24 Intimidación

Estimó que dedicar un día más a Michael O'Connell sería más que suficiente.

Matthew Murphy tenía encargos más importantes que demandaban su atención. Tomar fotografías comprometedoras, pruebas de evasión de impuestos, gente a la que seguir, gente a la que enfrentarse, gente que interrogar. Sally Freeman-Richards no era una abogada de éxito: no tenía un BMW ni un Mercedes, y sabía que la modesta minuta que iba a enviarle incluiría algún descuento de cortesía. Tal vez sólo la oportunidad de asustar a aquel gusano valía un descuento del diez por ciento. Ya no tenía muchas oportunidades de ejercer presión sobre gentuza como aquel O'Connell, y lo echaba en falta. «No hay nada como hacerse el duro para que el corazón bombee y la adrenalina fluya», se dijo.

Metió el coche en un aparcamiento a dos manzanas de la casa de O'Connell. Subió varios niveles hasta asegurarse de estar solo, aparcó y abrió el maletero. Allí guardaba discretamente su artillería: una larga funda roja contenía un fusil Colt AR-15 automático con un cargador de veintidós disparos; lo consideraba su arma «para resolver rápidamente problemas gordos», porque tenía potencia para volar por los aires cualquier cosa. En una funda más pequeña, amarilla, tenía una automática calibre 380 en una sobaquera. En una funda negra, un Magnum 357 con un tambor de seis balas llamadas «matapolis», porque penetraban los chalecos antibalas que usaban la mayoría de las fuerzas policiales.

Para este caso, pensó que la 380 sería suficiente. Seguramente le bastaría con que O'Connell supiera que la llevaba encima, cosa que se conseguía con una chaqueta sin abrochar. Murphy tenía experiencia en toda clase de intimidación.

Se colocó la sobaquera, sacó un par de finos guantes negros de cuero y, como acostumbraba, desenfundó rápidamente un par de veces. Una vez comprobó que sus viejas habilidades seguían casi intactas, se puso en marcha.

La brisa hizo revolotear hojarasca y desechos alrededor de sus pies mientras avanzaba por la acera. Quedaba suficiente luz natural para encontrar una sombra conveniente frente al edificio de O'Connell. Una vez apostado contra una pared de ladrillo, vio encenderse las farolas de la calle. Esperaba no tener que montar guardia demasiado tiempo, pero era un hombre paciente que conocía el arte de la espera.

Scott sintió orgullo y satisfacción.

Ya había recibido en su contestador un mensaje de Ashley, que había seguido con éxito su laberinto de instrucciones y había enlazado con Catherine en Vermont. Estaba encantado con la manera en que iban saliendo las cosas hasta el momento.

Los estudiantes habían vuelto tras descargar las pertenencias de Ashley en un guardamuebles de Medford. Scott se había enterado de que, tal como sospechaba, un tipo que encajaba con la descripción de O'Connell había hecho algunas preguntas a uno de los chicos. Pero se había quedado con aire entre las manos, pensó Scott, agarrando un fantasma. La información que había obtenido no llevaba a ninguna parte.

– Ésta no pudiste preverla, ¿eh, cabrón? -dijo en voz alta.

Se hallaba en la sala de su casa, y empezó a bailar en la gastada alfombra oriental. De inmediato cogió el mando del equipo de música y fue pulsando botones hasta que Purple Haze, de Jimi Hendrix, atronó por los altavoces.

Cuando Ashley era pequeña, le había enseñado la vieja expresión de los años veinte «cortar una alfombra» para bailar, de modo que ella se le acercaba cuando estaba trabajando y le decía «¿Podemos cortar una alfombra?», y los dos ponían su vieja música de los años sesenta y él le enseñaba el frug y el swim e incluso el freddy, que eran, para su mente adulta, la serie de movimientos más ridícula que jamás había sido creada. Ella se reía y lo imitaba hasta que terminaba ahogada de risa. Pero, incluso entonces, Ashley poseía una especie de gracia de movimientos que lo sorprendía. Nunca había nada torpe ni vacilante en los pasos que su hija daba; y a él siempre le parecía un ballet. Sabía que no era imparcial, como suele pasarles a los padres con sus hijas, pero se esforzaba en ser objetivo, y su conclusión era siempre la misma: nada podría ser jamás tan hermoso como su propia hija.

