Hope advirtió al instante que había cometido un error.
Mientras su mente sopesaba las más descabelladas posibilidades, con el pulgar empujó el seguro hacia abajo, asegurándose de que estuviera en posición de disparo. Alzó la mano enguantada y tiró del percutor para meter una bala en la recámara… algo que debería haber hecho antes de entrar en la casa. El arma se amartilló con un chasquido. Tuvo la terrible idea de que ni ella ni Sally se habían molestado en comprobar si el arma funcionaba correctamente.
Vaciló un instante.
Y O'Connell, que empezaba a levantar las manos en gesto de rendición, de pronto dejó escapar un aullido y se abalanzó contra ella. Hope apretaba ya el gatillo cuando el hombre se le venía encima.
Se produjo una detonación y la pistola medio se le escurrió. Giró hacia atrás y chocó contra la mesa de la cocina, volcándola con estrépito y enviando botellas vacías contra paredes y muebles. Cayó al suelo casi sin respiración. El padre de O'Connell, emitiendo gruñidos viscerales, cayó sobre ella. Le lanzaba manotazos al pasamontañas, tratando de cogerla por el cuello.
Hope no sabía si el primer disparo lo había alcanzado. Trató desesperadamente de volver a dispararle, pero la mano de O'Connell de repente aferró la suya y trató de apartar el arma.
Hope le dio un rodillazo en la entrepierna y lo oyó jadear de dolor, pero no tanto como para soltarle la mano. Era más fuerte que ella y trataba de girar la pistola hacia atrás, para que encañonara a Hope. Al mismo tiempo, continuaba golpeándola con la mano libre. Falló la mayoría de los manotazos, pero la alcanzaron los suficientes para hacerle ver relámpagos de dolor rojo.
Hope soltó una patada y esta vez la fuerza de su pierna los lanzó a los dos hacia atrás, derribando más cosas en la habitación. Una papelera se volcó, esparciendo posos de café y cascaras de huevo por el suelo. Oyó más cristales rompiéndose.
O'Connell padre era un veterano de peleas de bar y sabía que la mayoría se ganan en los primeros golpes. Estaba herido, pero logró ignorar el dolor y pelear con fuerza. Mucho más que Hope, sentía que esa pelea contra un enemigo anónimo y encapuchado era la más importante de su vida. Si perdía, moriría. Empujó más el arma, tratando de colocarla contra el cuerpo de su atacante. Muchos años antes había hecho casi exactamente lo mismo, cuando su esposa borracha acabó muerta.
Hope estaba más allá del pánico. Nunca en su vida había sentido aquella clase de fuerza masculina avasalladora. La adrenalina le pulsaba en las sienes y agitó una mano tratando de encontrar fuerzas. Con un esfuerzo inmenso, golpeó de lado a O'Connell y los dos rodaron contra la encimera. Platos y cubiertos cayeron en cascada alrededor. El movimiento pareció conseguir algo: el hombre gritó de dolor y Hope atisbo una mancha de sangre en el armario blanco. El primer disparo lo había alcanzado en el hombro, pero aun así él luchaba tratando de sobreponerse al dolor.
O'Connell agarró el arma con ambas manos y Hope de repente lo golpeó con el brazo libre, haciéndole chocar la cabeza contra el armario del fregadero. Pudo ver su rostro convertido en una máscara de furia y terror. Alzó la rodilla de nuevo y volvió a darle en la entrepierna. Lo empujó y le golpeó la mandíbula. O'Connell retrocedió, conmocionado por el furioso ataque, pero siguió reteniéndola bajo su peso.
Ella lo golpeó con la mano izquierda, manteniendo con la derecha una fiera presa sobre el arma para impedir que la apuntara. Y en ese momento sintió que él aflojaba la presión sobre la pistola. Hope supuso que O'Connell cedía, pero entonces una súbita punzada de lacerante dolor le recorrió el cuerpo. Puso los ojos en blanco y estuvo a punto de desmayarse. La negrura que amenazaba con engullirla giraba mareante a su alrededor.
