42 El arma en la bota

Casi al mismo tiempo que Catherine y Ashley rodeaban la manzana preguntándose dónde andaría Michael O'Connell, Scott estaba aparcado al fondo de un área de descanso arbolada en la carretera 2. El sitio quedaba oculto a la carretera por árboles y matorrales. Por eso, en parte, habían elegido esa carretera como ruta a Boston. No era tan rápida como la autopista, pero había menos tráfico y coches patrulla. Estaba en su vieja furgoneta; el Porsche había quedado en casa.

Oía su respiración entrecortada. Se dijo que era una locura, que por grande que fuese la tensión en ese momento, sin duda sería mucho peor al final del día. Su paciencia fue recompensada unos minutos más tarde cuando vio un Ford Taurus blanco último modelo aparcar en la zona de descanso. Se detuvo a seis metros de él. Hope iba al volante.

Scott cogió del asiento del pasajero una pequeña bolsa de deporte roja. Sonó a metálico. Se apeó y cruzó rápidamente el aparcamiento.

Hope bajó la ventanilla.

– Vigila -dijo él sin más-. Si ves que llega alguien, avísame.

Ella asintió.

– ¿Dónde las…?

– Anoche. Después de medianoche. Fui hasta el aparcamiento del aeropuerto de Hartford.

– Buena idea -dijo ella-. Pero ¿no tienen cámaras de seguridad en el aparcamiento?

– Fui a la zona exterior. Esto sólo durará un segundo. ¿Es alquilado?

– Sí. Es más seguro así.

Scott abrió la bolsa roja y se dirigió a la parte trasera del coche.

Sólo tardó cinco minutos en cambiar las matrículas de Massachusetts por las de Rhode Island cogidas de un coche la noche anterior. En la bolsa también había una pequeña llave de rosca y unos alicates. Guardó las matrículas reales del coche en la bolsa y se la tendió a Hope.

– No olvides reponerlas cuando devuelvas el vehículo.

Hope asintió. Ya parecía pálida.

– Mira, llámame si tienes algún problema. Estaré bastante cerca y

– ¿Crees que si hay algún problema tendré tiempo de hacer una llamada?

– No, claro que no. Muy bien, me guiaré… -Calló. Demasiado que decir. No había palabras suficientes.

Scott dio un paso atrás.

– Sally debe de estar de camino por la autopista.

– Entonces me marcho -dijo Hope. Colocó la bolsa de deporte en el asiento del pasajero.

– No superes el límite de velocidad -le advirtió él-. Te veré dentro de un rato.

Pensó que debería decir «buena suerte» o «ten cuidado», o darle ánimos de alguna manera. Pero no lo hizo. Vio cómo Hope salía del aparcamiento y consultó el reloj, tratando de calcular dónde estaría Sally. Seguía una ruta paralela hacia el este. Parecía un detalle tonto, cambiar las matrículas por un día, pero comprendía que, cuando Sally les había dicho que prestaran atención a los detalles pequeños y aparentemente insignificantes, había mucha verdad en esa advertencia. Todo lo que había aprendido hasta ese momento, de poco le serviría en las actuales circunstancias.

Al borde de una súbita cobardía, Scott volvió a su furgoneta y se preparó para dirigirse hacia el este y la incertidumbre.

Hope condujo hacia el cruce donde la interestatal se bifurcaba hacia el noreste. Siguió las indicaciones de Sally, sin superar nunca el límite de velocidad, y se dirigió al punto de reunión establecido por Sally. Decidió que lo mejor era compartimentarlo todo. Pensó en lo que se disponía a hacer como meras entradas de una lista de tareas, y pasaba rápidamente de una a otra.

Trató de pensar analítica y fríamente sobre las tres últimas.

«Cometer el crimen. No dejar ninguna huella. Escapar y reunirse con Sally.»

Deseó ser matemática para poder ver todo aquello como una serie de números y probabilidades y poder imaginar vidas y futuros como una fría estadística.

Eso era imposible. Así que intentó provocarse una especie de justa furia contra Michael O'Connell, y se repitió que aquella solución era la única que él, sin saberlo, les había dejado. Si lograba enfurecerse lo suficiente, la ira la impulsaría a cumplir con su cometido.

«Alguien tiene que morir para que Ashley viva», se dijo. Lo repitió una y otra vez, como un mantra perverso, a lo largo de varios kilómetros de carretera.