Scott resopló. O'Connell nunca averiguaría que ella estaba en Vermont. Ahora era simplemente cuestión de que el tiempo pasara y de buscar otros estudios de posgrado en una ciudad diferente. Luego Ashley decidiría. Un contratiempo, sí, un retraso de seis meses, pero que evitaría problemas mayores.

Contempló el salón.

De pronto se sintió solo y deseó tener a alguien con quien compartir su júbilo. Ninguna de las personas con las que salía a cenar o tenía ocasionales encuentros sexuales eran amigos de confianza. Sus amistades en la facultad eran de naturaleza profesional, y dudaba que alguna de ellas comprendiera ni por asomo aquella situación.

Frunció el ceño. La única persona con la que realmente había compartido algo era Sally. Y no estaba dispuesto a llamarla. No en ese momento.

Una ola de oscuro resentimiento lo envolvió.

Ella lo había dejado para irse con Hope. De la manera más brusca: las maletas hechas esperando en el pasillo mientras él trataba de encontrar algo adecuado que decir, sabiendo que no había nada. Sabía que ella no era feliz, que no se sentía realizada y que estaba llena de dudas. Pero había supuesto que se debía a su carrera, o tal vez al modo en que la madurez se vuelve aterradora, o incluso al hastío del complaciente mundo académico y liberal en que vivían. Todo eso podía aceptarlo, discutirlo, analizarlo, entenderlo. Lo que no podía entender era cómo todo lo que habían compartido podía de repente ser mentira.

Se imaginó a Sally en la cama con Hope. «¿Qué puede ella darle que no le diera yo?», se preguntó, y al punto advirtió que la pregunta era muy peligrosa. No quería saber esa respuesta concreta.

Sacudió la cabeza. «El matrimonio es una mentira», pensó. Los «sí quiero» y los «te amo» y los «vivamos juntos para siempre» habían sido un colosal embuste. Lo único verdadero que había surgido de todo aquello era Ashley, y ni siquiera estaba seguro de eso. «Cuando la concebimos, ¿ella me amaba? Cuando la tuvo en su vientre, ¿me amaba? Cuando nació, ¿sabía ya que todo era mentira? ¿Lo comprendió de repente o fue algo que supo todo el tiempo, pero prefirió mentirse a sí misma?» Agachó un instante la cabeza, recordando. Ashley jugando a la orilla del mar. Ashley yendo al jardín de infancia. Ashley haciendo una tarjeta con flores dibujadas para el día del Padre; la había pegado a la pared de su despacho. «¿Lo sabía Sally durante todos esos momentos? ¿En Navidad y en los cumpleaños? ¿En las fiestas de Halloween y las búsquedas de huevos de pascua?» Imposible asegurarlo, pero comprendía que el armisticio entre ellos tras el divorcio también era una farsa, aunque importante para proteger a Ashley. Ella siempre había sido la verdadera perjudicada, la que tenía algo que perder. A lo largo de todos aquellos meses y años juntos, Scott y Sally ya habían perdido lo que tenían que perder.

«Ella está a salvo ahora», se dijo para salir de aquellos sombríos pensamientos.

Fue al mueble bar y sacó la botella de whisky. Se sirvió un vaso, bebió un sorbo, dejó que el líquido ámbar le bajara lentamente por la garganta y luego alzó el vaso en un irónico brindis solitario.

– Por nosotros -dijo-. Por todos nosotros. Signifique eso lo que demonios signifique.

