10 de noviembre 14:45
Montecito, California
Los vientos de Santa Ana no eran muy amigos de la fotografía, pero era imposible decírselo a un arquitecto ególatra que creía que toda su reputación dependía de capturar para la posteridad -y para Architectural Digest- cinco kilómetros cuadrados de ladera no urbanizada. Ni siquiera podías intentar decírselo. Porque cuando por fin encontrabas el lugar después de equivocarte de desvío un millón de veces y llegabas tarde, él estaba enfadado y el viento árido levantaba ya tanto polvo que lo único que querías hacer era largarte de allí cuanto antes, lo cual no iba a ser posible si te ponías a discutir con él sobre si ibas a sacar o no las fotos. Así que las sacabas, al carajo el polvo, las plantas rodadoras que parecían importadas por un equipo de efectos especiales para que la propiedad con vistas al océano valorada en varios millones de dólares pareciera Barstow en agosto, y al carajo la arenilla que se te metía en las lentes de contacto y el aire que te dejaba la piel como un hueso de melocotón y el pelo como el heno quemado. El trabajo lo era todo, el trabajo lo significaba todo. Y como China River se ganaba la vida trabajando, lo hizo.
Pero no estaba contenta. Cuando terminó el encargo, una capa de mugre cubría su ropa y su piel, y lo único que quería -aparte de un vaso grande del agua más fría que encontrara y sumergirse un buen rato en una bañera helada- era largarse de allí: alejarse de la ladera y acercarse a la playa. Así que dijo:
– Bueno, pues eso es todo. Tendré las pruebas para que elija pasado mañana. ¿A la una? ¿En su despacho? Bien. Allí estaré. -Y se marchó a grandes zancadas sin darle al hombre la oportunidad de contestar. Tampoco le importó demasiado cómo reaccionaría a su brusca partida.
Bajó la ladera al volante de su viejo Plymouth, por una carretera perfectamente asfaltada, puesto que en Montecito los baches estaban prohibidos. La ruta la llevó por las casas de los ricos de Santa Bárbara, que vivían sus vidas privilegiadas protegidas tras las verjas eléctricas, nadaban en piscinas de diseño y se secaban después con toallas tan gruesas y blancas como un manto de nieve de Colorado. Frenaba de vez en cuando para mirar a los jardineros mexicanos que sudaban tras esos muros protectores y a las adolescentes a caballo que trotaban enfundadas en sus vaqueros ajustados y camisetas mínimas. Su cabello se balanceaba bajo el sol. Todas lo tenían largo y liso y brillante como si algo lo iluminara desde dentro. Lucían una piel impecable y unos dientes también perfectos. Y ninguna tenía un gramo de grasa no deseada en el cuerpo. ¿Y por qué querrían tenerlo? El peso no tendría la fortaleza moral de permanecer en su cuerpo más tiempo de lo que tardaran en subirse a la báscula del baño, ponerse histéricas y salir corriendo a la taza del váter.
Qué patéticas eran todas y cada una de esas mimadas desnutridas, pensó China. Y lo que era peor para las pobres imbéciles: seguramente sus madres tenían exactamente el mismo aspecto que ellas, convirtiéndose en modelos para una vida llena de entrenadores personales, operaciones de cirugía estética, compras, masajes diarios, manicuras semanales y sesiones regulares con un psiquiatra. No había nada como tener una fuente de ingresos chapada en oro cortesía de algún idiota que lo único que exigía a sus mujeres era que se centraran en su físico.
Siempre que China tenía que ir a Montecito, no veía el momento de marcharse de allí, y ese día no era distinto. En todo caso, el viento y el calor acentuaban más de lo habitual la urgencia de alejarse de aquel lugar, como algo que le minara el ánimo. Desde que había sonado el despertador aquella mañana temprano, notaba una inquietud general en los hombros.
No había sonado nada más. Ése era el problema. Al despertar, había hecho automáticamente el salto de tres horas hasta: “Las diez de la mañana en Manhattan, ¿por qué no me ha llamado?”, y mientras transcurrían las horas hasta que llegó el momento de marcharse a la cita en Montecito, se había pasado casi todo el tiempo mirando el teléfono y calentándose, algo bastante fácil de hacer, puesto que a las nueve de la mañana ya casi habían alcanzado los veintisiete grados.
Había intentado mantenerse ocupada. Regó el patio de delante e hizo lo propio con el de atrás, incluido el césped. Habló por encima de la valla con Anita García (“Hola, guapa, qué horror de tiempo, ¿verdad? Dios santo, ay, Dios santo, me está matando”) y compadeció a su vecina por su nivel de retención de líquidos durante el último mes de embarazo. Lavó el Plymouth y lo secó sobre la marcha, logrando adelantarse al polvo que quería adherirse a él y convertirse en barro. Y entró corriendo en casa las dos veces que sonó el teléfono, sólo para escuchar al otro lado a esos vendedores empalagosos y detestables, esos que siempre querían saber cómo te iba el día antes de soltarte el rollo para cambiar de compañía telefónica en las llamadas de larga distancia, lo que, por supuesto, también iba a cambiarte la vida. Al final, había tenido que irse a Montecito. Pero no sin antes descolgar el teléfono por última vez para asegurarse de que tenía tono de marcado y comprobar el contestador para cerciorarse de que grabaría el mensaje.
Durante todo ese tiempo se odió a sí misma por no ser capaz de olvidarse de él. Pero ése había sido el problema durante años, trece en total. Cielos, cuánto odiaba el amor.
Al final, fue el móvil el que sonó cuando estaba a punto de llegar a su casa en la playa. A menos de cinco minutos de la acera irregular que enmarcaba el camino de hormigón hasta la puerta, oyó que pitaba en el asiento del copiloto. China lo cogió y escuchó la voz de Matt.
– Hola, preciosa. -Parecía alegre.
– Hola, tú. -Detestó el alivio instantáneo que sintió, como si se hubiera destapado la ansiedad carbonatada. No dijo nada más.
Él lo interpretó fácilmente.
– ¿Estás cabreada?
“Nada. Deja que cuelgue”, pensó China.
– Supongo que la he cagado.
– ¿Dónde has estado? -le preguntó-. Creía que ibas a llamarme esta mañana. He estado esperando en casa. Odio que hagas eso, Matt. ¿Por qué no lo entiendes? Si no vas a llamarme, dímelo y podré vivir con ello, ¿vale? ¿Por qué no me has llamado?
– Lo siento. Quería hacerlo. He estado recordándomelo todo el día.
– ¿Y…?
– No va a sonar bien, China.
– Inténtalo.
– De acuerdo. Anoche entró un frente frío de mil demonios. He tenido que pasarme media mañana intentando encontrar un abrigo decente.
– ¿No podías llamar desde el móvil mientras estaba fuera?
– Me lo he olvidado. Lo siento. Ya te lo he dicho.
Oía los omnipresentes ruidos de fondo de Manhattan, los mismos ruidos que oía siempre que la llamaba desde Nueva York: el sonido de los cláxones que retumbaban a través de los cañones arquitectónicos, los martillos neumáticos que penetraban en el cemento como armamento pesado. Pero si se había olvidado el móvil en el hotel, ¿qué hacía con él en la calle?
– Voy a una cena -le dijo-. Es la última reunión. Del día, quiero decir.
China se había parado en un espacio libre en el arcén, a unos treinta metros de su casa. Detestó pararse porque el aire acondicionado del coche era demasiado débil para enfriar el interior sofocante, por lo que estaba desesperada por bajarse; pero el último comentario de Matt hizo que, de repente, el calor fuera menos importante y, sin duda, mucho menos perceptible. Centró toda su atención en qué había querido decir.
Como mínimo había aprendido a tener la boca cerrada cuando lanzaba una de sus pequeñas bombas verbales. Hubo un tiempo en que se enfurecía con él ante un comentario como “Del día, quiero decir” para sacarle los detalles de sus insinuaciones. Pero los años le habían enseñado que el silencio funcionaba igual que las exigencias o las acusaciones. También le permitía controlar la situación cuando por fin él admitía lo que intentaba evitar decir.
