La secretaria llamó con los nudillos a la puerta abierta del despacho de Sally. Traía un sobre en la mano.
– Acaba de llegar esto para usted -dijo-. No estoy segura del remitente. ¿Quiere que lo devuelva?
– No. Sé lo que es.
Sally le dio las gracias, cogió el sobre y cerró la puerta. Sonrió. Murphy era un hombre muy cauteloso, pensó. Supuso que tenía un apartado de correos para la correspondencia de naturaleza reservada. Encabezados prominentes y remites eran a menudo inconvenientes para la gente que se dedicaba a su trabajo.
La había llamado desde la carretera, al volver de Boston varias noches antes.
– Creo que su problema desaparecerá a partir de ahora, abogada.
Sally estaba en casa, sentada frente a Hope. Las dos estaban leyendo, Hope inmersa en Historia de dos ciudades de Dickens, mientras ella repasaba secciones desgajadas del dominical del New York Times.
– Me encanta oírlo, señor Murphy. Pero dígame: ¿cómo ha llegado exactamente a esa conclusión? -preguntó, adoptando su tono de abogada.
– Bueno, no sé hasta qué punto quiere que sea preciso. Pero nuestro mutuo amigo… -Se rió de la palabra-. Bueno, él y yo tuvimos una charla. Una interesante charla. Un análisis en profundidad de los pros y los contra de su… conducta. Y al final el señor O'Connell reconoció que podía representarle muchas desventajas continuar acosando a su hija. Vio la luz de la razón con un poco de ayuda y declaró formalmente que se alejaría de Ashley a partir de ese momento.
– ¿Lo cree usted?
– Tengo buenos motivos para creerlo, señora Freeman-Richards. Su sinceridad fue evidente.
Sally hizo una pausa, leyendo entrelineas.
– ¿Nadie resultó herido? -preguntó.
– No permanentemente. A menos que el señor O'Connell tenga ahora el corazón roto, pero lo dudo. Sin embargo, quedó muy impresionado respecto a lo desaconsejable de continuar su curso de acción y llegó a una clara conclusión, después de que yo le hiciera ver ciertas realidades. No estoy seguro de que quiera usted conocer más detalles, abogada. Podría sentirse incómoda.
Sally reparó en que la conversación tenía un extraño tono afable; como si ella fuese incapaz de oír ciertas cosas sin palidecer o incluso desmayarse. Tenía una sensibilidad victoriana, y Murphy lo sabía.
– No, prefiero no saberlo.
– Muy bien. Le enviaré un informe pasado mañana o así. Y si tiene alguna duda o ve algo sospechoso, por favor, llámeme y yo me encargaré. Quiero decir, siempre existe la leve posibilidad de que el señor O'Connell cambie de opinión una vez más. Pero lo dudo. Parece una persona débil, señora Freeman-Richards. Muy poquita cosa, y no me refiero a su estatura. Como sea, creo que no volverá a molestar a nadie de su familia. Bien, si necesita que investigue algo más en el futuro, sabe dónde encontrarme.
Sally se sorprendió un poco de la descripción que Murphy hacía de O'Connell. No encajaba exactamente con sus conclusiones. Pero oírlo la tranquilizó, y por eso no hizo caso a ninguna duda que pudiera albergar.
– Naturalmente, señor Murphy. Parece que ha solucionado usted el asunto de la mejor manera posible. No imagina cuánto me satisface oírlo.
– Ha sido un placer, señora.
Ella colgó y se volvió hacia Hope.
– Bueno, ya está.
– ¿Ya está qué?
– Envié a un investigador privado a explicarle las verdades de la vida a ese gusano. Como era de esperar, cuando se enfrentó a alguien fuerte, duro y experimentado, se derrumbó como un castillo de naipes. Los tipos como él son unos cobardes en el fondo. Se les hace saber que no te dejas intimidar, y desaparecen con el rabo entre las piernas.
– ¿Eso crees? -respondió Hope-. No sé. Mi impresión es que ese tipo es de cuidado, aunque no sé decir por qué. Mira el lío en que nos ha metido con un pequeño acceso informático.
– Hope, intentamos negociar de manera justa con él. Intentamos darle una oportunidad para que se marchara, ¿no? Incluso le pagamos una importante suma. ¿No crees que fuimos justos y comprensivos?
– Sí, pero…
– Fuimos sinceros, ¿no?
– Supongo.
– Y él no cedió, ¿recuerdas? No quiso hacer las cosas más fáciles para nadie. Bien, pues ahora ha recibido una pequeña lección sobre lo duros que podemos ser. Y se acabó.
Hope no sacudió la cabeza, pero tenía sus dudas. Sally lo notó en sus ojos y fue a decir algo, pero se lo pensó mejor y dejó que el silencio volviera a instalarse entre ambas.
– Bueno, se acabó -dijo, un poco irritada porque Hope no hubiera mostrado más apoyo.
