El ronroneo del Porsche hizo que Ashley se quedara dormida al instante. No se movió durante casi una hora, hasta que abrió bruscamente los ojos y se irguió con un pequeño jadeo, desorientada. Miró alrededor con los ojos como platos e hizo ademán de protegerse con las manos antes de desplomarse en el asiento. A continuación se frotó la cara con las manos.
– Vaya. -Suspiró-. ¿Me he quedado dormida?
Scott no respondió.
– ¿Cansada?
– Supongo. Más bien, relajada por primera vez en horas. Es más fuerte que yo. Algo raro. No raro bueno, pero tampoco raro malo. Sólo raro raro.
– ¿Deberíamos hablar de eso ahora?
Ashley pareció un poco vacilante, como si con cada kilómetro que se alejaba de Boston, su preocupación se hiciera más pequeña y lejana.
– Tal vez deberías informarme de lo que le contaste a tu madre y su compañera -dijo Scott con suavidad, consciente de que concedía un aire de formalidad a la relación de Sally y Hope-. Al menos de esa manera todos estaremos al corriente. Sería bueno que todos colaborásemos en algún plan razonable para afrontar la situación. -No estaba seguro de que su hija volviera a casa con idea de elaborar un plan, pero pensó que ella esperaría que él lo propusiera.
Ashley se estremeció y luego dijo:
– Flores muertas. Flores muertas colocadas ante mi puerta. Y luego, en vez de reunirse conmigo en el restaurante que habíamos quedado, donde yo iba a librarme de él para siempre, me siguió solapadamente, como si yo fuese una especie de animal y él un cazador al acecho… -Miró por la ventanilla, como intentando ordenar sus ideas para que tuvieran sentido, y luego dijo con un suspiro-: Empezaré por el principio, para que puedas comprenderlo…
Scott redujo la velocidad y se pasó al carril derecho, por donde no iba casi nunca, y escuchó.
Cuando llegaron a la pequeña ciudad universitaria donde vivía Scott, Ashley ya le había contado todo sobre su relación con Michael O'Connell, si se podía dignificar con esa palabra. Había resumido al máximo la noche del encuentro, pues le incomodaba hablar de sus borracheras y su vida sexual con su padre, así que usó eufemismos como «enrollarse» y «achisparse».
Scott sabía exactamente de qué estaba hablando ella, pero se abstuvo de preguntas indiscretas. Suponía que era mejor para su paz espiritual no enterarse de ciertos detalles.
Cuando dejaron la autovía, circularon por carreteras comarcales. Ashley había vuelto a guardar silencio y miraba por la ventanilla. El día se había vuelto soleado y el cielo estaba celeste.
– Es agradable volver a casa -dijo ella-. Te olvidas de lo bien que conoces un sitio cuando tienes otras cosas en la cabeza. Pero es verdad. Los mismos parques de siempre, el ayuntamiento, los restaurantes, las cafeterías, los niños jugando con sus frisbees en el césped. Te hace pensar que aquí nada podría salir mal. -De pronto resopló-. Bueno, papá, ya lo sabes. ¿Qué opinas?
Scott trató de forzar una sonrisa que enmascarara el torbellino que lo sacudía.
– Creo que deberíamos buscar un modo de desalentar al señor O'Connell sin que haya complicaciones -respondió, nada seguro de lo que decía, aunque impostó un tono de absoluta confianza-. Tal vez haga falta que tenga una charla con él. O poner distancia, aunque esto podría retrasar tus estudios de posgrado. Pero así es la vida, un poco liosa. No obstante, estoy seguro de que podremos resolverlo. No parece ser lo que me temí al principio.
Ashley pareció sentirse algo aliviada.
– ¿Tú crees?
– Sí. Apuesto a que tu madre piensa lo mismo que yo. Ya sabes, en su profesión ha visto a muchos tipos duros, en los casos de divorcio o de delitos de poca monta. Conoce muy bien las relaciones abusivas, aunque ése no es exactamente tu problema, y es muy competente para resolver esta clase de embrollos.