Recordaba partidos donde todo pendía de un hilo hasta el silbato final. En esas situaciones era fundamental reunir el último soplo de energía y hacer un esfuerzo supremo.

Como entrenadora, siempre había instado a las jugadoras a visualizar ese momento en que el triunfo o la derrota se equilibraban en la balanza, de modo que cuando llegara estuvieran psicológicamente preparadas para actuar sin vacilación.

Imaginaba que esta experiencia sería igual.

Y así, mordiéndose el labio, empezó a ver las cosas tal como las había imaginado Sally, con la ayuda de la descripción que Scott había hecho del lugar. Imaginó la casa decrépita y descuidada, el coche quemado en el patio delantero, aquella especie de cobertizo lleno de basura y componentes de motor. Creyó saber lo que habría dentro: periódicos y revistas, botellas de cerveza y comida para llevar, un rancio aroma de dejadez. Y él estaría allí. El hombre que había creado al hombre que había creado aquella amenaza contra todos ellos. Cuando se enfrentara a él, tendría que visualizar a Michael O'Connell.

Se vio a sí misma esperando.

Se vio entrar.

Se vio ante el hombre al que habían elegido matar.

Siguió conduciendo hacia el este, deseando poder comportarse como si ese viaje no se saliera de la rutina cotidiana.

A media tarde, Sally había llegado a Boston y aparcó frente al edificio de Michael O'Connell, desde donde podía ver la entrada. Llevaba la llave que le había dado Hope.

Permaneció sentada al volante, tratando de parecer lo menos sospechosa posible, pero no podía dejar de pensar que todo el mundo en la manzana la había visto ya, había memorizado su rostro y anotado su matrícula. Eran miedos infundados, pero estaban allí, rondándole la mente, amenazando con apoderarse de sus actos y emociones. Sally hacía todo lo posible por dominarlos.

Deseó tener la cómoda familiaridad de O'Connell con la oscuridad. La ayudaría (y a Scott y Hope también) a cumplir con su objetivo.

Una vez más, meneó la cabeza. Su único acto de rebelión, de salirse de las estructuras rutinarias de la sociedad, había sido su relación con Hope. Tuvo ganas de reírse de sí misma. Una abogada madura de clase media, insegura de su relación con su compañera, no era precisamente una outsider.

Y desde luego no era una asesina.

Cogió su hoja de instrucciones y trató de imaginar dónde estaban los otros. Hope la estaría esperando; Scott, en su puesto; Ashley, en casa con Catherine. Y Michael O'Connell estaría en su apartamento… o eso esperaba.

«¿Qué te hizo pensar que podrías planear esto y que saldría bien?», se preguntó de repente.

«Esto.» No era una buena definición. «Llámalo por lo que es: un asesinato premeditado. Asesinato en primer grado. En algunos estados te enviaría a la silla eléctrica o la cámara de gas.» Incluso con circunstancias atenuantes, su pena oscilaba entre veinticinco años y cadena perpetua.

«No para Ashley», pensó. Su hija permanecería a salvo.

Y entonces, con la misma brusquedad, tomó conciencia de lo que había en juego. Si fracasaban, la vida de todos ellos quedaría arruinada. Excepto la de O'Connell. La suya continuaría como antes, y habría poco que se interpusiera en su persecución de Ashley o, si lo elegía, de alguna otra Ashley.

No quedaría nadie para defenderla. «Haz que salga bien.»

Alzó la cabeza y vio que las sombras empezaban a arrastrarse por los tejados de los edificios, y se dijo: «No puedes fallar.»

Cogió el móvil y sintió un arrebato de excitación, pero se dominó hasta que oyó la familiar voz.

– ¿Michael?

Él inspiró bruscamente.

– Hola, Ashley.

– Hola, Michael.

Hubo un breve silencio. Ella aprovechó el momento para repasar los papeles que su madre le había preparado. Un guión, con las frases clave subrayadas tres veces. Pero las páginas se le aparecían borrosas, confusas. Por su parte, él se meció en su asiento. Aquella llamada era maravillosa. Significaba que estaba ganando. Apenas pudo contener la sonrisa que ensanchó su cara. Su pierna derecha empezó a agitarse, como para marcar un ritmo.

