Ashley se apartó con cautela de la ventana, como había hecho todos los días de las dos últimas semanas.
No era consciente de lo que les estaba sucediendo a las tres personas que constituían su familia, estaba absorta en la sensación casi constante de que la vigilaban. El problema era que, cada vez que la sensación amenazaba con abrumarla, no lograba encontrar ninguna prueba concreta de ello. Si se volvía súbitamente mientras iba a clase o al trabajo en el museo, sólo veía un peatón sorprendido por su brusco gesto. Se acostumbró a correr para coger el metro justo cuando las puertas estaban cerrando, y luego observaba a todos los otros pasajeros, como si la anciana que leía el Herald o el obrero con la vieja gorra de los Red Sox pudiera ser O'Connell disfrazado. En casa, se acercaba a un lado de la ventana y escrutaba la calle arriba y abajo. Pegaba el oído a la puerta en busca de algún sonido delator antes de salir. Empezó a variar su ruta cuando salía, aunque sólo fuera para ir al almacén o la farmacia. Compró un teléfono fijo con identificador de llamada, y añadió el mismo servicio a su móvil. Preguntaba a sus vecinos si alguno había visto algo fuera de lo corriente o, en concreto, a un hombre que encajara con la descripción de Michael cerca de la entrada, o en la esquina o al fondo de la calle. Nadie recordaba haber visto a alguien así ni que actuara de manera sospechosa.
Pero cuanto más se obligaba a imaginar que Michael ya no la rondaba, más al acecho parecía él.
No tenía nada concreto para decir en voz alta «es él», pero había docenas de detalles, indicios delatores, que le decían que aquel hombre no había salido de su vida, que en realidad andaba por allí cerca. Un día llegó a su apartamento y descubrió que alguien había marcado una gran X en la puerta, usando probablemente algo tan vulgar como una navajita o una llave. En otra ocasión le habían abierto el buzón, y un puñado de facturas y publicidad se esparció por el suelo del vestíbulo.
En el museo descubrió que los artículos de su mesa se movían continuamente. Un día el teléfono estaba a la derecha y, al siguiente, a la izquierda. Un día llegó y encontró el cajón superior cerrado con llave, cosa que ella nunca hacía, pues no guardaba dentro nada valioso.
Tanto en el trabajo como en casa el teléfono solía sonar una o dos veces, y luego enmudecía. Cuando contestaba, sólo oía el tono de llamada. Y cuando comprobaba la identificación de llamada, aparecía «número desconocido». Varias veces intentó usar la opción de rellamada, pero siempre encontraba señal de ocupado o interferencia electrónica.
No estaba segura de qué hacer. En sus llamadas diarias a sus padres, comentaba algunas de estas cosas, pero no todas, porque algunas parecían demasiado extrañas para ser ciertas. Otras parecían los incordios habituales de la vida moderna, como cuando uno de sus profesores no pudo acceder a sus trabajos por e-mail, y los ordenadores de la facultad no lograron solucionarlo porque encontraron bloqueados sus archivos. Los eliminaron, pero sólo después de considerables esfuerzos.
Mientras se mecía en su sillón a solas en su apartamento, contemplando caer la noche, pensó que todo era por culpa de O'Connell y nada por culpa de O'Connell, y no supo qué hacer. Y esa incertidumbre le producía una sensación de frustración y rabia.
Después de todo, él había dado su palabra. Se lo repetía, aunque en realidad no se lo creía. Y cuanto más lo pensaba, menos se lo creía.
Scott pasó una noche inquieta esperando que llegara por mensajero el paquete enviado desde Yale por el profesor Burris. Hay pocas cosas más peligrosas para una carrera académica que una acusación de plagio. Scott tenía que actuar con rapidez y eficacia. El primer paso que dio fue buscar en el sótano la caja donde había almacenado todas sus notas para el artículo de la Revista de Historia Norteamericana. Luego envió mensajes electrónicos a los dos estudiantes que había reclutado tres años antes para que lo ayudaran con las citas y la investigación. Tenía suerte, pensó, de disponer de direcciones de contacto de ambos. Cuando les escribió, no especificó exactamente de qué lo acusaban. Sólo dijo que un colega historiador había hecho algunas preguntas sobre el artículo y podrían serle útiles sus recuerdos del trabajo. Fue un intento de ponerlos sobreaviso, mientras esperaba a que el material en disputa llegara a su puerta.
