43 La puerta abierta

Haber vigilado el barrio varios días atrás le había enseñado a Scott dónde apostarse.

Sabía que no tenía que llamar la atención; si alguien lo veía y relacionaba la figura vestida de oscuro que vigilaba la casa de O'Connell desde las sombras con el hombre de traje y corbata que había estado haciendo preguntas, crearía un problema importante. Pero necesitaba ver la parte delantera de la casa, sobre todo el camino de tierra. Necesitaba hacerlo sin alertar a ningún perro ni ningún vecino. Estaba apostado junto a un ruinoso cobertizo con medio techo hundido. Desde allí podía ver la entrada a la casa. Contaba con que Michael O'Connell condujera rápido e hiciera rechinar los neumáticos cuando doblara la última curva, salpicando grava y tierra cuando hiciera chirriar los frenos delante de su antiguo hogar. «Mete todo el estrépito que puedas -le pidió mentalmente-. Asegúrate de que alguien te vea llegar.»

Había luces encendidas en las casas y caravanas adyacentes. Scott inhaló el aire frío. De vez en cuando veía alguna silueta pasar ante una ventana y el ubicuo resplandor de los televisores.

Sostuvo la mano ante los ojos para comprobar si temblaba. Sí, temblaba un poco, pero no lo suficiente para obstaculizar su misión.

«Esta noche habrá muchas respuestas», se dijo. Cualquier duda que aún pudiera albergar sobre quién era él en el fondo, o quién era Sally o incluso Hope, obtendría respuesta. Pensó en Hope un instante y tragó saliva. «En realidad no la conozco -pensó-. Sólo tengo una leve idea de quién es.» Pero todo en su vida giraba de pronto en torno al desempeño de Hope.

Scott tomó aire y se preguntó qué les hacía pensar que podrían conseguir algo tan monstruosamente ajeno a sus vidas. En ese breve segundo de duda, oyó un coche que se acercaba velozmente.

Para entonces, Sally ya había regresado a la zona de Boston. Se dirigió a un frecuentado distrito comercial de Brookline. Su primera parada fue en un cajero automático delante de una galería comercial, donde extrajo cien dólares con su tarjeta de crédito. Cuando recogió el dinero, alzó la cabeza para que la cámara de seguridad grabara nítidamente su rostro. Se entretuvo guardando en el bolsillo el resguardo, donde aparecía marcada la hora.

Luego entró en la galería y se dirigió a una tienda de lencería.

Anduvo entre los estantes de sedas y encajes hasta que divisó a una joven dependienta, probablemente no mayor que Ashley. Sally se le acercó.

– ¿Podrías ayudarme con algo? -pidió.

– Naturalmente -respondió la joven-. ¿Qué está buscando?

– Bueno, quería algo para mi hija, que tiene más o menos tu talla. Algo especial, porque la pobre está atravesando un bache. Rompió con su novio, ya sabes cómo son esas cosas, y quiero regalarle algo que la haga sentirse sexy y hermosa, ya que ese cretino la ha hecho sentirse justo lo contrario.

– Entiendo -asintió la chica-. Es todo un detalle por su parte.

– Bueno, para eso estamos las madres. Y me gustaría también algo bonito para regalar a una amiga especial. Alguien con quien no he sido, bueno, muy amable últimamente. ¿Tal vez un pijama de seda?

– No hay problema. ¿Sabe la talla?

– Oh, claro que sí. Compartimos mucho juntas, ¿sabes?, allá en el oeste de Massachusetts, donde vivimos. Las cosas han estado algo tirantes últimamente y me gustaría compensarla. Las flores siempre están bien, pero, cuando tienes una relación especial, a veces es mejor un regalo especial, ¿no crees?

La dependienta sonrió.

– Desde luego.

Sally pensó que la mención del oeste de Massachusetts, con su reputación de ser el lugar preferido por las lesbianas, subrayaría la clase de regalo que pretendía hacer. Siguió a la joven hasta la sección de lencería fina, pensando que ya había explicado suficientes cosas como para que, llegado el caso, la chica la recordase. Sally utilizó también la tarjeta de crédito, porque eso la situaría en esa tienda ese día y a esa hora. Pensó en hablar con la encargada de la tienda para felicitarla por la eficiencia de sus dependientas; la clase de comentarios que siempre se recuerda más tarde.

Sally pensó que estaba en un escenario interpretando un papel inventado por la desesperación.