O'Connell había cogido un cuchillo de cocina de entre el caos que los rodeaba y se lo había clavado en el costado, buscándole el corazón. Hope sintió la punta de la hoja hincándose. Su único pensamiento fue: «Es ahora. Vive o muere.»
Forcejeó con la pistola y logró volverla hacia la cara de O'Connell mientras se retorcía en una combinación de dolor y furia. La llevó bajo la barbilla del hombre justo cuando la hoja del cuchillo parecía buscarle el alma, y apretó el gatillo.
Scott quiso mirar la esfera fluorescente de su reloj, pero no se atrevía a apartar los ojos del cobertizo y la puerta lateral de la casa. Entre dientes, contaba los segundos pasados desde que había visto la oscura figura de Hope desaparecer en el interior de la casa.
Estaba tardando demasiado.
Se apartó un paso de su escondite, pero luego retrocedió, inseguro de qué hacer. Una parte de él le gritaba que todo había salido mal, que todo era un lío, que huyese por piernas antes de ser absorbido aún más en un desastroso remolino de acontecimientos nefastos. El miedo, como una ola, amenazaba con ahogarlo.
Tenía la garganta seca y los labios agrietados. La noche parecía estar congelándolo y se subió el cuello alto del jersey. Se ordenó marcharse. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, debía largarse de allí.
Pero no lo hizo. Sus ojos escrutaron la oscuridad y sus oídos se aguzaron. Miró a derecha e izquierda y no vio a nadie.
Hay momentos en que uno sabe que tiene que hacer algo, pero todas las opciones parecen más peligrosas que la anterior, y cada elección parece augurar algo malo. Pasara lo que pasase, Scott sabía que de algún modo la vida de Ashley podía depender de lo que él hiciera en los siguientes segundos.
Tal vez las vidas de todos ellos.
Y a pesar del pánico que crecía en su interior, tomó aliento y, tratando de desechar cualquier pensamiento, consideración, posibilidad u opción, echó a correr hacia la casa.
Hope quiso gritar, pero apenas logró emitir un gemido débil y entrecortado.
El segundo disparo había alcanzado a O'Connell directamente bajo la barbilla, se había abierto paso a través de la boca, rompiendo dientes y destrozando lengua y encías, y finalmente se había alojado en su cerebro, matándolo de manera casi instantánea. El impulso del disparo lo empujó hacia atrás, casi quitándoselo de encima, pero luego volvió a caer sobre ella, de modo que quedó bajo su cuerpo, casi asfixiada por su peso.
O'Connell todavía aferraba el cuchillo, pero la fuerza que lo impulsaba había desaparecido. Hope casi perdió el conocimiento, cegada por un súbito arrebato de dolor que envió rayos de fuego por todo su costado, hasta sus pulmones y su corazón, y rayos de negra agonía a su cabeza. Se sintió bruscamente exhausta, y una parte de ella pareció querer abandonarse, cerrar los ojos y dormirse allí mismo. Pero la fuerza de voluntad le dio fuerzas para intentar quitarse de encima el cadáver. Probó una vez y otra, hasta que el cuerpo pareció retroceder unos centímetros. Empujo por enésima vez. Era como intentar mover un peñasco.
Oyó abrirse la puerta, pero no pudo ver quién era. Luchó contra el desvanecimiento, jadeando en busca de aire.
– ¡Dios mío!
La voz le sonó familiar y Hope gimió.
De repente, como por arte de magia, el peso del cadáver desapareció y Hope pudo respirar. En ese momento, el cadáver cayó sobre el suelo de linóleo junto a ella.
– ¡Hope! ¡Hope!
Ella oyó que susurraban su nombre y se volvió hacia el sonido. A pesar del dolor, consiguió esbozar una sonrisa.
– Hola, Scott -dijo-. He tenido algunos problemas.
– Tenemos que sacarte de aquí.
Ella asintió y se esforzó por sentarse en el suelo. El cuchillo todavía sobresalía en su costado. Scott intentó cogerlo, pero ella negó con la cabeza.
– No lo toques -advirtió.
– Vale, tranquila.
La ayudó a incorporarse y Hope logró ponerse en pie. Por un momento su mareo aumentó, pero logró recuperarse. Apretando los dientes y apoyándose en Scott, pasó por encima del cadáver del padre de O'Connell.