Era todo lo que podía hacer.
Se sentó a su escritorio en la facultad cuando el repartidor le entregó un sobre grande. Lo firmó rápidamente, y empezaba a abrirlo cuando sonó el teléfono.
– ¿Profesor Freeman?
– Sí.
– Soy Ted Morris, del periódico de la facultad.
Scott vaciló un momento.
– ¿Asiste usted a alguna de mis clases, señor Morris? Si es así…
– No, señor. No asisto.
– Estoy muy ocupado -dijo Scott-. Pero, dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
Sintió cierta reluctancia en la pausa que hizo el estudiante antes de responder.
– Hemos recibido una filtración, una acusación en realidad, y lo estoy investigando.
– ¿Una filtración?
– Sí, eso es.
– No entiendo -dijo Scott, pero era mentira: lo entendía perfectamente.
– Lo han acusado de estar implicado en, bueno, a falta de mejor expresión, un asunto de integridad académica. -Ted Morris escogía sus palabras con cuidado.
– ¿Quién le ha dicho eso?
– ¿Es relevante, señor?
– Bueno, podría serlo.
– Al parecer procede de un estudiante descontento. De una universidad del Sur. Es todo lo que puedo decirle.
– No conozco a ningún estudiante de ninguna facultad del Sur -repuso Scott con falsa serenidad-. Pero «descontento» es un adjetivo aplicable a cualquier estudiante en un momento u otro, ¿no le parece, Ted? -dejó a un lado el formal «señor Morris» para recalcar sus roles respectivos. Él tenía autoridad y poder, o al menos quería que Ted Morris, del periódico del campus, lo creyera.
Ted hizo una pausa y no se dejó distraer.
– Pero la cuestión es muy simple. ¿Ha sido usted acusado…?
– Nadie me ha acusado de nada. Al menos que yo sepa -replicó Scott rápidamente-. Nada que no sea rutinario en los círculos académicos… -Inspiró hondo. Seguramente Ted Morris estaba anotando cada palabra.
– Comprendo, profesor. Rutina. Pero sigo pensando que debería hablar con usted en persona.
– Estoy muy ocupado. No obstante, tengo horas de tutoría el viernes. Pásese por aquí entonces…
Eso le daría varios días.
– Tenemos cierta premura, profesor…
– Lo siento. Las cosas hechas deprisa son inevitablemente confusas o, peor, erróneas. -Era un farol, pero tenía que librarse de aquel impertinente.
– Muy bien, el viernes. Y, profesor, una cosa más.
– ¿Qué, Ted? -repuso con su voz más condescendiente.
– Debería saber que colaboro con el Globe y el Times.
Scott tragó con dificultad.
– Me alegro -dijo, afectando todo el entusiasmo que le fue posible-. Hay muchas historias en este campus que podrían interesar a esos periódicos. Bien, nos vemos el viernes, pues -concluyó, rogando que el estudiante esperara al viernes antes de llamar al redactor jefe de esos periódicos para dinamitar toda su carrera.
Colgó. Nunca había creído que estaría tan asustado, no, tan aterrado, por la voz de un estudiante. Se dedicó a estudiar rápidamente el material enviado por el profesor Burris, más ansioso a cada frase que leía.
Hope entró en el servicio contiguo a la oficina de admisiones, sabiendo que probablemente era el único sitio del colegio donde podría estar a solas unos momentos. Apenas la puerta se cerró tras ella, estalló en un sollozo profundo y desesperado.
