En Londres, el tiempo siguió mejorando durante el día, y gracias a ello los Saint James y Cherokee River pudieron iniciar el viaje a Guernsey. Llegaron a última hora de la tarde, después de sobrevolar el aeropuerto y ver debajo de ellos, mientras anochecía, las estrechas carreteras como hilos grises de algodón desenrollándose caprichosamente, serpenteando por entre aldeas rocosas y campos pelados. El cristal de innumerables invernaderos atrapaba los últimos rayos de sol, y los árboles desnudos en los valles y las laderas marcaban las zonas donde los vientos y las tormentas atacaban con menos fiereza. Era un paisaje variado desde el aire: acantilados altos e imponentes al este y al sur de la isla que descendían hasta bahías tranquilas al oeste y el norte.
La isla estaba desierta en esta época del año. Los turistas llenarían la maraña de carreteras hacia finales de primavera y en verano, para dirigirse a las playas, los senderos de los acantilados o los puertos, explorar las iglesias, castillos y fuertes de Guernsey. Pasearían, nadarían, navegarían e irían en bici. Atestarían las calles y abarrotarían los hoteles. Pero en diciembre, tres tipos de personas ocupaban la isla del canal: los propios isleños atados al lugar por costumbre, tradición y amor; los exiliados fiscales resueltos a ocultar la mayor cantidad de su dinero posible a sus respectivos gobiernos; y los banqueros que trabajaban en Saint Peter Port y volaban a su casa en Inglaterra los fines de semana.
Fue a Saint Peter Port adonde se dirigieron los Saint James y Cherokee River. Era la ciudad más grande y donde se hallaba la sede del gobierno de la isla. También era donde se encontraba la comisaría central de la policía y donde el abogado de China River tenía su despacho.
Cherokee estuvo muy locuaz durante la mayor parte del viaje. Cambiaba de un tema a otro como si le aterrorizara lo que pudiera implicar el silencio entre ellos, y Saint James se preguntó si el torrente constante de conversación estaba diseñado para evitar que se plantearan la futilidad de la misión que habían emprendido. Si habían detenido y acusado a China River, habría pruebas para juzgarla por el crimen. Si esas pruebas no eran circunstanciales, Saint James sabía que poco o nada podría hacer para interpretarlas de modo distinto al de los expertos de la policía.
Pero mientras Cherokee continuaba su monólogo, empezó a parecer menos un acto para distraerles de sacar conclusiones sobre su objetivo y más una forma de vincularse a ellos. Saint James desempeñó el papel de observador, la tercera rueda de una bicicleta que avanzaba a trompicones hacia lo desconocido. Le pareció un viaje sumamente incómodo.
Cherokee habló casi todo el tiempo sobre su hermana. Chine -como la llamaba él- por fin había aprendido a hacer surf. ¿Lo sabía Debs? Su novio, Matt -¿llegó Debs a conocer a Matt? Seguro que sí, ¿no?-, bueno, por fin logró que se metiera en el mar… Vaya, que se adentrara lo suficiente, porque siempre le aterró encontrarse con un tiburón. Él le enseñó lo básico e hizo que practicara, y el día que por fin se puso de pie… Por fin entendió en qué consiste, lo entendió mentalmente. El zen del surf. Cherokee siempre quería que bajara a hacer surf a Huntington con él… en febrero o marzo, cuando las olas eran una pasada; pero no fue nunca porque para ella ir al condado de Orange significaba ir a ver a mamá, y Chine y mamá… Tenían una relación conflictiva. Eran demasiado distintas. Mamá siempre hacía algo mal. Como la última vez que Chine fue a pasar un fin de semana, haría más de dos años seguramente; armó un escándalo porque mamá no tenía vasos limpios. No es que Chine no pudiera lavar ella misma un vaso, pero mamá tendría que haberlos fregado antes porque fregar los vasos antes significaba algo, como “Te quiero” o “Bienvenida” o “Quiero que estés aquí”. En cualquier caso, Cherokee siempre intentaba mantenerse al margen cuando discutían. Las dos eran, ya sabéis, muy buena gente, mamá y Chine. Sólo que eran muy distintas. Sin embargo, siempre que Chine iba al cañón -Debs sabía que Cherokee vivía en el cañón, ¿verdad? ¿En Modjeska? ¿En el interior? ¿En esa cabana con los troncos delante?-, bueno, el caso era que cuando Chine iba a verle, Cherokee ponía vasos limpios por todas partes, en serie. No es que tuviera demasiados. Pero los que tenía… estaban por todas partes. Chine quería vasos limpios, y Cherokee le daba vasos limpios. Pero era extraño, ¿verdad?, las cosas que hacían explotar a la gente…
Durante todo el camino hasta Guernsey, Deborah escuchó compasivamente las divagaciones de Cherokee. Pasó por el recuerdo, la revelación y la explicación y, al cabo de una hora, Saint James tuvo la impresión de que además de la angustia natural que sentía el hombre por la situación de su hermana, también se sentía culpable. Si no hubiera insistido en que fuera con él, no estaría donde estaba en estos momentos. Era responsable al menos de eso. “A la gente le pasan cosas chungas” fue como lo expresó él, pero estaba claro que esta “cosa chunga” en particular no le habría sucedido a esta persona en concreto si Cherokee no hubiera querido que lo acompañara. Y él había querido que lo acompañara porque necesitaba que lo acompañara, explicó, porque, para empezar, era la única forma que tenía él de poder ir, y él había querido ir porque quería el dinero porque por fin tenía un trabajo en mente que creía poder desempeñar durante veinticinco años o más y necesitaba una entrada para financiarlo. Un pesquero, de eso se trataba, en resumidas cuentas. China River estaba entre rejas porque el capullo de su hermano quería comprar un pesquero.
– Pero tú no sabías lo que iba a pasar -protestó Deborah.
