27 El segundo allanamiento

Hope odiaba el silencio.

Se encontraba en el campus, asistiendo a los últimos entrenamientos de la temporada, preparándose para el invierno, sumida en un estado de ansiedad. Estaba al borde del ataque de nervios, pero era incapaz de dominarse. Caminaba por los senderos como con prisa, sin tenerla. De repente sentía un nudo en la garganta, los labios secos, y tenía que beber agua. En medio de una conversación se daba cuenta de que no había escuchado nada de lo que le decían. El miedo la distraía, y a medida que pasaban los días imaginaba que algo horrible estaba sucediendo en alguna parte.

En ningún momento creyó que Michael O'Connell había desistido.

Scott se había volcado de nuevo en sus clases. Sally había vuelto a sus juicios de divorcio y sus contratos inmobiliarios, con cierta satisfacción distante porque creía haber resuelto las cosas a su manera. Y la relación de Hope y Sally había vuelto una vez más al status quo de la guerra fría. Incluso los más pequeños afectos se habían disipado. Nunca había una caricia, un cumplido, una risa o una invitación al sexo. Era casi como si se hubieran vuelto monjas: vivían bajo el mismo techo y dormían en la misma cama, casadas con algún ideal superior. Hope se preguntaba si los últimos meses de Sally con Scott habrían sido igual. ¿O ella había mantenido las apariencias, haciendo el amor, fingiendo pasión, preparando las comidas, limpiando, hablando normalmente, mientras se escabullía a horas dispersas para reunirse con Hope y decirle que la amaba?

En la distancia, Hope podía oír voces en los campos de juego. «Época de eliminatorias», pensó. Un partido más. Dos para las semifinales. Tres para la final. Apenas podía concentrarse en los partidos, atrapada en un fangal de sentimientos hacia Ashley, O'Connell, su madre y especialmente Sally, mezclados en un potaje imposible.

Mientras caminaba, recordó cómo había conocido a Sally. «El amor -pensó-, debería ser siempre así de sencillo.» Se conocieron en la inauguración de una galería de arte. Charlaron, bromearon y se oyeron reír. Decidieron tomar una copa. Luego cenar. Después otro encuentro, esta vez durante el día. Y finalmente aquella suave caricia en el dorso de la mano, un susurro, una mirada, y todo encajó, tal como Hope había sabido desde el primer momento.

«Amor», pensó. Ésa era la palabra que O'Connell usaba una y otra vez, una palabra que Hope no usaba desde hacía semanas. Ashley le había dicho: «Él dice que me ama.» Hope sabía que nada de lo que él había hecho guardaba relación con el amor.

Inspiró hondo.

«Se ha ido -intentó convencerse-. Sally dice que se ha ido. Scott dice que se ha ido. Ashley dice que se ha ido.»

Ella no lo creía.

Y por la misma razón tampoco podía ver ningún indicio concreto de que hubiera regresado.

Vio a las chicas de su equipo, charlando reunidas en el centro del terreno. Cogió el silbato que llevaba colgado de un cordón, pero decidió dejar que la diversión continuara unos minutos. La juventud pasa tan rápida que debería disfrutarse cada momento, pero no estaba en la naturaleza de los jóvenes comprenderlo.

Suspiró, tocó el silbato y decidió que hablaría con su madre y con Ashley todos los días, sólo para asegurarse de que todo iba bien. Se preguntó por qué Sally y Scott no lo hacían.

Sally leyó el titular del periódico vespertino y palideció. Devoró cada palabra del artículo y luego lo releyó, pasmada. «Ex policía encontrado muerto en un callejón.» Cuando soltó el periódico tenía las manos manchadas de tinta. Las miró, sorprendida, y entonces cayó en la cuenta de que las palmas le habían sudado tanto que la tinta de impresión se le había quedado en los dedos.

«La policía lo considera un ajuste de cuentas.» Las palabras parecían seguirla, exigiendo atención. «La policía apunta al crimen organizado.»

«Esto no tiene nada que ver con Ashley», quiso creer. Se echó hacia atrás, como si alguien la hubiera golpeado en el estómago. «Tiene todo que ver con Ashley», admitió.

Su primer instinto fue llamar a alguien. Conocía a varios colegas que trabajaban en la fiscalía del condado. Sin duda alguno tendría más detalles, información interna que le dijera lo que necesitaba saber. Cogió la agenda con una mano y el teléfono con la otra, pero se detuvo. «¿Qué estás haciendo?»

Respiró hondo. «No invites a nadie a investigar tu vida.» Cualquier fiscal incluso vagamente conectado con el caso de Murphy le haría más preguntas que respuestas podría proporcionarle. Al hacer esa llamada, se involucraría a sí misma y sus problemas.

