21 Una serie de posibles errores

Cuanto más leía Scott, más se asustaba.

Inmediatamente, a la mañana siguiente, después de la menos que satisfactoria reunión con Sally y Hope, como cualquier académico, se enfrascó en el estudio del fenómeno representado por Michael O'Connell. Tras acercarse a la biblioteca local, empezó a investigar las conductas compulsivas y obsesivas. Libros, revistas y periódicos abarrotaban su mesa en un rincón de la sala de lectura. Un silencio opresivo y cargado llenaba el recinto, y Scott de pronto sintió que le faltaba el aire.

Alzó la cabeza, casi dominado por el pánico, el corazón palpitándole.

Lo que absorbió esa mañana fue una letanía de desesperación.

La muerte le había rodeado. Una y otra vez, había leído sobre una mujer aquí y otra allá, jóvenes, de mediana edad, incluso mayores, que habían sido objeto de la obsesión de algún hombre. Todas habían sufrido. La mayoría habían sido asesinadas. Incluso las sobrevivientes habían quedado traumatizadas para siempre.

Parecía no haber diferencia respecto al lugar donde se encontraran las mujeres. En el norte o en el sur, en Estados Unidos o en el extranjero. Algunas eran jóvenes, estudiantes como Ashley. Otras eran mayores. Ricas, pobres, educadas o indigentes, todo era irrelevante. Algunas estaban casadas con sus acosadores, o eran compañeras de trabajo o de estudios, incluso ex novias. Todas habían intentado las más diversas tácticas, habían recurrido a la ley, confiado en sus familias, en sus amistades, cualquier fuente posible de ayuda para intentar escapar de la atención obsesiva, implacable, no deseada. Leyó: «deseo inquebrantable».

Buscar ayuda había sido inútil para todas.

Las disparaban, las apuñalaban, las golpeaban. Algunas conseguían sobrevivir. Muchas no lo hacían.

A veces morían niños junto con ellas, o compañeros de trabajo o vecinos, el daño colateral de la furia.

Scott se rebulló bajo aquel alud de información. Cuando empezó a vislumbrar la trampa en que estaba atrapada Ashley, se sintió mareado. En todos los artículos y libros que trataban los casos de acoso el único común denominador era el «amor».

Naturalmente, no era amor real, sino algo salvajemente perverso que surgía de la parte más oscura de la mente y el corazón de un hombre. Era algo que merecía un lugar en los textos de psiquiatría forense, no tarjetas de cariño. Pero el tipo de amor sobre el que leía parecía haber encontrado asidero en cada caso, y esto lo asustó aún más.

Scott empezó a revisar libro tras libro, buscando el que le dijera lo que tenía que hacer, el que le diese una respuesta. Sus ojos corrían sobre las frases, pasaba las páginas en rápida sucesión, soltaba un volumen y cogía otro al azar, impulsado por una ansiedad cada vez más apremiante. Como historiador, como académico, creía que la respuesta tenía que estar escrita en alguna parte, en un párrafo, en alguna página. Vivía en un mundo de razón, de argumentos estructurados. Algo de su mundo tenía que poder ayudarle.

Pero cuanto más se lo decía, más sabía lo infructuosa que sería aquella investigación académica.

Se levantó tan bruscamente que la pesada silla de roble cayó al suelo, causando un estampido en la quietud de la biblioteca. Y al punto supo que todos los ojos de la sala estaban clavados en su espalda. Se apartó de la mesa mareado, llevándose las manos al pecho. En ese momento sólo sentía pánico. Gesticuló de impotencia, se volvió y abandonó todos los libros y revistas. Corrió por el pasillo, dejando atrás aquel templo del saber bibliófilo. Los bibliotecarios lo observaban perplejos, pues nunca habían visto a un hombre tan asustado por la palabra impresa. Uno trató de detenerlo, pero Scott salió corriendo a la nublada tarde de noviembre, el aire menos helado que su corazón, con la idea fija de que tenía que sacar a Ashley del atolladero mortal en que estaba, y rápido. No sabía cómo conseguirlo exactamente, sólo sabía que tenía que actuar, y cuanto antes.

Sally también había empezado el día repleta de decisiones que consideraba obviamente razonables.

Le pareció que lo primero era calibrar objetivamente qué clase de individuo se había cruzado en la vida de su hija y, por extensión, en la de la familia. Estaba claro que había jugado con ellos y que era listo con los ordenadores. Descartó la idea de acudir con la información fragmentaria que poseía a la policía; todavía no estaba segura de que pudieran hacer algo más que oír su denuncia. Implicar a la policía sería una mala idea en esos momentos.

