Catherine tomó aire y apoyó la culata contra el hombro, atenta al sonido del exterior. Contó los pasos. Desde una esquina de la casa, dejando atrás las macetas dispuestas en una ordenada hilera, hasta la puerta principal. «Primero probará con la puerta», se dijo. Aunque le parecía tener la lengua atascada, dijo con fuerza:
– Pase, señor O'Connell.
No tuvo que añadir: «Le estoy esperando.»
Hubo un momento de silencio, y Catherine oyó su propia respiración entrecortada, casi ahogada por los latidos del corazón. Mantuvo la escopeta con firmeza y trató de calmarse mientras apuntaba. Nunca le había disparado a nadie. De hecho, nunca había disparado un arma, ni siquiera como práctica. Su padre era médico. Su esposo había crecido en una granja, pero había servido en los marines durante la guerra de Corea. No por primera vez, deseó tenerlo a su lado. Después de un par de segundos, oyó abrirse la puerta y pasos en el pasillo.
– Aquí, señor O'Connell -espetó roncamente.
No había nada vacilante en los pasos, y O'Connell se plantó en la puerta. Catherine le apuntó al pecho.
– ¡Manos arriba! -dijo. No se le ocurrió otra cosa que decir-. Quieto, ahí donde está.
O'Connell no se quedó completamente quieto ni levantó las manos. Dio un breve paso y señaló el arma.
– ¿Pretende dispararme?
– Si tengo que hacerlo -respondió Catherine.
– Ya -dijo él, mirándola con atención, antes de escudriñar la habitación, como memorizando cada forma, color y ángulo-. ¿Qué la obligaría a hacerlo? -Hablaba como si todo fuese una broma.
– Probablemente no querrá que le responda a eso.
O'Connell sacudió la cabeza.
– En eso se equivoca -dijo lentamente, acercándose un paso más-. Eso es exactamente lo que necesito saber -sonrió-. ¿Va a dispararme si digo algo con lo que esté en desacuerdo? ¿Si me acerco? ¿O si doy un paso atrás? ¿Qué la hará apretar el gatillo?
– ¿Quiere una respuesta? Quizá la obtenga en carne viva.
O'Connell avanzó otro paso.
– Deténgase -ordenó la anciana-. Y por favor levante las manos. -Se lo dijo con calma, queriendo parecer implacable, pero se sentía endeble y débil. Y quizá, por primera vez, vieja.
O'Connell parecía estar midiendo la distancia entre ellos.
– Catherine, ¿verdad? Catherine Frazier. Es la madre de Hope, ¿correcto?
Ella asintió.
– ¿Puedo llamarla Catherine? ¿O prefiere señora Frazier? Quiero ser educado.
– Puede llamarme como quiera, porque no va a quedarse mucho.
– Bien, Catherine…
Ella lo interrumpió.
– Que sea señora Frazier.
Él asintió.
– Bien, señora Frazier -dijo, poniendo énfasis en el nombre-. No me quedaré mucho, pero me gustaría hablar con Ashley.
– No está aquí.
Él sonrió.
– Estoy seguro, señora Frazier, que fue usted educada en una familia digna y que luego enseñó a su propia hija que mentir está mal. Mentirle en la cara a otra persona hace que esa persona se enfade. Y las personas enfadadas, bueno, hacen cosas terribles, ¿no?
Catherine siguió apuntándolo. Hizo un esfuerzo por controlar su respiración y tragó saliva.
– ¿Es usted capaz de cosas terribles, señor O'Connell? Porque, si es así, tal vez debería dispararle ahora mismo y acabar esta noche con una nota amarga. Amarga para usted, claro.
Catherine no tenía ni idea de si estaba tirándose un farol. Se concentró en el hombre que tenía delante. Sentía el sudor corriéndole por la espalda y se preguntó por qué O'Connell no se mostraba nada nervioso, como si fuese inmune al cañón del arma. ¿Acaso aquel chalado estaba disfrutando con todo aquello?
– De qué soy capaz yo, de qué es capaz usted… Ésas son las verdaderas preguntas, ¿verdad, señora Frazier?
