14 Necedad

Scott se sentía incómodo en aquella barra. Acarició su botella de cerveza y trató de mantener un ojo en la puerta del restaurante y el otro en Ashley, que estaba sentada sola en un reservado. Ella no paraba de alzar la cabeza, jugueteando con los cubiertos, tamborileando nerviosa los dedos mientras esperaba.

Su padre la había instruido respecto a qué decirle a O'Connell cuando lo llamó, así como a qué hacer cuando él llegara. Scott tenía un sobre con cinco mil dólares en billetes de cien en el bolsillo de la chaqueta. El sobre estaba repleto e impresionaría cuando lo arrojara sobre la mesa; contaba con causar un impacto mayor que la suma real. Al pensar en el dinero, sintió el sudor corriéndole por la espalda. Se aclaró la garganta y tomó otro sorbo de cerveza. Flexionó los músculos y se recordó por enésima vez que un cobarde acosador probablemente se acobardara al enfrentarse a un hombre que pudiera plantarle cara incluso con los puños. Scott había pasado muchos años tratando con estudiantes no muy distintos de Michael O'Connell, y les había parado los pies a varios de ellos. Pidió al camarero otra cerveza.

Ashley, por su parte, no sentía más que frío hielo y tensión en su interior.

Cuando había telefoneado a O'Connell se había mostrado cautelosa y ceñido al sencillo guión que habían elaborado con su padre en el camino de vuelta a Boston. No debía mostrarse belicosa, pero tampoco dar pie a ninguna ilusión. Lo principal, se recordó, era hablar con él cara a cara, para que si fuera necesario su padre pudiese intervenir.

– Michael, soy Ashley… -le había dicho.

– ¿Dónde has estado?

– Fuera de la ciudad por unos asuntos.

– ¿Qué clase de asuntos?

– De los que tenemos que hablar. ¿Por qué no asististe a nuestra cita en el museo el otro día?

– Era una encerrona. Y no quería oír lo que querías decirme. Ashley, de verdad creo que entre nosotros hay algo bueno…

– Si de verdad lo crees, entonces cenemos esta noche. En el mismo sitio de nuestra primera y única cita. ¿De acuerdo?

– Sólo si me prometes que no va a ser la gran despedida -dijo él-. Te necesito, Ashley. Y tú me necesitas a mí. Lo sé. -Parecía débil, casi infantil, incluso confundido.

Ella vaciló un instante.

– De acuerdo, prometido -dijo.

– Bien. Tenemos muchas cosas de que hablar. Por ejemplo, de nuestro futuro.

– Así pues, a las ocho -dijo ella. Colgó sin comentar sus últimas palabras y sin mencionar lo mucho que se había asustado cuando él la siguió bajo la lluvia hasta el metro. Ni una palabra sobre las flores muertas. Ni sobre nada.

Ahora hizo un esfuerzo para no mirar a su padre en la barra y centrarse en la puerta, consciente de que eran casi las ocho. Ojalá no volviera a repetirse lo del otro día. El plan urdido con su padre era sencillo: llegar temprano al restaurante, sentarse en un reservado para que O'Connell entrara y estuviese atrapado en su asiento cuando se acercara Scott, de modo que tuviera que oír lo que él tenía que decirle. Los dos actuarían como un equipo que obligaría a O'Connell a dejarla en paz. Contaban con la ventaja del número y del lugar público. Psicológicamente, había insistido su padre, eran más que fuertes para enfrentarse a él, e iban a controlar la situación de principio a fin. «Sé fuerte, firme, explícita. No dejes espacio para la duda.» Scott había sido muy claro al describir su ventaja: «Recuerda: nosotros somos dos y somos más listos. Tenemos mejor educación y mayores recursos financieros. Fin de la historia.» Ashley bebió un sorbo de agua. Tenía los labios secos y agrietados. De repente se sintió a la deriva en una pequeña balsa.

Mientras dejaba el vaso sobre la mesa, vio a O'Connell entrar. Se levantó a medias en el asiento y lo saludó. Lo vio recorrer rápidamente el local con la mirada, pero no estuvo segura de que viera a Scott. Ashley dirigió una rápida mirada a su padre, que se había envarado de modo ostensible.

Inspiró hondo y se dijo: «Muy bien, Ashley. Arriba el telón. Empieza el espectáculo.»

O'Connell cruzó rápidamente entre las mesas y se sentó frente a ella en el reservado.

