Capítulo 18

Paul Fielder se sintió tremendamente aliviado al ver a Valerie Duffy cruzando el césped a toda velocidad. El abrigo negro que llevaba se abría mientras corría, y el que no se lo hubiera abrochado le demostró a Paul que estaba de su parte.

– Eh, usted -gritó la mujer mientras el policía agarraba a Paul del hombro y Taboo agarraba al policía de la pierna-. ¿Qué le está haciendo? Es nuestro Paul. Es de aquí.

– Entonces, ¿por qué no quiere identificarse? -El policía llevaba un bigote muy poblado, observó Paul, y se le había quedado pegado un trozo de cereal del desayuno, que temblaba cuando hablaba. Paul miró fascinado cómo el copo de maíz se movía de un lado para otro como si fuera un escalador colgado de un acantilado peligroso.

– Ya le he dicho yo quién es -dijo Valerie Duffy-. Se llama Paul Fielder y es de aquí. Taboo, para. Suelta al hombre malo. -Encontró el collar del perro y lo apartó de la pierna del policía.

– Debería detenerlos a los dos por agresión. -El hombre soltó a Paul con un empujón que lo mandó hacia Valerie. Aquello hizo que Taboo empezara a ladrar otra vez.

Paul se arrodilló junto al perro y enterró la cara en el pelo apestoso de su cuello. Con aquel gesto, Taboo dejó de ladrar. Sin embargo, siguió gruñendo.

– La próxima vez -dijo el hombre del bigote-, te identificas cuando te lo pidan, chico. Si no, te meteré en la cárcel en un santiamén… Y al perro lo sacrifico. Es lo que tendría que pasarle por lo que me ha hecho. Mira los pantalones. Tengo un agujero. ¿Lo ves? Podría haber sido la pierna. La piel, chico. Sangre. ¿Está vacunado? ¿Dónde tienes los papeles? Quiero que me los enseñes ahora mismo.

– No seas estúpido, Trev Addison -dijo Valerie con voz severa-. Sí, sé quién eres. Fui al colegio con tu hermano. Y sabes tan bien como yo que nadie va por ahí con los papeles de su perro encima. De acuerdo, te has llevado un susto y el chico también. El perro también. Dejémoslo ahí y no empeoremos las cosas.

Paul se percató de que escuchar su nombre pareció tranquilizar al policía, porque lo miró a él y al perro y a Valerie y luego se ajustó el uniforme y se limpió los pantalones.

– Tenemos nuestras órdenes -dijo.

– Sí -dijo Valerie-, y queremos que las sigas. Pero ven conmigo y te zurciré los pantalones. Puedo arreglártelos en un abrir y cerrar de ojos, y podemos olvidarnos del resto.

Trev Addison miró hacia el sendero, donde uno de sus compañeros estaba inclinado sobre los arbustos, apartándolos. Parecía un trabajo tedioso del que cualquiera querría tomarse diez minutos de descanso.

– No lo sé, porque debería…

– Ven conmigo -dijo Valerie-. Puedes tomar un té.

– ¿En un abrir y cerrar de ojos, dices?

– Tengo dos hijos hechos y derechos, Trev. Tardo menos en zurcirte el pantalón que tú en tomarte un té.

– No se hable más -contestó, y le dijo a Paul-: Y tú vete de aquí, ¿me oyes? La policía está trabajando en estos jardines.

– Ve a la cocina de la casa grande, cariño -le dijo Valerie a Paul-. Prepárate un chocolate caliente. También hay galletas de jengibre recién hechas. -Se despidió de él asintiendo con la cabeza y se marchó cruzando el césped, con Trev Addison detrás de ella.

Paul esperó, clavado donde estaba, hasta que desaparecieron en la casa de los Duffy. Notó que el corazón le latía con fuerza y apoyó la frente en el lomo de Taboo. El olor a humedad del perro era tan bien recibido y familiar como cuando de niño tenía fiebre y su madre le acariciaba la mejilla.

Cuando por fin se le tranquilizó el corazón, levantó la cabeza y se frotó la cara. Al agarrarle el policía, se le había caído la mochila del hombro, y ahora yacía tirada en el suelo. La recogió y se marchó hacia la casa.

Fue detrás, como siempre. Había mucha actividad. Paul nunca había visto a tantos policías juntos en un mismo sitio -aparte de en la tele- y se detuvo justo pasado el pabellón acristalado e intentó entender qué estaban haciendo. Un registro, sí. Eso sí lo veía. Pero no imaginaba por qué. Pensó que alguien habría perdido algo de valor el día del funeral, cuando todo el mundo fue a Le Reposoir para asistir al entierro y luego a la recepción. Sin embargo, aunque parecía probable, no lo parecía que la mitad del cuerpo de policía estuviera buscando ese algo. Tendría que pertenecer a alguien tremendamente importante, y la persona más importante de la isla era la que había muerto. ¿De quién podía tratarse? Paul no lo sabía y no podía imaginárselo. Entró en la casa.

