Nerviosa, Hope estaba ante la puerta de O'Connell llave en mano. Tras ella, la señora Abramowicz estaba asomada a su propia puerta, con los gatos arremolinados en torno a sus pies. Gesticuló ansiosamente para que Hope continuara.
– Yo vigilaré. No pasará nada. Pero dése prisa -susurró la anciana.
Hope inspiró hondo y encajó la llave en la cerradura. No estaba segura de lo que hacía ni de qué buscaba, y tampoco sabía exactamente qué esperaba descubrir. Pero mientras giraba la llave con un leve chasquido, imaginó a O'Connell regresando a su apartamento. Pudo sentir su aliento tras la oreja, imaginó el siseo de su voz. Apretó los dientes y se dijo que lucharía con fuerza, llegado el caso.
– Rápido, querida -la apremió la señora Abramowicz-. Descubra qué les ha hecho a mis gatos.
Hope abrió la puerta y entró.
No supo si cerrarla o dejarla entornada. «¿Y ahora qué? -pensó-. Si vuelve, estaré atrapada aquí. No hay puerta trasera ni escalera de incendios. No hay forma de huir.» Cerró la puerta casi del todo. Al menos contaba con que la señora Abramowicz la advirtiera si veía entrar a O'Connell, si la anciana era capaz de advertirla.
Observó el apartamento. Todo estaba sucio y descuidado. A O'Connell no le importaba su entorno inmediato. No había pósters en las paredes, ni plantas en la ventana, ni una alfombra de colores vivos. Tampoco había televisor ni aparato de música. Sólo algunos libros de informática en un rincón. El apartamento era decrépito y austero: el refugio de un monje. Esto inquietó a Hope; la constatación de que toda la vida de Michael O'Connell discurría en su mente perversa. Vivía en un lugar diferente de donde dormía.
Hizo acopio de valor y se dijo: «Memoriza y recuérdalo todo.»
Sacó un papel y cogió un bolígrafo. Dibujó un burdo esbozo del apartamento y luego se volvió hacia la mesa. Era de madera barata y estaba apoyada en dos archivadores de metal negros. Había una única silla, colocada delante de un ordenador portátil. El ambiente tenía una simplicidad total: pudo imaginar a O'Connell sentado ante la pantalla, su frío resplandor bañándole el rostro concentrado. El ordenador parecía nuevo. Estaba abierto y el piloto ámbar encendido.
Hope prestó atención a algún sonido procedente del pasillo y luego se sentó delante del ordenador. Anotó la marca y el modelo. Luego contempló la pantalla negra. Como un operario que busca un cable expuesto, tocó el ratón. La máquina zumbó y la pantalla destelló al cobrar vida.
Hope se quedó de una pieza: el salvapantallas era una foto de Ashley.
Estaba un poco desenfocada, y parecía tomada deprisa a pocos metros de distancia. La mostraba en el acto de girarse con gesto de sorpresa. Su expresión reflejaba miedo.
Hope la contempló y oyó su propia respiración entrecortada. Aquella foto le dijo varias cosas, ninguna de ellas buena. Le dijo que O'Connell adoraba ese momento en que Ashley, pillada desprevenida, mostraba miedo.
Era amor, pensó. De la peor clase.
Mordiéndose el labio, movió el cursor hasta «Mis documentos» e hizo clic. Había cuatro carpetas: «Ashley amor», «Ashley odio», «Ashley familia» y «Ashley futuro».
Hizo clic en la primera y salió un recuadro: «Introducir contraseña.» Abrió «Ashley odio». Igual que la anterior.
Sacudió la cabeza. Pensó que podría encontrar la contraseña si se concentraba, pero le preocupaba el tiempo que llevaba allí. Cerró todo y dejó el ordenador tal como estaba. Luego abrió los archivadores, que estaban vacíos aparte de algunos lápices y papeles de impresora.
Cuando se levantó, se sintió un poco mareada. «Deprisa -se dijo-. Estás forzando tu suerte.» Miró alrededor y decidió echar un vistazo al dormitorio.