Michael también estaba pensando en el amor. Se encontraba en un bar bebiendo boilermaker, whisky con cerveza, una bebida diseñada para embotar los sentidos. Rebullía por dentro y era consciente de que ninguna droga o bebida sería suficiente para mitigar la tensión que lo reconcomía. No importaba cuánto bebiera, estaba resignado a una desagradable sobriedad.

Miró la jarra que tenía delante, cerró los ojos, y permitió que la ira reverberara en su corazón y en su mente. No le gustaba que lo burlaran, y castigar a quien lo había hecho se convirtió en su prioridad inmediata. Estaba enfadado consigo mismo por creer que los problemas que les había causado con Internet bastarían. La familia de Ashley, se dijo, necesitaba lecciones más duras. Le habían arrebatado algo que le pertenecía.

Cuanto más se enfadaba, más pensaba en Ashley. Imaginó su pelo cayendo en mechones rubio-rojizos sobre sus hombros, perfectos, suaves. Visualizó en su mente cada detalle de su rostro, dándole sombra como un artista, encontrando una sonrisa para él en los labios, una invitación en los ojos. Sus pensamientos resbalaron por su cuerpo, midiendo cada curva, la sensualidad de sus pechos, el sutil arco de sus caderas. Imaginó sus piernas extendidas junto a él y, cuando alzó la cabeza en la penumbra del bar, sintió que se excitaba. Se movió en el taburete y pensó que Ashley era ideal, excepto que no lo era porque había orquestado aquel doloroso bofetón. Un golpe a su corazón. Y mientras el licor aflojaba sus sentimientos, supo cuál sería su respuesta: nada de caricias, nada de suaves sondeos. La lastimaría tal como ella lo había lastimado a él. Era la única forma de hacerle comprender de una vez cuánto la amaba.

De nuevo se removió en su asiento, ya completamente excitado.

Una vez había leído en una novela que los guerreros de ciertas tribus africanas se enardecían sexualmente en los momentos previos a la batalla. Con el escudo en una mano, la lanza en la otra y una turgente erección entre las piernas, atacaban a sus enemigos.

Eso estaba muy bien.

Sin molestarse en esconder el bulto en su entrepierna, Michael O'Connell apartó su jarra vacía y se levantó. Esperó un momento por si alguien lo miraba mal o hacía algún comentario. Más que nada, en ese instante quería pelear.

Nadie lo hizo. Decepcionado, cruzó el local y salió a la calle. La noche había caído y el frío le asaeteó la cara, pero no aplacó su imaginación. Se imaginó a sí mismo tendido sobre Ashley, embistiéndola, penetrándola, obteniendo placer de cada centímetro de su cuerpo. Podía oírla responder, y para él había poca diferencia entre los gemidos de deseo y los sollozos de dolor. «Amor y dolor -pensó-. Una caricia y un golpe. Todo es lo mismo.»

A pesar del frío, se abrió la chaqueta y la camisa para sentir el aire helado mientras caminaba cabizbajo y respirando hondo. El frío no logró calmar su ardor. «El amor es una enfermedad», pensó. Ashley era un virus que corría por sus venas. Y que nunca lo dejaría en paz, ni un segundo durante el resto de su vida. Pensó que la única forma de controlar su amor por Ashley era controlar a Ashley. Nada le había parecido tan claro antes.

Torció en la esquina de su apartamento, la mente repleta de imágenes de lujuria y sangre, todo mezclado en un confuso batiburrillo, y por eso se dejó sorprender por una voz a su espalda:

– Tenemos que hablar un par de cosas, O'Connell.

Y una tenaza de hierro le retorció un brazo a la espalda.

Matthew Murphy había divisado a O'Connell cuando éste pasaba bajo una farola. Entonces salió de las sombras y se le acercó por detrás. Murphy estaba bien entrenado en esos menesteres, y sus instintos de más de veinticinco años de policía le decían que O'Connell era un novato, poco más que un cabroncete.