– Necesito aire -dijo. Pasó un brazo por su hombro y él la guió hasta la puerta-. La pistola… -susurró-. La pistola, no podemos dejarla aquí.
Scott miró alrededor y vio el arma en el suelo. La recogió y la metió en la mochila de Hope, que se echó al hombro.
– Salgamos -dijo.
Salieron fuera y Scott la ayudó a apoyarse contra la pared.
– Tengo que pensar -dijo él.
Ella asintió, respirando el aire fresco. Eso la ayudó a despejar la cabeza de la bruma que la envolvía. Se enderezó un poco.
– Puedo moverme -dijo.
Scott estaba dividido entre el pánico y la determinación. Sabía que tenía que pensar con claridad y eficacia. Le quitó el pasamontañas y de pronto vio por qué Sally se había enamorado de ella. Era como si el dolor de lo que había hecho se hubiera marcado en su cara con las más valientes pinceladas. En ese instante pensó que Hope se había sacrificado tanto por Ashley como por Sally y él.
– Debo de haber sangrado en el suelo… -dijo ella-. Si la policía…
Scott asintió y reflexionó un momento.
– Espera aquí. ¿Podrás hacerlo?
– Estoy bien -mintió ella-. Estoy lastimada, no lesionada -dijo, usando un viejo tópico de los deportistas. Si sólo estás lastimada, puedes seguir jugando. Si estás lesionada, no.
– Ahora mismo vuelvo -dijo Scott.
Rodeó la esquina de la casa y se agachó para observar el caos de piezas de motor, herramientas, latas de pintura oxidadas y trozos de tejado. Sabía que allí estaba lo que necesitaba, pero dudaba de localizarlo en la penumbra.
Rogó que la suerte acudiera en su ayuda. Y de pronto vio lo que necesitaba: un bidón de plástico rojo. «Por favor -suplicó mentalmente-. No estés vacío.»
Cogió el bidón, lo sacudió y notó que un tercio estaba lleno de líquido. Abrió la tapa y aspiró el inconfundible olor de la gasolina rancia.
Volvió sobre sus pasos con sigilo y entró en la casa.
Sintió unas súbitas náuseas, pero las contuvo. Antes había estado completamente concentrado en Hope y en sacarla de allí, pero esta vez estaba solo con el cadáver y, por primera vez, vio el ensangrentado rostro hecho un abominable amasijo. Boqueó y se ordenó conservar el temple, en vano. El corazón se le desbocó, y todo a su alrededor cobró una súbita intensidad. El desorden provocado por la lucha parecía brillar como pintado con colores vibrantes. Pensó que la muerte violenta lo volvía todo más brillante, no más oscuro.
Se tambaleó un poco y miró hacia donde Hope había estado atrapada bajo el cuerpo de O'Connell, en busca de rastros de sangre, y vio gotas rojas por el suelo. Derramó gasolina sobre ese sitio y luego roció la camisa y los pantalones del muerto. Miró alrededor y vio una pequeña toalla. La frotó en la mezcla de sangre y gasolina del pecho del cadáver y se la guardó en el bolsillo.
Lo asaltó otra oleada de náuseas, pero se sobrepuso: cada segundo que siguiera allí aumentaba la probabilidad de dejar alguna pista delatora. Fue dejando charcos de gasolina por el suelo hasta la cocina. Había cerillas en la encimera.
Encendió la cajetilla entera, y la lanzó hacia el pecho del padre de O'Connell.
La gasolina estalló en llamas. Durante un segundo observó el fuego expandirse, y a continuación se dio la vuelta y regresó a la noche.
Encontró a Hope en el mismo sitio. Con la mano enguantada sujetaba el mango del cuchillo, que aún asomaba de su costado.
– ¿Puedes moverte? -le preguntó.
– Creo que sí… -respondió ella.
Al amparo de las sombras, avanzaron lentamente hasta la calle. Scott la rodeaba con un brazo para que se apoyase en él, y prosiguieron por la oscuridad. Ella lo guió hacia su coche. Ninguno de los dos miró hacia atrás. Scott rogó que el incendio tardara en propagarse y pasaran varios minutos antes de que algún vecino reparase en las llamas.