– Ya lo sé. Pero eso no hace que me sienta mejor. Tengo que sacarla de ahí, Debs. -Y ofreciéndoles una sonrisa seria a ella y luego a Saint James, añadió-: Gracias por ayudarme. No voy a poder pagároslo nunca.
Saint James quería decirle al hombre que su hermana todavía no estaba fuera de la cárcel y que había muchas posibilidades de que aunque se estableciera una fianza y la pagara, su libertad, llegados a ese punto, tan sólo se aplazaría temporalmente. Así que simplemente dijo:
– Haremos lo que podamos.
A lo que Cherokee respondió:
– Gracias. Sois los mejores.
A lo que Deborah dijo:
– Somos tus amigos, Cherokee.
En ese momento al hombre pareció embargarle la emoción, que cruzó su rostro un instante. Sólo logró asentir con la cabeza e hizo ese extraño gesto con el puño cerrado que los estadounidenses tendían a utilizar para indicar de todo, desde gratitud a conformidad política.
O quizá ahora lo utilizaba para otra cosa.
Saint James no podía apartar ese pensamiento de su cabeza. Y tampoco había sido realmente capaz de hacerlo desde el momento en que había mirado a la tribuna de espectadores de la sala número tres y había visto a su mujer y al americano allí arriba: hombro con hombro, Deborah murmurando algo a Cherokee, que la escuchaba con la cabeza agachada. Algo no iba bien en el mundo. Saint James lo creía a un nivel que no podía explicar. Así que la sensación de un tiempo fuera de quicio hizo que le resultara difícil ratificar la declaración de amistad de su mujer hacia el otro hombre. No dijo nada y, cuando Deborah le miró como preguntando por qué, él no le ofreció ninguna respuesta con la mirada. Aquello, lo sabía, no mejoraría las cosas entre ellos. Deborah seguía molesta con él por la conversación en Old Bailey.
Cuando llegaron a la ciudad, se hospedaron en Ann's Place, un antiguo edificio gubernamental que habían reconvertido en hotel hacía tiempo. Allí se separaron: Cherokee y Deborah fueron a la cárcel donde esperaban poder hablar con China en la sección de presos preventivos, y Saint James se dirigió a la comisaría de policía, donde quería localizar al inspector encargado de la investigación.
Seguía estando incómodo. Sabía muy bien que no debería estar allí, inmiscuyéndose en una investigación policial donde no sería bien recibido. Al menos en Inglaterra, había casos que podía mencionar si llamaba a un cuerpo policial para solicitar información. “¿Recuerdan el secuestro de Bowen?”, podía decir prácticamente en toda Inglaterra… “¿Y ese estrangulamiento en Cambridge el año pasado?” Si le daban la oportunidad de explicar quién era y buscar puntos en común con la policía, Saint James había descubierto que, por lo general, los policías del Reino Unido estaban dispuestos a compartir la información que tuvieran mientras no se vieran afectados por sus intentos de averiguar algo más. Pero aquí las cosas eran distintas, por lo que lograr la colaboración de la policía, o en su defecto conseguir que aprobaran a regañadientes que hablara con las personas relacionadas con el crimen, no dependería de refrescarles la memoria acerca de los casos en los que había trabajado o los juicios penales en los que había participado. Eso le situaba en un lugar en el que no quería estar, puesto que tendría que confiar en su habilidad menos desarrollada para ganarse el acceso a la comunidad de investigadores: la capacidad de conectar con otra persona.
Siguió la curva de Ann's Place, dado que desembocaba en Hospital Lane y más allá estaba la comisaría. Reflexionó acerca de la idea de conectar con los demás. Quizá, pensó, esa incapacidad suya creaba un abismo entre él y los otros; siempre el dichoso científico desapasionado, siempre introspectivo y pensativo, siempre considerando, sopesando y observando cuando las otras personas sólo se preocupaban de ser… Tal vez ahí residía también el origen de la inquietud que despertaba en él Cherokee River.
– ¡Sí que recuerdo el surf! -había dicho Deborah, cuyo rostro cambió un instante cuando le vino a la mente la experiencia compartida-. Fuimos los tres una vez… ¿Te acuerdas? ¿Dónde estábamos?
Cherokee se había quedado pensando antes de decir:
– Claro. Era Seal Beach, Debs. Más fácil que en Huntington, más protegido.
– Sí, sí. Seal Beach. Me hiciste meterme en el agua y me tambaleé en la tabla y no dejé de chillar por si chocaba contra el embarcadero.
– Algo que no hubiera pasado ni por asomo -dijo él-. Era imposible que te sostuvieras encima de la tabla el tiempo suficiente para chocar con nada, a menos que decidieras dormir encima.
Se rieron juntos, otro vínculo forjado, un instante natural entre dos personas cuando reconocían que existía una cadena común que conectaba el presente con el pasado.
Y así sucedía entre todas las personas que compartían cualquier tipo de historia, pensó Saint James. Así eran las cosas.
Cruzó la calle hasta la comisaría central de la policía de Guernsey. Se encontraba detrás de un muro imponente de una piedra con vetas de feldespato, y era un edificio en forma de “L” con cuatro hileras de ventanas en sus dos alas y la bandera de Guernsey ondeando en lo alto. Dentro, en la recepción, Saint James dio su nombre y tarjeta a un agente. ¿Sería posible, preguntó, hablar con el policía jefe encargado de la investigación del asesinato de Guy Brouard, o, si no, con el jefe de prensa?
El agente examinó la tarjeta. Su rostro indicaba que iban a realizarse algunas llamadas telefónicas al otro lado del canal para determinar exactamente quién era este científico forense que había aparecido por la puerta. Tanto mejor, porque si había que hacer alguna llamada, sería a la Met, a la fiscalía o a la universidad donde impartía clases Saint James, y si ése era el caso, tenía el terreno allanado.