Ashley asintió.
– No te habrá pegado, ¿verdad? -Scott hizo la pregunta aunque su hija ya le había dado la respuesta.
– Ya te he dicho que no. Sólo insiste en que estamos hechos el uno para el otro.
– Sí, bueno, no sé a él, pero sé quién te hizo a ti, y dudo que estés hecha para ese tipo.
Una sonrisa asomó al rostro de Ashley.
– Y confía en mí -añadió su padre, tratando de hacer una broma que distendiera el ambiente-, no parece un problema grave que un prestigioso historiador no pueda resolver. Un poco de investigación. Tal vez algunos documentos originales o declaraciones de testigos. Fuentes primarias. Un poco de trabajo de campo. Y nos pondremos en marcha.
Ashley consiguió soltar una risita.
– Papá, no estamos hablando de un trabajo de investigación…
– ¿Ah, no?
Esto la hizo sonreír de nuevo. Scott captó la sonrisa, que le recordó muchos momentos de felicidad y le pareció lo más valioso de su vida.
El sábado era día de partido en el colegio privado de Hope, así que se sintió dividida entre ir al campus o esperar la llegada de Ashley. Por experiencia, sabía que el sol de la mañana ayudaba a secar el campo, pero no del todo, así que el partido de la tarde se jugaría en medio de un fangal. Una generación atrás, probablemente, la idea de que unas chicas jugaran en el barro hubiese resultado tan inapropiada que el partido se habría suspendido. Ahora estaba segura de que las muchachas del equipo anhelaban el campo sucio y resbaloso. Estar manchada de tierra y sudorosa se consideraba algo positivo. «El progreso definido por la aceptación del barro», pensó con ironía.
Hope estaba en la cocina, medio vigilando el reloj de la pared, medio asomada a la ventana, atenta al inconfundible sonido del Porsche cuando apareciera en la esquina. Anónimo estaba sentado junto a la puerta. Demasiado viejo para mostrar impaciencia, pero dispuesto a no perderse nada. Conocía la frase «¿Quieres ir a un partido de fútbol?» y, cuando ella la pronunciaba, pasaba de su estado casi comatoso a otro de alegría desatada.
La ventana estaba entreabierta y Hope oía los sonidos de las casas vecinas, tan típicos del sábado por la mañana que eran casi clichés: las toses y carraspeos de una segadora de césped; el zumbido de un aspirador de hojas; agudas voces de niños que jugaban en un patio cercano. Era difícil imaginar que pudiese existir la menor amenaza al ordenado discurrir de sus vidas. Hope no podía saber que Ashley había pensado lo mismo hacía unos instantes.
De pronto vio a Sally en la puerta de la cocina.
– Llegarás tarde -dijo ésta-. ¿A qué hora es el partido?
– Tengo tiempo -respondió Hope.
– ¿Es un partido importante?
– Todos lo son. Algunos un poco más. Estaremos bien. -Vaciló un instante y añadió-: Deben de estar al llegar. ¿No dijo Scott que saldría temprano?
Sally también hizo una pausa antes de responder.
– Creo que deberíamos decirle a Scott que se quede. Tiene derecho a participar en cualquier decisión que tomemos.
– Ajá -dijo Hope.
Todo lo relacionado con Scott la ponía en lo que antes solía llamarse «una situación embarazosa», pero era algo más profundo y complejo. Hope creía que Scott la odiaba. Al menos, odiaba verla. O tal vez odiaba lo que ella representaba. O lo que había hecho para atraer a Sally, o lo que había sucedido entre ellas. Fuera lo que fuese, albergaba furia acumulada contra ella, y Hope creía imposible que eso cambiase alguna vez.
– Me pregunto si será conveniente que estés aquí cuando él llegue -añadió Sally.