– ¿Estás bien? -susurró.
– Puedo conseguirlo -respondió ella, apoyándose contra él. El aire de la noche la había despejado un poco y estaba controlando el dolor, aunque cada paso que daba le provocaba una punzada. Alternaba entre la confianza y la determinación, y la desesperación y la flaqueza. Sabía que no importaba cómo hubiera planeado Sally el resto del plan, no iba a suceder como estaba previsto. La sangre que sentía agolparse en la herida se lo decía.
– Vamos, un último esfuerzo -la animó Scott.
– Sólo somos una pareja que sale a dar un paseo nocturno -bromeó Hope a pesar del dolor-. A la izquierda en la esquina; el coche está a media calle.
Cada paso parecía más lento que el anterior. Scott no sabía qué haría si se acercaba un coche, o si alguien salía y los veía. A lo lejos oyó perros ladrando. Mientras rodeaban tambaleándose la esquina, como si fueran una pareja achispada, vio el coche. La fiesta de la casa cercana estaba en su apogeo.
Reuniendo fuerzas de flaqueza, Hope consiguió enderezarse con un esfuerzo supremo.
– Ponme al volante -dijo con decisión.
– No puedes conducir -dijo Scott-. Necesitas ir a un hospital.
– Sí, pero no aquí -respondió ella.
Hope estaba calculando, tratando de conservar la cabeza despejada, aunque el dolor lo hacía difícil.
– Las malditas matrículas -masculló-. Vuelve a cambiarlas.
Eso confundió a Scott. No entendía a qué venía eso, cuando llevarla a urgencias parecía lo único importante.
– Pero… -repuso.
– ¡Hazlo!
La ayudó a sentarse al volante, como ella había pedido. Luego cogió la bolsa con las matrículas y, respirando hondo y tras dirigir una mirada a la casa donde se celebraba la fiesta, las cambió tan rápidamente como pudo. Cogió las robadas y las metió en la mochila junto con la pistola y la pequeña toalla manchada de gasolina y sangre, ambas en una bolsa de plástico.
Volvió al lado del conductor. Hope, que había metido la llave en el contacto, se demudó de dolor al quitarse la cinta de tobillos y muñecas y los dos pares de guantes. Se lo entregó todo a Scott. Él se quedó sin saber qué hacer, mientras ella se arrancaba el cuchillo de un tirón.
– ¡Dios! -gimió. Echó atrás la cabeza y estuvo a punto de desmayarse, pero una segunda oleada de dolor la mantuvo consciente. Inhaló bruscamente.
– Tengo que llevarte a un hospital -repitió Scott.
– Iré sola -repuso Hope-. Tú tienes demasiadas cosas que hacer. -Señaló el cuchillo-. Me lo quedaré yo -dijo, y lo dejó caer al suelo del coche y con el pie lo empujó bajo el asiento.
– Yo podría deshacerme de él.
A Hope le costaba pensar, pero negó con la cabeza.
– Deshazte de esas cosas, y de las matrículas, en algún sitio donde no las relacionen con este coche -dijo. Intentaba recordarlo todo, organizarse, pero el dolor le nublaba el raciocinio. Ojalá Sally estuviera allí, pues no le pasaría por alto ningún detalle. Era buena en eso, pensó Hope. Se volvió hacia Scott, y trató de verlo como si fuera parte de Sally, cosa que, imaginó, había sido en el pasado-. Muy bien -prosiguió-. Seguiremos con el plan. Estoy bien para conducir. Haz lo que tengas que hacer… -Señaló la mochila con la pistola.
– No puedo dejarte -contestó él-. Sally nunca me perdonaría.
– No tendrá oportunidad de perdonarte si no te marchas. Ya vamos con retraso. Lo que tienes que hacer ahora es crucial.
– ¿Estás segura?
– Sí -dijo Hope, aunque no estaba segura de nada-. Vete. Vete ahora.
– ¿Qué le digo a Sally?