– Aquí tiene algunas de nuestras prendas más bonitas -dijo la chica.

Sally sonrió, como si aquello fuera lo más natural del mundo.

– Oh, sí. Desde luego.

Más o menos en el mismo momento, Catherine y Ashley estaban en un supermercado de Whole Foods, a menos de un kilómetro y medio de casa, empujando un carrito lleno de chucherías y comida. Las dos habían guardado silencio durante toda la expedición de compras.

Cuando recorrían un pasillo cerca de la parte delantera de la tienda, Ashley vio una gran pirámide de calabazas decorada con espigas de maíz. Era el típico adorno con vistas a Acción de Gracias, con un puñado de nueces y grosellas y un pavo de papel en el centro. Se la enseñó a Catherine con una mirada significativa, que asintió.

Las dos se acercaron, pero de pronto Catherine exclamó:

– ¡Maldición, hemos olvidado las latas de judías!

Y giró el carro de forma que chocó contra la pata de la mesa en que se apoyaban las calabazas. La pirámide se tambaleó peligrosamente, amenazando con derrumbarse. Ashley soltó un gritito y se abalanzó como para impedir el desastre, pero en realidad empujó una de las calabazas grandes de la base para que todo se viniera abajo, como en efecto ocurrió estrepitosamente.

Catherine chilló.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Qué he hecho!

Al instante aparecieron un par de dependientes y el encargado. Los dependientes se pusieron a arreglar el desaguisado, mientras Catherine y Ashley pedían disculpas y se ofrecían a pagar cualquier daño causado. El encargado desde luego rehusó, pero Catherine insistía en darle un billete de cincuenta dólares.

– Tenga -le decía-, al menos para compensar a estos amables jóvenes que están recogiendo el desaguisado que Ashley y una servidora, Catherine, hemos provocado.

– No, señora, por favor -negaba el encargado con una sonrisa-. De verdad que no es necesario.

– Insisto.

– Yo también -dijo Ashley.

Al final, el encargado tuvo que aceptar el dinero. A espaldas del jefe, los dependientes suspiraron con alivio.

Entonces ambas se pusieron en la cola, y Catherine sacó una tarjeta de crédito para pagar. Se aseguraron de mirar directamente a las cámaras de seguridad. Tenían pocas dudas de que serían recordadas esa noche en concreto. Ésa era la última instrucción de Sally para ellas: «Aseguraos de hacer algo en público que deje constancia de vuestra presencia cerca de casa.»

Habían cumplido su parte. No sabían qué estaba sucediendo en algún otro lugar de Nueva Inglaterra en ese momento, pero imaginaban que era algo muy peligroso.

Los faros del coche de Michael O'Connell iluminaron la fachada de su antiguo hogar. Las luces se reflejaron en la camioneta de su padre. Una puerta se cerró con estrépito y Scott vio a O'Connell dirigirse con premura hacia la entrada de la cocina.

La furia de O'Connell era fundamental, pensó Scott. Las personas enfurecidas no advierten los detalles que más tarde resultan importantes.

Lo vio entrar. No lo había observado más que unos segundos, pero le habían bastado para saber que, fuera lo que fuese lo que Ashley le había dicho, lo había sacado de quicio.

Inspirando hondo, Scott cruzó la calle, tratando de mantenerse en las sombras. Corrió lo más rápido que pudo hasta el coche de O'Connell. Se agachó, sacó de la mochila unos guantes de látex y se los puso. Luego sacó un martillo de cabeza de goma y una caja de clavos galvanizados para tejados. Dirigió una mirada hacia la casa, tomó aire y hundió un clavo en un neumático trasero. Oyó el silbido del aire al escapar.

Cogió varios clavos y los esparció al azar por el camino.

Moviéndose con sigilo, Scott se dirigió a la camioneta de O'Connell padre. Dejó la caja de clavos y la maza entre las herramientas que había en el vehículo y alrededor.

Terminada su primera tarea, Scott regresó a su escondite. Al cruzar la calle, oyó las primeras voces en la casa, cargadas de furia. Quiso esperar, distinguir las palabras exactas, pero sabía que no podía hacerlo.

Cuando llegó al decrépito cobertizo, cogió el móvil y marcó. Sonó dos veces antes de que Hope respondiera.

– ¿Estás cerca? -preguntó.

– A menos de diez minutos.

– Está sucediendo ahora -dijo Scott-. Llámame cuando pares.