– Hola, Ashley -dijo animosamente-. Joder, es magnífico verte.

Ella no fue capaz de controlarse.

– ¿Por qué me plantaste en el museo? -le reprochó-. Y luego, cuando me seguiste…

– ¿Te asusté? -repuso él, como si la estuviera escuchando contar un chiste.

– Sí. Si dices que me amas, ¿por qué haces una cosa así?

Él simplemente sonrió y a Ashley se le ocurrió que tal vez sería mejor no saber la respuesta a esa pregunta. Michael O'Connell echó la cabeza atrás y luego se inclinó hacia delante. Extendió una mano sobre la mesa para coger la de ella, pero Ashley se la llevó rápidamente al regazo. No quería que la tocara. Él hizo una mueca como si fuese a echarse a reír, y se reclinó en el asiento.

– Bueno, supongo que esto no es realmente una cena romántica, ¿verdad?

– No.

– Y supongo que mentiste al decir que no sería la gran despedida, ¿eh?

– Michael, yo…

– No me gusta que la mujer que amo me engañe. Me pone furioso.

– He estado intentando…

– Creo que no me comprendes bien, Ashley -repuso él tranquilamente, sin elevar la voz-. ¿Crees que no tengo sentimientos yo también?

«No, no lo creo», fue la respuesta que le pasó a ella por la cabeza.

– Mira, Michael -dijo en cambio-, ¿por qué haces que esto sea más difícil de lo que ya es?

Él volvió a sonreír.

– Creo que no es nada difícil. Es de lo más sencillo. Te quiero, Ashley. Y tú me quieres, aunque no lo sepas todavía. Descuida, pronto lo sabrás.

– No, no te quiero. -En cuanto habló, supo que había metido la pata. Estaba siendo concreta, pero hablando del tema equivocado, el amor.

– ¿No crees en el amor a primera vista? -preguntó él, casi juguetón.

– Michael, por favor. Debes dejarme en paz.

Él vaciló con una sonrisita. Ashley tuvo un horrible pensamiento: «Está disfrutando con esto…»

– Me parece que tendré que demostrarte mi amor -dijo, aún sonriendo.

– No tienes que demostrarme nada.

– Te equivocas. Te equivocas por completo. Incuso diría que te equivocas mortalmente, pero no quiero darte una falsa impresión.

Ashley inspiró hondo. Nada iba a salir como esperaba. Entonces se llevó la mano derecha al pelo, apartándolo dos veces de la cara. Era la señal para que interviniera su padre. Con el rabillo del ojo, lo vio levantarse de la barra y cruzar el pequeño local. Como habían planeado, se plantó ante la mesa, impidiendo que O'Connell saliese del asiento.

– Creo que debería escuchar lo que ella le dice -le espetó Scott con calma, pero con el tono frío y duro que empleaba con los estudiantes reacios.

O'Connell mantuvo los ojos fijos en Ashley.

– ¿Así que creíste que necesitarías ayuda?

Ella asintió.

O'Connell se volvió lentamente en el asiento y miró a Scott, como midiéndolo.

– Hola, profesor -le dijo-. ¿No quiere sentarse?

Hope observó en silencio a Sally mientras rellenaba el crucigrama del New York Times del domingo anterior. Se daba golpecitos con el bolígrafo en los dientes hasta que lograba rellenar las casillas. Los ahora habituales silencios, pensó Hope, se hacían cada vez más frecuentes. Miró a Sally y se preguntó qué la hacía tan infeliz, y entonces se dio cuenta de que no estaba segura de querer oír la respuesta. En cambio, hizo otra:

– Sally, ¿no crees que deberíamos hablar de ese tipo que molesta a Ashley?

Sally alzó la cabeza. Estaba a punto de escribir la respuesta del 7 horizontal, cuatro letras, donde la pista era «Payaso asesino». Vaciló.

– No sé de qué hay que hablar. Scott sabrá manejar esto con Ashley. Espero que llame a lo largo de la tarde y diga que todo está resuelto. Finito. Kaput. Pasemos a otra cosa. Nos hemos quedado sin cinco de los grandes.

– ¿No temes que ese tipo pueda ser peor de lo que pensamos?

Sally se encogió de hombros.

– Me parece un tío desagradable, sí. Pero Scott es muy capaz de enfrentarse a estudiantes universitarios, así que supongo que saldrá bien parado.

Hope planteó la siguiente pregunta con tacto:

– En tu experiencia con casos de divorcio y disputas familiares, ¿se compra a la gente tan fácilmente?