– ¿Quién demonios eres tú? -balbuceó el joven, aturullado, pero Murphy le impidió volverse para verle la cara.

– Soy tu peor pesadilla, gilipollas de mierda. Ahora abre la puta puerta, que vamos a mantener una amable charla en tu casa. Quiero explicarte cómo funcionan las cosas sin tener que partirte la cara o las piernas. No quieres eso, ¿verdad, O'Connell? ¿Cómo te llaman tus amigos? ¿OC? ¿Mickey?

O'Connell intentó zafarse, pero la presión de aquella garra aumentó. Murphy prosiguió:

– Tal vez Michael O'Connell no tiene ningún amigo, así que tampoco tiene ningún apodo. Bueno, Mickey, lo inventaremos sobre la marcha. Porque, confía en mí, quieres que sea tu amigo. Lo quieres más de lo que has querido nada en este mundo. Ahora mismo, Mickey, ésa es tu prioridad número uno: asegurarte de que yo siga siendo tu amigo. ¿Lo entiendes?

O'Connell gruñó, tratando de volverse para mirar a Murphy, pero el ex policía permaneció tras él, susurrando amenazadoramente sin aflojar la presión y empujándolo hacia delante.

– Vamos, fantoche, subamos a tu casa. Nuestra pequeña charla será en privado.

Obligado, O'Connell cruzó la entrada y subió a la primera planta, conducido por la presión de Murphy, que no cejaba en sus hirientes sarcasmos. Le retorció el brazo un poco más cuando llegaron a la puerta y O'Connell se retorció de dolor.

– Ésta es otra ventaja de ser amigos, Mickey: no querrás que me enfade ni que pierda los nervios. No me obligarás a hacer algo que lamentes más tarde, estoy seguro. ¿Lo entiendes, cabronazo? Y ahora abre despacio la puerta de tu asquerosa madriguera.

Mientras O'Connell sacaba trabajosamente la llave del bolsillo y acertaba a la cerradura, Murphy escudriñó el pasillo y vio el catálogo de gatos de la vieja vecina alejándose. Uno incluso arqueó el lomo y siseó en dirección a O'Connell.

– No eres demasiado popular entre los vecinos, ¿eh, Mickey? -dijo Murphy, retorciéndole el brazo-. ¿Tienes algo contra los gatos? ¿Tienen ellos algo contra ti?

– No nos llevamos bien -gruñó O'Connell.

– No me sorprende -dijo Murphy, y le dio un empellón que lo hizo entrar dando tumbos.

O'Connell tropezó con la raída alfombra, cayó hacia delante y se golpeó contra una pared. Se volvió para intentar ver por primera vez a Murphy.

Pero el detective se le echó encima con desconcertante rapidez, tratándose de un hombre maduro, y se alzó sobre el joven como una gárgola de iglesia medieval, la cara demudada en una burlona mueca colérica. O'Connell consiguió quedar medio sentado y lo miró a los ojos.

– No estás acostumbrado a que te acosen, ¿eh, Mickey?

O'Connell no respondió. Estaba calibrando la situación y sabía que lo mejor era mantener la boca cerrada.

Murphy se abrió lentamente la chaqueta, enseñando la sobaquera.

– He traído a una amiga, Mickey.

El joven volvió a gruñir, mirando el arma y luego al investigador privado. Murphy desenfundó rápidamente la automática. No pensaba hacerlo, pero algo en la mirada desafiante de O'Connell le dijo que acelerara el proceso. Con un rápido movimiento, la amartilló y apoyó el pulgar contra el seguro. Luego la acercó despacio a O'Connell, hasta apoyarle el cañón contra la frente, directamente entre los ojos.

– Que te follen -le espetó O'Connell.

Murphy le golpeó la nariz con el cañón del arma. Lo suficiente para que doliera, no para romperla.

– Deberías mejorar tu vocabulario -dijo. Con la mano izquierda, le sujetó las mejillas y las apretó con fuerza-. Y yo que pensaba que íbamos a ser amigos.