Hope cortó la comunicación sin responder. Pisó el acelerador. Habían calculado al menos veinte minutos entre la llegada de Michael O'Connell y la suya propia. Estaban cumpliendo bastante bien los tiempos previstos. Eso no la tranquilizó demasiado.

Michael y su padre apenas estaban separados por unos metros, los dos de pie en la desordenada sala.

– ¿Dónde está? -gritó el hijo, con los puños apretados-. ¿Dónde está?

– ¿Dónde está quién? -replicó el padre.

– ¡Ashley, maldita sea! ¡Ashley! -Miró en derredor como un poseso.

El padre soltó una risita burlona.

– Vaya, qué cojonudo. Qué cojonudo…

Michael se volvió hacia el viejo.

– ¿Está escondida? ¿Dónde la has metido?

Su padre negó con la cabeza.

– Sigo sin saber de qué cono estás hablando. ¿Y quién puñetas es Ashley? ¿Alguna putilla?

– Sabes bien de quién estoy hablando. Te llamó. Se suponía que estaba aquí. Dijo que venía de camino. Deja de burlarte o juro que…

Michael O'Connell alzó el puño en dirección a su padre.

– ¿O qué? -repuso el viejo con desdén, y se tomó su tiempo para beber una cerveza, calibrando a su hijo con los ojos entornados. Luego se sentó en su sillón, bebió otro largo sorbo y se encogió de hombros-. No sé qué pretendes, chaval. No sé nada de esa Ashley. De repente me llamas después de años de silencio, empiezas a lloriquear por un coño como si fueras un recién salido del instituto, y haces preguntas de las que no tengo ni puñetera idea. Y de repente apareces aquí como si el mundo estuviera ardiendo, exigiendo esto y lo otro. Pues bien, sigo sin tener ni puta idea. ¿Por qué no coges una cerveza y te calmas y dejas de comportarte como un majadero?

– No quiero beber. No quiero nada de ti. Nunca lo he querido. Sólo dime dónde está Ashley.

El padre volvió a encogerse de hombros y extendió los brazos.

– No tengo ni puñetera idea de quién estás hablando.

Michael O'Connell, hirviendo de furia, lo señaló con el dedo.

– Quédate ahí, viejo. Sigue sentado y no te muevas. Voy a echar un vistazo.

– No pensaba ir a ninguna parte. ¿Quieres echar un vistazo? Adelante. No ha cambiado mucho desde que te fuiste.

El hijo sacudió la cabeza.

– Sí que ha cambiado -dijo mientras apartaba a patadas unos periódicos-. Te has vuelto mucho más viejo y borracho, y este lugar está hecho una mierda.

El padre no se movió de su sitio cuando el joven entró en las habitaciones del fondo.

Entró primero en la que había sido la suya. Su vieja cama seguía en un rincón, y algunos de sus viejos pósters de AC/DC y Slayer todavía colgaban donde los había dejado. Un par de trofeos deportivos baratos, una vieja camiseta de fútbol americano clavada a la pared, algunos libros del instituto y una foto enmarcada de un Chevrolet Corvette ocupaban el espacio restante. Abrió el armario, casi esperando encontrar a Ashley escondida dentro. Pero estaba vacío, excepto por un par de viejas chaquetas que olían a polvo y humedad y unas cajas de antiguos videojuegos. Les dio una patada, esparciendo su contenido por el suelo.

Todo en la habitación le recordaba algo que odiaba: quién era y de dónde venía. Su padre simplemente había arrojado las cosas viejas de su madre sobre la cama: vestidos, pantalones, botas, una caja llena de bisutería barata y un tríptico de fotos donde aparecían los tres durante unas inusuales vacaciones en un camping de Maine. La foto le despertó recuerdos terribles. Demasiada bebida y demasiadas peleas y un regreso a casa con caras de perro. Era como si su padre hubiera metido allí todo lo que le recordaba a su esposa muerta y a su hijo ausente, para que acumulara polvo y los olores del tiempo.

– ¡Ashley! -llamó-. ¿Dónde demonios estás?

Desde su sillón en la sala, su padre respondió:

– No vas a encontrar ninguna Ashley. Pero sigue buscando, si eso te hace feliz. -Y soltó una risa forzada que provocó aún más furia a su hijo.

Michael apretó los dientes y abrió la puerta del baño. Apartó la mohosa cortina de la ducha. Un frasco de pastillas cayó del lavabo, esparciendo píldoras por el suelo. Michael se agachó y recogió el frasco de plástico, vio que era un tratamiento para el corazón y se echó a reír.

