.

– No estoy seguro de a qué te refieres -dije.

– Piensa en todas las formas en que nos expresamos a través de la violencia. En la televisión y en el cine, en los videojuegos. Piensa en todos esos estudios que demuestran que el niño medio crece siendo testigo de miles de muertes. Pero la verdad es que, a pesar de ello, cuando nos enfrentamos con la clase de ira que puede ser mortal, rara vez sabemos cómo responder.

No respondí. Ella se apartó de la ventana y cruzó la habitación para volver a sentarse en su sillón.

– Nos gusta imaginar que siempre sabemos qué hacer en las situaciones difíciles -dijo-. Pero en realidad no lo sabemos. Cometemos errores, errores de cálculo. Todos nuestros fallos nos abruman. Creemos que podemos hacer algo y en el momento de la verdad no podemos. Lo que necesitamos hacer para salvarnos queda fuera de nuestro alcance.

– ¿Ashley?

Ella negó con la cabeza.

– ¿No crees que el miedo nos paraliza?

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