Lo soltó enseguida.
– La situación es la siguiente. Tengo que quedarme una semana más. Tengo la oportunidad de hablar con unas personas acerca de una subvención y he de reunirme con ellas.
– Matt, vamos.
– Espera, cariño. Escucha. El año pasado estos tipos gastaron una fortuna en un director de Nueva York. Están buscando un proyecto. ¿Lo oyes? Están buscando de verdad.
– ¿Cómo lo sabes?
– Me lo han dicho.
– ¿Quién?
– Tan pronto como les he llamado, he conseguido una cita. Pero no es hasta el próximo jueves. Así que tengo que quedarme.
– Adiós a Cambria, entonces.
– No, sí iremos. Pero la semana que viene no podemos.
– Claro. ¿Cuándo?
– Ése es el problema.
Los sonidos de la calle al otro lado del hilo telefónico parecieron aumentar un momento, como si Matt estuviera adentrándose en ellos, obligado a bajarse de la acera por la congestión de la ciudad tras el fin de la jornada laboral.
– ¿Matt? ¿Matt? -dijo ella, y sintió un momento de pánico irracional cuando creyó haberlo perdido. Malditos teléfonos y malditas señales, siempre marchándose y volviendo.
Pero Matt regresó a la línea, y el ruido había disminuido. Había entrado en un restaurante, le dijo.
– Es el momento de la verdad para la película. China, ésta es de premio de festival. Sundance, está claro, y ya sabes qué puede significar eso. Odio fallarte así, pero si no presento una idea a esta gente, no podré llevarte a ningún lado. Ni a Cambria. Ni a París. Ni a Kalamazoo. Así son las cosas.
– Bien -le dijo, pero no estaba bien y él lo sabría por el tono apagado de su voz. Había tardado un mes en poder cogerse dos días sin reuniones de trabajo en Los Ángeles ni búsqueda de fondos por el resto del país, y antes de eso ella había pasado seis semanas llamando a potenciales clientes y él había seguido persiguiendo el horizonte de su sueño-. En ocasiones -dijo-, me pregunto si alguna vez serás capaz de conseguirlo, Matt.
– Lo sé. Parece que se tarda una eternidad en poner en marcha una película. Y a veces es así. Ya conoces cómo funciona. Se tardan años en desarrollar un proyecto y luego, ¡zas!, éxito de taquilla instantáneo. Pero quiero hacerlo. Necesito hacerlo. Sólo lamento que parezca que estamos separados más tiempo del que pasamos juntos.
China escuchó todo aquello mientras contemplaba a un niño que avanzaba por la acera en su triciclo, seguido por su atenta madre y un pastor alemán aún más atento. El niño llegó a un lugar donde el cemento era irregular, levantado por la raíz del árbol, y la rueda chocó contra la erupción resultante. Intentó mover los pedales para seguir, pero no pudo hacer nada hasta que mamá llegó a ayudarle. Aquella visión llenó a China de una tristeza inexplicable.
Matt esperaba su respuesta. Ella intentó pensar en alguna fórmula nueva para expresar su decepción, pero no se le ocurrió nada. Así que dijo:
– En realidad no hablaba de conseguir hacer una película, Matt.
– Ah -dijo él.
Luego no hubo nada más que discutir porque ella sabía que él se quedaría en Nueva York para asistir a la reunión por la que tanto había luchado y ella tendría que arreglárselas sola; otra cita cancelada, otra pena más en el gran proyecto de vida.
– Bueno, suerte con la reunión -dijo ella.
– Nos mantenemos en contacto -dijo él-. Toda la semana. ¿De acuerdo? ¿Te parece bien, China?
– ¿Qué remedio me queda? -le preguntó ella y le dijo adiós.
Se odió a sí misma por acabar la conversación de esa forma, pero estaba furiosa, desconsolada, alicaída, deprimida… Lo que fuera. En cualquier caso, no tenía nada más que dar.
Aborrecía la parte de sí misma que veía su futuro con inseguridad y casi siempre podía dominar ese aspecto de su carácter. Cuando se le escapaba de las manos y controlaba su vida como un guía demasiado confiado que se adentra en el caos, nunca llevaba a nada bueno. Hacía que se aferrara a creer en la importancia del tipo de mujer que siempre había detestado, que se definía por tener a un hombre a cualquier precio, echarle el lazo para que se casara con ella y llenar su vida de niños cuanto antes. No caería en eso, se repetía una y otra vez. Pero una pequeña parte de ella lo quería de todas formas.
Eso la llevaba a hacer preguntas, plantear exigencias y centrar su atención en un “nosotros” en lugar de fijarse en un “yo”. Cuando ocurría eso, lo que estallaba entre ella y el hombre en cuestión -que siempre había sido Matt- era una repetición de la discusión que hacía ya cinco años que tenían. Era una polémica circular en torno al tema del matrimonio que, hasta la fecha, siempre había dado el mismo resultado: la reticencia obvia de él -como si ella realmente necesitara verla y escucharla- seguida de sus recriminaciones furiosas, a las que luego sucedía una ruptura iniciada por el que estuviera más exasperado con las diferencias que afloraban entre ellos.
Sin embargo, esas mismas diferencias seguían juntándolos de nuevo, puesto que cargaban la relación de una emoción innegable que de momento ninguno de los dos había encontrado con otra persona. Él seguramente lo había intentado. China lo sabía. Pero ella no. No le hacía falta. Sabía desde hacía años que Matthew Whitecomb estaba hecho para ella.
China ya había llegado a esa conclusión una vez más cuando paró delante de su casa: noventa metros cuadrados de una construcción de 1920 que en su día fue la escapada de fin de semana de un angelino. Se encontraba entre otras casitas similares en una calle flanqueada de palmeras, lo bastante cerca de la playa para recoger los beneficios de la brisa del océano y lo bastante lejos del agua para ser asequible.
Era francamente modesta, con cinco habitaciones -contando el cuarto de baño- y sólo nueve ventanas, un porche amplio y un rectángulo de césped delante y detrás. Una valla cercaba la propiedad, y había gotas de pintura blanca en los parterres y la acera. Hacia la puerta de esta valla se dirigió China con su equipo de fotografía en cuanto terminó su conversación con Matt.
Hacía un calor horrible, sólo un poco menos que en la ladera, pero el viento no era tan feroz. Las hojas de las palmeras se movían como huesos viejos en los árboles, y las lantanas color lavanda crecían contra la valla y colgaban lánguidamente bajo la brillante luz del sol, con sus flores como asteriscos púrpuras que crecían en la tierra totalmente seca, como si no la hubiera regado por la mañana.
China alzó la puerta de madera y la abrió. Llevaba las fundas con las cámaras colgadas al hombro y tenía en mente la intención de ir a por la manguera del jardín y arrastrarla hasta allí para remojar las pobres flores. Pero se le olvidó al ver la imagen que la recibió: un hombre en paños menores, tumbado boca abajo en medio de su césped, con la cabeza recostada sobre lo que parecía ser una bola hecha con sus vaqueros y una camiseta amarilla descolorida. No había rastro de los zapatos, y tenía las plantas de los pies negrísimas y tan callosas en los talones que la piel estaba cuarteada. A juzgar por sus tobillos y codos, también parecía ser alguien que evitaba asearse, pero no comer o hacer ejercicio, puesto que era robusto sin llegar a estar gordo. Y tampoco beber, dado que en esos momentos tenía una botella sudorosa de Pellegrino en la mano derecha.
Su Pellegrino, al parecer. El agua que China estaba deseando beberse.
El hombre se dio la vuelta perezosamente y la miró de reojo, aupándose sobre los codos sucios.
– Tu seguridad es un asco, China -dijo, y bebió un trago largo de la botella.