Saint James estuvo veinte minutos esperando con impaciencia en recepción y leyó el tablón de anuncios media docena de veces. Pero fueron veinte minutos bien empleados, porque cuando pasaron, el inspector en jefe Louis Le Gallez salió personalmente para conducir a Saint James al centro de operaciones, una enorme capilla antigua con arcos estilo tudor en la que el equipo de ejercicio del departamento rivalizaba con archivadores, mesas de ordenador, tablones de anuncios y pizarras.
El inspector en jefe Le Gallez quería saber, naturalmente, qué interés tenía un científico forense de Londres en una investigación de asesinato en Guernsey que ya estaba cerrada.
– Tenemos al asesino -dijo, con los brazos cruzados sobre el pecho y una pierna colgando sobre la esquina de la mesa. Apoyó su peso, que era considerable para un hombre tan bajo, en el borde de la mesa y movió la tarjeta de Saint James adelante y atrás contra el lateral de su mano. Mostraba curiosidad más que cautela.
Saint James optó por ser totalmente sincero. El hermano de la acusada, comprensiblemente afectado por lo que le había ocurrido a su hermana, había pedido ayuda a Saint James después de no lograr que la embajada estadounidense intercediera por ella.
– La embajada estadounidense ha hecho lo que correspondía -respondió Le Gallez-. No sé qué más espera ese tipo. Él también fue sospechoso, por cierto. Pero la verdad es que lo fueron todos los que asistieron a la fiesta de Brouard. La noche antes de que la palmara. Media isla estaba allí. Y si eso no complicó terriblemente el asunto, nada lo complicó, créame.
Le Gallez tomó la iniciativa como si fuera plenamente consciente de hacia dónde pretendería dirigir Saint James la conversación a partir del comentario sobre la fiesta. Prosiguió diciendo que se había interrogado a todo el mundo que había estado en casa de los Brouard la noche antes del asesinato y que durante los días posteriores a la muerte de Guy Brouard no habían descubierto nada que alterara las sospechas iniciales de los investigadores: cualquiera que se hubiera escabullido de Le Reposoir como hicieron los River la mañana del asesinato era alguien a quien había que investigar.
– ¿Todos los demás invitados tenían coartada para la hora del asesinato? -preguntó Saint James.
Él no había insinuado eso, contestó Le Gallez. Pero en cuanto se acumularon las pruebas, lo que hacían el resto de personas la mañana que murió Guy Brouard no tenía nada que ver con el caso.
Lo que tenían contra China River era condenatorio, y Le Gallez pareció encantado de enumerarlo. Sus cuatro agentes de la escena del crimen habían examinado el lugar, y su patólogo forense había examinado el cuerpo. La señorita River había dejado una huella parcial en la escena: una pisada, parcialmente oculta por briznas de algas, había que reconocerlo; pero en las suelas de sus zapatos había incrustados granos de arena que se correspondían exactamente con la arena gruesa de la playa, y esos mismos zapatos se correspondían también con la huella parcial.
– Puede que estuviera allí en cualquier otro momento -dijo Saint James.
– Puede. Cierto. Conozco la historia. Brouard les dijo qué lugares visitar cuando no se los podía enseñar él mismo. Pero lo que no hizo fue enganchar un cabello de ella en la cremallera de la chaqueta del chándal que llevaba puesto cuando murió. Y tampoco apostaría a que se secó la cabeza con su abrigo.
– ¿Qué clase de abrigo?
– Uno negro, con un botón en el cuello y sin mangas.
– ¿Una capa?
– Con cabellos de Brouard, justo donde cabría esperar si uno lo rodeara con el brazo para inmovilizarlo. La muy estúpida no pensó en utilizar un cepillo para la ropa para limpiarla.
– El modo del asesinato… Es un poco insólito, ¿no le parece a usted? -dijo Saint James-. ¿La piedra? ¿Que se ahogara? Si no se la tragó por accidente…
– No es probable, maldita sea -dijo Le Gallez.
– … entonces alguien debió de metérsela en la garganta. Pero ¿cómo? ¿Cuándo? ¿En medio de un forcejeo? ¿Había indicios de lucha? ¿En la playa? ¿En su cuerpo? ¿En la señorita River cuando la detuvieron?
El inspector negó con la cabeza.
– No hubo lucha. Pero no fue necesaria. Por eso buscamos a una mujer desde el principio. -Se dirigió a una de las mesas y cogió un recipiente de plástico cuyo contenido echó en la palma de su mano. Lo tocó con el dedo y dijo-: Sí. Esto servirá. -Y cogió un paquete medio abierto de cigarrillos Polo. Sacó uno con el pulgar, lo levantó para que Saint James lo viera y dijo-: La piedra en cuestión es un poco más grande que esto. Tiene un agujero en el centro para introducirla en la anilla de un llavero. También tiene unos grabados en los lados. Observe. -Se metió el cigarrillo en la boca, lo colocó con la lengua contra la mejilla y dijo-: Se pueden pasar algo más que gérmenes con un beso en la boca, amigo.
Saint James comprendió la idea; sin embargo, tenía sus dudas. En su opinión, la teoría del investigador era tremendamente improbable.
– Pero tendría que hacer algo más que simplemente pasarle la piedra en la boca. Sí. Veo que es posible que ella la pusiera en la lengua de él si estaban besándose, pero sin duda no se la metió hasta la garganta. ¿Cómo pudo hacer eso?
– Sorpresa -replicó Le Gallez-. Le pilló desprevenido cuando le metió la piedra en la boca. Le puso una mano en la nuca mientras se besaban y él estaba en la posición correcta. Le puso la otra mano en la mejilla y, cuando él se apartó porque le pasó la piedra, ella lo inmovilizó con la parte interior del codo, lo inclinó hacia atrás y le agarró la garganta. Y la piedra bajó. El hombre estaba perdido.
– No le importará que le diga que es un poco improbable -dijo Saint James-. Sus fiscales no pueden esperar convencer a… ¿Aquí hay jurado?
– Eso no importa. La piedra no tiene que convencer a nadie -dijo Le Gallez-. Sólo es una teoría. Puede que ni siquiera salga en el juicio.