Lo que la preocupaba era que O'Connell, suponiendo que hubiera sido él, cosa de la que no estaba segura al cien por ciento, parecía tener una peligrosa habilidad para la sutileza. Parecía saber cómo hacer daño a alguien sin recurrir a un golpe o un disparo, sino empleando algo más elusivo, y esto la asustaba de verdad. Que ese hombre supiera cómo convertir sus vidas en un caos era un peligro real.

Con todo, se recordó, O'Connell no era rival para ellos. O más exactamente, pensó, no era rival para ella. No estaba tan segura de Scott. Años de trabajar en la parte amable de la sociedad, en una pequeña y selecta facultad liberal habían borrado aquel nervio vibrante que tanto la atraía cuando se casaron. Entonces, él era un veterano de guerra en una época en que era impopular serlo, y había abordado su formación y las clases con una determinación admirable. Después de doctorarse, y de casarse, tener a Ashley y de que ella decidiera estudiar derecho, fue consciente de que Scott se estaba ablandando. Como si la inminente llegada de la madurez afectara algo más que su cintura: también su actitud.

– Muy bien, señor O'Connell -dijo-. Te has liado con la familia equivocada. Prepárate para recibir un par de sorpresitas.

Se sentó en su sillón y cogió el teléfono. Encontró el número que buscaba en la agenda de mesa, y lo marcó rápidamente. Hizo acopio de paciencia cuando una secretaria la hizo esperar. Por fin oyó la voz al otro extremo de la línea.

– Murphy al habla. ¿Qué puedo hacer por usted, abogada?

– Hola, Matthew -dijo Sally-. Tengo un problema.

– Bueno, señora Freeman-Richards, ése es el único motivo en el mundo por el que la gente llama a este teléfono. ¿Por qué si no hablar con un investigador privado? ¿De qué se trata en esta ocasión? ¿Un caso de divorcio en esa bonita ciudad suya? ¿Algo que se ha vuelto más desagradable de lo previsto, quizás?

Sally pudo imaginar a Matthew Murphy ante su mesa. Su oficina estaba situada en un edificio corriente y ligeramente deteriorado en Springfield, a un par de manzanas del tribunal federal, cerca de una zona bastante venida a menos. A Murphy, suponía, le gustaba el anonimato que proporcionaba aquel lugar. Nada que llamara la atención.

– No, no es un divorcio, Matthew…

Ella podía haber recurrido a unos investigadores bastante más caros. Pero Murphy tenía una gran experiencia y trabajaba con máxima seriedad. Además, contratar a alguien de fuera de la ciudad era menos probable que provocara rumores en el tribunal del condado.

– Vaya, abogada. ¿Quizás algo más, digamos, espinoso?

– ¿Cómo están sus conexiones en la zona de Boston? -preguntó Sally.

– Todavía tengo algunos amigos allí.

– ¿Qué clase de amigos?

Él rió antes de responder.

– Bueno, amigos en las dos aceras de la calle, abogada. Algunos tipos desagradables que buscan siempre anotarse un tanto fácil, y algunos tipos que pretenden arrestarlos.

Murphy había sido detective de Homicidios durante veinte años antes de retirarse y abrir luego su propia oficina. Los rumores decían que el finiquito que había recibido era parte de un acuerdo para mantener la boca cerrada respecto a las actividades de una brigada de Narcóticos de Worcester que había descubierto durante la investigación de un par de asesinatos relacionados con las drogas. Un asunto cuestionable, Sally lo sabía, aunque sólo fuera por reputación, y Murphy se había retirado con un reloj de oro y su correspondiente ceremonia, cuando la alternativa podría haber sido el calabozo o incluso una mala noche en el extremo de la automática de un Latin King.

– ¿Puede investigar algo en la zona de Boston?

– Estoy bastante ocupado con un par de casos. ¿De qué se trata?

Sally tomó aire.

– Es un asunto personal. Implica a un miembro de mi familia.

Él vaciló antes de responder.

– Bien, abogada, eso explica por qué llama a un viejo caballo de batalla en vez de a uno de esos jóvenes y elegantes tipos ex FBI o CIA que frecuentan los ambientes donde usted trabaja. ¿De qué se trata?

– Mi hija se relacionó con un joven de Boston.

– Y a usted no le hace mucha gracia.

– Eso es decirlo muy suavemente. No para de acosarla. Hizo algún truco con el ordenador y logró que la despidieran del trabajo. También fastidió sus clases de posgrado. Probablemente la esté siguiendo ahora mismo. Y tal vez nos haya causado problemas a mí, a mi ex y a una amiga.