China miró el porche y vio que la puerta mosquitera estaba abierta y la puerta de entrada, de par en par.
– Maldita sea -gritó ella-. ¿Has vuelto a colarte en mi casa?
Su hermano se incorporó y puso la mano a modo de visera sobre los ojos.
– ¿Por qué demonios vas vestida así? Estamos a treinta y dos putos grados y parece que estés en Aspen en enero.
– Y tú parece que estés esperando a que te detengan por exhibicionismo. Por favor, Cherokee, ten un poco de cabeza. En este barrio hay niñas pequeñas. Si pasa alguna por aquí delante y te ve así, a los quince minutos tenemos un coche patrulla en la puerta. -Ella frunció el ceño-. ¿Te has puesto protección?
– No has contestado a mi pregunta -señaló él-. ¿Por qué llevas ropa de cuero? ¿Rebeldía retrasada? -Sonrió-. Si mamá viera esos pantalones, le daría un verdadero…
– La llevo porque me gusta -le interrumpió ella-. Es cómoda. -”Y puedo permitírmela”, pensó. Lo cual era más de la mitad del motivo: tener algo fastuoso e inútil en el sur de California porque quería tenerlo, después de pasar la infancia y la adolescencia revolviendo en los estantes de Goodwill en busca de ropa que a la vez le quedara bien, no fuera del todo horrible y, por el bien de las creencias de su madre, no tuviera ni un milímetro de piel animal.
– Sí, claro. -Su hermano se puso de pie con dificultad cuando pasó a su lado y entró en el porche-. Ropa de cuero en pleno Santa Ana. Comodísimo. Tiene sentido.
– Ésa es mi última botella de Pellegrino. -China dejó las fundas de las cámaras en el suelo justo al cruzar la puerta-. Llevo pensando en bebérmela todo el camino.
– ¿De dónde vienes? -Cuando China se lo dijo, él se rio-. Vaya, ya lo pillo. Haciendo unas fotos para un arquitecto. ¿Forrado y sin nada que hacer? Eso espero. ¿Disponible también? Genial. Bueno, déjame ver qué tal te queda, entonces. -Se llevó la botella de agua a la boca y la examinó mientras bebía. Cuando se sació, le pasó la botella y dijo-: Acábatela. Llevas el pelo horrible. ¿Por qué no dejas de teñírtelo? No es bueno. Y sin duda no es bueno para el nivel freático, con tantas sustancias químicas por el desagüe.
– Como si a ti te importara el nivel freático.
– Tengo mis principios.
– Entre los que no está, obviamente, esperar a que la gente llegue a casa antes de saquearla.
– Tienes suerte de que haya sido yo -dijo él-. Es una estupidez considerable irse y dejar las ventanas abiertas. Las mosquiteras que tienes son una mierda. No me ha hecho falta más que una navaja.
China vio el modo de acceso de su hermano a su casa, puesto que, como era típico de Cherokee, no había hecho nada por ocultar cómo había logrado entrar. Una de las dos ventanas del salón no tenía la vieja mosquitera, que a Cherokee le había resultado bastante fácil quitar porque sólo se sujetaba en su lugar gracias a unos corchetes en el alféizar. Al menos su hermano había tenido la sensatez de entrar por una ventana que no daba a la calle y no quedaba a la vista de los vecinos, cualquiera de los cuales habría llamado encantado a la policía.
China pasó a la cocina, con la botella de Pellegrino en la mano. Echó lo que quedaba del agua mineral en un vaso con una rodaja de lima. La removió, se la bebió y dejó el vaso en la pila, insatisfecha y enfadada.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó a su hermano-. ¿Cómo has venido? ¿Has arreglado el coche?
– ¿Esa chatarra? -Cherokee cruzó el linóleo hasta la nevera, la abrió y echó un vistazo a las bolsas de plástico de fruta y verduras que había dentro. Sacó un pimiento rojo, que llevó a la pila y lavó meticulosamente antes de coger un cuchillo de un cajón y cortar el pimiento por la mitad. Limpió las dos partes y le dio una a China-. Tengo algunos asuntos entre manos, así que no voy a necesitar ningún coche.
China no picó el anzuelo que encerraba ese comentario final. Sabía cómo lanzaba el cebo su hermano. Dejó su mitad del pimiento rojo en la mesa de la cocina, entró en su dormitorio y se cambió de ropa. Con este tiempo, vestir ropa de cuero era como llevar una sauna a cuestas. Le quedaba de miedo, pero era un horno.
– Todo el mundo necesita coche. Espero que no hayas venido con la idea de que te preste el mío -gritó-. Pero si estás aquí por eso, ya te digo ahora que no. Pídeselo a mamá. Coge el suyo. Supongo que aún lo tiene.
– ¿Vas a venir por Acción de Gracias? -le replicó Cherokee.
– ¿Quién quiere saberlo?
– Adivina.
– ¿De repente no le funciona el teléfono?
– Le dije que venía a verte. Me pidió que te lo preguntara. ¿Vendrás o qué?
– Hablaré con Matt. -Colgó los pantalones de cuero en el armario, hizo lo mismo con el chaleco y echó la blusa de seda en el cesto de la ropa sucia. Se puso un vestido hawaiano amplio y cogió las sandalias del estante. Volvió con su hermano.
– ¿Y dónde está Matt? -Cherokee se había terminado su mitad del pimiento y había comenzado con la de ella.
China se lo quitó de la mano y le dio un mordisco. La carne estaba fría y dulce, un modesto calmante para el calor y la sed.
– Fuera -le dijo-. Cherokee, ¿puedes vestirte, por favor?
– ¿Por qué? -Le lanzó una mirada lasciva y sacudió la pelvis hacia ella-. ¿Te estoy excitando?
– No eres mi tipo.
– Fuera, ¿dónde?
– En Nueva York. Por negocios. ¿Vas a vestirte?
Cherokee se encogió de hombros y se fue. Un momento después, China oyó el portazo de la mosquitera cuando su hermano salió a recoger el resto de su ropa. Encontró una botella de agua Calistoga en el armario de los productos de limpieza que olía a humedad y que ella utilizaba de despensa. Al menos era algo con gas, pensó. Cogió hielo y se sirvió un vaso.
– No me has preguntado.
China se dio la vuelta. Cherokee estaba vestido, como le había pedido. Llevaba una camiseta encogida de tantos lavados y vaqueros de talle bajo. Rozaban el linóleo y, mientras miraba a su hermano de arriba abajo, China pensó, no por primera vez, en lo desfasado que estaba. Con esos rizos rojizos demasiado largos, la vestimenta desaliñada, los pies descalzos y su conducta, parecía un refugiado del verano del amor. Lo cual sin duda llenaría de orgullo a su madre, recibiría la aprobación del padre de él y provocaría las risas del padre de ella. Pero a China… En fin, a ella le molestaba. A pesar de su edad y su físico tonificado, Cherokee seguía pareciendo demasiado vulnerable para andar por ahí solo.
– Digo que no me has preguntado.
– ¿Qué?
– Qué tengo entre manos. Por qué no voy a necesitar coche nunca más. He venido haciendo dedo, por cierto. Pero ahora el autoestop es una mierda. No llegué hasta ayer a la hora de comer.
– Razón por la cual necesitas un coche.
– Para lo que tengo en mente no.
– Ya te lo he dicho. No voy a prestarte mi coche. Lo necesito para trabajar. ¿Y por qué no estás en clase? ¿Has vuelto a faltar?
– Lo he dejado. Necesito más tiempo libre para los trabajos. Ha despegado a lo grande. Hazme caso, hoy en día el número de universitarios sin conciencia es alucinante. Si quisiera labrarme una carrera con esto, seguramente podría jubilarme a los cuarenta.