«Conque era eso», pensó Hope, y se enfadó. Le pareció injusto: habían pasado suficientes años para que se guiaran por una conducta civilizada, aunque por debajo hubiera tensiones. Le dolió que Sally, de algún modo, quisiera satisfacer los sentimientos de Scott a costa de pisar los suyos. Hope había dedicado años a criar a Ashley y, aunque no podía decir que fuera de su misma sangre, sentía que tenía tanto derecho a preocuparse por ella como sus progenitores.
Se mordió el labio antes de contestar. «Sé prudente», se advirtió.
– Bueno, no creo que sea justo, pero, si piensas que es importante, bueno, me inclino ante tu conocimiento superior en estos asuntos.
Lo último pudo ser sincero o sarcástico. Sally no supo qué decidir. Se sentía un poco sorprendida por haberle pedido a Hope que se retirara cuando llegara su ex marido. «¿Qué me pasa?»
– No es… -empezó, pero la interrumpió el sonido del coche de Scott-. Han llegado.
– De acuerdo -dijo Hope, envarada-. Entonces me quedaré aquí.
Anónimo dio un salto al reconocer el sonido del Porsche. Las dos se dirigieron a la puerta, y el perro se abrió paso entre sus piernas justo cuando el coche enfilaba el camino de acceso. Ashley se apeó casi tan rápidamente como salió el perro, y se agachó para hacerle carantoñas y recibir sus lametones. Scott bajó sin saber muy bien qué iba a pasar. Medio saludó a Sally e hizo un gesto a Hope con la cabeza.
– Aquí la tenemos, sana y salva -dijo.
Sally cruzó el césped y abrazó a su hija.
– ¿No crees que deberías entrar, para ver si se nos ocurre algún plan? -le dijo a su ex.
Ashley miró a sus padres, esperando. Fue consciente en ese instante de las pocas veces que estaban tan cerca el uno del otro. Una distancia bien definida marcaba siempre sus encuentros.
– Es cosa de Ashley -dijo él-. Puede que no quiera abordar el tema ahora mismo. Tal vez necesite almorzar y un rato para despejarse.
Los dos miraron a Ashley, que asintió, aunque tuvo la sensación de que se comportaba como una cobarde.
– Muy bien -dijo Sally con su tono de abogada, siempre dispuesta a hacerse cargo-. Esta tarde, entonces. ¿A las cuatro o cuatro y media?
Scott asintió y señaló la casa.
– ¿Aquí?
– ¿Por qué no? -dijo Sally.
A Scott se le ocurrían una docena de motivos, pero se contuvo.
– Bien, a las cuatro y media, pues. Podemos tomar té. Eso sería muy civilizado.
Sally no respondió al sarcasmo. Se volvió hacia su hija.
– ¿Esto es todo lo que has traído? -dijo, señalando la maleta.
– Es todo.
Hope, que observaba y escuchaba a un lado, pensó que en realidad Ashley había traído mucho más. Pero no era tan obvio.
Ashley se abrió paso a saltitos por el borde del campo embarrado y ocupó un sitio desde donde podía ver a Hope dirigir a sus chicas. Anónimo estaba amarrado a un extremo del banquillo, pero al divisarla agitó la cola, antes de echarse. Al mirarlo, Ashley pensó en leones. A menudo dormían hasta veinte horas al día en un día africano. Anónimo parecía acercarse a ese baremo, aunque su actitud no era muy leonesca. A veces Ashley se preguntaba si alguna de ellas tres habría sobrevivido de no ser por él. Siempre le decepcionaba que su madre no reconociera la importancia de Anónimo. «Un perro de rescate -pensó-. Un perro oteador. Un perro guardián.» Anónimo había realizado metafóricamente cada una de esas funciones, y ahora era viejo y estaba casi retirado, pero seguía siendo como un hermano.
Dirigió sus ojos a las lejanas colinas. Los lugareños decían que las Holyoke eran montañas, pero exageraban. «Las Rocosas sí son montañas», pensó. Las colinas locales recibían una grandiosidad no merecida, aunque las buenas tardes de otoño compensaban su falta de altura con generosas vetas de rojo, marrón y magenta.