Una docena de pensamientos cruzaron la mente de Hope.
– Dile que estaré bien. La llamaré más tarde.
– ¿Estás segura? -Miró la herida de su costado y el negro mono de mecánico manchado de sangre.
– No es tan malo como parece -mintió ella-. Vete, antes de que lo estropeemos todo.
La idea de que, después de todo lo que había hecho, pudieran fracasar la martirizaba. Agitó la mano hacia Scott.
– Vete.
– De acuerdo -respondió él, y se irguió dando un paso atrás.
– Oh, Scott -añadió ella.
– ¿Sí?
– Gracias por acudir en mi ayuda.
Él asintió.
– Tú hiciste el trabajo difícil -dijo. Cerró la puerta y vio cómo Hope se inclinaba y ponía el coche en marcha.
Se retiró mientras ella arrancaba y contempló cómo el coche se perdía calle abajo, solo en la oscuridad hasta que las luces traseras desaparecieron. Entonces se echó la mochila a la espalda y corrió hacia la parada del autobús. Sabía que iba con retraso y podía ser desastroso, pero aún tenía que cumplir con el resto de su misión. No estaba seguro de lo que iba a hacer Hope el resto de la noche, pero la suerte de todos la acompañaría, aunque en realidad esa noche hacía falta suerte también en otros sitios.
Sally estaba aparcada en un centro comercial, esperando a Scott. Consultó su reloj y comprobó el cronómetro. Cogió el móvil y pensó si llamar o no, pero decidió abstenerse. Estaba a tres cuartos de hora de Boston, cerca de la interestatal, un lugar elegido por los mismos motivos que el lugar donde se reunió con Hope para entregarle la pistola, pero diferente, pues proporcionaría a Scott acceso fácil para volver al oeste de Massachusetts.
Se apoyó en el reposacabezas y cerró los ojos. No se permitiría torturarse repasando todos los posibles desastres que podían haber ocurrido esa noche. Eran neófitos en el arte de matar, pensó. Puede que cada uno tuviera la experiencia que hizo que la planificación, la organización y la concepción de la muerte parecieran manejables y factibles, pero, en lo referente a la ejecución del plan, eran novatos absolutos. Ningún profesional lo habría hecho así. El plan era demasiado errático, azaroso y dependiente de que cada uno realizara eficazmente ciertas tareas. Esa era la base de todo, pensó.
Las personas responsables y educadas no harían algo así. Sólo los drogadictos o los violentos podían ascender los peldaños de la criminalidad hasta el asesinato.
Cerró los ojos con fuerza.
Tal vez su convicción de que podrían llevar a buen puerto un asesinato no era más que una fantasía. Imaginó a Scott y a Hope esposados, rodeados de policías. El padre de O'Connell estaría haciendo una declaración, y ella sería la siguiente, en cuanto Scott o Hope se derrumbaran durante el interrogatorio.
Y Ashley, incluso con Catherine a su lado, se enfrentaría sola a un horroroso futuro con Michael O'Connell.
Abrió los ojos y escrutó el aparcamiento teñido de luz verde.
Ni rastro de Scott.
Hope debería estar camino de casa.
Michael O'Connell estaría en algún arcén, tratando de reparar el pinchazo o esperando una grúa. Estaría furioso y se preguntaría qué demonios estaba pasando. Lo único que no esperaba era quedar atrapado en una representación donde él era un actor importante. Sally sonrió. Pensó que el papel que se había interpretado sin saltarse una línea ni dar un paso en falso había sido el de O'Connell, y él ni siquiera lo sabía. Lo estaban ahogando y ni siquiera era consciente de ello.
Apretó el puño y pensó: «Te tenemos, hijo de puta.» Resopló lentamente. «O tal vez no.»
Scott debería llegar de un momento a otro.
Golpeó el volante con frustración y desesperación.
– ¿Dónde demonios estás? -susurró escrutando la zona-. Vamos, Scott. ¡Llega ya!