Catherine respiró hondo y entornó los ojos como si fuera a disparar. O'Connell continuó moviéndose por la habitación, como familiarizándose con el entorno, despreocupado en apariencia.
– Interesantes preguntas, señor O'Connell. Pero es hora de que se marche. Mientras todavía pueda hacerlo. Márchese y no vuelva jamás. Y, sobre todo, deje a Ashley en paz.
O'Connell sonrió, pero sin dejar de escudriñar la habitación. Tras su sonrisa había algo más oscuro, más turbio de lo que Catherine había imaginado.
Cuando habló, lo hizo en voz baja.
– Ashley está cerca, ¿verdad? Lo noto. Muy cerca.
Catherine no respondió.
– Creo que usted no entiende algo, señora Frazier.
– ¿De veras?
– Yo amo a Ashley. Ella y yo estamos hechos el uno para el otro.
– Se confunde, señor O'Connell.
– Somos una pareja. Un equipo, señora Frazier.
– No lo creo, señor O'Connell.
– Haré lo que haga falta, señora Frazier.
– Le creo. Yo podría decir lo mismo. -Eso fue lo más valiente que fue capaz de decir.
Él se detuvo, mirándola. Ella lo supuso fuerte, musculoso, con rapidez de atleta. «Tan rápido como Hope -pensó-, y mucho más fuerte.» Había poco entre ellos que pudiera detenerlo si se decidía a atacarla. Ella estaba sentada, vulnerable, sólo con aquella vieja escopeta para impedírselo. De repente se sintió desesperadamente vieja, corta de vista y con el oído débil, su capacidad de reacción en extremo mermada. Él tenía todas las ventajas, menos una, el arma. También cabía que él llevara un arma bajo la chaqueta, en el bolsillo. ¿Una pistola? ¿Una navaja? Inspiró profundamente.
– Creo que no lo entiende, señora Frazier. Siempre amaré a Ashley. Y la idea de que usted o sus padres, o cualquiera, puedan impedirme estar a su lado es simplemente risible.
– Bueno, esta noche no. En mi casa no. Esta noche usted va a marcharse. O tendrán que sacarlo con los pies por delante.
Él se detuvo de nuevo, todavía sonriendo.
– Ésa es una vieja escopeta para cazar pájaros. Dispara balas de risa, poco más dolorosas que un perdigón.
– ¿Le gustaría probarlo?
– No, creo que no.
Ella guardó silencio mientras O'Connell parecía pensar algo.
– Dígame una cosa, señora Frazier, ya que estamos manteniendo esta conversación amistosa, ¿por qué no me considera adecuado para Ashley? ¿No soy lo bastante guapo? ¿Lo bastante listo? ¿Lo bastante bueno? ¿Por qué se me prohíbe amarla? ¿Qué saben ustedes realmente sobre mí? ¿Quién creen que podría amarla más que yo? ¿No es posible que yo sea lo mejor que le ha sucedido a ella?
– Lo dudo, señor O'Connell.
– ¿No cree usted en el amor a primera vista, señora Frazier? ¿Por qué un tipo de amor es aceptable, pero otro no?
Catherine mantuvo la boca cerrada.
O'Connell hizo una pausa y de pronto gritó:
– ¡Ashley! ¡Ashley! ¡Sé que me oyes! ¡Te amo! ¡Siempre te amaré! ¡Siempre estaré aquí para ti!
Las palabras resonaron por la casa.
Se volvió hacia Catherine.
– ¿Ha llamado a la policía, señora Frazier?
Ella no respondió.
– Creo que lo ha hecho. Pero ¿qué ley he quebrantado esta noche? Puedo decírselo: ninguna.
Señaló la escopeta.
– Naturalmente, no se puede decir lo mismo de usted.
Ella ajustó el apoyo de la culata y apretó el dedo sobre el gatillo. «No vaciles -se dijo-. No sientas pánico.» Era como si la sala de su propia casa, donde estaba rodeada de sus fotos y recuerdos, se hubiera vuelto súbitamente extraña. Quiso decir algo que le recordara la normalidad. «¡Dispárale! -le advirtió una voz interior-. ¡Mátalo antes de que os mate a todos!»