– Así que ese negro corazón te está dando problemas, ¿eh? -dijo.

– Deja mis cosas en paz -repuso su padre.

– Vete al infierno -masculló Michael-. Espero que te duela bastante antes de matarte.

Arrojo el frasco al suelo, lo aplastó junto con las píldoras esparcidas y se dirigió al otro dormitorio.

La cama estaba sin hacer, las sábanas sucias. La habitación olía a tabaco, cerveza y ropa sucia. Había un cesto de plástico para la ropa en un rincón, repleto de camisetas y calzoncillos. La mesilla de noche estaba cubierta por más frascos de píldoras, botellas de licor medio llenas y un despertador roto. Vació todos los frascos en su mano y se guardó las píldoras en el bolsillo. «Te llevarás una sorpresa cuando las necesites», pensó.

Abrió el armario. La mitad del mueble (la mitad que usaba su madre) estaba vacía. El resto estaba lleno con la ropa de su padre: todos los pantalones, camisas de vestir, chaquetas y corbatas que ya nunca se ponía.

Dejó las puertas abiertas y se dirigió a la puerta corredera que conducía al patio trasero. Abrió la puerta y salió, ignorando el grito de su padre tras él.

– ¿Qué demonios estás haciendo ahora?

Michael miró a izquierda y derecha. Allí no había ningún sitio donde esconderse.

Se dio la vuelta y entró.

– Voy a mirar en el sótano -anunció-. Si quieres ahorrarme la molestia, dime dónde está, viejo. O voy a tener que sacártelo por las malas.

– Adelante. Comprueba en el sótano. ¿Sabes una cosa, Mickey? No me asustas. Nunca lo hiciste.

«Eso ya lo veremos», pensó Michael.

Se acercó a la puerta que conducía al sótano. Era un sitio oscuro y cerrado, lleno de telarañas y polvo. Una vez, cuando tenía nueve años, su padre lo había encerrado allí bajo llave. Su madre estaba fuera y él había hecho algo que cabreó al viejo. Después de pegarle en la cabeza, arrojó al niño escaleras abajo y lo dejó en la oscuridad durante una hora. Michael se detuvo en lo alto de las escaleras y pensó que lo que más odiaba de sus padres era que no importaba cuántas veces se gritaran y chillaran e intercambiaran golpes, pues eso sólo parecía unirlos más. Todo lo que debería haberlos separado había cimentado su relación.

– ¡Ashley! -llamó-. ¿Estás ahí abajo?

Una única bombilla en el techo proyectaba un poco de luz en los rincones. Escrutó cada sombra, buscándola.

El sótano estaba vacío.

La furia se acumuló en su pecho, el calor le corrió por los brazos hasta los puños apretados. Volvió a la sala donde lo esperaba su padre.

– Ha estado aquí, ¿verdad? -le espetó Michael-. Ha venido para hablar contigo. No llegué a tiempo y te ha dicho que me mintieras, ¿no es así?

El viejo se encogió de hombros.

– Sigues diciendo tonterías.

– Dime la verdad.

– Te la estoy diciendo. No tengo ni idea de lo que dices.

– Si no me cuentas qué ha pasado, qué te ha dicho ella cuando ha venido, adónde se ha ido, te arrepentirás, viejo. No bromeo. Puedo hacerlo y lo haré, y te va a doler. Así que dime, cuando te ha llamado, ¿qué le has dicho?

– Estás más loco o eres más estúpido de lo que recordaba -repuso el viejo. Se llevó la botella a los labios y se reclinó en el asiento.

Michael dio un paso y de un violento manotazo le arrancó la botella de la mano. Chocó contra la pared y se hizo añicos. El padre apenas reaccionó, aunque sus ojos se detuvieron en los vidrios esparcidos antes de mirar a su hijo.

– Ésta fue siempre la cuestión, ¿eh? ¿Cuál de nosotros iba a ser el más duro?

– Vete al infierno, viejo. Y dime lo que quiero saber.

– Primero tráeme otra cerveza.

Repentinamente, Michael lo zarandeó por la camisa. El padre se volvió y logró cogerlo por el cuello del jersey, retorciéndolo de forma que medio lo ahogó. Sus caras quedaron a unos centímetros de distancia, los ojos de uno fijos en los del otro. Michael se desasió y lo empujó hacia atrás violentamente.

Se dirigió al televisor y lo miró un instante.