– ¿Por qué no?
Le Gallez esbozó una sonrisa.
– Porque tenemos un testigo, señor Saint James -dijo-. Y un testigo vale más que cien expertos y sus mil teorías, ya me entiende.
En la cárcel donde China estaba en prisión preventiva, Deborah y Cherokee se enteraron de que los hechos habían avanzado deprisa durante las veinticuatro horas transcurridas desde que el hermano había dejado la isla para buscar ayuda en Londres. El abogado de China había logrado que saliera bajo fianza y la había instalado en otro lugar. La administración penitenciaria sabía dónde, naturalmente, pero no se mostraron muy comunicativos con la información.
Deborah y Cherokee, por lo tanto, regresaron a Saint Peter Port, y cuando encontraron una cabina telefónica donde Vale Road se abría a una vista amplia de la bahía de Belle Greve, Cherokee se bajó del coche para llamar al abogado. Deborah observó a través del cristal de la cabina y vio que el hermano de China estaba comprensiblemente inquieto, golpeando el cristal con el puño mientras hablaba. Aunque no era una experta en leer los labios, Deborah pudo distinguir un “Eh, tío, escucha tú”, cuando Cherokee pronunció la frase. Su conversación duró tres o cuatro minutos, no lo suficiente para tranquilizar a Cherokee, pero sí para descubrir dónde había alojado a su hermana.
– La tiene en un apartamento en Saint Peter Port -informó Cherokee mientras volvía a subir al coche y arrancaba-, en uno de esos sitios que la gente alquila en verano. “Está encantada de estar allí”, ha dicho literalmente. Ya me explicarás que querrá decir eso.
– Un piso de veraneo -dijo Deborah-. Seguramente, estará vacío hasta la primavera.
– Sea como sea -dijo él-, podría haberme mandado un mensaje o algo. Yo estoy metido en esto, ¿sabes? Le he preguntado por qué no me ha informado de que iba a sacarla y me ha dicho… ¿Sabes qué me ha dicho? “La señorita River no me ha comentado que le dijera a nadie dónde estaba.” Como si quisiera esconderse.
Regresaron a Saint Peter Port, donde no fue tarea fácil encontrar los pisos de veraneo en los que habían instalado a China, a pesar de tener la dirección. La ciudad era un laberinto de vías de una dirección: calles estrechas que ascendían por la ladera desde el puerto y descendían en picado por una ciudad que existía desde mucho antes de que los coches se imaginaran siquiera. Deborah y Cherokee pasaron varias veces por casas georgianas y adosados Victorianos antes de dar por fin con los apartamentos Queen Margaret en la esquina de las calles Saumarez y Clifton, situados en la parte más alta de esta última. Era un lugar que ofrecería al turista el tipo de vistas que se pagan caras para disfrutar de la primavera y el verano: el puerto abajo, Castle Cornet claramente visible en su lengua de tierra, desde donde antaño protegía la ciudad de las invasiones y, en un día sin las nubes bajas de diciembre, parecería que la costa de Francia flotaba sobre el horizonte.
Ese día, sin embargo, a primera hora del anochecer, el canal era una masa cenicienta de paisaje líquido. Las luces brillaban en un puerto vacío de embarcaciones de recreo y, a lo lejos, el castillo parecía un grupo de piezas de un juego de construcción infantil, sostenidas caprichosamente sobre la palma de la mano de un padre.
El reto en los apartamentos Queen Margaret fue encontrar a alguien que pudiera indicarles el piso de China. Por fin localizaron a un hombre odorífero y sin afeitar en una habitación al fondo del complejo que, por lo demás, estaba desierto. Parecía actuar de conserje cuando no se dedicaba a lo que estaba haciendo ahora, que al parecer era jugar solo a un juego de mesa que consistía en colocar unas piedras negras brillantes en los huecos de una bandeja estrecha de madera.
– Esperen -les dijo cuando Cherokee y Deborah aparecieron en su habitación individual-. Sólo necesito… Maldita sea. El tío me ha ganado otra vez.
“El tío” parecía ser su oponente, que era él mismo, jugando desde el otro lado del tablero. Después de despejar las piedras de ese lado con un movimiento inexplicable, dijo:
– ¿En qué puedo ayudarlos?
Cuando le contaron que habían ido a ver a su única inquilina -porque era indudable que nadie más ocupaba alguna de las habitaciones de los apartamentos Queen Margaret en esta época del año-, el hombre fingió desconocer todo el asunto. Sólo cuando Cherokee le dijo que llamara al abogado de China dio muestras de que la mujer acusada de asesinato se hospedaba en el edificio. Y entonces lo único que hizo fue avanzar pesadamente hacia el teléfono y pulsar unos números. Cuando contestaron al otro lado, dijo:
– Hay alguien que dice que es su hermano… -Y mirando a Deborah añadió-: Viene con una pelirroja. -El hombre se quedó escuchando cinco segundos. Luego dijo-: Muy bien. -Y colgó con la información. Encontrarían a la persona que buscaban, les dijo, en el piso B en el ala este del edificio.
No estaba lejos. China salió a recibirlos a la puerta.
– Has venido -dijo simplemente, y avanzó directamente hacia los brazos abiertos de Deborah.
Ella la abrazó con firmeza.
– Claro que he venido -dijo-. Ojalá hubiera sabido desde el principio que estabas en Europa. ¿Por qué no me dijiste que venías? ¿Por qué no me llamaste? Oh, me alegro tanto de verte. -Pestañeó al notar el escozor detrás de los párpados, sorprendida por la avalancha de sentimientos que le decían lo mucho que había echado de menos a su amiga durante los años en que habían perdido el contacto.
– Siento que tengamos que vernos así. -China ofreció a Deborah una sonrisa fugaz. Estaba mucho más delgada de lo que Deborah la recordaba, y aunque llevaba el estupendo pelo rubio rojizo cortado a la moda, le caía sobre un rostro que parecía el de un vagabundo. Vestía una ropa que habría provocado que a su madre vegetariana le diera un infarto. Era todo prácticamente de cuero negro: los pantalones, el chaleco y los botines. El color acentuaba la palidez de su piel.