Utilizó la puerta del pabellón, que no estaba cerrada con llave, como siempre. Taboo entró correteando tras él, arañando con las uñas los ladrillos del suelo. Dentro, el ambiente era agradablemente cálido y húmedo, y el agua que goteaba del sistema de irrigación tenía un ritmo tan hipnotizador que Paul habría querido quedarse a escuchar un rato. Pero no podía porque le habían dicho que se preparara un chocolate caliente. Y, por encima de todo, cuando estaba en Le Reposoir, a Paul le gustaba hacer exactamente lo que le decían que hiciera. Así era como lograba que el privilegio de ir a la finca fuera eso: un privilegio precioso.

“Pórtate bien conmigo y yo me portaré bien contigo. Es la base de lo que verdaderamente importa, mi príncipe.”

Y ésa era una razón más por la que Paul sabía qué debía hacer, no sólo respecto al chocolate caliente y a las galletas de jengibre, sino también respecto a la herencia. Cuando el abogado se marchó, sus padres subieron a su cuarto y llamaron a su puerta.

– Paulie, tenemos que hablar, hijo -dijo su padre.

– Eres un chico rico, cielo -dijo su madre-. Piensa en lo que podrás hacer con todo ese dinero.

Los dejó entrar, y ellos hablaron con él y entre ellos; pero aunque veía perfectamente que sus labios se movían y oía una palabra o una frase de vez en cuando, él ya había decidido qué tenía que hacer. Fue directamente a Le Reposoir para empezar cuanto antes.

Se preguntó si la señora Ruth se encontraría en la casa. No se le había ocurrido mirar si su coche estaba fuera. Era la persona a la que había ido a ver. Si no estaba, pensaba esperarla.

Se dirigió a la cocina: cruzó el vestíbulo de piedra, la puerta y atravesó otro pasillo. La mansión estaba en silencio, aunque un crujido en el piso de arriba le dijo que seguramente la señora Brouard estaría en casa. Aun así, era lo bastante sensato para saber que no se andaba por la casa de los demás buscándolos, aunque se hubiera ido expresamente a verlos. Así que cuando llegó a la cocina, entró. Se tomaría el chocolate caliente y las galletas, y cuando acabara, Valerie estaría allí y lo llevaría arriba a ver a la señora Ruth.

Paul había estado en la cocina de Le Reposoir las veces suficientes para saber dónde estaba todo. Tumbó a Taboo debajo de la mesa que había en el centro de la estancia, dejó la mochila a su lado para que apoyara la cabeza en ella y fue a la despensa.

Como el resto de Le Reposoir, era un lugar mágico, lleno de olores que era incapaz de identificar, así como de cajas y latas de comida de la que nunca había oído hablar. Le encantaba que Valerie lo mandara a la despensa a buscar algo mientras ella cocinaba si él andaba por allí. Le gustaba prolongar la experiencia tanto como podía, absorbiendo la mezcla de extractos, especias, hierbas y otros ingredientes. Se adentraba en un universo totalmente distinto al que conocía.

Se entretuvo allí. Abrió una serie de frascos y los olió uno a uno. Vainilla, leyó en una etiqueta. Naranja, almendra, limón. Las fragancias eran tan embriagadoras que, cuando las inhaló, notó que el aroma se alojaba detrás de sus ojos.

De los extractos pasó a las especias y, primero, olió la canela. Cuando llegó al jengibre, cogió un pellizco, no más que la punta de la uña del dedo meñique. Se lo puso en la lengua y notó que se le hacía la boca agua. Sonrió y pasó a la nuez moscada, el comino, el curry, el clavo. Después, llegó a las hierbas, luego a los vinagres, y más tarde a los aceites. Y de ahí se confundió entre la harina, el azúcar, el arroz y las judías. Cogió unas cajas y leyó lo que decía detrás. Se acercó paquetes de pasta a la mejilla y frotó los envoltorios de celofán contra su piel. Nunca había visto tanta abundancia como la que había en aquel lugar. Para él era una auténtica maravilla.

Al final suspiró saciado de placer y cogió la lata de cacao. La llevó a la encimera y sacó la leche del frigorífico. De encima de los fogones, bajó un cazo y midió con cuidado una taza de leche, no más, y la vertió con más cuidado aún en el cazo para calentarla. Era la primera vez que le permitían utilizar la cocina, y quería que Valerie Duffy se sintiera orgullosa de la diligencia que empleaba para llevar a cabo tan extraño privilegio.