O'Connell continuó mirando al ex policía, y Murphy le golpeó bruscamente la cabeza contra la pared.

– Un poco de amabilidad -pidió fríamente-. ¿Sabes?, la educación hace que todo vaya mejor.

Entonces lo cogió por la chaqueta y lo levantó rudamente, manteniendo la pistola plantada en su frente. Lo dirigió hacia una butaca y lo sentó de un empellón, de modo que O'Connell cayó hacia atrás y el mueble se alzó sobre sus patas traseras y cayó pesadamente.

– Todavía no he sido malo, Mickey. Ni una pizca. Todavía nos estamos conociendo.

– No eres un poli, ¿verdad?

– Conoces a los polis, ¿eh, Mickey? Te las has visto con ellos unas cuantas veces, ¿no?

O'Connell asintió.

– Bien, has acertado -dijo Murphy, sonriendo. Sabía que iba a hacerle esa pregunta-. Deberías desear que fuera un poli. Quiero decir, deberías estar rezando al Dios que creas que pueda oírte. «Por favor, Señor, que sea un poli.» Porque los polis tienen reglas, Mickey, reglas y regulaciones. Yo no. Yo soy más problemático. Peor, mucho peor que un poli. Soy investigador privado.

O'Connell hizo una mueca, y Murphy lo abofeteó con fuerza. El sonido de su palma contra la mejilla resonó en el pequeño apartamento.

Murphy sonrió.

– No tendría que explicarte estas cosas, no a alguien como tú, que piensa que se las sabe todas, Mickey. Pero, para no perdernos, te explicaré un par de cosas más. Una, fui policía. Pasé más de veinte años tratando con tipos duros de verdad. La mayoría de ellos ahora están a la sombra, maldiciendo mi nombre. O muertos, y no piensan mucho en mí porque probablemente tendrán problemas más acuciantes en el otro barrio. Dos, tengo licencia estatal y federal para llevar esta arma. ¿Sabes qué suman esas dos cosas?

El joven no respondió, y Murphy volvió a abofetearlo.

– ¡Mierda! -masculló O'Connell.

– Cuando te haga una pregunta, Mickey, por favor, responde.

Hizo ademán de abofetearlo otra vez.

– No lo sé -dijo O'Connell-. ¿Qué suman?

Murphy sonrió.

– Pues significan que tengo amigos… Amigos de verdad, no como nosotros esta noche, Mickey, amigos de verdad que me deben muchos favores de verdad, a quienes salvé el culo más de una vez a lo largo de los años. Están más que dispuestos a hacer cualquier puñetera cosa por mí, y si hace falta van a creer todo lo que yo diga sobre nuestro amable encuentro aquí esta noche. Les importan un carajo los gusanos como tú. Y cuando les diga que me atacaste con la navaja que dejaré en tu mano muerta y que me obligaste a volarte lo sesos, me van a creer. De hecho, Mickey, me felicitarán por limpiar un poco este mundo de mierda. Ésa es la situación en que te encuentras ahora mismo, Mickey. En otras palabras, puedo hacer lo que me salga de las narices, y tú no puedes hacer nada, ¿entiendes?

O'Connell vaciló, pero asintió cuando vio que Murphy lo amenazaba con otro bofetón.

– Bien. Como dicen, la comprensión es el camino de la iluminación.

O'Connell percibió el sabor de la sangre en los labios.

– Lo repetiré para que quede claro: soy libre de hacer lo que me parezca adecuado, incluyendo enviar tu puta vida al reino de los cielos, o más probablemente al infierno. ¿Lo entiendes, Mickey?

– Lo entiendo.

Murphy empezó a rodear la silla, sin apartar la automática, golpeando de vez en cuando la cabeza de aquel cretino, o hincándola en la zona blanda entre su cuello y los hombros.