La habitación olía a sudor y descuido. Rebuscó un poco en una cómoda desvencijada. Había un colchón en un somier, con un revoltijo de sábanas y mantas encima. Se agachó y miró bajo la cama. Nada. Se volvió hacia el armario. Contenía unas chaquetas y camisas, una única chaqueta negra cruzada, dos corbatas, una camisa de vestir y unos pantalones grises. Nada fuera de lo común. Estaba a punto de volverse cuando vio en un rincón una única bota de trabajo, con un calcetín de deporte gris manchado de tierra encima. Estaba parcialmente cubierta por un montón de prendas sudadas.
Una única bota.
Buscó la pareja, sin éxito.
Se quedó inmóvil, mirando la bota como si pudiera decirle algo. Luego se inclinó, extendió la mano hasta el fondo y apartó las ropas para apoderarse de la bota. Era pesada y pensó que tenía algo dentro. Como un cirujano que retira un trozo de piel, quitó el calcetín y echó un vistazo al interior.
Gimió.
Dentro de la bota había una pistola.
Fue a cogerla, pero se dijo: «No la toques.» No supo por qué.
Una parte de ella quiso cogerla, robarla, quitársela a O'Connell. «¿Es ésta la pistola que usará para matar a Ashley?»
Se sintió atrapada, como si la retuvieran bajo el agua. Sabía que si cogía el arma O'Connell sabría que uno de ellos había estado allí. Y reaccionaría, tal vez de manera violenta. Tal vez tenía otra arma en alguna parte. Tal vez, tal vez. Dudas y cuestiones se debatían en su interior. Deseó que hubiera algún modo de volver estéril el arma, como quitarle el percutor. Lo había leído una vez en una novela policíaca, pero no sabía cómo hacerlo. Y llevarse las balas sería inútil. Él sabría que alguien había estado allí, y simplemente las sustituiría.
Miró la pistola. En un lado del cañón vio la marca y el calibre: 25.
Sin saber si era lo adecuado, devolvió la bota al rincón del armario y luego puso las ropas exactamente como estaban antes.
Quiso correr. ¿Cuánto tiempo llevaba en el apartamento? ¿Cinco minutos? ¿Media hora? Le pareció oír pasos, voces. «¡Márchate ya!», se ordenó.
Se incorporó, dejó atrás el cuarto de baño y fue a la pequeña cocina. «Los gatos», recordó. La señora Abramowicz esperaba esa información.
No había mesa, sólo un frigorífico, una cocina pequeña de cuatro quemadores y un par de estantes llenos de sopas en lata y preparados. No había comida para gatos, ni raticida para mezclar en una comida letal. Abrió el frigorífico. Algunos embutidos y un par de cervezas eran todo lo que O'Connell guardaba dentro. Cerró la puerta y entonces, casi por instinto, abrió el congelador, esperando ver un par de pizzas congeladas.
Lo que vio fue un mazazo y apenas pudo sofocar un grito.
Los cadáveres congelados de varios gatos la miraron sin verla. Uno de ellos tenía los dientes expuestos, como una gárgola, en una mueca aterradora.
El pánico se apoderó de Hope. Dio un paso atrás, la mano sobre la boca, el corazón desbocado, sintiendo náuseas y mareo. Necesitaba gritar, pero tenía la garganta atenazada. Cada fibra de su ser le decía que huyera, que saliera de allí para no regresar nunca. Trató de calmarse, pero era una batalla perdida. Cerró el congelador con mano temblorosa.
En el pasillo oyó de pronto un siseo.
– ¡Rápido, querida! ¡Alguien sube en el ascensor!
Hope corrió hacia la puerta.
– ¡Aprisa! -susurraba la señora Abramowicz-. ¡Aprisa!
La anciana estaba en la puerta de su apartamento cuando Hope salió al pasillo. Vio el indicador del ascensor que empezaba a subir, y cerró la puerta de O'Connell. Tanteó con la llave y estuvo a punto de dejarla caer al tratar de encajarla en la cerradura.
La señora Abramowicz retrocedió para dejarle espacio. Los gatos a sus pies se movían inquietos, como si hubieran captado el miedo en la voz de la anciana.
– ¡Deprisa, deprisa!
La anciana había desaparecido en su apartamento, dejando la puerta apenas entornada. La llave por fin giró y Hope se volvió hacia el ascensor. Lo vio llegar a la planta.
Se quedó petrificada.