China puso los ojos en blanco. “Los trabajos” eran trabajos trimestrales, exámenes que se hacían en casa, alguna que otra tesina y, hasta la fecha, dos tesis doctorales. Cherokee los redactaba para universitarios que tenían el dinero para pagarle y a quienes les daba pereza hacerlos ellos mismos. Aquello planteaba la pregunta de por qué Cherokee -que nunca había sacado menos de un ocho en algo que hubiera escrito cobrando- no conseguía seguir en la facultad. Había entrado y salido de la Universidad de California tantas veces que la institución prácticamente tenía una puerta giratoria con su nombre arriba. Pero Cherokee tenía una explicación simplista para los excesivos borrones de su carrera universitaria: “Si el sistema de la Universidad de California me pagara por mis trabajos lo que los estudiantes me pagan por los suyos, haría los trabajos”.
– ¿Sabe mamá que has vuelto a dejarlo? -le preguntó a su hermano.
– He roto los lazos.
– Por supuesto. -China no había almorzado y comenzaba a notarlo. Sacó de la nevera los ingredientes para una ensalada y del armario cogió un solo plato, una indirecta sutil que esperaba que su hermano captara.
– Bueno, pregúntame. -Cherokee separó una silla de la mesa de la cocina y se dejó caer en ella. Alargó la mano para coger una de las manzanas que había en una cesta de mimbre teñido en el centro de la mesa y se la acercó a la boca antes de darse cuenta de que era de mentira.
China desenvolvió la lechuga romana y comenzó a arrancar las hojas y colocarlas en el plato.
– ¿Preguntarte qué?
– Ya lo sabes. Estás evitando el tema. Vale. Lo preguntaré por ti. “¿Cuál es el gran plan, Cherokee? ¿Qué tienes entre manos? ¿Por qué no vas a necesitar coche?” Respuesta: porque voy a comprarme un barco. Y el barco me lo va a proporcionar todo. Transporte, ingresos y casa.
– Tú sigue pensando, Butch -murmuró China, más para sí que para él. En muchos sentidos, Cherokee había vivido su vida como un forajido del oeste: siempre había un plan para hacerse rico deprisa, conseguir algo a cambio de nada y pegarse la gran vida.
– No -dijo-. Escucha. Esto no puede fallar. Ya he encontrado el barco. Está en Newport. Es un pesquero. Ahora lleva a la gente fuera del puerto. Un dineral por salida. Pescan atunes.
La mayoría son viajes de día, pero para sacar más pasta, y te estoy hablando de pasta gansa, van hasta Baja. Hay que hacer algunas reformas, pero viviría en el barco mientras lo arreglo. Compraría lo que necesitara a proveedores náuticos, para eso no necesito coche, y llevaré a gente todo el año.
– ¿Qué sabes tú de pesca? ¿Qué sabes tú de barcos? ¿Y de dónde vas a sacar el dinero para empezar? -China partió un trozo de pepino y empezó a cortarlo en rodajas sobre la lechuga. Consideró su pregunta unida a la llegada propicia de su hermano a su puerta y dijo-: Cherokee, ni se te ocurra.
– Eh. ¿Por quién me has tomado? He dicho que tengo algo entre manos, y lo tengo. Vaya, creía que te alegrarías por mí. Ni siquiera le he pedido el dinero a mamá.
– Como si fuera a tenerlo.
– Ella tiene la casa. Podría haberle pedido que la pusiera a mi nombre y venderla y conseguir el dinero de esa forma. Habría dicho que sí. Lo sabes.
Aquello era cierto, pensó China. ¿ Cuándo no había apoyado alguno de los planes de Cherokee? “Es asmático” había sido la excusa cuando era pequeño. A lo largo de los años, simplemente había mutado a “Es un hombre”.
Aquello dejaba a China como única alternativa para conseguir el dinero.
– Tampoco pienses en mí -le dijo-. Lo que tengo es para mí, para Matt y para el futuro.
– Ya. -Cherokee se apartó de la mesa. Fue a la puerta de la cocina y la abrió, apoyó las manos en el marco y miró al patio trasero seco por el sol.
– ¿Ya, qué?
– Olvídalo.
China lavó dos tomates y empezó a cortarlos. Echó una mirada a su hermano y vio que fruncía el ceño y se mordía por dentro el labio inferior. Conocía a Cherokee River como si lo hubiera parido: su cabeza estaba maquinando.
– Tengo dinero ahorrado -dijo él-. No es suficiente, claro, pero tengo la oportunidad de ganar un pastón que me ayudará.
– ¿Y dices que has venido haciendo autoestop hasta aquí para pedirme que contribuya? ¿Te has pasado veinticuatro horas en el arcén de la carretera para hacer una llamada social? ¿Para contarme tus planes? ¿Para preguntarme si voy a ir a casa de mamá en Acción de Gracias? No es un método muy sofisticado, precisamente, ¿sabes? Está el teléfono. El correo electrónico. Los telegramas. Las señales de humo.
Cherokee se dio la vuelta y la observó lavar cuatro champiñones llenos de tierra.
– En realidad -dijo al fin-, tengo dos billetes gratis para ir a Europa y pensé que quizá mi hermana pequeña querría apuntarse. Por eso estoy aquí, para pedirte que me acompañes. No has estado nunca, ¿verdad? Digamos que es un regalo de Navidad anticipado.
China bajó el cuchillo.
– ¿De dónde has sacado dos billetes gratis a Europa?
– Un servicio de mensajería.
Continuó explicándose. Los mensajeros, dijo, transportaban material desde Estados Unidos a puntos de todo el planeta cuando el remitente no confiaba en Correos, Federal Express, UPS o cualquier otra empresa de envíos para hacerlos llegar a su destino a tiempo, con seguridad o sin desperfectos. Los negocios o particulares proporcionaban a un viajero el billete que necesitaba para llegar a su destino, a veces también unos honorarios, y una vez que el paquete estaba en manos del destinatario, el mensajero era libre de disfrutar del destino o seguir viajando desde allí.
En el caso de Cherokee, había visto una oferta en un tablón de anuncios de la Universidad de California, Irvine, de alguien (“Resultó ser un abogado de Tustin”) que buscaba un mensajero para llevar un paquete al Reino Unido a cambio de un pago y dos billetes de avión gratis. Cherokee llamó y lo seleccionaron, con la condición de que vistiera más formal e hiciera algo con su pelo.
– Cinco mil pavos por realizar la entrega -terminó Cherokee alegremente-. ¿No es un buen trato?
– ¿Qué dices? ¿Cinco mil dólares? -Por experiencia, China sabía que las cosas que parecían demasiado buenas para ser ciertas generalmente lo eran-. Espera un momento, Cherokee. ¿Qué hay en el paquete?
– Planos arquitectónicos. Es una de las razones por las que pensé en ti enseguida para el segundo billete. Arquitectura. Es tu campo. -Cherokee regresó a la mesa, esta vez dio la vuelta a la silla y se sentó a horcajadas.
– ¿Y por qué no lleva el arquitecto los planos él mismo? ¿Por qué no los manda por Internet? Existe un programa para hacerlo, y si el destinatario no lo tiene, ¿por qué no manda los planos en un disco?
– ¿Quién sabe? ¿Qué más da? ¿Por cinco mil dólares y un billete gratis? Pueden mandar los planos en un barco de remos si quieren.
China sacudió la cabeza con incredulidad y siguió preparando la ensalada.
– Suena todo muy sospechoso. Ve tú solo.
– Eh. Estamos hablando de Europa. El Big Ben. La torre Eiffel. El puto Coliseo.
– Lo pasarás estupendamente. Si no te detienen en la aduana con heroína.
– Te digo que es completamente legal.
– ¿Cinco mil dólares por llevar un paquete? Me parece que no, Cherokee.
– Vamos, China. Tienes que venir.
Había algo en su voz, un tono que intentaba disfrazarse de inquietud, pero que se acercaba demasiado a la desesperación.
– ¿Qué pasa? -le preguntó China con cautela-. Será mejor que me lo digas.
Cherokee toqueteó la tira de vinilo alrededor de la parte superior del respaldo de la silla.