Encendió el fogón y buscó una cuchara para medir el cacao. Las galletas de jengibre estaban encima de la mesa, recién salidas del horno sobre unas rejillas para que se enfriaran. Cogió una para Taboo y se la dio al perro. Para él cogió dos y se metió una en la boca. La otra quería saborearla con el chocolate caliente.

En algún lugar de la casa, un reloj dio la hora. Como acompañándolo, unas pisadas recorrieron el pasillo que tenía justo encima. Se abrió una puerta, se encendió una luz y alguien empezó a descender las escaleras traseras hacia la cocina.

Paul sonrió. Se trataba de la señora Ruth. Como Valerie no estaba, tendría que irse a buscar ella misma el café de media mañana si le apetecía tomarlo. Y allí estaba, humeando en la jarra de cristal. Paul cogió otra taza, una cuchara y el azúcar, para dejárselo todo preparado. Se imaginó la conversación que seguiría: ella abriría mucho los ojos, sus labios dibujarían una exclamación de sorpresa y murmuraría: “Paul, mi querido niño”, cuando comprendiera qué era lo que pensaba hacer exactamente.

Se agachó y cogió con cuidado la mochila de debajo de la cabeza de Taboo. El perro alzó la mirada y movió las orejas hacia las escaleras. Un gruñido suave retumbó en su garganta. Le siguió un aullido y luego un ladrido.

– ¿Qué diablos…? -dijo alguien desde las escaleras.

No era la voz de la señora Ruth. Una mujer del tamaño de una vikinga asomó en la puerta.

– ¿Quién demonios eres tú? -preguntó al ver a Paul-. ¿Qué haces aquí? ¿Dónde está la señora Duffy?

Demasiadas preguntas en una, y había sorprendido a Paul con una galleta de jengibre en la mano. El chico notó que levantaba muchísimo las cejas y abría los ojos tanto como la señora Ruth habría abierto la boca. En ese mismo instante, Taboo salió disparado de debajo de la mesa, ladrando como un dóberman y mostrando los dientes. Tenía las patas separadas y las orejas hacia atrás. Nunca le había gustado que la gente gritara.

La vikinga retrocedió. Taboo avanzó hacia ella antes de que Paul tuviera ocasión de agarrarlo del collar.

– ¡Cógelo! -empezó a chillar la mujer como si creyera que el perro quería hacerle daño de verdad-. ¡ Cógelo, maldita sea! ¡Cógelo!

Sus gritos sólo consiguieron que Taboo ladrara más fuerte. Y justo en ese momento, la leche que estaba calentándose en el fogón hirvió y se derramó.

Eran demasiadas cosas juntas: el perro, la mujer, la leche, la galleta en la mano que parecía robada, pero que no lo era, porque Valerie le había dicho que cogiera una, y aunque hubiera cogido tres, que eran dos más de las que le había dicho que cogiera, no pasaba nada, de verdad, daba igual, no era ningún crimen.

Fsssshhh. Debajo del cazo, la leche se convirtió en espuma sobre el fogón. El olor que desprendió al entrar en contacto con el fuego llenó el aire como una bandada de pájaros. Taboo ladraba. La mujer gritaba. Paul era un bloque de cemento.

– ¡Estúpido! -La voz de la vikinga sonó como un chirrido-. No te quedes ahí parado, por el amor de Dios.

Y la leche seguía quemándose detrás de él. La mujer retrocedió hasta la pared. Giró la cabeza como si no quisiera contemplar su propia destrucción bajo los dientes de un animal que en realidad estaba más aterrorizado que ella; pero en lugar de desmayarse o intentar escapar, empezó a gritar:

– ¡Adrián! ¡Adrián! ¡Por el amor de Dios, Adrián!

Y como la mujer ya no centraba su atención ni en él ni en el perro, Paul notó que sus extremidades reaccionaban y empezaban a moverse.

Se lanzó hacia Taboo y lo cogió, dejando caer la mochila al suelo. Arrastró al perro hacia los fogones y tocó los controles para apagar el fuego. Mientras tanto, el perro seguía ladrando, la mujer seguía chillando y alguien bajaba las escaleras de la parte de atrás.

Paul apartó el cazo del fuego para llevarlo al fregadero; pero como sujetaba con una mano al perro, que intentaba escapar, no tenía mucho equilibrio. Se le volcó el cazo, el líquido caliente acabó en el suelo y Taboo acabó donde estaba al principio: a unos centímetros de la vikinga, como si quisiera merendársela. Paul fue a por él y lo alejó de allí a rastras. Taboo siguió ladrando como un poseso.