Se volvió para ver el partido. No le resultó difícil imaginarse unos cinco años atrás, cuando ella misma habría estado allí abajo vestida de blanco y azul, corriendo por la banda izquierda. Siempre había sido una buena jugadora, aunque no como Hope. Ésta jugaba con una especie de intrépido desparpajo, y Ashley se contenía.
Sintió una curiosa emoción cuando la chica que jugaba en su antiguo puesto marcó el gol de la victoria. Esperó a que terminaran los vítores y aplausos. Vio a Hope soltar a Anónimo y lanzar un balón al centro del campo. Sólo uno, advirtió, y no tan lejos como antes. Observó cómo el perro recogía el balón y lo llevaba de vuelta hacia Hope empujándolo con el hocico y las patas, rebosante de alegría canina.
Mientras Hope recogía el balón y lo guardaba en la bolsa de red, vio que Ashley estaba allí a su lado.
– Hola, killer. ¿Qué te ha parecido?
Oír el apodo que Hope le había puesto en su primer año de equipo la hizo sonreír. A Hope se le había ocurrido el nombre porque Ashley era demasiado reticente en el campo, demasiado tímida con las jugadoras mayores. Así que se la llevó aparte y le dijo que cuando jugaba tenía que dejar de ser la Ashley que se preocupaba por los sentimientos de las personas y transformarse en una killer, una exterminadora. Debía jugar duro, sin dar cuartel ni esperar recibirlo, y hacer lo que hiciera falta para, al final del partido, saber que se había dejado la piel. Las dos habían mantenido esta personalidad secundaria en secreto, sin mencionarla a Sally ni a Scott, ni a nadie. Ashley al principio lo consideró una tontería, pero al final acabó por apreciarlo.
– Se las ve bien. Fuertes.
– ¿No ha venido Sally?
Ashley negó con la cabeza.
– Es un equipo demasiado joven. Le falta experiencia -respondió Hope, sin ocultar su decepción por la ausencia de su compañera-. Pero si no nos dejamos intimidar, somos capaces de hacerlo bien.
Ashley asintió. Se preguntó si lo mismo podría decirse de su situación.
Scott estaba sentado en el centro del salón, algo incómodo, flanqueado por espacios vacíos. Las tres mujeres ocupaban sillas distintas, frente a él. La situación tenía una extraña formalidad, e imaginó que era como estar sentado ante un gran jurado.
– Bueno -dijo con buen ánimo-. Supongo que lo primero es qué sabemos de este tipo que está molestando a Ashley. Quiero decir, ¿qué clase de persona es? ¿De dónde procede? Lo básico…
Miró a Ashley, que parecía estar sentada en un borde afilado.
– Ya os he dicho lo que sé -dijo-, que no es gran cosa.
Esperó fríamente que uno de los otros tres añadiera algo como «bueno, supiste lo suficiente para dejarlo entrar en tu casa para un polvo rápido», pero nadie lo dijo.
– Me gustaría saber -añadió Scott- si ese O'Connell responderá a un toque de atención nuestro. Puede que sí y puede que no, pero una muestra de firmeza por nuestra parte tal vez…
– Ya lo he intentado -dijo Ashley.
– Sí, lo sé. Hiciste lo adecuado. Pero ahora sugiero un poco más de fuerza. ¿No creéis que el primer paso es no sobredimensionar el problema? Tal vez lo que haga falta sea una bravata. Ya sabéis, un papá enfurecido.
Sally asintió.
– Tal vez podamos influir en dos sentidos. Scott, tú puedes decirle que la deje en paz y al mismo tiempo endulzarlo ofreciéndole un poco de dinero. Algo sustancioso, cinco de los grandes o así. Eso será más que suficiente para alguien que trabaja en un taller de coches e intenta aprender informática.