Se aclaró la garganta. Había enviado a Murphy a «tratar» con Michael O'Connell. Él la había informado de su éxito. Problema resuelto. Todo el mundo a salvo. Ashley podía continuar con su vida. Y luego, poco después, Murphy aparecía muerto. Hasta un ciego ataría cabos. Era como ver a un matemático famoso escribir 2 + 2 = 5 en una pizarra y no oír alzarse ninguna voz que lo corrigiera.

Cogió el periódico y releyó el artículo por tercera vez.

Nada sugería que Michael O'Connell hubiera tenido algo que ver. Al parecer, había sido cosa de profesionales, tipos realmente malvados que se habían cruzado en el camino de Murphy. Era un asesinato que superaba la capacidad de un mecánico chiflado por los ordenadores, estudiante universitario ocasional y delincuente de poca monta como Michael O'Connell, se dijo.

No tenía nada que ver con ellos, de verdad, y suponer lo contrario era un error. Se reclinó en su sillón y trató de calmarse.

«Todos estamos a salvo. Sólo ha sido una coincidencia», se repitió. Después de todo, ella había acudido a Murphy porque él solía sortear olímpicamente las trabas de la ley. Y sin duda habría hecho cosas mucho peores, creándose enemigos allá adonde fuera, Y al final uno se había desquitado. Tenía que haber sido eso.

Resopló lentamente. Lo preocupante era que las amenazas que Murphy le había hecho a O'Connell para mantenerlo a raya ya no surtirían efecto. Ése era el mayor peligro al que se enfrentaban. Si Michael O'Connell se había enterado del asesinato de Murphy, vería la oportunidad de volver a las andadas. Volvió a coger el teléfono.

Detestó hacerlo, detestó quedar como una inepta, pero tuvo que admitir que seguía necesitando a su ex marido. Marcó el número de Scott y advirtió que estaba sudando de nuevo.

– ¿Has visto el periódico? -preguntó Sally bruscamente.

Al oír la voz de su ex esposa, la primera reacción de Scott fue de irritación.

– ¿El New York Times? -replicó, sabiendo que no se refería a ese periódico. Era el tipo de respuesta fastidiosa que hacía que Sally quisiera estrangularlo.

– No. El periódico local.

– Pues no lo he leído.

– La primera plana está ocupada por el asesinato de un ex policía de Springfield…

– Ya. ¿Y bien?

– Es el investigador privado que envié a ver a Michael O'Connell cuando tú te ocupabas de sacar a Ashley de Boston. Hizo su trabajo en esos días.

– ¿Su trabajo…?

– No hice demasiadas preguntas. Y él no explicó demasiado. Por razones obvias.

Scott vaciló antes de preguntar:

– ¿Y qué tiene esto que ver con nosotros y Ashley?

– Probablemente nada. Probablemente sea una mera coincidencia. Probablemente no haya ninguna conexión. El detective me informó de que se había reunido con O'Connell y que no habría más problemas. Y luego va y lo matan. Me ha sorprendido un poco, la verdad. Pensé que deberías saberlo. Quiero decir, probablemente su muerte cambie algo las cosas.

– ¿Estás sugiriendo que podríamos tener un problema? Maldición, creí que habíamos resuelto todo esto. Creí que nos habíamos librado de ese hijo de puta para siempre.

– No puedo asegurarlo -admitió Sally-. Sólo intentaba informarte de un detalle que podría ser relevante.

– Bueno, mira, de momento Ashley está en Vermont sana y salva, con la madre de Hope. Nuestro próximo paso debería ser conseguirle un curso de posgrado en Nueva York, o tal vez al otro lado del país, en San Francisco, en cualquier sitio nuevo. Sé que ella le tiene afecto a Boston, pero hemos acordado que empezar de cero es la idea adecuada. Así que mientras tanto ella se quedará en Vermont, viendo las hojas caer y llegar la nieve, hasta el inicio del segundo semestre. Fin de la historia. Deberíamos ceñirnos a ese guión y no desquiciarnos por cada cosa que pase.

Sally apretó los dientes. Odiaba que le dieran lecciones.

– Una quimera -dijo.

– ¿Cómo?

– Era una bestia mitológica de proporciones aterradoras que en realidad no existía.

– Sí, lo sé. ¿Y?

– Es una forma de verlo. Una forma académica -añadió Sally para irritar a Scott, sin poder evitarlo. Las relaciones que fracasan tienen ciertas adicciones, y ésta era una de ellas para los dos.

– Bueno, tal vez, pero volvamos a lo nuestro. Tenemos que reunir todos los antecedentes académicos de Ashley para que pueda solicitar el ingreso en un curso de posgrado. Será mejor que lo hagamos tú o yo, no ella. Que nos los manden por correo a nosotros y no a Vermont.