Sally cogió el sobre de Murphy y se sentó a su escritorio, recordando la conversación con Hope. Tuvo la curiosa impresión de que las cosas eran al revés: debería haber sido Hope, que era más joven y a menudo más testaruda, quien tendría que haberse dado por satisfecha, no ella.
Abrió el sobre y desparramó el contenido sobre la mesa. Había una carta, unos papeles grapados, varias fotos y unos disquetes.
Las fotos eran de O'Connell, tomadas ante su apartamento. Los papeles contenían su modesto historial policial y los datos laborales y de estudios que Murphy había desenterrado, junto con algo de información familiar, incluyendo nombres y dirección de sus padres. Una nota ponía que su madre había muerto. Otra nota, ésta pegada a los CD-Rom, advertía: «Están encriptados. Un informático podrá abrirlos sin problema. Quizá contengan información sobre su hija, incluso fotos. Los cogí del apartamento de OC, pero supongo que tendrá copias ocultas en alguna parte. El ordenador que él usaba resultó destruido por accidente durante nuestra entrevista, así que la información del disco duro se habrá perdido.»
La carta de Murphy describía la reunión con O'Connell en su apartamento, pero no daba detalles reales sobre su «conversación». Al final venía la minuta, que incluía un descuento de cortesía.
Sally cogió un talonario de cheques y rellenó uno para Murphy. Lo metió en un sobre sencillo con una nota que decía simplemente: «Gracias por su ayuda. Lo llamaremos si vuelve a ser necesario.»
Metió todo el material, incluyendo los disquetes, en un sobre marrón, lo rotuló como «Gusano de Ashley» con grandes letras y, con alivio, se acercó al enorme archivador y lo metió en el fondo del cajón inferior, donde esperaba que permaneciera durante años.
Hay una curiosa claridad en la luz de la tarde en la falda de las Green Mountains, como si las cosas se volvieran más nítidas, más definidas a medida que el día se convierte en noche en las últimas semanas del otoño. Catherine estaba junto a la ventana de la cocina, que daba al oeste, mirando a Ashley. La joven estaba fuera, enfundada en un brillante abrigo amarillo, sentada en el linde del patio. Tras ella había un prado que conducía al bosque. El día anterior habían ido a Brattleboro y comprado cartulina, un caballete y acuarelas, y Ashley estaba ahora pintando sola, tratando de captar los últimos tonos del día mientras descendían sobre las montañas y se entretenían en la copa de los pinos. Catherine trató de leer el lenguaje corporal de Ashley; parecía contener frustración y entusiasmo al mismo tiempo. Estaba relajada, disfrutando del momento con el pincel en la mano y los colores desplegados ante ella. Tuvo la impresión de que la joven y el cuadro eran lo mismo: ambos estaban en proceso de ser diseñados.
La noche que llegó Ashley habían pasado largas horas bebiendo té y hablando de lo sucedido. Catherine escuchó con asombro y una creciente inquietud.
Volvió a mirar por la ventana y la vio pintar una larga franja de cielo celeste en la cartulina que tenía apoyada en el caballete.
– No está bien -musitó.
Temió que Ashley, de algún modo (no estaba segura de por qué), estuviera «infectada» por Michael O'Connell. Temió que se volviera contra todos los hombres a causa de las acciones de uno solo.
Se agarró al borde del fregadero para sostenerse. Le daba miedo afrontar sus propios pensamientos. No quería pensar: «No quiero que Ashley se vuelva como Hope.» Y de inmediato sintió una punzada de culpabilidad, pues amaba a su hija. Hope era lista, hermosa y simpática. Hope inspiraba a los demás, sacaba lo mejor de los chicos con los que trabajaba y las chicas a las que entrenaba. Hope era todo lo que una madre podía querer en una hija, excepto una cosa, y ésa era la montaña que Catherine no podía escalar. Y mientras contemplaba a su… ¿qué? -¿sobrina?, ¿nieta adoptiva?- se sintió atrapada por difusos temores. El problema, aunque Catherine no lo reconoció en ese momento, era que se trataba de temores infundados.
– ¿Cómo murió Murphy? -pregunté.
– ¿Cómo? -repitió ella-. Seguro que puedes imaginarlo. Balas. Navajas. Golpes. Lo que prefieras.
– …
– Es el porqué lo que nos preocupa. Dime, ¿llegaron a detener a alguien por el asesinato de Murphy?
– No, que yo sepa.
– Bueno, me parece que tu búsqueda de respuestas se ha dirigido a la dirección equivocada. No se arrestó a nadie. Eso te dice algo, ¿no? ¿Quieres que yo, o un detective o un fiscal, diga: «Bueno, Murphy fue asesinado por X, pero no tenemos suficientes pruebas para hacer un arresto»? Eso sería agradable, ordenado y claro. -Vaciló-. Pero nunca he dicho que fuera una historia sencilla.
Lo que decía era cierto.
– ¿Puedes pensar como Murphy, Sally, Hope y Ashley?
– Sí -contesté.
– Bien -resopló ella-. Fácil de decir, difícil de hacer…
No respondí.
– Pero, dime, ¿puedes hacer lo mismo con Michael O'Connell?