– Vaya mierda de casa que tienes aquí, Mickey. Qué pocilga. Sucia… -Murphy contempló la habitación, vio un ordenador portátil en una mesa y anotó mentalmente llevarse un puñado de discos. Hasta ahora, las cosas iban saliendo más o menos como había previsto. O'Connell era tan predecible como esperaba. Podía sentir la incomodidad del joven, sabía que el arma contra su cabeza estaba provocando indecisión y duda. En todos los momentos de confrontación hay un punto en que el interrogador hábil simplemente se apodera de la identidad del sujeto, controlando, guiándolo a un estado de obediencia. «Vamos por buen camino», se dijo. «Estamos haciendo progresos»-. No es una gran vida, ¿eh, Mickey? Quiero decir que no veo mucho futuro aquí.

– A mí me gusta.

– Ya. Pero ¿qué te hace pensar que Ashley Freeman querría ser parte de todo esto?

O'Connell guardó silencio, y Murphy lo golpeó desde atrás con la mano libre.

– Responde, gilipollas.

– Que la amo. Y ella me ama a mí.

Murphy volvió a abofetearlo.

– Eso no te lo crees ni tú, pedazo de capullo.

Una fina línea de sangre se dibujó bajo la oreja de O'Connell.

– Ella tiene clase, Mickey. Al contrario que tú, tiene posibilidades. Es de buena familia, tiene buena educación y sus posibilidades son infinitas. Tú, por el contrario, vienes de la mierda… -remarcó las últimas palabras golpeando al joven- y a la mierda volverás. ¿Cómo lo conseguirás? ¿Tal vez yendo al trullo? ¿O lograrás librarte para que te maten en algún callejón?

– Estoy tranquilo. No he quebrantado ninguna ley.

Los bofetones repetidos estaban surtiendo efecto: la voz de O'Connell se quebró levemente y reveló un temblor tras las palabras.

– ¿De verdad? ¿Quieres que te investigue con más atención?

Murphy terminó de dar la vuelta, y una vez más le golpeó la nariz con el cañón, exigiendo una respuesta.

– No.

– Eso pensaba.

Lo cogió por la barbilla y la retorció dolorosamente. Pudo ver lágrimas en la comisura de los ojos del joven.

– Pero, Mickey, ¿no crees que deberías pedirme más amablemente que salga de tu vida?

– Por favor, sal de mi vida -dijo O'Connell lenta y suavemente.

– Bueno, me gustaría. De verdad que sí. Mirándolo desde un punto de vista objetivo, ¿no crees que sería bueno, bueno de verdad, que te aseguraras de no volver a verme en tu vida? ¿Que este pequeño encuentro, amistoso como es, sea la última vez que tú y yo nos veamos…? ¿Qué me contestas? ¿De acuerdo?

– De acuerdo. -O'Connell no sabía qué pregunta contestar, pero sí sabía que no quería que volvieran a golpearlo. Y aunque no creía que aquel animal fuera a dispararle, no estaba completamente seguro.

– Tienes que convencerme, ¿no crees?

– Sí.

Murphy sonrió y le palmeó la cabeza.

– Para que nos comprendamos de verdad, lo que estamos haciendo aquí es una negociación privada, especial, cara a cara, nuestra orden de alejamiento temporal. Como si estuviéramos en un tribunal. Excepto que la nuestra es jodidamente permanente, ¿entiendes? Seguro que sabes lo que significa permanecer alejados. Sin contacto. Pero nuestra orden es peor que las demás, porque es especial, sólo entre tú y yo, Mickey. Porque no se basa en un puñado de papeles firmados por un viejo juez al que no vas a hacer ni puto caso. La nuestra incluye una garantía… ¡auténtica!

Y con la última palabra, le descargó un puñetazo contra la mejilla, derribándolo al suelo. Se lanzó sobre él, pistola en mano, antes de que el joven tuviera tiempo de reaccionar siquiera.