Extendió la mano hacia el móvil de nuevo, pero lo soltó. Esperar, comprendió, era lo segundo más difícil. Lo más difícil era confiar en alguien a quien una vez había dicho que amaba, y a quien luego había abandonado y engañado, antes de divorciarse. En realidad, lo único que mantenía cierto tono cordial entre ella y su ex era Ashley. Tal vez eso fuese suficiente para que ambos sobrevivieran a esa noche.
Entonces sus pensamientos se volvieron hacia Hope. Sacudió la cabeza y sintió lágrimas en los ojos. Sabía que podía confiar en ella, aunque había hecho muy poco en los últimos meses para merecer esa confianza por su parte. Se sentía como flotando en una nube de incertidumbre.
– ¡Vamos! -susurró de nuevo, como si las palabras pudieran conjurar los hechos.
Había un gran contenedor de basura en un rincón del aparcamiento donde Scott había dejado su furgoneta. Para su alivio, estaba casi lleno, no sólo de bolsas de plástico negras, sino también de botellas, latas y basura sin recoger. Cogió una bolsa medio vacía, la abrió y metió las matrículas robadas, los restos de cinta y los guantes. Luego volvió a atarla y la colocó en medio de la pila de basura. El contenedor sería vaciado pronto, probablemente al día siguiente.
Volvió rápidamente a la furgoneta y esperó a arrancar hasta que no hubo ningún coche en movimiento por las inmediaciones.
Scott volvió a cambiarse de ropa, chaqueta y corbata. Sabía que tenía que darse prisa, pero también evitar llamar la atención. Deseó poder acelerar, pero permaneció dentro de los límites de velocidad. Incluso en la interestatal se mantuvo en el carril central mientras se dirigía a su encuentro con Sally.
No sabía qué iba a decirle cuando la viera.
Tratar de transmitirle con palabras lo que había ocurrido esa noche parecía imposible. Si no le decía nada, ella lo odiaría. Si se lo contaba todo, ella se horrorizaría, y también lo odiaría. Querría acudir de inmediato al lado de Hope y olvidarse del plan.
Todo podía fracasar.
Condujo sabiendo que iba a mentir. Tal vez no mucho, pero lo suficiente. Eso lo enfurecía y entristecía, pero sobre todo le hacía sentirse incompetente y falso.
Cuando llegó al aparcamiento tras salir de la autopista, divisó a Sally. No tardó en colocarse a su lado. Cogió la mochila y salió del coche.
Sally permaneció al volante, pero encendió el motor.
– Llegas tarde -dijo-. No sé si me queda tiempo. ¿Ha salido según lo previsto?
– No exactamente. No ha sido tan sencillo como pensábamos.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Sally con su cortante tono de abogada.
– Ha habido una pequeña pelea, pero Hope ha cumplido con su misión… -vaciló-. Puede que resultara un poco herida en la confrontación. Ahora va camino de casa. Por lo demás, para asegurarme de no dejar ninguna huella de nuestra presencia provoqué un pequeño incendio.
– ¡Dios! -exclamó Sally-. ¡Eso no estaba en el guión!
– El escenario de los hechos… bueno, pensé que podría levantar sospechas en la policía. ¿No es lo que nos dijiste?
Ella asintió.
– Sí, sí. Vale. No creo que haya problemas…
– Hay una pequeña toalla en la mochila. Está mojada con gasolina, que limpiará el cañón del arma. Deshazte de ella después.
Sally volvió a asentir.
– Ha sido una precaución inteligente por tu parte. Pero Hope, ¿qué estabas diciendo de Hope?
Scott se preguntó dónde se le notaba la mentira en la cara.
– Ahora está cumpliendo con lo previsto -dijo-. Acaba con tu parte y hablaremos más tarde.
– ¿Qué le ha pasado exactamente a Hope? -exigió Sally.
– Ahora no hay tiempo de hablar. Tienes que volver a Boston ahora mismo. El tiempo es crucial. No sabemos lo que hará O'Connell…
– ¿Qué le ha pasado a Hope? -repitió Sally con furia en la voz.