El ascensor pareció detenerse, pero siguió hacia arriba.
Los oídos le zumbaban y cada sonido parecía lejano, como un eco en un desfiladero. Se evaluó el corazón, los pulmones y la mente, tratando de ver qué funcionaba todavía y qué estaba paralizado por el miedo.
La señora Abramowicz abrió un poco más la puerta y asomó la cabeza al pasillo.
– Falsa alarma, querida -suspiró-. ¿Has averiguado qué les pasó a mis gatos?
Hope inhaló hondo para calmarse.
– No -mintió-. Ni rastro de ellos. -Vio decepción en los ojos de la anciana-. Creo que debería marcharme ya -añadió, y se guardó la llave del apartamento de O'Connell en el bolsillo de la chaqueta mientras se volvía rápidamente hacia las escaleras. Esperar el ascensor requeriría una sangre fría que ya no tenía.
Hope bajó corriendo, con un nudo en la boca del estómago. Necesitaba salir de allí. De pronto vio una silueta en el portal, acechando en la oscuridad ante ella. Casi se quedó petrificada de terror, pero eran dos inquilinos que entraban. Pasó entre ellos, salió a la fría noche y agradeció la oscuridad.
– ¡Eh! -protestó uno de ellos, pero ella prosiguió sin mirar atrás.
Casi tropezó al bajar los escalones y finalmente se dirigió a su coche, las llaves temblándole en las manos. Subió bruscamente y una voz interior le gritó: «¡Huye! ¡Escapa ahora!» Estaba a punto de arrancar cuando de nuevo se quedó petrificada.
Michael O'Connell venía por la acera opuesta.
Lo observó detenerse ante el edificio, sacar las llaves del bolsillo y, sin mirar en su dirección, subir los escalones y entrar. Hope esperó y unos instantes después vio encenderse las luces en el apartamento.
Temió que de algún modo él supiera que ella había estado allí. Que hubiera movido algo, dejado alguna cosa fuera de su sitio. Puso el coche en marcha y sin mirar atrás condujo hasta la esquina, luego giró y continuó por una amplia calle a lo largo de varias manzanas, hasta que vio un sitio a la izquierda donde aparcar. Lo hizo y pensó: «¿Cuánto ha sido? ¿Tres minutos? ¿Cuatro? ¿Cinco?» ¿Cuántos minutos habían transcurrido entre su salida y el regreso de O'Connell?
El estómago se le tensó, y la náusea del miedo finalmente la venció. Abrió la puerta y vomitó en la acera todo el té Earl Grey de la señora Abramowicz.
Scott empezó temprano a la mañana siguiente. Se despertó en su hotel barato antes del amanecer, y condujo bajo la mortecina luz de noviembre hasta un lugar frente a la casa donde había crecido Michael O'Connell. Apagó el motor y permaneció en el coche, esperando, sintiendo los primeros atisbos del invierno colarse en el interior. Era una calle triste, un poco mejor que un camping de caravanas, pero no demasiado. Todas las casas ofrecían un aspecto paupérrimo y necesitaban reparación. La pintura se desconchaba y los canalillos se habían soltado de los tejados, había juguetes rotos, coches abandonados y vehículos para la nieve desmantelados ensuciando más de un patio. Las puertas mosquiteras se agitaban con el viento. Más de una ventana estaba remendada con láminas de plástico grueso. Parecía un lugar dejado de la mano de Dios. Un sitio para whisky barato y latas de cerveza, billetes de lotería y sueños moteros, tatuajes y borracheras de sábado por la noche.
Los adolescentes se preocupaban probablemente por los embarazos y el hockey a partes iguales, y las personas mayores se consumirían preguntándose si sus pequeñas pensiones los salvarían de la beneficencia. Era uno de los lugares menos acogedores que había visto Scott.
Como en el instituto la tarde anterior, se sabía completamente fuera de lugar.
Permaneció en el coche, viendo la corriente matutina de niños hacia los autobuses escolares y hombres y mujeres al trabajo con la fiambrera bajo el brazo. Cuando las cosas se calmaron, se apeó. Tenía un fajo de billetes de veinte dólares en el bolsillo y calculó que iba a gastar unos pocos esa mañana.