– ¿Así es como pasas las noches? ¿Emborrachándote y viendo la tele?

El padre no respondió.

– Pegarse mucho a la caja tonta es malo. ¿No lo sabías?

Esperó un segundo, para que su burla calara, y luego descargó una patada de karate contra el televisor, que cayó al suelo, con la pantalla destrozada.

– ¡Cabrón de mierda! -aulló el viejo-. ¡Vas a pagármelo!

– ¿Ah, sí? ¿Qué más tengo que romper para que me digas qué te ha dicho ella? ¿Cuánto tiempo ha estado aquí? ¿Qué te ha prometido? ¿Qué le has dicho que harías?

Antes de que su padre pudiera responder, se acercó a una estantería y lanzó al suelo una balda de recuerdos y fotografías.

– Son tonterías de tu madre. No significan nada para mí -se jactó el viejo.

– ¿Quieres que busque algo que sí te importe? ¿Qué te ha dicho?

– Basta -dijo el viejo y apretó los dientes-. No sé qué significa esto para ti. Tampoco sé en qué te has metido. ¿Tienes problemas? ¿Cosas de dinero?

Michael O'Connell miró a su padre.

– ¿De qué estás hablando?

– ¿Quién te está buscando? Creo que van a encontrarte pronto, y no será agradable para ti. Pero eso tal vez ya lo sabes.

– Muy bien -dijo Michael lentamente-. La última oportunidad antes de que vaya para allá y te haga pagar todas las veces que me pegaste cuando era niño. ¿Te ha llamado hoy una chica llamada Ashley? ¿Ha dicho que quería que la ayudaras a romper conmigo? ¿Ha dicho que venía de camino para hablar contigo?

El viejo continuó mirando a su hijo con los ojos entornados. Pero a través de la película de ira que parecía a punto de estallar, logró contenerse y le espetó:

– ¡No y no, maldita sea! Ninguna Ashley. Ninguna chica. Nada de lo que has dicho, lo quieras creer o no.

– Mientes, viejo hijoputa.

El padre sacudió la cabeza y se echó a reír, cosa que enfureció a Michael aún más. Le parecía estar al borde de un precipicio, tratando de mantener el equilibrio. Se moría de ganas de aplastarle la cara a puñetazos. Sin embargo, tomó aliento y se dijo que primero necesitaba saber qué estaba pasando. Lo habían hecho ir allí por un motivo, pero ¿cuál?

– Ella ha dicho…

– No sé lo que ha dicho. Pero esa fulana no ha llamado ni ha aparecido ante esta puerta.

Michael dio un paso atrás.

– Pero… -empezó. La mente le daba vueltas. No acertaba a comprender por qué Ashley lo había impulsado a venir a casa de su padre. ¿Qué tramaba Ashley?

– ¿Con quién tienes problemas? -preguntó el viejo.

– Con nadie -le espetó Michael, furioso porque había interrumpido sus pensamientos.

– ¿Qué es? ¿Drogas? ¿Diste algún golpe y luego timaste a tu jefe? ¿Qué has hecho para que te vaya detrás un pez gordo? ¿Le robaste algo?

– ¿De qué coño hablas? -repuso Michael, confundido. De pronto pensó que el viejo debería estar mucho más enfadado por el televisor roto. «Y no está enfadado porque sabe que pronto tendrá uno nuevo», pensó.

– ¿A quién has estado jodiendo, chico? Hay gente muy descontenta contigo, ¿sabes?

– ¿Quién te ha dicho eso?

El viejo se encogió de hombros.

– No te lo voy a decir. Tan sólo lo sé.

Michael O'Connell se irguió. «Nada tiene sentido -pensó-. O tal vez sí…»

– Viejo, me obligas a darte una paliza. ¡A menos que me expliques ahora mismo de qué cono estás hablando! -gritó. Dio dos rápidas zancadas hacia su padre, quien permaneció sentado en su sillón, sonriendo, preguntándose si había conseguido entretener a su hijo lo suficiente para que el dadivoso señor Smith tomara las medidas adecuadas, fueran cuales fuesen.

A unos doscientos metros de la casa de los O'Connell, Hope vio varios coches viejos y camionetas con pegatinas de Harley Davidson, todos a un lado de la carretera, aparcados al azar. En una casa vieja y desvencijada, estilo rancho, algo apartada de la calle, se oía bullicio de voces y rock duro. Estaban celebrando una fiesta. Cerveza y pizza, supuso, con anfetaminas como postre. Detuvo su coche alquilado detrás de uno de los coches aparcados, para parecer otra juerguista.