Sabía que la respuesta era negativa y en más de una ocasión había escuchado a Sally rabiar en la mesa, o incluso en la cama más tarde, por la tozudez de sus clientes y sus familias.

– Bueno -dijo Sally-, creo que deberíamos esperar a ver. No tiene sentido prepararnos para un problema que no sabemos si existe.

– Eso es lo más estúpido que he oído en mucho tiempo -replicó, sacudiendo la cabeza-. No sabemos si va a haber tormenta, ¿por qué comprar entonces velas, pilas y comida extra? No sabemos si vamos a pillar la gripe, ¿por qué vacunarnos entonces?

Sally dejó a un lado el crucigrama.

– Muy bien -dijo con leve irritación-. ¿Qué tipo de pilas quieres comprar exactamente? ¿Qué clase de vacunas hay disponibles?

Hope miró a su compañera de tantos años y pensó lo poco que sabía realmente de Sally y de sí misma. Vivían en un mundo que a veces podía ser un campo minado.

– No puedo responderte, lo sabes -dijo despacio-. Pero creo que deberíamos estar haciendo algo, y no permanecer aquí sentadas esperando a que Scott nos llame y nos diga que todo se ha resuelto. No creo que vayamos a recibir esa llamada. Ni, si vamos a eso, que la merezcamos.

– ¿Merecerla?

– Piénsalo mientras terminas tu crucigrama. Yo voy a leer un poco. -Inspiró hondo, pensando que había acertijos mucho más importantes que Sally podría intentar descifrar.

Esta asintió y volvió a enfrascarse en el crucigrama. Quiso decirle algo a Hope, algo tranquilizador y afectuoso, algo que descargara parte de la tensión, pero en cambio vio que el 3 vertical era «Lo que cantó la musa» y recordó que el principio de La litada era «Canta, oh, Musa, la cólera de Aquiles…». Había seis espacios en blanco, y la última letra tenía que ser una a, así que no fue difícil deducir que se trataba de «cólera».

Scott se sentó en el reservado, empujando a O'Connell hacia el rincón, como tenía planeado. Estaban apretados en el mismo asiento. La camarera tardó un momento en acercarse, menú en mano.

– Denos un par de minutos -le dijo Scott.

– Tráigame una cerveza -pidió O'Connell, y se volvió hacia Scott-. Supongo que usted paga esta ronda.

Hubo un momento de silencio, y el joven miró a Ashley.

– Hoy no dejas de sorprenderme. ¿No crees que esto tendría que ser entre tú y yo?

– He intentado decírtelo, pero no quieres escuchar…

– Y se te ocurrió traer a tu padre. -Se giró hacia Scott-. Bueno, de acuerdo. ¿Qué se supone que va a hacer exactamente? -La pregunta iba dirigida a Ashley, pero fue Scott quien contestó.

– Estoy aquí para ayudarle a comprender que, si ella dice que se ha acabado, es que se ha acabado.

Michael O'Connell se tomó su tiempo para medir a Scott.

– No piensa utilizar sólo fuerza bruta. Tampoco sólo persuasión. Bien, profesor, ¿cuál es su propuesta? ¿Qué tiene en mente?

– Creo que es hora de que deje a Ashley en paz. Siga con su vida, para que ella pueda seguir con la suya. Está muy ocupada. Trabaja y asiste a clases de posgrado. No tiene tiempo para una relación a largo plazo. Desde luego, no la que usted parece buscar. Estoy aquí para hacérselo entender.

O'Connell no pareció afectado en lo más mínimo.

– ¿Por qué cree que esto es asunto suyo?

– Su negativa a escuchar a mi hija ha hecho que sea asunto mío.

El joven sonrió.

– Tal vez sí. Tal vez no.

La camarera le trajo la cerveza. Él bebió un largo trago y volvió a sonreír.

– ¿Qué pasa, profesor, quiere convencerme de que no ame a Ashley? ¿Cómo sabe que no somos el uno para el otro? ¿Qué sabe de mí? Voy a decírselo: nada. Tal vez no soy lo que quería para ella, y desde luego no soy el joven ejecutivo que conduce un BMW y tiene un título de Harvard, pero soy un tipo muy capaz en muchas cosas. Que no encaje en su perfil no significa que sea un inepto.

Scott no supo qué responder. O'Connell había llevado la conversación a un terreno distinto del previsto.