– Es maravilloso oír tu voz -dijo al fin-. Parece que cierta gente está intentando separarnos, pero eso nunca sucederá. No lo permitiré. -Soltó una risita-. No les sirve de nada tratar de esconderte. Lo has visto, ¿verdad? No hay ningún sitio donde no pueda encontrarte.

Ashley cerró los ojos. Aquellas palabras eran como agujas en su piel.

– Michael -dijo-, te he pedido una y otra vez que me dejes en paz. Lo he intentado todo para que entiendas que nunca vamos a estar juntos. No quiero que insistas más. -Todo aquello ya lo había dicho antes, sin ningún resultado. No esperaba que cambiara esta vez. Michael O'Connell vivía en un mundo de locura, y nada iba a cambiarlo.

– Sé que no lo dices en serio -contestó él con súbita frialdad-. Sé que te obligan a decirlo. Toda esa gente quiere que seas lo que no eres, y te dictan todo lo que dices. Por eso no hago caso.

Ashley dio un respingo al oír «te dictan». ¿Y si de algún modo él lo había adivinado todo?

– No, Michael, te equivocas. No es así. Te has equivocado desde el principio. Yo no te quiero.

– Es el destino, Ashley. Nos ha unido para siempre.

– ¿Cómo puedes creer eso?

– Tú no entiendes el amor. El verdadero amor. El amor no termina nunca -explicó fríamente, dejando que cada palabra resonara en la línea telefónica-. El amor nunca para. El amor nunca se va. Siempre está dentro. Deberías saberlo. Te consideras una artista pero no comprendes lo más sencillo. ¿Qué pasa contigo, Ashley?

– Conmigo no pasa nada -repuso ella bruscamente.

– Sí, sí que pasa. -O'Connell se meció en su silla-. A veces creo que estás realmente enferma. Alguien que no puede comprender la verdad, que se niega a escuchar su corazón, tiene que estar enfermo. Pero no deberías preocuparte, Ashley, porque puedo arreglarlo. Voy a estar a tu lado para lo que necesites. No importa lo que ocurra, no importa qué cosas malas sucedan, siempre estaré a tu lado.

Ashley sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Se sintió completamente indefensa.

– Por favor, Michael…

– No tengas miedo de nada -dijo él, con una oscura furia subyacente a las palabras-. Yo te protegeré.

Ella pensó que todo lo que decía significaba exactamente lo contrario. Proteger significaba lastimar. No tener miedo significaba tener miedo de todo.

La desesperanza casi pudo con ella. Sintió una oleada de náusea y un súbito calor en la frente. Cerró los ojos y se apoyó contra la pared, como para impedir que la habitación diera vueltas a su alrededor. «Dios mío -pensó-, esto no acabará nunca.»

Ashley abrió los ojos y miró con desesperación a Catherine, quien sólo podía oír una mitad de la conversación, pero sabía que estaba saliendo mal. Señaló con insistencia el guión con el dedo índice.

«¡Dilo! ¡Dilo!», articuló con los labios.

Ashley se enjugó las lágrimas y respiró hondo. No sabía qué estaba poniendo en marcha, pero sí que se trataba de algo horrible.

– Michael -dijo por fin-. Lo he intentado, de veras que sí. He intentado decir que no de todas las maneras posibles. No sé por qué no lo aceptas. De verdad que no lo sé. Dentro de ti hay algo que nunca comprenderé. Así que voy a hablar con la única persona que tal vez pueda hacerte entrar en razones. Alguien que podrá explicarme cómo he de decírtelo para que lo comprendas. Alguien que sabrá qué he de hacer para que no me molestes más. Alguien que me ayudará a librarme de ti.

Todo lo que decía estaba diseñado para provocar la expectativa y la ira de O'Connell.

Él no respondió, y Ashley pensó que tal vez por primera vez estaba escuchándola.

– Sólo hay una persona en el mundo a la que creo que temes. Así que voy a verlo esta noche.

– ¿Qué estás diciendo? -preguntó O'Connell bruscamente-. ¿De quién estás hablando? ¿Alguien que pueda ayudarte? Nadie puede ayudarte, Ashley. Nadie excepto yo.

– Te equivocas. Hay un hombre.

– ¿Quién? -El grito de O'Connell resonó a través de la línea.

– ¿Sabes dónde estoy, Michael?