Volviendo la espalda a la casa de O'Connell, Scott se dirigió a la de enfrente.
Llamó con los nudillos e ignoró los frenéticos ladridos de un perro. Tras unos segundos, una voz de mujer le ordenó al perro que se callase, y la puerta se abrió.
– ¿Sí? -Tenía más de treinta años y un cigarrillo le colgaba de los labios; vestía una bata rosa con el logotipo de unos grandes almacenes. En una mano sujetaba una taza de café y con la otra retenía al perro por el collar-. Lo siento -dijo-. Es muy bueno, pero se asusta de la gente y les salta encima. Mi marido me dice que tengo que adiestrarlo mejor, pero… -Se encogió de hombros.
– No importa -dijo Scott, hablando a través de la mosquitera exterior.
– ¿En qué puedo ayudarle?
– Pertenezco al departamento de libertad condicional de Massachusetts. Estamos haciendo una comprobación previa a la sentencia sobre alguien acusado por primera vez. Un tal Michael O'Connell. Solía vivir aquí. ¿Lo conoció usted?
La mujer asintió.
– Un poco. No lo he visto desde hace un par de años. ¿Qué ha hecho?
Scott lo pensó un segundo antes de contestar.
– Es una acusación por robo.
– Ha robado algo, ¿eh?
«Exacto», pensó Scott, y dijo:
– Eso parece.
La mujer hizo una mueca.
– Y lo han pillado por tonto, ¿eh? Siempre pensé que haría algo más inteligente.
– Un tipo listo, ¿eh?
– Se hacía el listo. No estoy segura de que lo sea.
Él sonrió.
– En realidad lo que nos interesa es su historial. Todavía tengo que entrevistar a su padre, pero, ya sabe, a veces los vecinos…
La mujer asintió vigorosamente.
– No sé gran cosa. Sólo llevamos aquí un par de años. Pero el viejo… bueno, lleva aquí desde la Edad de Piedra. Y no es demasiado popular.
– ¿Cómo es eso?
– Vive de una pensión. Trabajaba en el astillero de Portsmouth. Tuvo un accidente hará unos diez años. Dice que se lastimó la espalda. Recibe tres cheques todos los meses: de la compañía, del estado y de los federales también. Pero, para ser un tipo incapacitado, parece en buena forma. Hace chapuzas arreglando tejados. Mi marido dice que cobra en negro. Siempre supuse que algún tipo de Hacienda acabaría por aparecer haciendo preguntas.
– ¿Sólo por eso tiene mala fama?
– Es un borracho cabrón. Y cuando se emborracha, arma jaleo. Grita a viva voz en mitad de la noche, aunque no tiene a nadie a quien gritarle. A veces sale y dispara una escopeta que guarda en esa leonera que llama casa. Hay chiquillos cerca, pero no le importa. Una vez le pegó un tiro al perro de unos vecinos. No al mío, por suerte. Disparó sin ningún motivo, sólo porque podía. Es un mal bicho.
– ¿Y el hijo?
– A ése apenas lo conocí. Pero ya sabe, de tal palo tal astilla.
– ¿Qué hay de la madre?
– Murió hará unos ocho o diez años. Yo no la conocí. Fue un accidente, o eso dicen. Algunos piensan que se quitó la vida. Otros le echan la culpa al viejo. La policía lo investigó a fondo, pero luego la cosa se enfrió. Tal vez haya algo en los periódicos de entonces, no lo sé. Sucedió antes de que yo llegara aquí.
El perro ladró una vez más, y Scott retrocedió.
– Gracias por su ayuda -dijo-. Y, por favor, que esto sea confidencial. Si la gente empieza a hablar, puede estropear nuestra investigación…
– Ah, claro -dijo la mujer. Empujó al perro con el pie, y le dio una calada al cigarrillo-. Oiga, ¿no pueden ustedes meter al viejo entre rejas junto con el hijo? Seguro que la vida sería más tranquila por aquí.
Scott pasó el resto de la mañana en el barrio, fingiendo ser distintos investigadores. Sólo una vez le pidieron que se identificara, pero se libró de esa entrevista rápidamente. No descubrió gran cosa. Parecía que la familia O'Connell era anterior a la mayoría de los actuales habitantes, y la mala impresión que había causado limitaba su contacto con los vecinos. Su falta de popularidad ayudó a Scott en un sentido: la gente estaba dispuesta a hablar. Pero sus palabras simplemente reforzaban lo que Scott ya había oído, o suponía.