– No quiero conocerle -dijo Scott-. Lo único que quiero es que deje a mi hija en paz. Estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario para que usted lo comprenda.

O'Connell hizo una pausa.

– Lo dudo -dijo-. ¿Lo que sea necesario? No lo creo.

– Ponga un precio -respondió Scott fríamente.

– ¿Un precio?

– Sabe a qué me refiero. Ponga un precio.

– ¿Quiere poner un precio a mis sentimientos por Ashley?

– Deje de fastidiar -repuso Scott. La sonrisa y la aparente calma de O'Connell eran más que irritantes.

– Ni hablar -dijo-. Y no quiero su dinero.

Scott sacó el sobre con los cinco mil dólares.

– ¿Qué es eso? -preguntó O'Connell.

– Cinco de los grandes. A cambio de su palabra de que no volverá a acercarse a mi hija.

– ¿Quiere comprarme?

– Exactamente.

– Nunca he pedido dinero, ¿no?

– No.

– Así que este dinero no es porque yo lo haya exigido, ¿eh?

– No. Todo lo que quiero es su palabra.

O'Connell se volvió hacia Ashley.

– Nunca te he pedido dinero, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza.

– No te oigo -dijo O'Connell.

– No, nunca me has pedido dinero.

El joven extendió la mano y recogió el dinero.

– Si lo acepto, sería un regalo, ¿correcto?

– A cambio de una promesa.

O'Connell sonrió.

– Muy bien. No quiero el dinero. Pero le haré la promesa. Lo prometo. -Sostuvo el dinero en la mano.

– ¿Va a dejarla en paz? ¿Se va a mantener apartado de su vida? ¿Nunca volverá a molestarla?

– Eso es lo que usted quiere, ¿verdad?

– Así es.

O'Connell pensó un instante y dijo:

– De esta manera todo el mundo obtiene lo que quiere, ¿no?

– Así es.

– Excepto yo.

Lanzó a Ashley una dura mirada acompañada de una sonrisa ambigua. A Ashley le pareció una de las cosas más escalofriantes que había visto jamás.

– ¿Esto hace que su viaje mereciera la pena, profesor?

Scott no respondió. Casi estaba esperando que O'Connell arrojara el dinero sobre la mesa, o a su cara, y tensó los músculos, manteniendo un rígido control sobre sus emociones.

En cambio, O'Connell se volvió una vez hacia Ashley, dejando que sus ojos se clavaran en ella, tan intensamente que la chica se agitó en su asiento.

– ¿Sabes qué cantaban los Beatles, allá en la época de tu padre?

Ella negó con la cabeza.

– «No me importa el dinero. El dinero no puede comprar amor…» -Y sin apartar los ojos, se guardó el dinero en su chaqueta, confundiéndolos a los dos. Luego, todavía mirándola, añadió-: Muy bien, profesor, he de irme. Creo que no me quedaré a cenar, después de todo. Pero gracias por la cerveza.

Scott se levantó y se quedó al lado de la mesa mientras O'Connell, moviéndose con sorprendente agilidad, se deslizaba y levantaba. Por un segundo se quedó allí, la mirada fija en Ashley. Entonces, con una sonrisita, se dio la vuelta y se marchó sin mirar atrás.

Padre e hija permanecieron en silencio casi un minuto.

– ¿Qué ha sido todo esto? -preguntó ella.

Scott no respondió. No estaba seguro.

La camarera regresó.

– Entonces, ¿sólo serán dos para cenar? -preguntó, mientras les entregaba los menús.

Ante el apartamento de Ashley la noche mostraba las sombras y luces dispersas de las farolas que apenas se imponían a la creciente oscuridad otoñal. No había sitio para aparcar, así que Scott paró el Porsche delante de una boca de riego. No apagó el motor y miró a su hija.

– Tal vez deberías venirte conmigo un par de días. Hasta que estemos seguros de que ese tipo cumple lo acordado. Quédate un par de días en mi casa y luego algún tiempo con tu madre. Que el tiempo y la distancia actúen a tu favor.

– No debería ser yo quien corra a esconderse. Tengo clases y un trabajo…

– Lo sé, pero toda precaución es poca.

– Odio esa expresión. La odio.

– Vale, cariño, no es más que un lugar común.

Ashley suspiró y se volvió hacia su padre. Sonrió.