– No.

– Estoy cerca de tu casa. No tu apartamento, sino el hogar donde creciste. Estoy a punto de ver a tu padre. -Ashley mintió tan fríamente como pudo-. Él podrá ayudarme.

Entonces colgó. Y cuando al punto el móvil empezó a sonar, lo ignoró.

Sally sintió una corriente eléctrica por todo el cuerpo. Michael O'Connell había salido precipitadamente del edificio. Recorrió la acera casi al trote. Sally cogió el cronómetro que había llevado. Lo pulsó cuando vio a O'Connell subir a su propio coche y arrancar de estampida, haciendo chirriar los neumáticos, a unos veinte metros de ella.

Cogió el móvil.

– Va de camino -dijo cuando Scott contestó, y colgó.

Scott pondría en marcha su propio cronómetro.

Sally no podía vacilar. Disponía de muy poco tiempo. Cogió la mochila, se apeó y cruzó la calle hacia el apartamento de O'Connell. Mantuvo la cabeza gacha, y el gorro de lana lo más baja posible. Iba vestida con ropas del Ejército de Salvación: vaqueros gastados y una cazadora de hombre. Llevaba guantes de cuero sobre un ceñido par de guantes de látex.

No había ningún plan B si el arma no estaba allí. Sólo abortarían todo y volverían a casa para inventar algo nuevo. Cabía la posibilidad de que O'Connell hubiera cogido el arma para visitar a su padre. Su súbita rabia era una variable que no había previsto. En cierto modo, lo más lógico era que se hubiese llevado la pistola. Tal vez la utilizaría como esperaban hacerlo ellos y cometería él mismo el crimen que resolvería sus problemas. Incluso podría usarla contra sí mismo. O contra Ashley.

«Si algo falla sólo nos quedará la huida y el pánico», pensó apretando los dientes.

Sally hizo el mismo camino de Hope días antes. En pocos segundos llegó a la puerta. Estaba sola, llave en mano.

No había vecinos. Los únicos ojos que la miraban pertenecían al puñado de gatos que deambulaban por el pasillo. «¿Ha matado a alguno de vosotros hoy?», preguntó mentalmente. Introdujo la llave en la cerradura y entró con el mayor sigilo.

Se obligó a no mirar alrededor, a no examinar el lugar donde vivía Michael O'Connell, porque sabía que tan sólo acrecentaría sus temores. Y la rapidez era un elemento esencial del plan. «Coge la pistola y lárgate», se repitió.

Encontró el armario. Encontró el rincón. Encontró la bota con el calcetín sucio remetido.

«Que esté aquí», rogó.

Retiró el calcetín, memorizando cómo estaba colocado. Luego hurgó dentro de la bota. Cuando sus dedos enguantados tocaron el frío acero dejó escapar un gemido.

Torpemente, sacó el arma.

Vaciló un segundo. «Ya está -pensé»-. Continúa o échate atrás.» Estaba muerta de miedo. Coger la pistola la aterrorizaba, dejarla, también.

Como si alguien le guiara la mano, introdujo el arma en una bolsa de plástico que llevaba en la mochila. Dejó el calcetín en el suelo.

Se dirigió rápidamente al pequeño salón y miró la desvencijada mesa donde O'Connell tenía el ordenador portátil. Estaba conectado. Había creado un montón de problemas para ellos sentado ante esa mesa, pensó. Y ahora le tocaba a ella devolverle la jugada. Por asustada que estuviera, este siguiente paso le proporcionó una perversa sensación de satisfacción. Sacó el modelo similar de ordenador de la mochila y lo sustituyó. No sabía si él notaría inmediatamente la diferencia, pero lo haría tarde o temprano. Esto era algo que la satisfacía. El día anterior había pasado varias horas descargando material pornográfico y sitios web de contenido neonazi, así como un pavoroso rock satánico. Cuando consideró que el ordenador tenía suficientes elementos incriminatorios, usó uno de los archivos de texto para redactar a medias una carta airada que empezaba con «Querido papá hijoputa» y luego decía que nunca tendría que haber mentido a la policía para salvarlo del asesinato de su madre, y que ahora se disponía a rectificar el mayor error de su vida. Su única misión en la vida era hacerle pagar por la muerte de su madre. La investigación de Scott sobre la historia familiar de O'Connell le había proporcionado las claves.