A continuación se enfundó el mono negro que había comprado Sally. Se metió en el bolsillo el pasamontañas azul marino. Luego se puso unos guantes de látex y otros de cuero encima. Se envolvió muñecas y talones con varias vueltas de cinta negra aislante, para que no quedara ninguna piel expuesta.

Se echó al hombro la mochila con la pistola y echó a correr en dirección a la casa de los O'Connell; su atuendo la confundía con la noche. Llevaba el móvil en la mano y llamó a Scott.

– Muy bien -dijo-. Estoy aquí. A unos cientos de metros. ¿Qué tengo que buscar?

– Nuestro hombre tiene un Toyota rojo de hace cinco años y el padre una furgoneta negra que está aparcada en una especie de cobertizo, bajo un toldo. La única luz exterior es la de la puerta lateral. Ése es tu punto de entrada.

– ¿Están…?

– Sí, he oído romperse algunas cosas ahí dentro.

– ¿Hay alguien más?

– No que yo haya visto.

– ¿Dónde debería…?

– Junto al coche aparcado. A la derecha. Todo está lleno de herramientas y piezas de motor. Podrás verlos pero ellos no te verán.

– De acuerdo -dijo Hope-. Permanece alerta. Hablaré contigo luego.

Scott colgó. Se apoyó contra el viejo cobertizo y observó. Había muy poca luz, pensó. No había farolas en esa zona rural. Mientras Hope se protegiera en las sombras, estaría bien. Dio un respingo. La idea de que Hope estuviera bien era absurda. Ninguno de ellos iba a estar bien, se dijo, excepto tal vez Ashley, el único motivo para hacer aquello.

Si él se sentía tan afectado y asustado, pensó Scott, ¿cómo conseguía Hope, la actriz principal en el escenario que los tres habían creado, controlar sus dudas?

Corriendo agachada, más como una criatura salvaje que como la atleta que fuera en otros tiempos, Hope cruzó el patio y se apretó contra la pared trasera del improvisado cobertizo. Se tumbó en el suelo y dedicó un momento a escudriñar las inmediaciones. Las casas más cercanas estaban a treinta o cuarenta metros de distancia, al otro lado de la calle.

Apoyó el mentón en el suelo y cerró los ojos un momento. Trató de hacer una especie de inventario de sus emociones, como si buscara una que le diera suficiente presencia de ánimo para los minutos siguientes. Visualizó a Anónimo muerto entre sus brazos, y luego lo sustituyó por Ashley.

Esto la reconfortó un poco. Luego consiguió fortalecer su determinación al pensar que O'Connell iría también por Catherine. Sí, su madre se defendería con uñas y dientes, pero era una pelea perdida de antemano. Añadió las demás amenazas que se cernían sobre sus vidas, e hizo la ecuación. Trató de restar la duda y la incertidumbre. Todo lo que había parecido tan diáfano y obvio cuando los tres estaban sentados en su cómodo salón, ahora parecía perverso, equivocado e imposible de todo punto. Sudaba copiosamente y las manos le temblaban.

«¿Quién soy?», se preguntó de pronto.

Hubo una época, poco después de la muerte de su padre, en que se había sentido muy asustada. No era tanto el miedo por la pérdida, sino por no poder mostrarle lo que consiguiera en la vida. Trató de imaginar que su padre querría que estuviese exactamente en esta situación, corriendo un grave riesgo en aras de proteger a los demás. Él siempre quería que ella se hiciera cargo, para bien o para mal. «Eres la capitana», solía decirle.

Hope pensó que estaba verdaderamente al borde de la locura.

«Despeja tu mente y céntrate», se ordenó.

Se puso el pasamontañas. Buscó en la mochila y sacó la pistola de la bolsa de plástico.

Rodeó el gatillo con el dedo. Era la primera vez que empuñaba un arma de fuego. Deseó tener más experiencia, pero la sorprendió sentir una especie de cosquilleo que le transmitía aquel objeto de acero, un poder desconocido y casi embriagador.

Se arrastró hasta el borde del cobertizo y escuchó las voces furiosas que procedían de la casa. Ahora tenía que esperar el momento adecuado y luego actuar sin vacilaciones.