El viejo O'Connell no salió de su casa en ningún momento. Al lado había una pequeña furgoneta Dodge negra y Scott supuso que era el vehículo del viejo. Sabía que tendría que llamar a esa puerta, pero todavía no estaba seguro de por quién hacerse pasar. Decidió ir a la biblioteca local para indagar sobre la muerte de la señora O'Connell.
La biblioteca, en contraste con los cascados edificios y el camping de caravanas, era un edificio de dos plantas de ladrillo y cristal, adjunto a una comisaría de policía nueva y un complejo de oficinas.
Scott se acercó al mostrador y una mujer delgada y pequeña, tal vez diez años mayor que Ashley, dejó de colocar tarjetas en los libros y le preguntó:
– ¿Puedo ayudarlo?
– Sí -dijo él-. ¿Tienen ustedes archivados los anuarios del instituto? ¿Y podría ver los microfilms de la prensa local?
– Claro. La sala de microfilms está ahí mismo -dijo la mujer, señalando una habitación lateral-. ¿Necesita ayuda con la máquina?
Scott negó con la cabeza.
– Podré arreglármelas. ¿Y los anuarios?
– En la sección de consulta. ¿Qué año busca?
– Lincoln High, curso de mil novecientos noventa y cinco.
La joven hizo un gesto de sorpresa y luego sonrió con tristeza.
– Mi clase. Tal vez pueda ayudarlo.
– ¿Conoció usted a Michael O'Connell?
Ella se quedó inmóvil.
– ¿Qué ha hecho? -susurró por fin.
Sally revisaba textos legales y artículos de revistas buscando algo, pero no estaba segura de qué exactamente. Cuanto más leía, calibraba y analizaba, peor se sentía. Una cosa era indagar en el aspecto intelectual del delito, se dijo, donde las acciones se veían en el mundo abstracto de los tribunales, con alegatos y pruebas, investigaciones e interrogatorios, confesiones y forenses. El sistema de justicia penal estaba diseñado para sangrar a la humanidad de sus acciones. Neutralizaba la realidad de un delito, convirtiéndolo en algo teatral. Y en ese proceso ella se sentía cómoda y familiarizada. Pero ahora estaba dando un paso en una dirección muy distinta.
Elegir un delito.
Luego pergeñar cómo hacérselo cometer a O'Connell.
Después meterlo en la cárcel por una larga temporada.
Y finalmente retomar sus vidas normales.
Parecía sencillo. El entusiasmo de Scott había sido contagioso, hasta que ella se sentó y se puso a estudiar las diversas posibilidades.
Lo mejor que había encontrado hasta ahora era fraude y extorsión. Sería difícil, pero probablemente podrían reunir todos los actos de O'Connell hasta entonces y lograr que parecieran un plan para chantajearles a ella y a Scott a cambio de dinero. Sí, podría conseguir que todo lo que había hecho O'Connell (sobre todo su acoso a Ashley) apareciera como un plan perverso y premeditado. Lo único que tendría que idear era alguna amenaza clara e inequívoca, del tipo «si no me pagas tanto dinero, os destruiré a ti y a tu familia». Por un lado, Scott podría declarar bajo juramento que le había entregado cinco mil dólares en Boston, que O'Connell había exigido más y que lo había presionado con amenazas. Podrían incluso justificar por qué no habían llamado a la policía antes, alegando que tenían miedo de la reacción de O'Connell.
El problema («o el primer problema de una larga lista», pensó Sally con tristeza) era lo que Scott dijo después de entregarle los cinco mil dólares: su impresión de que O'Connell llevaba un micrófono oculto que grabó toda la conversación. Si eso era cierto, serían considerados perjuros. O'Connell saldría libre, ellos podrían enfrentarse a una acusación, y su trabajo y el de Scott podrían correr peligro. Volverían a punto cero, estarían metidos en problemas y no habría nada que se interpusiera entre Ashley y la ira de O'Connell.