– Yo me encargaré. Daré la dirección del bufete.

Colgó, más irritada que antes. Conocía muy bien a su ex marido. No había cambiado con los años, ni siquiera tras todo lo sucedido desde entonces. Era tan predecible como siempre.

Sentada ante su escritorio, se volvió y vio que la oscuridad había vencido a la luz del día.

Desde su puesto de observación, Michael O'Connell vio las mismas sombras extenderse bajo un ancho roble a menos de media manzana de la casa de Sally y Hope. El pulso se le aceleró, como si notara cuánto más cerca se hallaba de Ashley. Las luces de la manzana empezaban a encenderse. De vez en cuando un coche pasaba iluminando los jardines con sus faros. Se veía actividad en las cocinas, sin duda preparando las cenas, y el brillo azulado de los televisores al encenderse.

«Tengo poco tiempo.» Pero no creía que fuera a necesitar mucho.

Sally y Hope vivían en una calle antigua y serpenteante. Presentaba una extraña mezcla de arquitecturas, algunas casas nuevas estilo rancho, mezcladas con rancias mansiones victorianas de principios del siglo XX. Era un barrio curioso, muy buscado por sus calles arboladas y su elegante apariencia de clase media. Médicos, abogados, profesores en su mayoría, vivían allí. Césped, setos, pequeños jardines y fiestas de Halloween. No era el tipo de barrio donde la gente se proponía dotarse de sistemas de seguridad y protección de alta tecnología.

O'Connell recorrió rápidamente la manzana. Sabía que Sally solía quedarse hasta tarde en su despacho y Hope tenía entrenamiento hasta el anochecer.

Fue pasando de árbol en árbol, y sin vacilar se deslizó hasta los espacios oscuros adyacentes a la casa. Tras una vieja cerca de madera había un sendero de acceso que conducía al patio trasero. Se detuvo cuando las luces de la cocina se encendieron en la casa contigua, apretujándose de nuevo contra la valla exterior.

La casa se erigía en un pequeño promontorio, de modo que la zona principal de la vivienda quedaba por encima de su cabeza. Pero, como muchas casas antiguas, tenía un gran sótano al que se accedía por una vieja trampilla de madera deteriorada que rara vez se usaba. Tardó menos de diez segundos en abrirla y colarse dentro.

Sacó la linterna medio cubierta en cinta roja. Inspiró hondo al intuir que en alguna parte, muy cerca del lugar húmedo y polvoriento donde se hallaba, encontraría información sobre dónde estaba Ashley exactamente. Un sobre con un remite. Una factura de teléfono o el extracto de una tarjeta de crédito. Un papel con su nombre pegado a la puerta del frigorífico. Se lamió los labios, excitado, las manos casi temblando de expectación. Allanar la oficina de Murphy había sido un trabajo rutinario, simplemente una pieza más de aquel puzle que llevaría al paradero de Ashley, y lo había manejado con profesionalidad.

Esto era diferente. Era una obra de amor.

Tardó un segundo en respirar el denso aire del sótano. «Si ella viera lo que tengo que hacer para encontrarla, para volver a estar juntos -pensó-, entonces tal vez comprendería que estamos hechos el uno para el otro.» Algún día, fantaseó, podría decirle que había soportado palizas, infringido leyes, arriesgado su integridad física, todo por ella.

Y entonces se dijo: «Si ella no puede amarme, entonces no se merece amar a nadie.»

Sintió un espasmo muscular recorriéndole el cuerpo, y tuvo que luchar por dominarse. Oyó su propia respiración entrecortada, jadeante. Durante un segundo visualizó a Sally, Hope y Scott. Y se sintió abrumado por la ira. Ya no podía separar los sentimientos entremezclados de amor y odio. Cuando consiguió calmarse, avanzó torpemente por el sótano, hacia la vieja escalera que lo llevaría a la vivienda. No sabía qué estaba buscando exactamente, pero, fuera lo que fuese, estaba a su alcance.

Abrió la puerta, que daba a una despensa junto a la cocina. Debía apagar la linterna cuanto antes, pues su brillo rojizo podía llamar la atención de algún vecino. Localizó unos interruptores en la pared y pulsó el primero, que encendió la cocina. O'Connell sonrió y apagó la linterna.

«Apártate de las ventanas y empieza a buscar -se dijo-. Lo que necesitas saber está aquí, en alguna parte. Puedes sentirlo. Ya voy, Ashley.»

Avanzó un paso más, antes de que un gruñido furioso le llegara desde la penumbra del vestíbulo.