– Simón también ha venido -dijo Deborah-. Vamos a solucionar todo esto. No tienes de qué preocuparte.
China miró a su hermano, que había cerrado la puerta después de entrar todos. Se había dirigido al rincón del piso que servía de cocina, donde cambiaba el peso de su cuerpo de un pie al otro como los hombres que desean estar en otro universo cuando las mujeres exhiben sus emociones.
– No pretendía que los trajeras contigo -le dijo China-. Sólo que te aconsejaran si te hacía falta. Pero… Me alegro de que lo hayas hecho, Cherokee. Gracias.
Cherokee asintió.
– ¿Necesitáis…? -dijo-. Quiero decir, puedo salir a dar un paseo o algo… ¿Tienes comida? Mirad, os diré qué haré: iré a buscar una tienda. -Salió del piso sin esperar a que su hermana le respondiera.
– Típico de hombres -dijo China cuando se marchó-. No pueden con las lágrimas.
– Y todavía no hemos soltado ninguna.
China se rio, un sonido que alegró el corazón de Deborah. No podía imaginarse cómo se sentiría, atrapada en un país que no era el suyo y acusada de asesinato. Así que si podía ayudar a su amiga a no pensar en el peligro al que se enfrentaba, quería hacerlo. Pero también quería tranquilizar a China respecto a la vinculación que aún sentía con ella.
– Te he echado de menos -le dijo-. Tendría que haberte escrito más.
– Tendrías que haber escrito, punto -contestó China-. Yo también te he echado de menos. -Llevó a Deborah a la cocina-. Voy a preparar un té. Me parece increíble lo mucho que me alegro de verte.
– No. Deja que me encargue yo, China -dijo Deborah-. No vas a ponerte a cuidar de mí. Voy a invertir los papeles. -Llevó a la otra mujer a una mesa situada debajo de una ventana que daba al este. Encima de la mesa, había una libreta y un bolígrafo. En la hoja de arriba estaban escritos, con la letra entrelazada de China que tan bien conocía, unas fechas y párrafos en mayúsculas.
– Tuviste una mala época-dijo China-. Significó mucho para mí hacer todo lo que estuvo en mi mano.
– Fue una época bastante patética -dijo Deborah-. No sé cómo me aguantaste.
– Estabas lejos de casa y tenías un gran problema e intentabas saber qué hacer. Yo era tu amiga. No tuve que aguantarte en ningún sentido. Sólo tuve que cuidarte. Y fue bastante fácil, a decir verdad.
Deborah sintió una oleada de cariño en su piel, una reacción que sabía que tenía dos orígenes claros. Nacía, en parte, del placer de una relación entre mujeres. Pero también tenía su raíz en un período de su pasado que le dolía revisar. China River había formado parte de esa época, asistiendo a Deborah en el sentido más literal durante esos momentos.
– Estoy tan… -dijo Deborah-. ¿Qué palabra puedo utilizar? ¿Contenta de verte? Dios santo, suena muy egocéntrico, ¿verdad? ¿Tú tienes problemas y yo me alegro de estar aquí? Soy una zorra egoísta.
– Eso no es cierto. -China pareció reflexionar antes de que su observación meditabunda desembocara en una sonrisa-. Además, la verdadera cuestión es: ¿puede una zorra ser egoísta?
– Bueno, ya conoces a las zorras -contestó Deborah-. Un rasguño en la patita y, de repente, todo es yo, yo, yo.
Las dos se rieron. Deborah entró en la pequeña cocina. Llenó el hervidor y lo enchufó. Encontró tazas, té, azúcar y leche. Uno de los dos armarios incluso contenía un paquete sin abrir de algo llamado Guernsey Gaché. Deborah rasgó el envoltorio y vio un pastelito con forma de ladrillo que parecía ser un cruce entre un pan de pasas y un plum-cake. Serviría.
China no dijo nada más hasta que Deborah colocó todo sobre la mesa. Entonces, sólo murmuró:
– Yo también te he echado de menos. -Deborah no lo habría oído si no hubiera estado esperando escucharlo atentamente.
Apretó el hombro de su amiga. Llevó a cabo el ritual de verter y adulterar el té. Sabía que la ceremonia probablemente no tendría el poder de consolarla durante mucho tiempo; pero había algo en el acto de sostener una taza de té, de cerrar la mano en torno a la vasija y permitir que el calor penetrara en ella que, para Deborah, siempre había tenido una especie de magia, como si las aguas del Leteo y no las hojas de una planta asiática hubieran creado lo que humeaba en su interior.
China pareció saber lo que pretendía Deborah, ya que cogió la taza y dijo:
– Los ingleses y su té.
– También tomamos café.
– En un momento así, no. -China sostuvo la taza tal como Deborah quería que lo hiciera, con la palma acomodada en torno a ella. Miró por la ventana, donde las luces de la ciudad habían comenzado a formar una paleta parpadeante de amarillos sobre carbón a medida que la última luz del día se sometía a la noche-. No me acostumbro a lo rápido que se hace de noche aquí.
– Es la época del año.
– Estoy tan acostumbrada al sol… -China sorbió el té y dejó la taza sobre la mesa. Con un tenedor, cogió un poco de Guernsey Gaché; pero en lugar de comérselo, dijo-: No obstante, supongo que tendré que acostumbrarme a la falta de sol. Voy a estar encerrada para siempre.
– Eso no va a pasar.
– Yo no fui. -China levantó la cabeza y miró fijamente a Deborah-. Yo no maté a ese hombre, Deborah.
Deborah sintió que se le removía el estómago al pensar que China podía creer que necesitaba que la convenciera de ello.
– Dios santo, claro que no. No he venido a comprobarlo por mí misma. Ni tampoco Simón.
