10 Un pobre comienzo

Hope estaba en la cocina peleándose con una receta nueva, mientras esperaba a Sally. Probó la salsa, que le quemó la lengua, y maldijo entre dientes. No sabía bien, pensó, y temió que le estropeara la cena. Por un instante, sintió una indefensión incongruente con un mero fracaso culinario, y los ojos se le humedecieron.

No sabía exactamente por qué Sally y ella estaban pasando por un período tan difícil.

Cuando lo analizaba a nivel superficial, no encontraba ningún motivo para sus largos silencios y sus momentos de incomodidad. No había ninguna causa real para sentir ansiedad, ni en el bufete de Sally ni en el colegio de Hope. De hecho, les iba bien económicamente, y tenían dinero para tomarse unas vacaciones en un lugar exótico, comprarse un coche nuevo o incluso reamueblar la cocina. Pero cada vez que uno de esos pequeños caprichos había aparecido en la conversación, lo descartaban. Empezaban a enumerar razones por las que no deberían hacer una cosa o la otra. Quien más obstáculos ponía para entorpecer cualquier plan era Sally, y esto preocupaba profundamente a Hope.

Parecía haber pasado mucho tiempo desde la última vez que habían compartido algo.

Incluso hacer el amor, que antes era algo tierno y placentero, se había torcido últimamente. Había adquirido una dinámica rutinaria, y las ocasiones de practicarlo se espaciaban cada vez más.

En cierto modo, se dijo, la falta de pasión sugería que tal vez Sally estaba buscando afecto en otra parte. La idea de que su compañera tuviera una aventura le resultaba, por un lado, totalmente ridícula, y por otro, completamente razonable. Apretó los labios y se dijo que fantasear sobre desastres emocionales era convocarlos, y entretenerse pensando en una sospecha u otra sólo era fuente de nerviosismo. Odiaba la inseguridad. No era propio de ella.

Miró el reloj de pared, y tuvo unas súbitas ganas de apagar la cocina, ponerse sus zapatillas de deporte y salir a correr. Todavía había algo de luz diurna, y pensó que, aunque estuviera agotada por la jornada en el colegio y por el entrenamiento de fútbol, tres o cuatro kilómetros a toda marcha la relajarían. Cuando era jugadora, al final del partido siempre tenía más energía que sus oponentes. Creía que guardaba relación con alguna capacidad emocional innata, algo que la impulsaba para que al final, cuando las demás se sentían exhaustas, ella contara aún con fuerzas. Una reserva que le permitía correr cuando las demás jadeaban, como si pudiera posponer el cansancio hasta después del partido.

Apagó la cocina y subió en tres zancadas al dormitorio. Sólo tardó unos segundos en ponerse unos pantalones cortos, una vieja sudadera roja del Manchester United y las zapatillas. Quería salir de casa antes de que volviera Sally, para no tener que dar explicaciones sobre por qué le apetecía correr, a una hora en que solía estar preparando la cena.

Anónimo estaba al pie de las escaleras, meneando la cola. Reconoció la ropa de correr pero sabía que ahora rara vez lo incluían. Hubo una época en que se habría colocado al instante a su lado, loco de contento, pero ahora se limitaba a escoltarla hasta la puerta y luego sentarse a esperar su regreso, lo cual, pensaba Hope, parecía la manera en que Anónimo interpretaba sus responsabilidades caninas.

Sonó el teléfono. Ahora sólo quería librarse por un rato de todos los problemas. Supuso que la llamada sería de Sally, tal vez para anunciar que iba a llegar tarde. Ya nunca llamaba para decir que llegaría temprano. Hope no quería oír esto, y su primer impulso fue ignorar la llamada.

El teléfono seguía sonando.

Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo y volvió. Cogió el teléfono.

– Diga -dijo secamente.

– ¿Hope?

Hope no sólo oyó la voz de Ashley, sino un mundo de problemas.

– Hola, killer -respondió, utilizando el mote que sólo ellas dos conocían-. ¿Algo va mal? -añadió con un tono distendido que contrariaba no sólo su propia situación, sino el nudo que de pronto sintió en el estómago.

– Oh, Hope -gimió Ashley, y la otra percibió las lágrimas-. Creo que tengo un problema.

Sally estaba escuchando la emisora local de rock alternativo cuando empezó a sonar Poor, poor pitiful me, de Warren Zevon, y, por un motivo que no pudo comprender, se sintió obligada a pararse en el arcén, donde escuchó la canción completa, tamborileando con los dedos en el volante.