– ¿Un soborno para que se aleje de Ashley? -replicó Scott-. ¿Funcionará?
– En muchas disputas familiares, divorcios y casos de custodia, mi experiencia indica que un acuerdo monetario llega muy lejos.
– Acepto tu palabra -dijo Scott. No la creía. También tenía sus dudas de que hablar con O'Connell fuera a servir de nada. Pero sabía que lo primero era intentar el camino más sencillo-. Pero supongo…
Sally alzó una mano.
– No nos adelantemos. Ese tipo se ha comportado de manera rara. Pero, tal como lo veo, aún no ha quebrantado ninguna ley. Quiero decir que más adelante podemos hablar de detectives privados, recurrir a la policía, conseguir una orden de alejamiento…
– Seguro que eso lo solucionará todo -ironizó Scott, pero Sally lo ignoró.
– O examinar otros medios legales. Incluso podríamos hacer que Ashley se marchara de Boston. Sería un contratiempo, sin duda, pero siempre es una posibilidad. Aunque creo que primero hemos de probar con lo más sencillo.
– De acuerdo -zanjó Scott-. ¿Qué estrategia seguimos?
– Ashley llama al tipo. Arregla otro encuentro. Lleva dinero y la acompaña su padre. Lo hace en público. Una conversación breve y sin tonterías. Si hay suerte, será el final de la historia.
Scott fue a sacudir la cabeza, pero se detuvo. Bien mirado, tenía sentido. Al menos, lo suficiente para intentarlo. Así pues, decidió seguir el plan de Sally, con alguna variante propia.
Hope había permanecido en silencio durante toda la conversación. Sally se volvió hacia ella.
– ¿Qué te parece? -preguntó.
– Creo que es una estrategia adecuada -dijo, aunque no lo creía.
A Scott de pronto le molestó que se le diera a Hope la oportunidad de hablar. Quiso decir que no tenía nada que hacer allí, que debería marcharse a otra habitación. «Sé razonable -se ordenó-. Aunque esta mujer sea irritante.»
– Bien, lo haremos así. Al menos para empezar.
Sally asintió.
– Bien. Scott, ¿querías de verdad té o era una de tus bromas?
– Me cuesta trabajo creer… -empecé, pero decidí probar una estrategia diferente-. Quiero decir que deberían tener alguna idea…
– ¿De a lo que se enfrentaban? -preguntó ella-. Aún no sabían nada del ataque al chico. Ni nada del, digamos, accidente que la amiga de Ashley tuvo después de la cena. Y tampoco de la reputación de Michael O'Connell, ni de las impresiones que había causado en sus compañeros de trabajo, profesores y demás. La información crítica que podría haberlos guiado en una dirección distinta. Todo lo que sabían era que… ¿qué palabra usaba Ashley? Que era una «rata». Una palabra muy inocente.
– Pero ¿hablar con él? ¿Ofrecerle dinero? ¿Cómo se les ocurrió pensar siquiera que eso funcionaría?
– ¿Por qué no? Con la gente normal siempre funciona.
– Sí, pero…
– La gente siempre busca soluciones a sus problemas. ¿Qué alternativas tenían, si no?
– Bueno, podrían haber sido un poco más agresivos…
– ¡No lo sabían! -Su voz se elevó de pronto con vehemencia. Se inclinó hacia mí con los ojos entornados de frustración e ira-. ¿Por qué resulta tan difícil comprender lo poderosa que es la capacidad de negación que tenemos todos? ¡Nunca queremos creer lo peor!
Se detuvo y tomó aire. Yo empecé a hablar, pero ella alzó una mano.
– No pongas excusas -dijo-. Incluso tú te negarías a verlo, aunque tuvieras delante lo más peligroso del mundo. -Inspiró de nuevo-. Pero Hope lo vio. O al menos tuvo una leve intuición. Sin embargo, por un motivo u otro, todos equivocados y estúpidos, se abstuvo de mencionarlo. Al menos en aquel momento inicial…