Sally le había hecho algo más al ordenador. Había destornillado la tapa posterior y aflojado la conexión del cable principal, de modo que no arrancara. Luego había vuelto a colocar la tapa con un detalle adicional: dos gotas de cemento instantáneo que soldaron uno de los tornillos que lo sujetaban todo. O'Connell tal vez supiera cómo arreglar la máquina, pero no podría quitar la tapa. Un técnico de la policía sí podría.

Se apresuró en dejar todo tal como estaba inicialmente. Luego guardó el ordenador de O'Connell en la mochila, junto a la pistola. Miró el cronómetro. Once minutos.

«Demasiado lenta, demasiado lenta», se reprochó mientras se echaba la mochila al hombro. Pudo sentir el peso del arma contra su espalda. Tomó aliento. Debía marcharse ya mismo.

El móvil que descansaba en el asiento sonó. Scott no confiaba en recibir esta llamada, pero la consideraba muy posible, así que estaba preparado cuando oyó la voz al otro extremo.

– Eh, ¿señor Jones?

El padre de O'Connell parecía acalorado.

– Soy Smith -respondió Scott.

– Sí, vale. Señor Smith. Bien. Eh, soy…

– Sé quién es, señor O'Connell.

– Pues vaya si no tenía usted razón. Acabo de recibir una llamada de mi hijo, como usted dijo. Viene para acá ahora.

– ¿Ahora?

– Sí. Son unas dos horas en coche desde Boston, pero él conduce rápido, así que tal vez un poco menos.

– Ya me encargo. Gracias.

– El chico gritaba algo sobre una tía. Parecía muy molesto. Casi enloquecido. ¿Esto tiene algo que ver con una tía, señor Jones?

– No. Tiene que ver con dinero. Una deuda.

– Pues no es eso lo que él piensa.

– Lo que él piense es irrelevante para nuestro negocio, señor O'Connell. ¿Entiende?

– Sí. Supongo que sí. ¿Qué debo hacer?

Scott no vaciló. Esperaba esta pregunta.

– Espérelo ahí y escuche lo que él tenga que decir, sea lo que sea.

– ¿Qué van a hacer ustedes?

– Tomaremos las medidas oportunas, señor O'Connell. Y usted recibirá su recompensa.

– ¿Qué hago si decide largarse?

A Scott se le secó la garganta y sintió un espasmo en el pecho.

– Déjelo ir.

Hope tomaba un café solo mientras esperaba a Sally. El sabor amargo le quemaba la lengua.

Había aparcado en un pequeño centro comercial, a unos cien metros de un supermercado.

Había bastante movimiento, pero ella estaba suficientemente apartada.

Cuando divisó a Sally en su coche alquilado avanzando despacio por las calles del aparcamiento, dejó el vaso de café en el posavasos y bajó la ventanilla para hacerle una breve señal. Esperó a que aparcara dos calles más allá y luego se dirigió hacia ella. Sally miraba nerviosa alrededor y parecía pálida.

– No puedo permitir que tú te encargues de esto… -le soltó sin más-. Debería hacerlo yo…

– Ya lo hemos decidido así -replicó Hope-. Y el plan ya está en marcha. Hacer un cambio ahora podría estropearlo todo.

– Es que no puedo -insistió Sally.

Hope tomó aire. Su compañera le estaba dando una oportunidad, pensó. Podía retirarse, negarse a seguir, dar un paso atrás y preguntarse: «¿En qué demonios me estoy metiendo?»

– Puedes. Y lo harás -dijo Hope-. Es el único modo de salvar a Ashley y probablemente de salvarnos todos. Cada uno debe cumplir con su cometido. Tú misma diseñaste el plan y distribuiste las tareas.

– ¿No tienes miedo?

– No.

– Deberíamos dejarlo ahora mismo -se obstinó Sally-. Creo que nos hemos vuelto locos.

«Sí, probablemente», pensó Hope.

– Si no lo hacemos y luego a Ashley le sucede lo peor, nunca nos lo perdonaremos. Creo que podré perdonarme por lo que estoy a punto de hacer, pero nunca me perdonaría si algo terrible le sucede a Ashley por culpa de mi cobardía. -Tomó aire-. Si nosotros no actuamos y él lo hace, nunca volveremos a tener paz.