– El tema es que… tengo que llevar a mi esposa -dijo.
– ¿Qué?
– El mensajero, quiero decir. Los billetes. Son para una pareja. Al principio no lo sabía, pero cuando el abogado me preguntó si estaba casado, vi que quería que contestara que sí, así que lo hice.
– ¿Por qué?
– ¿Qué más da? ¿Cómo iban a enterarse? Tenemos el mismo apellido. No nos parecemos físicamente. Podemos fingir…
– Me refiero a por qué una pareja tiene que llevar el paquete. ¿Una pareja que vista formalmente? ¿Una pareja que haya hecho algo con su pelo? ¿Algo que los haga parecer inofensivos, legales y libres de toda sospecha? ¡Por favor, Cherokee! Piensa un poco. Esto es algún chanchullo de contrabando, y acabarás en la cárcel.
– No seas paranoica. Lo he comprobado. Estamos hablando de un abogado.
– Vaya, eso sí me da confianza. -Decoró la circunferencia de su plato con zanahorias enanas y echó un puñado de pepitas por encima. Roció la ensalada con jugo de limón y llevó el plato a la mesa-. Yo no me apunto. Tendrás que encontrar a otra que haga de señora River.
– No hay nadie más. Y aunque encontrara a alguien pronto, en el billete tiene que poner River y el pasaporte tiene que coincidir con el billete y… Vamos, China. -Parecía un niño pequeño, frustrado porque un plan que le había parecido tan sencillo, tan fácilmente previsto con un viaje a Santa Bárbara, resultaba no serlo. Y eso era típico de Cherokee, tener una idea y estar seguro de que todo el mundo la secundaría.
Sin embargo, China no lo haría. Quería a su hermano. En realidad, pese a que era mayor que ella, China había pasado parte de su adolescencia y la mayor parte de su infancia protegiéndole. Pero a pesar de la devoción que sentía por Cherokee, no iba a facilitarle un plan que podría dar dinero fácil al mismo tiempo que los ponía a los dos en peligro.
– De ningún modo -le dijo-. Olvídalo. Consigue un trabajo. Algún día tendrás que vivir en el mundo real.
– Es lo que intento hacer con esto.
– Entonces, consigue un trabajo normal. Al final tendrás que hacerlo. Podrías empezar ahora.
– Genial. -Cherokee se levantó bruscamente de la silla-. Absolutamente genial, China. Conseguir un trabajo normal. Vivir en el mundo real. Es lo que intento hacer. Tengo una idea para un trabajo y una casa y dinero, todo de golpe, pero al parecer no es lo bastante bueno para ti. Tiene que ser un mundo real y un trabajo que se ajusten a tus condiciones. -Se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas y salió al patio.
China le siguió. En el centro del césped sediento había una pila para pájaros, y Cherokee tiró el agua, cogió un cepillo de alambre que había en la base y atacó con furia el cuenco rugoso, fregando la capa de algas. Se dirigió a la casa, donde había una manguera enrollada, abrió el grifo y la arrastró para rellenar la pila para los pájaros.
– Mira -empezó China.
– Olvídalo -dijo-. Te parece una estupidez. Te parezco estúpido.
– ¿He dicho yo eso?
– No quiero vivir como el resto del mundo, trabajar de ocho a cinco para otro y por un sueldo irrisorio, pero tú no lo apruebas. Tú crees que sólo existe una forma de vivir, y si alguien tiene una idea distinta, es una gilipollez, una estupidez, y es probable que acabe en la cárcel.
– ¿A qué viene todo esto?
– Lo que se supone que tengo que hacer, según tú, es trabajar por cuatro duros, ahorrar esos cuatro duros y reunir lo suficiente para casarme con una hipoteca y tener niños y una mujer que quizá será más esposa y madre de lo que lo fue mamá. Pero ése es tu proyecto de vida, ¿vale? No el mío.
Tiró la manguera al suelo, donde el agua borboteó sobre el césped polvoriento.
– Esto no tiene nada que ver con el proyecto de vida de nadie. Es sentido común. Piensa en lo que me estás proponiendo, por el amor de Dios. Piensa en lo que te han propuesto.
– Dinero -dijo él-. Cinco mil dólares. Cinco mil dólares que necesito, maldita sea.
– ¿Para comprarte un barco que no tienes ni idea de tripular? ¿Para llevar a la gente a pescar sabe Dios dónde? Piensa bien las cosas por una vez, ¿vale? Si no lo del barco, al menos esa idea de hacer de mensajero.
– ¿Yo? -Soltó una carcajada-. ¿Que yo debería pensar bien las cosas? Y tú ¿cuándo cono vas a hacerlo?
– ¿Yo? ¿Qué…?
– Es asombroso, de verdad. Tú puedes decirme cómo tengo que vivir mi vida mientras tú vives una farsa continua y ni siquiera lo sabes. Y aquí estoy yo, dándote una oportunidad decente para dejarla atrás por primera vez en ¿qué? ¿Diez años? ¿Más? Y lo único que…
– ¿Qué? ¿Dejar atrás qué?
– … haces es increparme. Porque no te gusta mi forma de vivir. Y tú eres incapaz de ver que tu forma de vivir es peor.
– ¿Qué sabes tú de mi forma de vivir? -China notó su propia ira. Detestaba el modo que tenía su hermano de dar la vuelta a las conversaciones. Si querías hablar con él sobre las decisiones que había tomado o que quería tomar, siempre volvía la atención sobre ti. Y esa atención se convertía siempre en un ataque del que sólo los hábiles podían salir ilesos-. Hace meses que no te veo. Apareces aquí, te cuelas en mi casa, me dices que necesitas mi ayuda para un negocio turbio, y cuando no colaboro como tú esperas, de repente todo es culpa mía. Pero no voy a entrar en ese juego.
– Claro. Tú prefieres entrar en el juego de Matt.
– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó China. Pero al oír mencionar a Matt, no pudo evitarlo: sintió que el dedo esquelético del miedo le tocaba la columna.
– Dios santo, China. Crees que soy estúpido. Pero ¿cuándo vas a darte cuenta?
– ¿Darme cuenta de qué? ¿De qué estás hablando?
– De toda esta historia con Matt. Vivir para Matt. Ahorrar tu dinero “para mí y Matt y el futuro”. Es ridículo. No. Es de lo más patético. Estás aquí delante creyendo saberlo todo y ni siquiera te has dado cuenta… -Se contuvo. Pareció como si de repente recordara dónde estaba, con quién estaba y lo que había sucedido antes de que ambos se encontraran donde se encontraban ahora. Se agachó, cogió la manguera, la llevó hacia la casa y cerró el grifo. Volvió a enrollar la manguera en el suelo con demasiada precisión.
China se quedó mirándole. Era como si de repente toda su vida -su pasado y su futuro- quedara arrasada por el fuego. Sabiéndolo y no sabiéndolo a la vez.
– ¿Qué sabes sobre Matt? -le preguntó a su hermano.
Parte de la respuesta ya la conocía. Porque los tres habían sido adolescentes en el mismo barrio cochambroso de una ciudad llamada Orange donde Matt era un surfista; Cherokee, su acólito, y China, una sombra proyectada por los dos. Pero parte de la respuesta no la había sabido nunca porque estaba oculta en las horas y los días en que los dos chicos iban solos a coger olas en Huntington Beach.
– Olvídalo. -Cherokee pasó por delante de ella y entró en la casa.
China le siguió, pero su hermano no se detuvo en la cocina ni en el salón, sino que siguió caminando, abrió la puerta mosquitera y salió al porche combado. Allí se paró, mirando con los ojos entrecerrados la calle seca y luminosa donde el sol se reflejaba en los coches aparcados y una ráfaga de viento hacía rodar las hojas secas sobre el pavimento.
– Será mejor que me digas qué estás insinuando -dijo China-. Has empezado algo. Ya puedes acabarlo.
– Olvídalo -dijo él.