– Pero tienen pruebas, ¿sabes? -dijo China-. Un cabello mío, mis zapatos, pisadas. Me siento como si estuviera en uno de esos sueños en los que intentas gritar pero nadie te oye porque en realidad no estás gritando porque no puedes gritar porque estás en un sueño. Es un pez que se muerde la cola. ¿Sabes qué quiero decir?
– Ojalá pudiera sacarte de esto. Lo haría si pudiera.
– Estaba en su ropa -dijo China-. El cabello. Un cabello mío. En su ropa, cuando lo encontraron. Y no sé cómo llegó allí. He tratado de recordar, pero no puedo explicarlo. -Señaló la libreta-. He anotado todos los días lo mejor que recuerdo. ¿Me abrazó en algún momento? Pero ¿por qué iba a abrazarme? Y si lo hizo, ¿por qué no me acuerdo? El abogado quiere que diga que había algo entre nosotros. Sexo no, dice. No vayas tan lejos. Pero sí que él lo buscaba, dice. Que él albergaba la esperanza de que habría sexo, algo entre nosotros que pudiera acabar en sexo: caricias, esas cosas. Pero no lo hubo y no puedo decir que sí. No es que me moleste mentir o algo así. Créeme, mentiría como una bellaca si sirviera de algo. Pero ¿quién va a apoyar esa historia? La gente me vio con él y jamás me tocó siquiera. Bueno, quizá el brazo o algo así, pero ya está. Así que si subo al estrado y digo que un cabello mío estaba en su cuerpo porque él… ¿qué? ¿Me abrazó? ¿Me besó? ¿Me acarició? ¿Qué? Sólo es mi palabra contra la palabra de todas las demás personas que se levantarán y dirán que ni me miró. Podríamos contraatacar haciendo subir a Cherokee al estrado, pero por nada del mundo voy a pedirle a mi hermano que mienta.
– Se muere por ayudarte.
China sacudió la cabeza en un gesto que parecía de resignación.
– Ha montado pequeños timos a lo largo de su vida. ¿Recuerdas esas reuniones de trueques en la feria? ¿Esos objetos indios con los que embaucaba a la gente todas las semanas? Puntas de flecha, fragmentos de cerámica, herramientas, cualquier cosa que se le ocurriera. Casi consiguió que creyera que eran de verdad.
– No estarás diciendo que Cherokee…
– No, no. Sólo quiero decir que tendría que habérmelo pensado dos veces, diez veces, en realidad, antes de acompañarle en este viaje. ¿Esas cosas que a él le parecen sencillas, sin compromisos, demasiado buenas para ser verdad, pero verdaderas al fin y al cabo…? Tendría que haber visto que había algo más que transportar simplemente los planos de un edificio al otro lado del océano. No que Cherokee tuviera algo en mente, sino que otra persona tramaba algo.
– Para utilizarte de chivo expiatorio -concluyó Deborah.
– Es lo único que se me ocurre.
– Eso significa que todo lo que pasó estaba planeado. Incluso traer a un estadounidense aquí para que cargara con la culpa.
– Dos estadounidenses -dijo China-. Así, si resultaba poco probable que uno fuera un sospechoso creíble, existía la posibilidad de que el otro sí lo fuera. Eso es lo que está pasando, y nosotros caímos de cuatro patas. Dos californianos estúpidos que ni siquiera habían estado nunca en Europa, y tú sabes que también estarían buscando eso. Un par de zoquetes inocentes que no tendrían ni idea de qué hacer si se veían metidos en un lío aquí. Y la pega es que en realidad yo no quería venir. Sabía que había gato encerrado. Pero siempre he sido absolutamente incapaz de decirle que no a mi hermano.
– Se siente fatal por todo lo que ha pasado.
– Siempre se siente fatal -dijo China-. Y luego yo me siento culpable. Necesita un descanso, me digo. Sé que él haría lo mismo por mí.
– Parece que también piensa que te estaba haciendo un favor, por lo de Matt, para alejarte un poco de las cosas por un tiempo. Me lo ha contado, por cierto: lo vuestro, que habéis roto. Lo siento mucho. Matt me caía bien.
China dio medio giro a su taza, mirándola fija e inquebrantablemente y durante tanto rato que Deborah pensó que quería evitar hablar del fin de su larga relación con Matt Whitecomb. Pero justo cuando Deborah iba a cambiar de tema, China habló.
– Al principio fue difícil. Trece años son muchos esperando a que un hombre decida si está preparado. Creo que a cierto nivel siempre supe que no iba a funcionar. Pero tardé todo ese tiempo en reunir el valor necesario para dejarle. Era la idea de estar sola lo que me mantenía aferrada a él. ¿Qué haré en Nochevieja? ¿Quién me mandará una tarjeta de San Valentín? ¿Dónde iré el cuatro de julio? Es increíble pensar cuántas parejas deben de seguir juntas sólo para tener a alguien con quien pasar las vacaciones. -China cogió su trozo del Guernsey Gáche y lo apartó estremeciéndose un poco-. No puedo comérmelo, lo siento. -Y luego añadió-: En cualquier caso, ahora mismo tengo cosas más importantes de las que preocuparme que Matt Whitecomb. Por qué me pasé los veinte intentando transformar un sexo fantástico en un matrimonio, una casa, una valla, un monovolumen, niños… Ya intentaré entenderlo cuando sea vieja. Ahora mismo… Es curioso cómo son las cosas. Si no estuviera aquí atrapada con una condena de cárcel acechándome, quizá no dejaría de preguntarme por qué tardé tanto tiempo en ver la verdad sobre Matt.
– ¿Cuál es esa verdad?