– Lo sé -dijo Sally, sacudiendo la cabeza.

– ¿El arma está en la mochila?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo tenemos? -preguntó Hope.

Sally miró su cronómetro.

– Creo que estás a unos quince minutos de él -informó-. Scott debe de estar ya en su posición.

Hope sonrió y sacudió la cabeza.

– ¿Sabes? Cuando era pequeña jugué muchos partidos contrarreloj. El tiempo es siempre un factor crucial. Bien, he de irme ahora mismo. Si vamos a jugar este partido, perderlo por llegar con retraso sería imperdonable. Márchate, Sally. Haz tu parte y yo haré la mía, y tal vez al final del día todo habrá salido bien.

Sally podía haber replicado muchas cosas, pero no lo hizo. Extendió la mano y apretó la de Hope, tratando de reprimir las lágrimas. Hope sonrió.

– Vamos allá -dijo-. No hay tiempo. Se acabó la cháchara. Es hora de pasar a la acción.

Sally asintió y vio cómo Hope se alejaba con la mochila, subía a su coche, saludaba y salía del aparcamiento.

Sólo había medio kilómetro hasta la entrada de la interestatal. Hope tenía que pisar el acelerador para cubrir la diferencia de tiempo que había entre ella y Michael O'Connell. Decidió no mirar por el retrovisor hasta alejarse del centro comercial, porque no quería ver a Sally sola y triste allí detrás.

Scott estacionó la furgoneta en el aparcamiento de estudiantes de un colegio mayor situado a unos quince kilómetros de la decrépita casa donde había crecido Michael O'Connell. La furgoneta quedó camuflada entre un mar de vehículos.

Después de cerciorarse de que no había nadie cerca, se quitó la ropa y se puso unos vaqueros viejos, una camiseta, una cazadora azul gastada y zapatillas de deporte. Se encasquetó un gorra y, aunque se estaba poniendo el sol, se colocó unas gafas de sol. Cogió la mochila, metió el móvil en el bolsillo de la chaqueta y bajó de la furgoneta.

El cronómetro le dijo que Michael O'Connell llevaba viajando unos noventa minutos. Iría a toda velocidad, se recordó, y no se detendría por ningún motivo, a menos que lo parara la policía, lo cual no perjudicaría el plan.

Encogió los hombros y cruzó el aparcamiento. Un autobús que pasaba cerca de la entrada del colegio lo llevaría a un kilómetro de la casa de O'Connell. Había memorizado el horario y tenía las monedas para el viaje de ida en el bolsillo derecho, y para la vuelta en el izquierdo.

Había media docena de estudiantes esperando bajo la marquesina de la parada. Se mezcló entre ellos: en una universidad comunitaria podías ser estudiante a los diecinueve años o a los cincuenta. No miró a nadie a los ojos y se obligó a pensar en cosas anodinas; tal vez eso le ayudaría a parecer invisible.

Cuando llegó el autobús, se sentó al fondo, solo. Contempló el paisaje otoñal durante todo el trayecto.

Fue el único pasajero que bajó en aquella parada. Se quedó un momento en el arcén de la carretera, mientras el autobús desaparecía en la penumbra de la tarde. Luego echó a andar, preguntándose hacia dónde se dirigía realmente, pero sabiendo que el tiempo era esencial.

Las fotografías de escenas de crimen tienen una cualidad especial. Es como ver una película fotograma a fotograma, en vez de en acción continua. Veinte por quince, brillantes, a todo color, son piezas de un gran puzzle.

Traté de imbuirme de cada instantánea, observándolas como si fueran las páginas de un libro.

El detective estaba sentado frente a mí, estudiando mi reacción.

– Trato de visualizar la escena -dije-. Para comprender mejor lo que sucedió.

– Las fotos deben mirarse como líneas de un mapa. Todas las escenas de crimen acaban por revelarnos un orden, un sentido -dijo él-. Aunque, desde luego, ésta no fue ningún picnic. -Señaló una foto-. Mire aquí. -Mostraba un mueble ennegrecido y chamuscado-. A veces es sólo cuestión de experiencia. Aprendes a mirar más allá del desorden, y eso te dice algo.

Miré, tratando de ver con sus ojos.

– ¿Exactamente qué? -pregunté.

– Hubo una pelea infernal -dijo-. Verdaderamente infernal.

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