– Has dicho “patético”. Has dicho “ridículo”. Has dicho “juego”.
– Ha sido sin querer -dijo él-. Estaba cabreado.
– Hablas con Matt, ¿no? Aún debes de verle cuando va a visitar a sus padres. ¿Qué sabes, Cherokee? ¿Está…? -China no sabía si podría decirlo, tan reacia era en realidad a saber. Pero estaban las largas ausencias, los viajes a Nueva York, la cancelación de sus planes juntos. Estaba el hecho de que Matt viviera en Los Ángeles cuando no estaba de viaje y todas las veces que estaba en casa pero, aun así, tenía demasiado trabajo para pasar el fin de semana con ella. Se había dicho a sí misma que todo eso no significaba nada, si lo ponía en la balanza con la que valoraba todos los años que llevaban juntos. Pero sus dudas habían aumentado y ahora las tenía delante, pidiéndole que las aceptara o las borrara de su mente-. ¿Tiene Matt otra mujer? -le preguntó a su hermano.
Cherokee suspiró y negó con la cabeza. Pero no pareció tanto una respuesta a su pregunta como una reacción por la pregunta en sí.
– Cincuenta pavos y una tabla de surf -le dijo a su hermana-. Es lo que le pedí. Di una buena garantía al producto: “Sólo sé bueno con ella, colaborará contigo”, le dije. Así que pagó gustoso.
China escuchó las palabras, pero por un momento su mente se negó a asimilarlas. Entonces recordó esa tabla de surf, años atrás: Cherokee llegó a casa gritando que Matt se la había regalado. Y recordó lo que vino después: diecisiete años, nunca había salido con nadie ni mucho menos la habían besado o tocado o el resto, y Matthew Whitecomb -alto y tímido, bueno con la tabla de surf, pero un desastre con las chicas- fue a casa y le preguntó tartamudeando y muerto de vergüenza si quería salir con él, excepto que no era vergüenza, ¿no?, esa primera vez, sino la ilusión nerviosa de recoger lo que había comprado a su hermano.
– ¿Me vend…? -China no pudo acabar la frase.
Cherokee se volvió hacia ella.
– Le gusta follarte, China. Es lo que es. Eso es todo. Fin de la historia.
– No te creo. -Pero tenía la boca seca, más seca de lo que tenía la piel por el calor y el viento procedente del desierto, más seca incluso que la tierra abrasada y agrietada donde las flores se marchitaban y se escondían los gusanos.
Alargó la mano hacia atrás para coger el tirador oxidado de la vieja mosquitera. Entró en la casa. Oyó que su hermano la seguía, arrastrando los pies apesadumbradamente detrás de ella.
– No quería decírtelo -dijo-. Lo siento. Nunca fue mi intención decírtelo.
– Vete -le contestó China-. Largo. Vete.
– Sabes que te estoy diciendo la verdad, ¿no? Lo percibes porque has percibido el resto: que hay algo entre vosotros que no funciona y que hace tiempo que no funciona.
– No sé de qué me hablas -le dijo.
– Sí que lo sabes. Es mejor saber. Ahora ya puedes dejarle. -Se acercó a ella por detrás y le puso la mano en el hombro. Pareció un gesto muy indeciso-. Ven conmigo a Europa, China -le dijo en voz baja-. Será un buen lugar para comenzar a olvidar.
Ella le apartó la mano y se dio la vuelta para mirarle.
– Ni siquiera saldría de esta casa contigo.
5 de diciembre 6:30
Isla de Guernsey, canal de la Mancha
Ruth Brouard se despertó sobresaltada. Pasaba algo raro en la casa. Se quedó tumbada sin moverse y prestó atención a la oscuridad como había aprendido a hacer a lo largo de todos aquellos años, esperando a que el sonido se repitiera para saber si estaba a salvo en su escondite o si tenía que salir huyendo. En ese momento de tensa escucha no podía decir qué era el ruido. Pero no formaba parte de los sonidos nocturnos que estaba acostumbrada a oír -el crujido de la casa, la vibración de una ventana, el ulular del viento, el chillido de una gaviota despertada de su sueño-, así que notó que se le aceleraba el pulso mientras aguzaba el oído y obligaba a sus ojos a discriminar entre los objetos de la habitación, examinándolos todos, comparando su posición en la penumbra con la que tenían de día, cuando ni los fantasmas ni los intrusos osarían alterar la paz de la vieja mansión en la que vivía.
No escuchó nada más, conque atribuyó su repentino despertar a un sueño que no podía recordar. Atribuyó los nervios crispados a la imaginación. A eso y a la medicación que tomaba, el calmante más fuerte que podía darle el médico y que no era la morfina que necesitaba su cuerpo.
Gruñó en la cama al notar un brote de dolor que nació en los hombros y bajó por los brazos. Los médicos, pensó, eran guerreros modernos. Estaban entrenados para luchar contra el enemigo hasta que el último corpúsculo pasara a mejor vida. Estaban programados para hacerlo, y les estaba agradecida por ello. Pero había veces en las que el paciente sabía más que los médicos, y Ruth comprendía que ésta era una de esas veces. Seis meses, pensó. Dentro de dos semanas cumpliría sesenta y seis años, pero no viviría para llegar a los sesenta y siete. El mal había conseguido pasar de los pechos a los huesos, después de darle una tregua de veinte años durante la cual se había vuelto optimista.
Estaba tumbada boca arriba y cambió de posición colocándose de lado, y sus ojos se posaron en los números rojos digitales del despertador de su mesita de noche. Era más tarde de lo que pensaba. La época del año la había engañado por completo. Por la oscuridad, había supuesto que serían las dos o las tres de la madrugada, pero eran las seis y media; habitualmente se levantaba al cabo de una hora.
En la habitación contigua a la suya, oyó un ruido. Pero esta vez no era un sonido fuera de lugar, nacido de un sueño o de su imaginación. Era el movimiento de la madera sobre la madera al abrirse y cerrarse la puerta de un armario y también un cajón de la cómoda. Algo chocó contra el suelo, y Ruth imaginó las deportivas de su hermano cayendo accidentalmente de sus manos con las prisas por calzárselas.
Ya se habría puesto el bañador -ese triángulo insignificante de licra azul celeste que a ella le parecía del todo inadecuado para un hombre de su edad- y ahora ya se habría enfundado el chándal. El único preparativo que faltaba en la habitación eran las deportivas que se pondría para caminar hasta la bahía y que estaría calzándose en ese momento. Ruth lo sabía por el crujido de la mecedora.
Sonrió mientras oía los movimientos de su hermano. Guy era tan predecible como las estaciones. La noche anterior había dicho que por la mañana iría a nadar, así que a nadar iba, como todos los días: atravesaría los jardines para acceder al sendero y, luego, bajaría deprisa a la playa para calentar, solo en la carretera estrecha con curvas pronunciadas que esculpía un túnel serpenteante debajo de los árboles. Era la capacidad de su hermano de ceñirse a sus planes y llevarlos a cabo con éxito lo que Ruth más admiraba de él.
Oyó que la puerta del cuarto de Guy se cerraba. Sabía exactamente qué sucedería ahora: en la oscuridad, su hermano caminaría a tientas hasta el armario de la caldera y cogería una toalla. Esta acción duraría diez segundos, tras lo cual emplearía cinco minutos en localizar las gafas de natación, que el día anterior por la mañana habría guardado en el cajón de los cuchillos o dejado en el revistero de su estudio o metido sin pensar en ese aparador que había en un rincón del salón del desayuno. Con las gafas en su poder, iría a la cocina a prepararse un té y, con él en la mano -porque siempre se lo llevaba para tomárselo después, era su recompensa humeante de té verde y ginkgo por haber logrado meterse, una vez más, en un agua demasiado fría para los mortales corrientes-, saldría de la casa y cruzaría el césped hacia los castaños, detrás de los cuales se encontraba el sendero y, detrás, el muro que definía el límite de su propiedad. Ruth sonrió ante lo previsible que era su hermano. No sólo era lo que más le gustaba de él; también era lo que desde hacía tiempo había conferido una seguridad a su vida que no le correspondía.