– Ya te lo he dicho, ha tenido que pelear. Se ha cortado con un cuchillo. Cuando la he dejado, me ha dicho que te dijera que estaba bien. ¿Entendido? Eso es exactamente lo que ha dicho. «Dile a Sally que estoy bien.» Ahora debes terminar el trabajo. Tenemos que hacerlo todos. Hope ha hecho su parte y yo he hecho la mía. Ahora haz tú la tuya. Es lo último, y…
– ¿Se ha cortado con un cuchillo? -repitió Sally-. ¿Qué quieres decir? Y no me mientas.
– Te estoy diciendo la verdad -se envaró Scott-. Se ha hecho un corte. Es todo. Ahora vete.
Sally imaginó cien posibles réplicas en ese instante, pero se contuvo. Por furiosa que estuviera, sabía que una vez, años antes, ella le había mentido, y que ahora él le estaba mintiendo, y que así eran las cosas. Asintió, cogió la mochila y arrancó sin decir palabra.
Una vez más, Scott se quedó solo, contemplando las luces del coche desaparecer en la oscuridad.
El detective señaló las fotos de la escena del crimen.
– El fuego lo revolvió todo. Y peor aún que el fuego, la maldita agua con que los bomberos lo rociaron. Naturalmente, no se les puede pedir que no lo hagan -dijo con una sonrisa amarga-. Tuvimos suerte de que no ardiera la casa entera. El incendio se circunscribió a la zona de la cocina. ¿Ve esa pared del fondo, toda calcinada? El especialista en incendios dijo que quien lo provocó no tenía ni idea de lo que hacía, así que en vez de extenderse por la habitación, el fuego subió por la pared y el techo, y por eso lo vieron los vecinos. Así que al final tuvimos suerte de poder recomponer las piezas.
– ¿Ha trabajado en muchos homicidios? -pregunté.
– ¿Aquí? Esto no es como Boston o Nueva York. Somos un departamento bastante modesto. Pero el equipo de forenses estatales es bastante bueno, y el equipo de expertos vale la pena, así que, cuando se produce un asesinato, lo manejamos bastante bien. La mayoría de los homicidios que vemos son disputas domésticas que se tuercen, o bien trapicheos de drogas que salen mal. En la mayoría de los casos el culpable no huye, o al menos no lo hace su compañero, así que alguien nos dice a quién debemos pillar.
– Pero éste no fue el caso, ¿verdad?
– Qué va. Al principio hubo algunas preguntas que nos dejaron sin habla. Y mucha gente que no derramó una lágrima por la muerte del viejo O'Connell. Fue un mal marido, un mal padre y un mal vecino, además de un desalmado. Demonios, si hubiera tenido un perro lo habría dejado morir de hambre y le habría dado de patadas cada mañana sólo para dejar las cosas claras, ¿entiende? De todas maneras, en la casa y la escena del crimen quedó suficiente para una investigación.
Asentí.
– Pero ¿qué los puso en la dirección adecuada?
– Dos cosas. Quiero decir, teníamos un incendio y un cadáver parcialmente quemado y, tontos como somos, al principio pensamos que el viejo O'Connell, borracho perdido, había conseguido incendiar la casa consigo dentro. Ya sabe, se queda dormido con un cigarrillo y una botella de whisky en la mano. Naturalmente, lo más probable es que eso hubiera sido sentado en un sillón de la sala, o en la cama, no en el suelo de la cocina. Pero cuando el forense retiró la carne chamuscada, vio la herida del disparo y encontró una bala de calibre veinticinco en el cerebro y otra en el hombro, bueno, eso dio un vuelco a la investigación. Así que volvimos a aquel caos empapado, buscando alguna pista, ya sabe. Pero el doctor también encontró trozos de piel bajo las uñas del tipo, así que tuvimos un ADN muy interesante, y de repente el caos de la casa era el resultado de una pelea mortal. Y cuando interrogamos a los vecinos, uno de ellos recordó haber visto un coche con matrícula de Massachusetts que salió pitando de allí poco antes de que empezara el humo. Eso y los resultados del ADN nos consiguieron una orden de registro. Y entonces, ¿qué cree que encontramos?
Sonreía, y dejó escapar una risita. La satisfacción del policía al comprobar que a veces el mundo funciona como debe ser.
Yo estaba menos seguro de que hubiera llegado a la misma conclusión.