– ¿Qué tipo de problemas?

– Logró entrar en mis cuentas por Internet. Hizo algunas denuncias anónimas. En resumen, fastidió bastantes cosas. -Sally pensó que estaba minimizando el daño que O'Connell probablemente había hecho.

– Así que es un chico habilidoso este… ¿cómo lo llaman?, ¿ex novio?

– Podría decirse así, aunque de hecho sólo tuvieron una cita.

– ¿Hizo todo eso por… un rollo de una noche?

– Eso parece.

Murphy vaciló, y la confianza de Sally decayó levemente.

– Muy bien. Acepto el encargo. Ese tipo parece un mal bicho.

– ¿Tiene experiencia con casos así? Un tipo obsesivo…

Matthew Murphy hizo otra pausa, y ella sintió cierta inquietud.

– Sí, abogada, la tengo -dijo al cabo-. Me he topado con un par de tipos más o menos como el que me describe. Cuando estaba en Homicidios.

A Sally se le secó la garganta al oír esa palabra.

La madre de Hope acababa de terminar de rastrillar hojas cuando sonó el teléfono. Por el identificador de llamadas vio que era su hija. Como de costumbre, lo atendió con una punzada de inseguridad.

– Hola, querida -dijo Catherine Frazier-. Qué sorpresa. Han pasado semanas desde la última vez que hablamos.

– Hola, mamá -respondió Hope, sintiéndose un poco culpable-. He estado ocupada con el colegio y el equipo, y se me ha pasado el tiempo. ¿Cómo estás?

– Bueno, bastante bien. Preparándome para el invierno. Se dice que va a ser largo.

Hope tomó aire. La relación con su madre estaba marcada por una tensión subyacente. Aunque civilizada en apariencia, era como un nudo que sujetara una vela hinchada por un viento creciente. Catherine Frazier, que había vivido toda su vida en Vermont, era en extremo liberal en sus opiniones políticas, pero al mismo tiempo era una colaboradora activa de la iglesia católica local de la pequeña ciudad de Putney, vecina de Brattleboro, antaño poblada por hippies y centro agrario de la zona. Había sufrido la muerte prematura de su esposo y nunca había pensado en volver a casarse, y ahora disfrutaba viviendo sola cerca del bosque. Todavía albergaba considerables dudas sobre la relación de su hija con Sally, pero se las guardaba para sí, ya que vivía en un estado que no ponía objeciones a las uniones civiles entre mujeres. Sin embargo, los domingos rezaba fervientemente por lograr comprender aquello que había endurecido la relación entre ellas. A veces, en el pasado, había llevado esas dudas al confesionario, pero se había cansado de rezar avemarías y padrenuestros en vano.

Hope pensaba que su fracaso en ser «normal» y proporcionarle nietos era de algún modo la raíz de la tensión, que crecía cuando hablaban, y cuando no lo hablaban, pues el verdadero tema que deberían haber tratado siempre se postergaba.

– Necesito un favor -dijo Hope.

– Lo que quieras, querida.

Hope sabía que eso era mentira. Había muchos favores que podría haberle pedido y que su madre no le concedería.

– Tiene que ver con Ashley -dijo-. Necesita estar fuera de Boston una temporada.

– Pero ¿qué sucede? No estará enferma, ¿verdad? ¿Ha habido un accidente?

– No, no exactamente, pero…

– ¿Necesita dinero? Yo podría ayudarla…

– No, mamá. Déjame explicar.

– Pero ¿qué pasará con sus estudios…?

– Pueden esperar.

– Querida, todo esto es muy raro. ¿Cuál es el problema?

Hope tomó aire y resopló.

– Se trata de un hombre.

Cuando Scott llamó al móvil de Ashley esa noche, una grabación le informó de que ese número no estaba operativo. Asustado, de inmediato marcó el número de su teléfono fijo. Cuando ella contestó, sintió un arrebato de ansiedad, pero se esforzó por ocultarla.

– Hola, Ash -dijo animosamente-. ¿Cómo van las cosas?

Ella no estaba segura de qué responder a esa pregunta. No podía desprenderse de la sensación de que la vigilaban, la seguían, de que escuchaban cada palabra que decía. Debía tener cautela cuando salía de su apartamento, cuando caminaba por la calle, atenta a cada sombra, a cada esquina, a cada callejón oscuro. Los sonidos corrientes de la ciudad ahora le parecían silbidos agudos, casi dolorosos. Pero decidió mentir en parte. No quería inquietar a su padre.