Vio cómo cambiaban los números del despertador digital a medida que pasaban los minutos y su hermano llevaba a cabo sus preparativos. Ahora estaría en el armario de la caldera, ahora bajando las escaleras, ahora buscando impaciente esas gafas y maldiciendo los lapsos de memoria cada vez más frecuentes a medida que se acercaba a los setenta. Ahora estaría en la cocina, quizá incluso comiendo a hurtadillas un tentempié antes de ir a nadar.
En el momento en que, según su ritual matutino, Guy salía de la casa, Ruth se levantó de la cama y se echó la bata por encima de los hombros. Se acercó a la ventana descalza y descorrió las pesadas cortinas. Contó hacia atrás a partir de veinte, y cuando llegó al cinco, ahí estaba él, saliendo de la casa, fiable como las horas del día, como el viento de diciembre y la sal que traía consigo del canal de la Mancha.
Llevaba puesto lo de siempre: un gorro rojo de punto calado sobre la frente para taparse las orejas y el cabello grueso y canoso; el chándal de la Marina manchado en los codos, los puños y los muslos con la pintura blanca que había utilizado el verano pasado para el pabellón acristalado; y las deportivas sin calcetines. Aunque no podía verlo, simplemente conocía a su hermano y su forma de vestir. Llevaba su té y una toalla colgada alrededor del cuello. Las gafas, supuso, estarían en un bolsillo.
– Disfruta del baño -dijo contra el cristal helado de la ventana. Y añadió lo que él siempre le decía, lo que su madre había gritado hacía tiempo mientras el pesquero se alejaba del muelle, separándolos de su hogar en la negra noche-: Au revoir et adieu, mes chéris.
Abajo, él hizo lo que hacía siempre. Cruzó el césped y se dirigió hacia los árboles y el sendero que había detrás.
Pero esa mañana, Ruth vio algo más. En cuanto Guy llegó a los olmos, una figura imprecisa apareció de detrás de los árboles y empezó a seguir a su hermano.
Delante de él, Guy Brouard vio que las luces de la casita de los Duffy, una estructura acogedora de piedra que, en parte, estaba construida en el muro que limitaba la finca, ya estaban encendidas. En su día, fue el punto donde se recogía el alquiler de los inquilinos del corsario que había construido Le Reposoir a principios del siglo XVIII y, en la actualidad, la casa de tejado empinado era la residencia de la pareja que ayudaba a Guy y a su hermana a conservar en buen estado la propiedad: Kevin Duffy en los jardines y su mujer, Valerie, en la mansión.
Las luces de la casa indicaban que Valerie estaba levantada preparando el desayuno de Kevin. Era muy típico de ella: Valerie Duffy era una esposa sin parangón.
Guy hacía tiempo que pensaba que, después de crear a Valerie Duffy, se había roto el molde. Era la última de su especie, una esposa del pasado que consideraba un trabajo y un privilegio cuidar a su hombre. Guy sabía que si hubiera tenido una mujer así desde el principio, no habría tenido que dedicarse a explorar las posibilidades que había ahí fuera con la esperanza de encontrarla al fin.
Sus dos esposas habían sido un fastidio. Un hijo con la primera, dos hijos con la segunda, buenas casas, coches bonitos, vacaciones estupendas al sol, niñeras e internados… Daba igual: “Trabajas demasiado. Nunca estás en casa. Quieres más a tu miserable trabajo que a mí”. Variaciones interminables de la misma canción. No era de extrañar que no le hubiera quedado más remedio que huir.
Por debajo de los olmos pelados, Guy siguió el camino en dirección a la carretera. Aún reinaba el silencio; pero al llegar a las verjas de hierro y abrir una, las primeras currucas se despertaron en las zarzas, los endrinos y las hiedras que crecían a lo largo de la estrecha carretera y se aferraban al muro de piedra, lleno de liqúenes, que la bordeaban.
Hacía frío. Era diciembre. ¿Qué podía esperarse? Pero como era temprano, aún no hacía aire, aunque un extraño viento del sureste prometido para más tarde haría imposible bañarse después del mediodía. Aunque era improbable que alguien más aparte de él se bañara en diciembre. Ésa era una de las ventajas de tener una alta tolerancia al frío: tenía el agua para él solo.
Y Guy Brouard lo prefería, puesto que el momento del baño era el momento de pensar y, por lo general, tenía muchas cosas en las que pensar.
Ese día no era distinto. Con el muro de la finca a su derecha y los altos setos de las tierras de labranza de los alrededores a su izquierda, recorrió el sendero bajo la débil luz de la mañana, en dirección a la curva desde donde descendería la ladera empinada hasta la bahía. Pensó en lo que había hecho en su vida en los últimos meses, en parte a propósito y de forma totalmente prevista, en parte como consecuencia de unos acontecimientos que nadie podría haber anticipado. Había engendrado decepción, confusión y traición entre sus socios más íntimos. Y como hacía tiempo que era un hombre que no compartía con nadie sus interioridades, ninguno de ellos había podido comprender -menos aún digerir- que las esperanzas que habían depositado en él estuvieran tan equivocadas, puesto que durante casi una década les había animado a pensar en Guy Brouard como un benefactor permanente, paternal en su forma de preocuparse por su futuro, despilfarrador en el modo como garantizaba que esos futuros estuvieran asegurados. No había sido su intención engañar a nadie. Todo lo contrario, siempre había querido hacer realidad el sueño secreto de todo el mundo.
Pero todo eso había sido antes de lo de Ruth: esa mueca de dolor cuando ella creía que no la miraba y lo que sabía que significaba aquella mueca. No se lo habría imaginado, por supuesto, si ella no hubiera comenzado a escabullirse para ir a citas que ella llamaba “oportunidades para hacer ejercicio, frére” por los acantilados. En Icart Point, decía, encontraba inspiración para un futuro tapiz en los cristales de feldespato de los gneises laminados. Le informó de que, en Jerbourg, los dibujos en los esquistos formaban bandas grises desiguales que podían seguirse y rastrear así la ruta que el tiempo y la naturaleza utilizaban para posar cieno y sedimentos en la piedra antigua. Sacaba esbozos de las aulagas, decía, y describía con sus lápices las armerías marítimas y las collejas en rosa y blanco. Cogía margaritas, las colocaba sobre la superficie irregular de un afloramiento de granito y las dibujaba. Mientras paseaba, arrancaba jacintos silvestres y retama, brezo y aulagas, narcisos silvestres y lirios, dependiendo de la estación y de sus preferencias. Pero las flores nunca llegaban a casa. “Demasiado rato en el asiento del coche, he tenido que tirarlas -afirmaba-. Las flores silvestres no duran cuando las coges.”
Mes tras mes, seguía con la misma canción. Pero Ruth no era de las que paseaban por los acantilados, ni de las que cogían flores o estudiaban geología. Así que todo aquello hizo sospechar a Guy.
Al principio, cometió la estupidez de pensar que por fin su hermana tenía a un hombre en su vida y le daba vergüenza contárselo. Sin embargo, ver su coche en el hospital Princess Elizabeth lo convenció. Eso, junto con las muecas de dolor y las retiradas prolongadas a su habitación, le obligó a darse cuenta de aquello a lo que no quería enfrentarse.
Ella había sido la única constante en su vida desde la noche en que habían partido de la costa de Francia, en un pesquero, ocultos entre las redes, llevando a cabo con éxito una huida demasiado retrasada en el tiempo. Ella había sido la razón de su propia supervivencia; que ella lo necesitara le había espoleado a madurar, a hacer planes y, a la larga, a triunfar.
Pero ¿aquello? No podía hacer nada contra aquello. Para lo que su hermana sufría ahora, no habría ningún pesquero en la noche.