– No es tan fácil matar a una persona, ¿verdad? -susurró O'Connell en ese segundo de indecisión-. Una cosa es decir: «Si da otro paso le disparo» y otra muy distinta hacerlo. Ya puede pensar en eso. Buenas noches, señora Frazier. Volveremos a vernos.
«¡Dispárale! ¡Dispárale!» Mientras ella sólo oía su voz interior, O'Connell se volvió y desapareció bruscamente de su vista. Catherine boqueó. Como un fantasma: en un segundo estaba delante de ella, al siguiente había desaparecido. Oyó sus pasos por el pasillo y luego la puerta principal al abrirse y cerrarse.
Resopló lentamente y se apoyó en el respaldo. Sus dedos parecían agarrotados, y tuvo que esforzarse para lograr retirarlos del arma. La colocó sobre su regazo. De pronto se sintió exhausta de una manera que no había experimentado en años. Las manos le temblaban, tenía los ojos humedecidos y le costaba respirar. Recordó un momento similar en el hospital años atrás, cuando la mano de su esposo resbaló de la suya y, así de sencillo, expiró. La misma sensación de indefensión se había adueñado de ella entonces.
Quiso llamar a Ashley, pero no pudo. Quiso levantarse y echar la llave a la puerta delantera, pero estaba entumecida.
Permaneció sentada varios minutos. Tan sólo se recuperó un poco cuando las luces rojas y azules de un coche patrulla destellaron en las ventanas.
Los pensamientos la recorrían como descargas eléctricas.
Había permanecido agazapada tras la puerta cerrada del dormitorio, consciente de que Catherine y Michael estaban hablando, pero incapaz de distinguir las palabras, excepto aquellas que Michael había gritado, provocándole un miedo atroz. Cuando oyó cerrarse la puerta principal se quedó inmóvil en el suelo, junto a la cama, abrazada a una almohada, como si intentara impedirse oír, ver e incluso respirar. La funda de la almohada estaba húmeda donde había hincado los dientes para no gritar. Las lágrimas le corrían por las mejillas y estaba aterrada. Y aterrada de estar aterrada. Le avergonzaba haber dejado a Catherine enfrentarse sola a aquel psicópata. Ahora sabía muy bien que estaba perdida en un pantano mucho más grande del que había imaginado.
– ¡Ashley! -La voz de Catherine atravesó las paredes y sus temores.
– Sí… -se atragantó.
– La policía está aquí. Puedes bajar.
En lo alto de la escalera, miró hacia abajo y vio a Catherine en el pasillo con un agente de mediana edad que llevaba un sombrero de ranger. Sostenía una libreta y un bolígrafo, y sacudía la cabeza.
– Comprendo, señora Frazier. -Hablaba despacio, con cierta condescendencia, y Ashley vio que eso enfurecía a Catherine-. Pero no puedo cursar una orden de busca y captura de alguien a quien usted invitó a su casa simplemente porque esté demasiado enamorado de la señorita Freeman… Buenas noches, señorita, si quiere bajar…
Ashley lo hizo.
– ¿Ese hombre la golpeó o amenazó?
Catherine hizo una mueca.
– Todo lo que dijo era una amenaza, sargento Connors -terció la anciana-. No en las palabras que dijo, sino en cómo las dijo.
El policía miró a Ashley.
– ¿Estaba usted arriba, señorita? Entonces, ¿no fue testigo de nada?
La joven asintió.
– Entonces, aparte de su presencia, ¿no le hizo nada, señorita?
– No -confirmó Ashley con impotencia.
Él sacudió la cabeza, cerró la libreta y dijo:
– Lo que debería haber dicho, señora Frazier, es que la golpeó y la hizo sentir miedo por su vida. Que hubo algún contacto físico. Eso nos permitiría tomar cartas en el asunto. Podría haber dicho que empuñaba un arma. Incluso que entró sin permiso. Pero no podemos arrestar a nadie por decirle que ama a la señorita Freeman. -Sonrió con resignación-. Además, supongo que todos los chicos se enamoran de la señorita Freeman.