La acusación había llegado al decano a través de un e-mail anónimo. Decía que Hope había acosado a una estudiante de quince años en las duchas del vestuario femenino, cuando la chica estaba sola después de una sesión de entrenamiento. Describía cómo Hope le había acariciado los pechos y tocado la entrepierna, mientras le susurraba las ventajas de probar el sexo con una mujer. Como la adolescente se resistió, continuaba la acusación, Hope la amenazó con manipular sus notas si alguna vez comentaba el episodio a las autoridades o a sus padres. El e-mail terminaba instando a los administradores a tomar «las medidas que fueran necesarias» para evitar un pleito y tal vez una acusación penal. Usaba palabras como «depredadora» y «violación de la confianza» junto con «reclutamiento homosexual» para describir la supuesta conducta de Hope.
Ni una sola palabra era cierta. Nada de aquello, descrito con detalle casi pornográfico, había sucedido jamás. Pero Hope dudaba que la verdad la ayudara a salir bien parada de aquella encerrona.
Aquel catálogo de mentiras concluía con una serie de suposiciones disparatadas, pintando a Hope poco menos que como un monstruo corruptor de menores.
Que los hechos nunca hubieran sucedido, que ella no supiera quién era aquella joven, que nunca hubiera entrado en el vestuario femenino sin otro miembro del claustro presente para evitar precisamente ningún malentendido, que se comportara con recato de monja cada vez que algo de naturaleza vagamente sexual se producía en el colegio, y que hubiera tenido cuidado de no exhibir nunca su relación con Sally… de repente nada de eso valía para nada.
Que la denuncia fuera anónima tampoco significaba nada. Las habladurías correrían por todo el colegio, y los rumores se centrarían en adivinar a quién le había ocurrido, no si había ocurrido de verdad. En un instituto o una escuela privada, nada es tan explosivo como una acusación de conducta sexual ilícita. Nunca habría una valoración razonada y fundada de los cargos contra ella, Hope lo sabía. También le preocupaba la reacción en la comunidad que Sally y ella consideraban su hogar. Otras mujeres en su misma situación probablemente saldrían en su defensa. Imaginó sentadas y proclamas, artículos en la prensa y manifestaciones delante del colegio. Muchas mujeres como Hope odiaban ser estigmatizadas y clamarían por justicia. Esto era inevitable. Y eso mismo desvirtuaría cualquier posibilidad de librarse del asunto sin llamar la atención. O sea, estaba condenada.
Se acercó al lavabo y se mojó la cara una y otra vez, como si de esa manera pudiera librarse de lo que se le venía encima. No quería ser adalid de ninguna causa y tampoco perder la confianza de las estudiantes, que tanto le había costado conseguir.
– Nada de eso ha sucedido nunca -le había dicho al decano-. Nada. Pero ¿cómo puedo demostrar mi inocencia sin nombres, fechas, horas, etcétera?
Él estuvo de acuerdo y accedió, por el momento, a no dar curso a la denuncia, aunque tendría que discutirlo con la dirección del colegio y tal vez incluso informar al presidente del consejo. Hope sabía que los rumores eran inevitables. El decano le sugirió que continuara con su actividad normal hasta que hubiera más información.
– Siga entrenando a las chicas, Hope -dijo Wilson-. Gane el campeonato. Mantenga todas sus citas de tutoría con las estudiantes, pero… -Vaciló.
– ¿Pero qué? -preguntó Hope.
– No haga nada equívoco.
Mientras se miraba a los ojos enrojecidos en el espejo del lavabo, Hope nunca se había sentido más vulnerable. Salió del cuarto de baño, comprendiendo que el mundo donde se había creído relativamente a salvo se había vuelto muy peligroso.
Sally se esforzó por encontrar sentido a aquellos documentos mientras, acalorada, sudaba como en un entrenamiento.