Conque si había traicionado, confundido y decepcionado a los demás, no era nada comparado con perder a Ruth.
Nadar era su alivio matutino a la angustia abrumadora que le provocaban estas consideraciones. Sin su baño diario en la bahía, Guy sabía que pensar en su hermana, por no mencionar la absoluta impotencia que sentía por no poder cambiar lo que le estaba pasando, lo consumiría.
La carretera por la que transitaba era empinada y estrecha, densamente arbolada en el lado este de la isla. La escasez de vientos fuertes procedentes de Francia había permitido desde hacía tiempo que los árboles florecieran en esta zona. En el sendero por el que caminaba Guy, los sicómoros y los castaños, los fresnos y las hayas, formaban un arco esquelético gris cuyo borde se veía de color peltre al amanecer. Los árboles surgían de las laderas escarpadas contenidos por los muros de piedra. En la base de éstos, el agua fluía con entusiasmo de un manantial del interior y chocaba contra las piedras en su carrera hacia el mar.
El camino serpenteaba hacia delante y hacia atrás y pasaba por un molino de agua oscuro y un chalé hotel de inadecuado estilo suizo que estaba cerrado por ser temporada baja. Acababa en un aparcamiento minúsculo, donde había un bar del tamaño del corazón de un misántropo que estaba tapiado y cerrado a cal y canto, y la pasarela de granito que en su día solía permitir a caballos y carros acceder al vraic, el fertilizador de la isla, que estaba resbaladizo por culpa de las algas.
El aire estaba quieto, las gaviotas aún no se habían levantado de sus lugares de descanso nocturno en lo alto de los acantilados. En la bahía, el agua estaba calma, un espejo ceniciento que reflejaba el color del cielo que empezaba a iluminarse. No había olas en este lugar profundamente protegido, sólo un ligero golpeteo en los guijarros, un roce que parecía liberar de las algas los olores penetrantes y contrastados de la vida floreciente y la descomposición.
Cerca del salvavidas que colgaba de un clavo colocado hacía tiempo en la pared del acantilado, Guy dejó la toalla y puso el té sobre una piedra plana. Se quitó las deportivas y los pantalones del chándal. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para coger las gafas de natación.
Sin embargo, su mano tocó algo más que las gafas. En el bolsillo había un objeto, que sacó y sostuvo en la palma de la mano.
Estaba envuelto en un trozo de tela blanca. Lo abrió y encontró una piedra circular. Estaba agujereada en el centro como si fuera una rueda, porque precisamente se suponía que era una rueda: énne rouelle dé faitot. Una rueda mágica.
Guy sonrió al ver el amuleto, por el recuerdo que le evocaba. La isla era un lugar de folclore. Para los que habían nacido y crecido aquí, que tenían padres y abuelos que habían nacido y crecido aquí, llevar algún que otro talismán contra las brujas y los demonios era algo de lo que se podía hacer burla en público, pero que en privado no se tomaba tan a la ligera. “Deberías llevar uno, ¿sabes? Protegerse es importante, Guy.”
Sin embargo, la piedra -rueda mágica o no- no había bastado en absoluto para protegerle de la única manera que creía estar protegido. A todo el mundo le sucedían cosas inesperadas en su vida, así que no podía decir que le sorprendiera que algo inesperado le hubiera ocurrido a él.
Envolvió de nuevo la piedra en la tela y la guardó en el bolsillo. Después de despojarse de la chaqueta, se quitó el gorro de punto y se colocó las gafas en la cabeza. Emprendió el camino por la playa estrecha y se metió en el agua sin vacilar.
Fue como si le atravesara la hoja de un cuchillo. En pleno verano, las aguas del canal no eran tropicales. En la mañana tenebrosa del invierno apremiante, eran heladas, peligrosas e imponentes.
Pero no pensó en eso, sino que avanzó con decisión y, en cuanto tuvo la profundidad suficiente para que fuera seguro hacerlo, se impulsó desde el fondo y comenzó a nadar. Esquivó los bancos de algas en el agua, moviéndose deprisa.
Salió unos cien metros, hasta el afloramiento de granito con forma de sapo que marcaba el punto en el que la bahía se encontraba con el canal de la Mancha. Se detuvo ahí, justo en el ojo del sapo, una acumulación de guano recogido en un hueco poco profundo de la roca. Regresó a la playa y comenzó a dar patadas en el agua, la mejor forma que conocía de mantenerse en forma para la próxima temporada de esquí en Austria. Como de costumbre, se quitó las gafas para aclararse la vista unos minutos. Desde la distancia inspeccionó despreocupadamente los acantilados y el denso follaje que los cubría. De esta forma, su mirada se desplazó hacia abajo en un viaje irregular por las rocas hasta la playa.
Perdió la cuenta de las patadas.
Había alguien. Vio una figura en la playa, oculta en gran parte entre las sombras, pero no cabía duda de que le observaba.
Estaba a un lado de la pasarela de granito, llevaba ropa oscura con algo blanco en el cuello, que sería lo que le había llamado la atención. Mientras Guy entrecerraba los ojos para enfocar mejor la figura, ésta se apartó del granito y avanzó por la playa.
No había duda de adonde iba. La figura se dirigió hacia su ropa tirada en el suelo y se arrodilló para coger algo: la chaqueta o los pantalones, era difícil saberlo desde la distancia.
Sin embargo, Guy imaginaba qué buscaba la figura y soltó un taco. Se dio cuenta de que tendría que haber vaciado los bolsillos antes de salir de casa. Ningún ladrón común, por supuesto, estaría interesado en la pequeña piedra agujereada que Guy Brouard llevaba consigo normalmente. Pero para empezar, ningún ladrón común habría previsto jamás encontrar las pertenencias de un nadador, descuidadas en la playa tan temprano una mañana de diciembre. Quienquiera que fuera sabía que Guy estaba nadando en la bahía. Quienquiera que fuera buscaba la piedra o hurgaba entre su ropa como estratagema concebida para hacer que Guy volviera a la orilla.
“Bueno, maldita sea”, pensó. Éste era su momento de soledad. No tenía la menor intención de enfrentarse con nadie. Lo único que le importaba ahora era su hermana y cómo iba a vivir sus últimos días.
Se puso a nadar otra vez. Cruzó el ancho de la bahía dos veces. Cuando finalmente volvió a mirar hacia la playa, le alegró ver que quienquiera que hubiera invadido su paz se había marchado.
Nadó hacia la orilla y llegó sin resuello, habiendo cubierto casi dos veces la distancia que normalmente nadaba por las mañanas. Salió tambaleándose y se apresuró a coger la toalla; tenía todo el cuerpo en carne de gallina.
El té prometía un alivio rápido al frío y se sirvió una taza del termo. Estaba fuerte y amargo y, sobre todo, caliente, y se lo bebió todo antes de quitarse el traje de baño y servirse otra. Ésta se la bebió más lentamente mientras se secaba con la toalla, frotándose con energía la piel para devolver algo de calor a sus extremidades. Se puso los pantalones y cogió la chaqueta. Se la echó sobre los hombros mientras se sentaba en una roca para secarse los pies. Sólo después de atarse las deportivas metió la mano en el bolsillo. La piedra seguía allí.
Se quedó pensando en aquello. Pensó en lo que había visto desde el agua. Estiró el cuello y examinó el acantilado que tenía detrás. No se apreciaba ningún movimiento anormal.
Se preguntó entonces si estaba equivocado respecto a lo que había supuesto que había aparecido en la playa. Quizá no había sido una persona real, sino una manifestación de algo que tenía lugar en su conciencia. La culpa hecha carne, por ejemplo.
Sacó la piedra. La desenvolvió una vez más y con el pulgar recorrió las iniciales talladas en ella.
“Todo el mundo necesita protección”, pensó. Lo difícil era saber de quién o de qué.
Apuró el té y se sirvió otra taza. Quedaba menos de una hora para que el sol saliera completamente. Esa mañana, esperaría justo ahí a que amaneciera.