– Que está permanentemente asustado. Lo tenía ahí delante, pero me negaba a verlo. Si hablábamos de comprometernos más allá de pasar los fines de semana y las vacaciones juntos, salía corriendo. Un viaje de negocios repentino. Montañas de trabajo en casa. La necesidad de tomarse un descanso para pensarse las cosas. Rompimos tantas veces en trece años que la relación comenzaba a parecer una pesadilla recurrente. La relación, de hecho, empezaba a girar solamente en torno a la relación, ya me entiendes. Pasábamos horas hablando de por qué teníamos problemas, por qué yo quería una cosa y él otra, por qué él se alejaba y yo exigía más, por qué él se sentía agobiado y yo abandonada. ¿Qué problema tienen los hombres con el compromiso, por el amor de Dios? -China cogió la cucharilla y removió el té, un gesto que tenía que ver claramente con su inquietud y no con algo que hubiera que hacer. Miró a Deborah-. Pero no debería preguntártelo a ti, supongo. Los hombres, tú y el compromiso. Tú nunca has tenido ese problema, Debs.
Deborah no tuvo oportunidad de recordarle los hechos: que durante los tres años que había vivido en Estados Unidos había estado totalmente distanciada de Simón. Se oyó un golpeteo seco en la puerta que anunciaba el regreso de Cherokee. Llevaba una bolsa de viaje cruzada sobre el hombro.
La dejó en el suelo y declaró:
– Me largo de ese hotel, China. No voy a dejar que te quedes aquí sola por nada del mundo.
– Sólo hay una cama.
– Dormiré en el suelo. Necesitas que la familia esté contigo, así que aquí estoy.
Su tono decía: “Fait accompli”. La bolsa de viaje decía que su decisión no iba a discutirse.
China suspiró. No parecía contenta.
Saint James encontró el despacho del abogado de China en New Street, a poca distancia del Tribunal de Justicia. El inspector en jefe Le Gallez había llamado con antelación para informar al abogado de que tendría una visita, así que cuando Saint James se presentó a la secretaria del hombre, esperó menos de cinco minutos antes de que lo hicieran pasar al despacho del abogado.
Roger Holberry le indicó una de las tres sillas que rodeaban una pequeña mesa de reuniones. Los dos se sentaron, y Saint James expuso al abogado los hechos que el inspector en jefe Le Gallez había compartido con él. Saint James sabía que Holberry ya tendría conocimiento de estos hechos; pero necesitaba que el abogado le contara todo lo que Le Gallez había omitido durante su entrevista, y la única forma de conseguirlo era permitir que el otro hombre identificara las lagunas de la información para completarla.
Holberry pareció encantado de hacerlo. Le Gallez, le informó, le había comunicado las credenciales de Saint James por teléfono. El inspector en jefe no era un soldado feliz ahora que, al parecer, en el bando enemigo los refuerzos habían entrado en la batalla, pero era un hombre honrado y no tenía ninguna intención de frustrar sus esfuerzos por establecer la inocencia de China River.
– Ha dejado claro que no cree que vaya usted a ser muy útil -dijo Holberry-. Su caso es sólido. O eso cree él.
– ¿Qué pruebas forenses se han hallado en el cadáver?
– Sólo las que han podido recogerse hasta el momento. También restos de debajo de las uñas. Sólo las pruebas externas.
– ¿No hay pruebas toxicológicas? ¿Análisis de tejidos? ¿Examen de órganos?
– Es demasiado pronto para eso. Tenemos que mandarlo todo al Reino Unido y luego será cuestión de ponerse a la cola. Pero el modo del asesinato está claro. Le Gallez se lo habrá contado.
– La piedra, sí. -Saint James pasó a explicar que le había señalado a Le Gallez lo improbable que era que una mujer le hubiera metido una piedra en la garganta a alguien mayor que un niño-. Y si no hay indicios de lucha… ¿Qué hay en los restos de las uñas?
– Nada. Aparte de arena.
– ¿Y en otras partes del cuerpo? ¿Moratones, arañazos, contusiones? ¿Algo?
– Nada de nada -contestó Holberry-. Pero Le Gallez sabe que no tiene prácticamente nada. Basa todo el caso en el testigo. La hermana de Brouard vio algo. Dios sabe qué. Le Gallez aún no nos lo ha contado.
– ¿Pudo matarlo ella?
– Es posible, pero improbable. Todo aquel que los conoce coincide en afirmar que adoraba a la víctima. Estuvieron juntos, vivieron juntos, durante la mayor parte de su vida, quiero decir. Ella incluso trabajó para él cuando empezó el negocio.
– ¿De qué?
– Chateaux Brouard -dijo Holberry-. Ganaron un montón de dinero y vinieron a Guernsey cuando se jubilaron.
Chateaux Brouard, pensó Saint James. Había oído hablar de aquel grupo: una cadena de hoteles pequeños pero exclusivos habilitados en casas de campo por todo el Reino Unido. No había ostentación, tan sólo entornos históricos, antigüedades, buena comida y tranquilidad: la clase de lugares frecuentados por personas que buscaban intimidad y anonimato, perfectos para actores que necesitaban alejarse unos días de los medios y excelentes para políticos que tenían una aventura. La discreción era el mejor de los negocios, y los Chateaux Brouard eran la discreción personificada.
– Ha dicho que la hermana podría estar protegiendo a alguien -dijo Saint James-. ¿A quién?
– Al hijo, para empezar. Adrián. -Holberry le explicó que el hijo de Guy Brouard, de treinta y siete años, también era uno de los invitados a la casa la noche antes del asesinato. Después, dijo, había que tener en cuenta a los Duffy: Valerie y Kevin, quienes habían formado parte de la vida en Le Reposoir desde el día que Brouard había comprado la propiedad.
– Ruth Brouard podría mentir por cualquiera de ellos -señaló Holberry. Era conocida su lealtad para con las personas a las que quería. Y al menos los Duffy, había que decirlo, le devolvían el favor-. Estamos hablando de una pareja muy apreciada, Ruth y Guy Brouard. Él ha hecho infinidad de cosas buenas por la isla. Solía donar dinero a mansalva durante el invierno, y ella lleva muchos años colaborando con los samaritanos.