– Estoy bien -dijo-, aunque las cosas son un poco liosas.

– ¿Has vuelto a tener noticias de O'Connell?

Ella no respondió exactamente.

– Papá, he tenido que tomar algunas medidas…

– Sí -dijo él con demasiada rapidez-. Sí, por supuesto.

– He cancelado el móvil…

– Sí, y cancela también esta línea -aconsejó Scott-. De hecho, tendrás que hacer más cosas de lo que habíamos previsto.

– Tengo que mudarme -dijo ella-. Me gusta este lugar, pero…

– Creo que tienes que hacer algo más que mudarte -sondeó Scott.

Ashley no respondió inmediatamente.

– ¿Qué quieres decir? -repuso al cabo.

Scott tomó aire y adoptó su tono más razonable, más neutral y académico, como si estuviera analizando un trabajo de clase.

– He investigado un poco y no quiero precipitarme en mis conclusiones, pero pienso que cabe la posibilidad de que O'Connell se vuelva, digamos, más agresivo.

– ¿Agresivo? Eso es un eufemismo. ¿Piensas que podría hacerme daño?

– Otras, en circunstancias similares, han resultado heridas. Sólo estoy diciendo que deberíamos tomar precauciones.

Otro silencio, antes de que ella respondiera:

– ¿Qué sugieres?

– Creo que deberías desaparecer por una temporada. Es decir, dejar Boston, ir a un sitio seguro durante un tiempo. Retomarás tu vida normal cuando O'Connell se haya marchado por fin.

– ¿Qué te hace pensar que se marchará?

– Tenemos recursos, Ashley. Si tienes que dejar Boston para siempre, mudarte a Los Angeles, Chicago o Miami, bueno, puede hacerse. Todavía eres joven. Tienes todo el tiempo del mundo para hacer lo que quieras. Pero ahora necesitamos tomar medidas drásticas para que O'Connell no pueda encontrarte.

Ashley tuvo un arrebato de cólera.

– Él no tiene derecho a hacerme esto -replicó alzando la voz-. ¿Por qué yo? ¿Qué he hecho mal? ¿Por qué quiere fastidiarme la vida?

Scott dejó que su hija se desahogara antes de responder. Hacía mucho tiempo que había aprendido que dejarla gritar y quejarse la calmaba, y que al final atendía, si no a razones, a algo parecido.

– Desde luego que no tiene derecho -dijo al fin-, pero tiene habilidad para algunas cosas. Así que haremos algunos movimientos que no pueda prever. El primero es alejarte de él.

Scott percibió que su hija lo sopesaba. No sabía que muchas de esas cosas ya se le habían ocurrido a ella. No obstante, Ashley pareció desanimarse y, sin que su padre lo supiera, los ojos se le llenaron de lágrimas. Nada era justo. Cuando habló, lo hizo con resignación.

– Muy bien, papá -dijo-. Es hora de que Ashley desaparezca.

– Entonces, ¿contrataron a un detective privado?

– Sí. Un tipo muy competente y con mucha experiencia.

– Parece la acción razonable que emprendería cualquier pareja moderadamente educada y con recursos financieros. Es como introducir a un experto. Creo que debería hablar con él. Debe de haber preparado alguna clase de informe para Sally. Es lo que acaban haciendo siempre los detectives privados.

– Sí, tienes razón. Hubo un informe. Uno inicial. Tengo la copia que le enviaron a Sally.

– ¿Me la dejarás leer?

– ¿Por qué no hablas con Matthew Murphy antes? Luego te la daré, si sigues pensando que la necesitas.

– Podrías ahorrarme la molestia.

– Tal vez -respondió ella-. No estoy muy segura de que ahorrarte tiempo y esfuerzo sea exactamente mi tarea en este proceso. Y además, creo que visitar al investigador privado será… ¿cómo decirlo? Educativo.

Sonrió sin humor, y tuve la impresión de que me estaba retando con algo. Me encogí de hombros y me levanté para marcharme. Ella suspiró, como desanimada por mi gesto.

– A veces se trata de impresiones -dijo-. Aprendes algo, oyes algo, ves algo, y deja una huella en tu mente. Es lo que pasó con Scott, Sally, Hope y Ashley. Una serie de acontecimientos se acumularon para configurar una visión bastante acertada acerca de su futuro. Ve a ver al detective privado -insistió con tono desabrido-. Eso aumentará bastante tu comprensión del caso. Y luego ya veremos si te hace falta su informe.

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