Alguien había conseguido acceder a su clave electrónica y había creado el caos en la cuenta de su cliente. Estaba furiosa por no haber creado una clave más difícil de descifrar. Como el caso en cuestión era un divorcio, había elaborado la clave «Divley». Tras contactar con los encargados de seguridad de los diferentes bancos que habían recibido los depósitos de la supuestamente inviolable cuenta de su cliente, había podido devolver gran parte del dinero, o al menos congelarlo para que nadie pudiera tocarlo. Los bancos habían accedido a colocar trampas electrónicas en algunos de esos fondos, de modo que todo aquel que intentara retirar cualquiera cantidad, bien a través del ordenador o en persona, sería localizado. Pero no tuvo un éxito completo al manipular el dinero. Varias transacciones habían sido colocadas a través de una mareante serie de depósitos y extracciones, hasta desaparecer finalmente en una cuenta extranjera en la que Sally no pudo entrar, y cuando llamó a los bancos, no mostraron tanta comprensión hacia su historia del robo de identidad como habría esperado.
Su instinto le decía que contratara a su propio abogado, pero lo pospuso por el momento. En cambio, sacó todo el dinero del seguro de la casa que compartía con Hope y lo depositó en la cuenta del cliente, compensando el desequilibrio, al precio de cargarse ella misma, junto con su desprevenida compañera, con una deuda importante. Tardaría meses en ganar lo suficiente para reparar aquel daño económico, pero esperaba estar a salvo.
Redactó una declaración jurada para el Colegio de Abogados. Comentó algunas de las transacciones, y dijo que habían sido realizadas por alguien desconocido, pero que ella había restaurado la cuenta de su cliente con sus propios fondos y, de acuerdo con el banco, la había puesto a salvo de nuevas manipulaciones electrónicas. Esperaba que esa declaración detuviera cualquier acción judicial, al menos hasta que se supiera quién le había hecho esto. Pensó en solicitar información sobre quién había presentado la denuncia ante el colegio de abogados, pero sabía que de momento no iban a revelarle nada. Así que estaba destinada a permanecer a oscuras durante algún tiempo.
Sally nunca se había considerado una abogada particularmente dura. Su punto fuerte era la mediación, o conseguir acuerdos entre partes contrarias. Odiaba los casos en que el compromiso ya no era posible.
Pero cuando se giró en el sillón de su despacho y contempló las hojas impresas de transacciones bancarias que cubrían su mesa, sólo sintió desesperación. «Quienquiera que haya hecho esto -pensó- debe de odiarme con toda su alma.»
Eso la obligaba a una pregunta incómoda, porque ningún abogado consigue labrarse una carrera, sobre todo encargándose de divorcios, casos de custodia y pequeñas acciones penales, sin ganarse algunos enemigos. La mayoría de éstos simplemente se enfadaba y se quejaba. Algunos daban un paso más.
«Pero ¿quiénes?», se preguntó.
Habían pasado meses desde la última vez que alguien airado la había amenazado. La idea de que pudiera haber alguien con paciencia y habilidad para planear una venganza contra ella la hizo morderse el labio inferior.
Sally pensó que iba a tener que contarle a Hope lo sucedido. Había bastante tensión entre ellas y ahora, de repente, se encontraban en apuros económicos.
Se le ocurrió llamar a la policía. Al fin y al cabo, se había cometido un robo. Pero esto iba contra su norma, como es el caso de tantos abogados. Mientras no se supiera más, o lograse dilucidar quién y por qué lo había hecho, no quería a ningún detective hurgando en sus casos.
«Resuélvelo -se dijo-. Resuélvelo tú sola.»
Cogió su maletín, guardó en él tantos papeles como pudo y recogió el abrigo. Las oficinas estaban ya vacías y cerró con llave. Bajó rápidamente las escaleras y salió a la calle.
El aire frío pareció confundirla y se llevó la mano a la frente, como si de repente se sintiera mareada. No pudo recordar siquiera dónde había aparcado el coche. Todo daba vueltas a su alrededor y tuvo que inhalar hondo una vez, como si estuviera sufriendo un ataque de pánico. Apretó los puños y notó una súbita punzada de dolor. El corazón le palpitaba y las sienes latían. Tuvo que apoyarse en una pared para no caerse.