Catherine dio una patada en el suelo.
– Esto es inútil -dijo-. ¿Dice que no puede ayudarnos?
– A menos que tengamos la certeza razonable de que se ha cometido un delito.
– ¿Y el acoso? ¡Eso es un delito!
– Sí. Pero al parecer eso no ha sucedido aquí esta noche. Aunque si puede demostrar una pauta de conducta, bueno, entonces debería hacer que la señorita Freeman acudiera a un juez y consiguiera una orden de alejamiento. Después, si el tipo se acerca a cien metros de ella, podremos detenerlo. Nos daría munición, como si dijéramos. Pero aparte de eso… -Miró a Ashley-. ¿No tenía una orden así en Boston?
Ella negó con la cabeza.
– Bien, pues debería tenerlo en cuenta. No obstante…
– No obstante, ¿qué? -exigió Catherine.
– Bueno, no me gusta especular…
– ¿Qué?
– Hay que tener cuidado. No vayan a promover una conducta realmente desagradable. A veces una orden de alejamiento hace más mal que bien. Hable con un profesional, señorita Freeman.
– ¡Estamos hablando con un profesional! -se enfadó Catherine.
– Quiero decir un abogado especializado en esta clase de casos.
Catherine sacudió la cabeza, pero se contuvo de replicar. No serviría de nada descargar su rabia contra aquel policía.
– Si vuelve, señora Frazier, llame a la comisaría y enviaremos a alguien. Es lo menos que podemos hacer. Si el tipo sabe que estamos al corriente, no intentará nada.
Se guardó el bolígrafo y la libreta en el bolsillo de la camisa y se volvió hacia la puerta.
– Tenemos las manos atadas -añadió como excusándose-. Redactaré un informe, por si quiere solicitar esa orden.
Catherine volvió a hacer una mueca.
– Menudo consuelo -replicó-. Es como decir que tenemos que esperar a que se queme la casa antes de llamar a los bomberos.
– Ojalá pudiera ser más útil. De verdad, señora Frazier. Entiendo que estas situaciones son difíciles. Llámenos si vuelve a aparecer. Estaremos aquí en un santiamén y… -Se interrumpió con súbita alarma: había oído algo-. Joder -dijo ceñudo-. Alguien se cree Fitipaldi…
Catherine y Ashley se inclinaron hacia delante y escucharon un distante motor a toda velocidad. Ashley lo reconoció al instante. Se hizo cada vez más cercano, hasta que vieron los faros entre los árboles.
– Es mi padre -dijo Ashley. Pensó que debería sentirse aliviada y a salvo, porque él sabría qué hacer. Pero esos sentimientos la eludieron.
– Me he convertido en una estudiosa del miedo -dijo-. Reacciones psicológicas, estrés, alteraciones de la conducta. Leo textos de psiquiatría y tratados de ciencias sociales. Leo libros sobre cómo responde la gente a toda clase de situaciones difíciles. Tomo notas y asisto a conferencias. Todo eso sólo para intentar comprenderlo mejor.
Se volvió hacia la ventana y contempló el benigno mundo suburbano que había más allá del cristal.
– Esto no parece una clínica -dije-. Las cosas parecen tranquilas y seguras por aquí.
Ella sacudió la cabeza.
– Todo ilusión -respondió-. El miedo adopta distintas formas en lugares distintos. Todo se basa en lo que esperamos que ocurra y lo que realmente ocurre.
– ¿O'Connell?
Una sonrisa triste cruzó su rostro.
– ¿Te has preguntado por qué algunas personas saben de manera innata cómo provocar terror? El pistolero, el psicópata sexual, el fanático religioso, el terrorista. Para ellos es algo natural. Él era uno de esos tipos. Da la impresión de que no estuvieran unidos a la vida de la misma forma que tú y yo, o Ashley y su familia. Los lazos emocionales corrientes y las contenciones que todos tenemos, de algún modo, estaban ausentes en O'Connell. Y las sustituía algo terrible.
– ¿Qué?
– Le encantaba ser quien era.