– Tal vez debería dejarme de hacer el tonto y acabar con esto ahora mismo -dijo, y de repente soltó el seguro del arma. Alzó la mano izquierda como para protegerse de la inminente lluvia de sesos y sangre-. Dame un motivo -masculló-. El que sea, Mickey. Pero dame un motivo para tomar una decisión.

O'Connell trató de esquivar el cañón de la pistola, pero el peso del ex policía lo mantuvo inmovilizado.

– Por favor… -suplicó al fin-. Por favor, me mantendré alejado, lo prometo. La dejaré en paz…

– Buen principio, gilipollas. Continúa.

– Nunca tendré ningún otro contacto con ella. Me mantendré fuera de su vida para siempre, lo juro… ¿Qué más quieres que diga? -O'Connell casi sollozaba. Cada frase parecía más penosa que la anterior.

– Tendré que pensarlo, Mickey. -Bajó la mano con que se protegía y retiró el arma de la cara de O'Connell-. No te muevas. Sólo echaré un vistazo.

Se acercó a la mesa barata donde estaba el ordenador. Había un puñado de CD regrabables dispersos. Los cogió y se los guardó en el bolsillo. Luego se volvió hacia el joven, aún en el suelo.

– ¿Es aquí donde guardas tus archivos sobre Ashley? ¿Es con esto con lo que jodes a gente que es mucho mejor que tú?

O'Connell simplemente asintió, y Murphy sonrió.

– No te creo -dijo bruscamente-. Ya no. -Entonces golpeó el teclado con la culata de la pistola-. Jop, jop -dijo mientras el plástico se rompía. Dos golpes más y la pantalla y el ratón saltaron en pedazos.

O'Connell simplemente se quedó mirando, sin decir nada. Con el cañón del arma, Murphy hurgó en el ordenador roto.

– Creo que estamos a punto de terminar. -Cruzó la habitación y se alzó sobre O'Connell-. Quiero que recuerdes algo.

– ¿Qué cosa? -Sus ojos estaban anegados en lágrimas, como Murphy esperaba.

– Siempre podré encontrarte. Siempre podré saber dónde te escondes, no importa en qué pequeña ratonera te metas.

El joven asintió.

Murphy lo miró con dureza, buscando en su cara algún signo de desafío, signos de cualquier cosa que no fuera obediencia. Cuando se convenció de que no había ninguno, sonrió.

– Bien. Has aprendido mucho esta noche, Mickey. Una auténtica educación. Y no ha sido tan malo, ¿verdad? He disfrutado mucho de nuestro encuentro. Ha sido divertido, ¿no crees? No, probablemente no lo crees. Ah, y una última cosa…

Se hincó de rodillas, inmovilizando una vez más a O'Connell contra el suelo. Con el mismo movimiento, le metió bruscamente el cañón de la automática en la boca, sintiéndola chocar contra sus dientes. Vio el terror reflejado en los ojos del joven, exactamente lo que pretendía.

– Bang -dijo tranquilamente.

A continuación le sacó el arma de la boca, se levantó, le dedicó una sonrisa, se dio la vuelta y se marchó.

El frío aire nocturno lo refrescó y tuvo ganas de soltar una carcajada. Enfundó la pistola, se ajustó la chaqueta para quedar presentable y echó a andar por la calle, moviéndose con rapidez pero sin prisa, disfrutando de la oscuridad, la ciudad y la sensación de triunfo. Ya estaba calculando cuánto tardaría en regresar a Springfield y se preguntaba si llegaría a tiempo de cenar en algún sitio. Dio unos cuantos pasos y empezó a tararear para sí. «No ha estado tan mal, ¿eh?», pensó. Desde luego se había equivocado: la oportunidad de tratar con una basura como O'Connell merecía el diez por ciento de descuento que iba a hacerle a Sally Freeman-Richards. Le encantó comprobar que sus viejas habilidades se mantenían intactas, y se sintió decididamente más joven. Lo primero que iba a hacer por la mañana, pensó, sería escribir un pequeño informe (sin mencionar la destacada intervención de la automática) y enviárselo a la abogada, acompañado de su minuta y de la garantía de que nunca más tendría que preocuparse por Michael O'Connell. Murphy se enorgullecía de saber exactamente qué tecla pulsar para causar pánico a las personas débiles.