Luego se miró las manos. Las venas del dorso destacaban, azuladas como las carreteras en un plano. Sus dedos estaban tensos, tal vez un poco artríticos. Los frotó, tratando de recuperar parte de la flexibilidad perdida. En su juventud, muchas cosas hermosas destacaban en ella: su piel, sus ojos, las curvas de su cuerpo, pero lo que más le gustaba eran sus manos, que parecían contener notas en su interior. En su adolescencia tocaba el violoncelo y pensaba presentarse a las pruebas para Juilliard o Berklee, pero al final había seguido una educación más normal que, de algún modo, había desembocado en un marido, una hija, una aventura con otra mujer, un divorcio, una licenciatura en derecho, su trabajo actual y su vida actual.

Ya no tocaba el violoncelo. No lograba que sonara tan puro y sutil como antes, y prefería no escuchar sus errores. Sally no soportaba ser torpe.

La canción llegaba a su fin, y Sally se vio los ojos en el retrovisor. Lo ajustó para echarse un vistazo. Estaba a punto de cumplir los cincuenta; algunos la consideraban una fecha clave, pero ella la temía. Aborrecía los cambios en su cuerpo, desde los sofocos hasta el dolor en las articulaciones. Detestaba las arrugas que se formaban en las comisuras de los ojos. Y la piel floja de la barbilla y los glúteos. Sin decírselo a Hope, se había apuntado a un gimnasio local, y corría en la cinta sinfín y en las máquinas de marcha cuantas veces podía.

Había empezado a leer publicidad sobre cirugía plástica, e incluso había pensado en escapar a un spa de moda, aduciendo un viaje de trabajo. No sabía por qué escondía estas cosas a su compañera, pero reconocía lo que en sí mismo significaba.

Inspiró hondo y apagó la radio.

Por un momento pensó que le habían robado la juventud. Sintió un sabor amargo en la lengua, como si todo en su vida fuera predecible, establecido y fijado. Incluso su relación sentimental, que en algunas partes del país habría provocado habladurías y reprobación, en el oeste de Massachusetts era una rutina tan habitual como la llegada de las estaciones. Sally ni siquiera era una proscrita por sus preferencias sexuales.

Aferró el volante y dejó escapar un grito breve y furioso. No un grito, sino más bien un aullido de dolor. Luego miró alrededor, para asegurarse de que ningún peatón la había oído.

Puso el coche en marcha.

«¿Y ahora qué me espera? -se preguntó mientras se incorporaba al tráfico, consciente de que una vez más llegaba tarde para cenar-. ¿Alguna enfermedad horrible? ¿Tal vez cáncer de mama, osteoporosis, anemia?» Fuera lo que fuese, no sería peor que la furia sin control, la frustración y la locura que sentía latir en su interior y que no era capaz de dominar.

– Entonces, ¿las dos mujeres tenían problemas?

– Sí, supongo que puede decirse así. Pero eso no abarca todo lo que significó la entrada de O'Connell en sus vidas, y cómo su mera presencia redefinió gran parte de lo que estaba sucediendo.

– Comprendo.

– ¿De verdad? No lo parece.

Estábamos en un pequeño restaurante, cerca del ventanal, y ella contemplaba la calle principal de la pequeña ciudad universitaria donde vivíamos. Sonrió y se volvió hacia mí.

– Lo damos todo por hecho en nuestras bonitas y seguras vidas de ciudadanos de clase media, ¿verdad? -Y añadió-: Los problemas a veces ocurren no sólo cuando menos los esperamos, sino cuando estamos menos preparados para hacerles frente, -Había una pizca de nerviosismo en su voz que parecía fuera de lugar en aquella hermosa y casi perezosa tarde.

– De acuerdo -suspiré-. Así que la vida de Scott no era lo que se dice perfecta, aunque, en conjunto, no estaba tan mal. Tenía un buen trabajo, cierto prestigio y un sueldo más que aceptable, que debería haber compensado por al menos parte de su soledad. Y Sally y Hope estaban pasando por un momento difícil, pero aun así tenían recursos. Recursos significativos. Y Ashley, a pesar de ser educada y atractiva, afrontaba también una etapa escabrosa. Así es la vida, ¿no? ¿Cómo…?

Ella me interrumpió, alzando la mano como un guardia de tráfico, mientras con la otra cogía su vaso de té. Bebió antes de responder.

– Necesitas perspectiva. De lo contrario, la historia no tendrá sentido.

No respondí.

– Morir es algo muy simple -prosiguió-. Pero hay que aprender que todos los minutos que llevan a ese desenlace, y todos los minutos posteriores, son terriblemente complicados.

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