Supongo que, como la mayoría de la gente, mi sentido del miedo lo define Hollywood, que gusta de proporcionar dosis constantes de alienígenas, fantasmas, vampiros, monstruos y asesinos en serie; o esos momentos imprevisibles de la vida, cuando el otro coche se salta un semáforo en rojo y tienes que frenar presa del pánico. Pero los miedos reales, los que te debilitan, vienen de la incertidumbre. Roen tus defensas, sin desaparecer jamás. Mientras estaba sentado frente a la joven, pude ver las arrugas que el miedo había tallado en su cara, envejeciéndola, los tics que le había originado: sus manos, que se frotaba nerviosa; sus ojos, que parpadeaban más de la cuenta; los temblores de su voz, más significativos que las palabras que musitaba.

– No tendría que haber aceptado reunirme con usted -dijo.

A veces, no es tanto el miedo a morir como el miedo a seguir viviendo.

Cogió la taza de té caliente con ambas manos y se la llevó lentamente a los labios. Fuera hacía un calor terrible, y en aquella pequeña cafetería todos bebían refrescos helados, pero ella parecía ajena al calor.

– Se lo agradezco -respondí-. Seré breve. Sólo quiero confirmar algo.

– Tengo que irme -dijo ella-. No puedo quedarme. No pueden verme hablando con usted. Mi hermana está con los niños, y no puedo dejarlos con ella demasiado tiempo. La semana que viene nos mudamos a… -Sacudió la cabeza-. No, no voy a decirle adónde vamos. Me entiende, ¿verdad?

Se inclinó hacia delante y vi una cicatriz larga y muy fina cerca de su cuero cabelludo.

– Por supuesto -dije-. Bien, su marido era inspector de policía, y usted contrató a Matthew Murphy durante su divorcio, ¿no es así?

– Sí. Mi ex marido ocultaba sus ingresos y nos los escamoteaba a mí y a los tres críos. Yo quería que Murphy averiguara dónde tenía el dinero. Mi abogado dijo que Murphy era bueno para esas cosas.

– Su ex fue sospechoso en el asesinato de Murphy, ¿correcto?

– Sí. La policía estatal lo interrogó varias veces. También hablaron conmigo. -Sacudió la cabeza y añadió-: Fui su coartada.

– ¿Y eso?

– La noche que mataron a Murphy mi ex apareció en mi casa temprano. Había estado bebiendo. Estuvo insistente. Insistió en entrar, en ver a los niños… No logré hacerlo desistir.

– ¿No tenía usted una orden judicial…?

– Sí, de alejamiento. Cien metros en todo momento. Eso decía la orden del juez, pero sirvió de poco. Mi ex mide metro noventa y pesa ciento veinte kilos, y conoce a todos los policías de la zona. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Pelear con él? ¿Llamar pidiendo ayuda? Él siempre se salía con la suya.

– Lo siento. La coartada…

– Él empezó a beber y luego le dio por pegarme. Se ensañó largamente, hasta que perdió el conocimiento de tanto alcohol que había bebido. Se despertó por la mañana y pidió disculpas. Dijo que nunca volvería a suceder. Y no sucedió, al menos durante el resto de la semana.

– ¿Le contó esto a la policía?

– No. Ojalá hubiera tenido valor para decirles: «Claro que él mató a Murphy. Me dijo que lo hizo…» Tal vez de ese modo me hubiera librado de él. Pero no tuve valor.

Vacilé.

– Lo que me interesa es…

Ella me interrumpió.

– Sé lo que le interesa. -Se tocó la frente, pasando el dedo por el borde de la cicatriz-. Cuando me golpeó, su anillo de clase del colegio estatal Fitchburg (allí es donde nos conocimos) me hizo este corte. Me lo hizo para que lo recordara. Quiere saber cómo se enteró de lo de Murphy, ¿verdad?

Asentí.

– Me lo espetó durante una discusión. Me gritó: «¿Así que creíste que no iba a enterarme de que has contratado a un detective privado?»

Vi lágrimas en sus ojos.

– Recibió una carta anónima. El sobre incluía una copia de todo lo que Murphy había descubierto sobre él. Todas las cosas confidenciales que se suponía sólo sabíamos mi abogado y yo. La enviaron desde Worcester. Ni siquiera conozco a nadie en esa ciudad. Pero me costó dos dientes cuando mi ex me golpeó. A Murphy quizá le costó la vida. Eso era lo que yo quería, que mi ex lo hubiese matado. Eso habría facilitado las cosas para mí.

Se levantó de la mesa.

– Tengo que irme -dijo. Miró alrededor, nerviosa, y luego se dio la vuelta, cabizbaja, los hombros encogidos. Salió de la cafetería y cruzó corriendo el centro comercial, esquivando a la gente con gesto temeroso.

La observé y pensé que acababa de ver cómo habría podido ser el futuro de Ashley.

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