La oreja de O'Connell latía y la mejilla le picaba. Supuso que había perdido uno o más dientes, porque saboreaba la sangre en su boca. Estaba un poco entumecido cuando se levantó del suelo, pero se dirigió a la ventana y consiguió ver a aquel poli cabrón cuando doblaba la esquina. Se pasó la mano por la cara y pensó: «No ha estado tan mal, ¿eh?» Sabía que la forma más sencilla de conseguir que un poli te creyese era aceptar siempre la paliza. A veces era doloroso, a veces embarazoso, sobre todo si se trataba de un tipo viejo al que podías vencer fácilmente si no llevaba un arma. Sonrió, se relamió y dejó que el sabor salado lo llenara. Había aprendido mucho esa noche, se dijo, tal como le había dicho Matthew Murphy. Pero sobre todo había comprobado que Ashley no estaba en ningún país extranjero. Si estaba en Italia, a miles de kilómetros de distancia, ¿por qué enviaba su familia a un ex poli bocazas para intimidarlo? Eso no tenía sentido, a menos que ella estuviera cerca. Mucho más cerca de lo que había imaginado. ¿A su alcance? Eso creía. Inhaló hondo por la nariz. No sabía dónde estaba, pero lo descubriría pronto, porque el tiempo ya no significaba nada para él. Sólo Ashley significaba algo.

El edificio del News-Republican estaba situado en una engañosa zona del centro, junto a la estación de ferrocarril. Tenía una deprimente vista de la carretera interestatal, solares vacíos y otros lugares llenos de desechos. Era uno de esos sitios no exactamente deteriorado, sino simplemente ignorado, o quizás agotado. Montones de verjas, basura revoloteando al viento y pasos subterráneos decorados con pintadas. La sede del periódico era un edificio rectangular de cuatro plantas, un bloque de cemento y ladrillo. Parecía más una armería o incluso una fortaleza que un periódico. Dentro, lo que una vez se llamó sucintamente «la Morgue» era ahora una sala pequeña con ordenadores.

Una vez una servicial joven me enseñó cómo acceder a los archivos, no tardé en encontrar la noticia del último día de Matthew Murphy. O tal vez sería más correcto decir de sus últimos momentos.

El titular de primera plana rezaba: «Investigador privado y ex policía asesinado.» Había otros dos titulares más pequeños: «El cadáver fue encontrado en un callejón» y «La policía lo considera una venganza».

Llené varias páginas de mi bloc con detalles de los artículos aparecidos ese día, y de los siguientes. La lista de sospechosos parecía interminable. Murphy había intervenido en muchos casos importantes durante sus años de servicio, y al retirarse había continuado granjeándose enemigos con regularidad mientras trabajaba como investigador privado. No me cabía duda de que los detectives de Springfield que trabajaban en el caso habían dado prioridad a su muerte, y también Homicidios de la policía estatal. El fiscal de distrito habría presionado: los asesinatos de policías son casos importantes que pueden marcar carreras judiciales, para bien o para mal. Matar a un policía era como matar un poco de cada uno.

No obstante, los artículos iban enfriándose y no apareció lo que debería haber aparecido. Los detalles empezaron a repetirse. No se practicó ninguna detención. No se nombró ningún gran jurado a bombo y platillo. No se preparó ningún juicio. Era una historia donde el esperado gran final dramático se evaporaba en la nada.

Me aparté del ordenador, contemplando el parpadeante «no hay más entradas» que respondió a mi última petición.

Alguien había asesinado brutalmente a Murphy y tan espantoso hecho tenía que estar relacionado con el caso de Ashley. De algún modo.

Pero yo no lograba verlo.

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