Y aunque tuvieran éxito, no había ninguna garantía de que O'Connell no consiguiera una sentencia reducida. ¿Un par de años? ¿Cuánto tiempo entre rejas haría falta para que Ashley se liberase de su obsesión? ¿Tres años? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Podría estar alguna vez completamente segura de que O'Connell no iba a aparecer en su puerta?
Sally se reclinó en el asiento.
«Mátalo», se dijo. Dejó escapar un gemido. No podía creer lo que su propia mente le estaba sugiriendo. «¿Qué tiene de especial tu vida como para que no pueda ser sacrificada?»
Aquella pregunta en principio descabellada tenía cierto sentido. Sally no amaba su trabajo y tenía serias dudas respecto a su relación con Hope. Habían pasado meses desde la última vez que experimentara alegría por ser quien era. ¿El significado de la vida? Quiso echarse a reír, pero no pudo. Era una abogada de una ciudad pequeña que se hacía vieja y veía las arrugas de la preocupación grabarse en su cara cada día. Le parecía que la única marca que dejaría de su paso por la vida era Ashley. Su hija podría haber sido el resultado de una mentira de amor, pero era lo mejor que Sally y Scott habían conseguido en su breve tiempo de convivencia.
«Merece la pena morir por su futuro.»
De nuevo Sally se sorprendió a sí misma. «Estoy pensando locuras.» Pero locuras que tenían sentido.
«Mátalo», se repitió.
Y luego tuvo otro pensamiento aún más extraño: «O haz que él te mate a ti. Y luego pague por ello.»
Se echó hacia atrás y contempló los libros y textos que la rodeaban.
Alguien tenía que morir. De pronto estuvo segura de ello.
Tuve pesadillas por primera vez desde que me había involucrado en aquella historia.
Llegaron de improviso y me hicieron dar vueltas en la cama, empapado de sudor en el sueño. Me desperté en mitad de la noche, fui dando tumbos al cuarto de baño para beber agua y me miré en el espejo. Luego recorrí el pasillo alfombrado y fui a mirar a mis hijos, para asegurarme de que su sueño era apacible.
– ¿Todo va bien? -murmuró mi esposa cuando regresé a la cama, pero se quedó dormida de nuevo antes de que pudiera responderle.
Apoyé la cabeza en la almohada y contemplé los infinitos filos de la oscuridad.
Al día siguiente, la llamé por teléfono.
– Necesito hablar con los protagonistas de este pequeño drama -dije ásperamente-. Lo he estado retrasando demasiado tiempo.
– Sí. Esperaba que tarde o temprano lo pidieras. No estoy segura de que estén dispuestos a hablar contigo en este momento.
– ¿Están dispuestos a que se cuente su historia, pero no a hablar conmigo? -repuse incrédulo.
Cuando ella habló, percibí una lejana pugna en su interior; algunos acontecimientos de la historia se volvían más críticos. Me estaba acercando.
– Tengo miedo -dijo.
– ¿Miedo de qué?
– Hay muchas cosas en equilibrio. Una vida equilibra una muerte. La oportunidad se equilibra con la desesperación. Hay mucho en juego.
– Puedo encontrarlos -dije bruscamente-. No tengo que jugar a este juego del gato y el ratón contigo. Podría buscar en listas de universidades. En bases de datos legales. Ir a páginas web de estudiantes. Webs de mujeres gays. Chats de psicópatas. No sé. Alguno de ellos tendrá suficiente información para que pueda asignar nombres reales, lugares reales y verdades a lo que me has contado.
– ¿Crees que no te he contado la verdad?
– No. Sólo estoy diciendo que sé suficiente para poder continuar por mi cuenta.
– Podrías hacerlo, pero entonces yo dejaría de responder a tus llamadas. Y tal vez nunca sabrías lo que sucedió en realidad. Puede que conozcas algunos hechos, o que logres reunir los detalles para tener la epidermis de la historia. Pero no los órganos vitales bajo la superficie, los que te dicen el porqué. ¿Lo quieres así?
– No -respondí.
– Eso pensaba.
– Jugaré según tus reglas, pero no mucho tiempo más. Estoy llegando al final de la cuerda.
– Sí, lo noto en tu voz -dijo ella, pero no parecía que eso la afectara en absoluto.
Y, sin más, colgó.