– Me ha dado un poco de miedo, ¿sabes?, pero se me pasará. En el fondo, los tipos como él son unos cobardes. Estaba alardeando, pero el dinero lo dejó sin habla. Se marchará, me insultará cuando esté bebiendo con sus amigos, y al final se dedicará a otra cosa. No me hace mucha gracia que hayáis tenido que darle ese dinero…

– Lo más raro es que dijo que no lo quería y luego se lo guardó en el bolsillo. Era casi como si estuviera grabando la conversación. Decía una cosa y hacía otra.

– Ojalá todo haya terminado.

– Sí. No obstante, al menor rastro de él, llámanos. Localiza inmediatamente a tu madre o a Hope, o a mí. A cualquier hora del día o la noche, ¿de acuerdo? Ante la mínima sospecha de que te siga, te llame o te acose, o incluso te observe, llámanos. Si tienes un mal presentimiento, también llama, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. Mira, papá, no pretendo hacerme la heroína. Sólo quiero que mi vida vuelva a la normalidad…

Volvió a suspirar, se soltó el cinturón de seguridad, cogió el bolso y sacó las llaves del apartamento.

– ¿Quieres que te acompañe hasta arriba?

– No. Pero espera a que entre, si no te importa.

– Descuida, cariño. Sólo quiero que seas feliz. Y me gustaría olvidar todo este incidente, y a ese O'Connell, y verte conseguir un máster o un doctorado en Historia del Arte y llevar una vida maravillosa. Eso es lo que quiero yo, y tu madre también. Y es lo que va a suceder. Confía en mí. Antes de que pase mucho tiempo conocerás a alguien especial, y todo esto será sólo un mal recuerdo. Nunca volverás a pensar en ello.

– Un recuerdo de pesadilla. -Se inclinó y lo besó en la mejilla-. Gracias, papá. Gracias por ayudarme y, no sé, por ser como eres.

Él se sintió en las nubes, pero sacudió la cabeza.

– Te lo mereces todo -dijo.

Ella se apeó, y Scott le señaló el edificio.

– Ahora descansa bien y llámanos mañana para informarnos.

Ashley asintió. Él tuvo un pensamiento curioso que pareció surgir de algún punto oscuro de su mente, y preguntó:

– Hija, hay una cosa que me preocupa.

Ella estaba a punto de cerrar la puerta, pero se detuvo y se asomó.

– ¿Qué es?

– ¿Le dijiste algo de mí a O'Connell? ¿O de tu madre?

– No… -contestó ella, vacilante.

– En aquella primera y única cita, ¿hablaste de nosotros?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Por qué lo preguntas?

Él sonrió.

– Por nada. Venga, sube. Y llama mañana.

Ashley se apartó el pelo de los ojos y asintió. Su padre volvió a sonreírle.

– Sólo tardaré cinco minutos en llegar a casa a esta hora de la noche -bromeó Scott-. Todos los polis tienen la noche libre…

– No crezcas nunca, papá. Me decepcionarías -sonrió Ashley.

Entonces cerró la puerta y subió los escalones de su edificio. Sólo tardó unos segundos en abrir el portal, entrar en el zaguán y luego abrir la segunda puerta. Se dio la vuelta y saludó a Scott, quien siguió esperando hasta que la vio subir las escaleras. Luego inició el camino de regreso, preguntándose cómo O'Connell había sabido que él era profesor.

– Entonces, ¿se sintieron a salvo?

– Sí. No del todo, pero bastante bien. Todavía tenían dudas y preocupaciones. Algo de ansiedad residual. Pero, en general, se sentían seguros.

– Pero se equivocaban, ¿verdad?

– Claro. De lo contrario no te lo estaría contando. Los cinco mil dólares no fueron el final de nada.

– Ya.

– Ya te lo dije. Esta historia no tiene final feliz.

Como yo no respondí, ella alzó la cabeza y miró por la ventana. La luz del sol pareció prender en su rostro, iluminando su perfil.

– ¿No te preguntas a veces cómo las cosas pueden torcerse tan fácilmente? -dijo-. Quiero decir, ¿qué nos protege? Supongo que los fundamentalistas religiosos dirían que la fe. Los académicos, que el conocimiento. Los médicos, que la ciencia. El policía, que una pistola de nueve milímetros. El político, que la ley. Pero en realidad, ¿qué nos protege?

– No esperarás que yo responda a semejante pregunta, ¿verdad?

Ella echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

– No -dijo-. En absoluto. Al menos todavía no. Ashley tampoco podía hacerlo.

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