– Joder, necesito saber qué cojones está pasando! -estalló Michael O'Connell. Cada palabra que pronunciaba estaba cargada con años de odio hacia el hombre que se mecía despectivamente en su sillón ante él, y con todo el peso de su amor por Ashley. Tenía el corazón desbocado y la furia casi lo cegaba.

– ¿Qué está pasando? Estás aquí, lloriqueando por un coño, cuando deberías estar preocupado por quienquiera que te hayas ganado como enemigo -refunfuñó su padre agitando una mano en el aire.

– ¡No sé de qué hablas! ¡No he jodido a nadie!

El viejo se encogió de hombros, un gesto que enfureció aún más a su hijo. Michael dio un paso hacia delante, con los puños apretados, y el padre se levantó de su asiento, sacando pecho ante su hijo.

– ¿Crees que ya eres lo bastante mayor y fuerte para medirte conmigo?

– No creo que quieras escuchar la respuesta. Estás gordo y fondón. Esa falsa incapacidad tuya puede que acabe siendo de verdad. Sólo servías para golpear a mujeres y niños, y eso fue hace mucho tiempo. Ya no soy un niño. Piénsatelo bien.

Su gélida voz hizo que el hombre mayor se detuviera. Resopló y sacudió la cabeza.

– Nunca tuve problemas para manejarte entonces. Puede que ya hayas crecido, pero sigo siendo más duro de lo que crees. Todavía puedo aplastarte como a una cucaracha.

– Eras débil entonces y eres débil ahora -le espetó el hijo-. Mamá era capaz de mantenerte a raya. De hecho, si aquella noche no hubiera estado borracha ni siquiera habrías logrado golpearla. Así es como pasó, ¿no? Estaba demasiado borracha para defenderse y viste tu oportunidad. Por eso la mataste.

El viejo soltó un rugido.

– Nunca tendría que haber mentido por ti -prosiguió Michael-. Tendría que haberle dicho la verdad a la policía.

– No te pases -replicó el padre con frialdad-. No te metas en lo que no sabes.

Ambos se acercaron el uno al otro, como perros antes de que los gruñidos se conviertan en pelea.

– ¿Crees que podrías matarme y salirte de rositas, como hiciste con ella? Yo creo que no, viejo.

El padre se abalanzó y lo golpeó en la cara. El puñetazo resonó en la pequeña sala.

Michael esbozó una mueca salvaje. Lanzó el brazo derecho y agarró a su padre por la garganta. Cerrar la mano en torno a la laringe del viejo le proporcionó una satisfacción instantánea. Mientras sentía los músculos contraerse y los tendones aplastarse bajo su presa, experimentó una locura casi abrumadora. Asustado, el viejo se revolvió y le clavó las uñas en la muñeca, tratando de liberarse, mientras se quedaba rápidamente sin aire. Cuando el rostro de su padre se volvió morado, Michael lo empujó hacia atrás, soltándolo. El viejo chocó contra una mesa baja, volcando su contenido. Se agarró al brazo del sillón mientras caía al suelo, lo derribó y quedó tendido de espaldas, jadeando, con los ojos abiertos por la sorpresa. Su hijo se echó a reír y le escupió.

– Quédate ahí, escoria. Quédate ahí para siempre. Pero escucha una cosa: si alguna vez te llama Ashley, o alguien relacionado con ella, y prometes ayudarlo de alguna manera, vendré aquí y te mataré. ¿Lo entiendes? Me gustaría matar todo mi pasado. Eso me haría sentirme mucho mejor. Y qué mejor que empezar contigo.

El padre permaneció en el suelo, inmóvil. El hijo vio el miedo en sus ojos y por primera vez pensó que el viaje hasta allí había merecido la pena.

– Más vale que reces por no volver a verme, viejo patético -le espetó-. Porque la próxima vez acabarás en una caja de pino, que es donde tenías que estar desde hace años.

Se dio la vuelta y, sin mirar atrás, salió por la puerta lateral.

El frío aire nocturno lo golpeó como un mal recuerdo, pero sólo podía pensar en qué se traía Ashley entre manos y por qué había pensado que su padre la ayudaría. Alguien había estado mintiendo.

Se sentó al volante de su coche, puso el motor en marcha y decidió ir en busca de las respuestas.

Hope había escuchado la discusión y el estrépito de una pelea breve. Agarró con fuerza la automática, conteniendo la respiración, cuando vio salir a Michael O'Connell y dirigirse hacia su coche, a pocos metros de donde ella estaba escondida. Esperó a que saliera del camino de acceso y acelerara rápidamente hacia la noche.