– Entonces, aparentemente son gente sin enemigos -observó Saint James.
– Lo peor para la defensa -dijo Holberry-. Pero aún no está todo perdido en ese frente.
Holberry parecía satisfecho. Aquello despertó el interés de Saint James.
– Ha descubierto algo.
– Varias cosas -dijo Holberry-. Podrían acabar en nada, pero vale la pena indagar y puedo asegurarle que desde el principio la policía no investigó en serio a nadie más aparte de a los River.
Pasó a describir la relación estrecha que Guy Brouard tenía con un chico de dieciséis años, un tal Paul Fielder, que vivía en lo que obviamente era la parte equivocada de la ciudad, una zona llamada Bouet. Brouard había conocido al chico a través de un programa local que emparejaba a adultos de la comunidad con adolescentes desfavorecidos de la escuela de secundaria. El AAPG -Adultos, Adolescentes y Profesores de Guernsey- había elegido a Paul Fielder para que Guy Brouard fuera su mentor, y Brouard había adoptado al chico más o menos, una circunstancia que podría no haber sido muy emocionante para los padres del muchacho o, en realidad, para el hijo natural de Brouard. En cualquier caso, podían haber estallado pasiones y entre esas pasiones la más baja de todas: los celos y lo que los celos podían empujar a hacer.
Luego estaba la fiesta que dio Guy Brouard la noche antes de morir, continuó Holberry. Todo el mundo sabía desde hacía semanas que iba a celebrarse, así que un asesino dispuesto a agredir a Brouard cuando no estuviera en plena forma -lo que sucedería después de estar de fiesta hasta la madrugada- pudo planear por adelantado cómo llevarlo a cabo exactamente y culpar a otro. Durante la fiesta, ¿qué dificultad supondría subir sin que lo vieran y colocar pruebas en la ropa y en las suelas de los zapatos o, mejor aún, llevar incluso esos zapatos a la bahía para dejar una pisada o dos que la policía pudiera encontrar más tarde? Sí, la fiesta y el asesinato estaban relacionados, expuso Holberry claramente, y estaban relacionados en más de un sentido.
– También hay que analizar minuciosamente todo este asunto del arquitecto del museo -dijo Holberry-. Fue inesperado y confuso, y cuando las cosas son inesperadas y confusas, la gente se irrita.
– Pero el arquitecto no estaba presente la noche del asesinato, ¿verdad? -preguntó Saint James-. Creía que estaba en Estados Unidos.
– Ese arquitecto no. Me refiero al arquitecto original, un tipo llamado Bertrand Debiere. Es de la isla y él, y todo el mundo en realidad, creía que su proyecto tenía que ser el elegido para el museo de Brouard. Bueno, ¿por qué no? Brouard tenía una maqueta y durante semanas no dejó de enseñársela a todo el mundo que se mostrara interesado y era la maqueta de Debiere, construida con sus propias manos. Así que cuando él, el tal Brouard, dijo que iba a dar una fiesta para anunciar el nombre del arquitecto que había elegido para el trabajo… -Holberry se encogió de hombros-. No se puede culpar a Debiere porque supusiera que él era el escogido.
– ¿Es vengativo?
– Quién sabe, la verdad. Cabría esperar que la policía local lo hubiera investigado más, pero el hombre es de Guernsey. Así que no es probable que vayan a por él.
– ¿Los americanos son más violentos por naturaleza? -preguntó Saint James-. ¿Tiroteos en los patios de los colegios, la pena capital, fácil acceso a las armas, etcétera, etcétera?
– No se trata tanto de eso como de la propia naturaleza del crimen. -Holberry miró la puerta cuando ésta se abrió con un crujido. Su secretaria entró en la sala, con una expresión que indicaba que se iba a casa: sostenía un fajo de papeles en una mano y un bolígrafo en la otra, y llevaba puesto el abrigo y el bolso colgado del brazo. Holberry cogió los documentos y comenzó a firmarlos mientras hablaba-. Hace años que no hay en la isla un asesinato planeado fríamente. Ni siquiera sabe nadie cuándo fue el último. No hay ningún policía que se acuerde, y eso es mucho tiempo. Ha habido crímenes pasionales, naturalmente. También muertes accidentales y suicidios. Pero ¿un asesinato premeditado? No ha habido ninguno en décadas. -El abogado acabó de firmar, entregó las cartas a su secretaria y le dio las buenas noches. Se levantó y fue a su mesa, donde empezó a revisar los papeles, algunos de los cuales metió en su maletín, que estaba sobre la silla. Dijo-: Dada la situación, por desgracia, la policía está predispuesta a creer que un habitante de Guernsey no sería capaz de cometer un crimen como éste.
– Entonces, ¿sospecha que hay otros además del arquitecto? -preguntó Saint James-. Me refiero a otros habitantes de Guernsey que tuvieran una razón para matar a Guy Brouard.
Holberry apartó los papeles mientras consideraba la pregunta. En el despacho exterior, la puerta se abrió y luego se cerró cuando se fue la secretaria.
– Creo -dijo con cautela Holberry- que queda mucho por indagar acerca de Guy Brouard y la gente de esta isla. Era como Papá Noel: una obra benéfica por aquí, otra por allí, un departamento del hospital y “¿Qué necesita? Vaya a ver al señor Brouard”. Era el mecenas de media docena de artistas (pintores, escultores, vidrieros, metalúrgicos) y pagaba la educación universitaria en Inglaterra a más de un chico de la isla. Así era él. Algunos lo consideraban un modo de recompensar a la comunidad que lo había acogido. Pero no me sorprendería descubrir que otros lo consideraban otra cosa.
– Cuando se desembolsa dinero, ¿se deben favores?
– Eso es. -Holberry cerró el maletín-. La gente tiende a esperar algo a cambio cuando da dinero, ¿verdad? Si seguimos el rastro del dinero de Brouard por la isla, creo que tarde o temprano sabremos qué.