«Domínate», se ordenó.
Su coche estaba donde siempre, en el aparcamiento. Se abotonó el abrigo y sosegó la respiración, sintiendo que la presión en el pecho y la boca del estómago disminuía. Pero, al recuperar el autodominio, le pareció de pronto que ya no estaba sola. Se dio la vuelta, pero la acera estaba vacía, a excepción de algunos estudiantes que entraban y salían de una cafetería cercana. El tráfico de la calle principal de la ciudad discurría con normalidad. Un autobús bufó al detenerse en la parada al otro lado de la calle, delante de un viejo cine. Todo lo que vio era normal. «Todo está en su sitio», pensó.
O no.
Tomó aire de nuevo y echó a andar hacia el garaje. Una parte de ella quería correr, mientras la oscuridad se deslizaba sobre ella y la tenue luz de las farolas y marquesinas levantaba pequeños refugios contra la creciente noche.
– ¿Sabe? Incluso con esta dispensa firmada me siento un poco incómodo hablando de cosas que me han sido comunicadas de manera confidencial.
– Ésa es su prerrogativa -dije, lleno de falsa comprensión-. Comprendo su postura.
– ¿Lo comprende?
El psicólogo era pequeño y ladino, con un pelo rizado veteado de gris que le caía alrededor del cuello, como si estuviera conectado a extrañas y conflictivas ideas en su cuero cabelludo. Llevaba gafas que le daban una ligera apariencia de insecto, y tenía un curioso tic: expresaba una idea y a continuación agitaba la mano para recalcar las palabras ya dichas.
– Después de todo -continuó-, no estoy seguro de que la influencia que Michael O'Connell ejerció sobre esas personas haya sido aún comprendida del todo.
– ¿Qué quiere decir?
Suspiró.
– Creo que se cruzó en sus vidas más o menos como un accidente de tráfico. Un puntual momento de pérdida, de miedo, de conflicto, como quiera verlo. Pero sus secuelas duran años, quizás incluso para siempre. Vidas que ya no vuelven a ser lo que eran. Cenizas y agonía durante mucho tiempo. Eso es lo que sucede en estos casos.
– Pero…
– No sé si puedo hablar al respecto -dijo bruscamente-. Algunas cosas que se han dicho en esta consulta son inviolables, aunque me agrada que usted quiera contar la historia en un libro. Desde luego detestaría revelarle algo y luego recibir una citación judicial, o tener que abrir mi puerta a un par de detectives al estilo Colombo. Lo siento.
Suspiré, sin saber si frustrado o respetuoso. Él esbozó una amplia sonrisa y se encogió de hombros.
– Bien -dije-. Para que mi viaje hasta aquí no haya sido una completa pérdida de tiempo, ¿puede explicarme al menos las características del amor obsesivo de O'Connell por Ashley…?
El psicólogo hizo una mueca.
– Amor. ¡Amor! Dios mío, no tiene nada que ver con el amor. El entramado psicológico de Michael O'Connell tiene que ver con la posesión.
– Sí, lo comprendo. Pero ¿qué conseguía? No era por dinero. No era deseo. No era pasión. Sin embargo, en cierto modo, por lo que sé hasta ahora, parece que era todas esas cosas al mismo tiempo…
Él se recostó en su asiento, y de pronto se inclinó bruscamente hacia delante.
– Está siendo demasiado literal -dijo-. Un robo a un banco dice algo concreto. También un trapicheo de drogas, o matar a tiros al encargado de una tienda abierta de madrugada. O los asesinatos en serie y las violaciones repetidas. Esa clase de crímenes puede definirse fácilmente. Éste no. El proclamado amor de Michael O'Connell era un crimen de identidad. Y así, se convirtió en algo más grande, más profundo. Más devastador.
Asentí y fui a añadir algo, pero él agitó la mano, silenciándome.
– Otra cosa que ha de tener en cuenta -dijo-: Michael O'Connell era… -inspiró hondo- implacable.