El momento siguiente era crucial.

«No te retrases ni un segundo -le había dicho Sally-. Debes entrar apenas él se vaya.»

Se levantó.

Hope podía oír la voz de Sally en su mente: «No vaciles. No esperes. Entra directamente. No digas una palabra. Sólo aprieta el gatillo, vuélvete y márchate.»

Hope inspiró hondo y se dirigió sigilosamente hacia el pequeño arco de luz que filtraba la puerta lateral. Giró el picaporte y entró en la casa.

Estaba en la cocina, pero podía ver la sala al fondo del pasillo, tal como Scott había descrito. Se quedó allí, casi petrificada, y vio que el padre de O'Connell empezaba a levantarse del suelo.

De pronto la vio, pero no pareció sorprendido.

– ¿Le envía el señor Jones? -preguntó mientras se sacudía el polvo-. Esa basura de hijo mío se ha marchado hace menos de un minuto en su coche.

Hope alzó el arma y apuntó.

El viejo O'Connell parecía confundido.

– ¡Eh! -dijo bruscamente-. Es al puñetero chico a quien quieren, no a mí.

Todo se había vuelto súbitamente grotesco: cada color más brillante, cada sonido más fuerte, cada olor más penetrante. La propia respiración de Hope resonaba en sus oídos atropelladamente. Trató de no pensar.

Apuntó directamente al corazón del viejo y apretó el gatillo.

Y no pasó nada.

El detective trajo una caja grande atada con una cinta roja y la dejó sobre su mesa. La abrió. Luego se inclinó hacia delante y me preguntó con una sonrisa:

– ¿Sabe cómo se portan los niños la mañana de Navidad, cuando se quedan mirando todos esos paquetes envueltos bajo el árbol?

– Claro. Pero ¿qué…?

– Recoger pruebas es un poco como eso. Los niños siempre piensan que el regalo más grande será el mejor, pero a menudo no lo es. Es la caja menos llamativa la que a veces contiene el regalo más valioso. En cierto modo, eso también nos pasa a nosotros. El detalle más pequeño puede convertirse en el más grande cuando se llega a juicio. Así que cuando estás en la escena del crimen y recoges esto y lo otro, o cuando cumples una orden de registro, hay que tener en cuenta todas las piezas.

– ¿Y en este caso?

El detective sonrió. Sacó una pistola dentro de una bolsa de plástico sellada. Me tendió el arma y la miré a través del plástico. Vi residuos de polvo recogehuellas en la culata y el cañón.

– Tenga cuidado -dijo-. No creo que esté cargada, pero el seguro está en la culata, así que… -sonrió-. Le sorprendería saber cuántos accidentes tienen lugar en las salas de pruebas cuando la gente empieza a mover armas que se suponen descargadas.

Alcé el arma con cautela.

– No parece gran cosa -dije.

El detective asintió.

– Una mierda de arma -dijo sacudiendo la cabeza-. De las más baratas que se pueden encontrar. Fabricada por una compañía de Ohio que crea los componentes por separado y luego los ensambla, los mete en una caja y los envía a armerías de poca monta. Una buena armería nunca vendería una basura como ésta. Y ningún profesional auténtico la emplearía.

– Pero funciona, ¿no?

– Más o menos. Es una automática del veinticinco. Un calibre pequeño. Pesa poco. Los asesinos profesionales (y por aquí no tenemos tantos) nunca utilizarían un arma de usar y tirar como ésta. Poco fiable. No es fácil de manejar, el seguro y el percutor se encasquillan y, a menos que se dispare desde muy cerca, no es muy precisa. Y tampoco tiene mucha potencia. No detendría a un pitbull de tamaño medio ni a un violador, a menos que consigas darles en la cabeza con el primer tiro.

Volvió a sonreír mientras yo examinaba el arma.

– O la dispararas desde muy cerca. Por ejemplo, un enamorado a su pareja. -Sonrió de nuevo.

– Pero, hablando en general, no es aconsejable acercarte tanto a la persona que intentas matar.

Asentí, y el detective se dejó caer en su asiento.

– ¿Ve? -añadió-. Se aprende algo nuevo cada día.

Levanté de nuevo el arma, colocándola a la luz, como si pudiera decirme algo.

– Claro, ahora que le he dicho lo mala que es el arma, he de agregar que en este caso cumplió con su cometido -dijo el detective-. Más o menos.

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