Adrián Brouard irrumpió en la cocina.

– ¿Qué diablos…? -dijo ante aquel alboroto. Y luego gritó-: ¡Taboo! ¡Basta! ¡Calla!

– ¿Conoces a este animal? -gritó la vikinga. Y a Paul no le quedó claro si se refería a él o al perro.

Tampoco le importaba, porque Adrián Brouard conocía a los dos.

– Es Paul Fielder, el chico que papá…

– ¿Éste? -La mujer miró a Paul-. Este mugriento… -Parecía que no encontraba la palabra que describiera al intruso de la cocina.

– Éste -dijo Adrián. Había bajado sólo con el pantalón del pijama y las zapatillas de andar por casa, como si lo hubieran sorprendido vistiéndose por fin. Paul no podía imaginar que alguien no estuviera arreglado y activo a esas horas.

“Aprovecha el día, mi príncipe. Nunca se sabe si habrá otro.”

A Paul se le llenaron los ojos de lágrimas. Podía escuchar su voz. Podía notar su presencia con la misma intensidad que si estuviera en la cocina. Él habría solucionado aquello en un momento: habría tendido una mano a Taboo y la otra a Paul y habría dicho con su voz tranquilizadora: “¿Qué está pasando aquí?”.

– Dile a ese animal que se calle -le dijo Adrián a Paul, aunque los ladridos de Taboo se habían transformado en gruñidos-. Si muerde a mi madre, tendrás problemas.

– Más de los que ya tienes -le espetó la vikinga-. Que son muchos, permíteme que te diga. ¿Dónde está la señora Duffy? ¿Te ha dejado entrar ella? -Y entonces gritó-: ¡Valerie! ¡Valerie Duffy! Ven aquí inmediatamente.

A Taboo no le gustaban los gritos, pero la estúpida mujer aún no lo había entendido. En cuanto alzó la voz, el perro empezó a ladrar de nuevo. No quedaba más remedio que sacarlo de la cocina enseguida, pero Paul no podía hacer eso, limpiar la leche derramada y coger la mochila simultáneamente. Sintió un retortijón de angustia. Notó que le estallaba la cabeza. Sabía que iba a explotar de un momento a otro, así que tomó una decisión.

Detrás de Adrián y su madre, había un pasillo que acababa en una puerta que daba al huerto. Paul empezó a tirar de Taboo en aquella dirección mientras la vikinga decía:

– Ni se te ocurra marcharte sin limpiar este desastre, jovencito repugnante.

Taboo gruñó. Los Brouard retrocedieron. Paul logró arrastrar al perro por el pasillo sin que volviera a ladrar -a pesar de que la vikinga chilló: “¡Vuelve aquí de inmediato!”- y lo echó fuera, al huerto en barbecho. Cerró la puerta y sacó fuerzas de flaqueza cuando Taboo aulló para protestar.

Paul sabía que el perro sólo intentaba protegerle. También sabía que cualquier persona con dos dedos de frente lo habría entendido. Pero el mundo no era un lugar donde pudiera esperarse que la gente tuviera dos dedos de frente, ¿verdad? Este hecho la hacía peligrosa porque despertaba en ella el miedo y la astucia.

Así que tenía que alejarse de ellos. Como no había ido a ver a qué se debía todo aquel alboroto, Paul supo que era imposible que la señora Ruth estuviera en casa. Tendría que regresar cuando fuera seguro hacerlo. Pero no podía dejar allí los restos de su desastroso encuentro con los otros Brouard. Eso, por encima de todo, no estaría bien.

Volvió a la cocina y se detuvo en la puerta. Vio que, a pesar de las palabras de la vikinga, ella y Adrián ya estaban fregando el suelo y limpiando los fogones. Sin embargo, aún olía a leche quemada.

– … un final a esta tontería -estaba diciendo la madre de Adrián-. Voy a meterle en cintura, que te quede claro. Si se cree que puede entrar aquí como Pedro por su casa…, como si viviera aquí…, como si no fuera lo que evidentemente es, un inútil que no…

– Madre. -Adrián, se percató Paul, le había visto junto a la puerta y, con esa única palabra, también le vio la vikinga. Había estado limpiando los fogones, pero ahora hizo una bola con el paño que tenía entre sus dedos largos y llenos de anillos. Le examinó de pies a cabeza tan rigurosamente y con tanto asco, que Paul sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y supo que tenía que marcharse de allí enseguida. Pero no se iría sin la mochila y el mensaje que contenía sobre el plan y el sueño.

– Puedes informar a tus padres de que vamos a contratar a un abogado por todo este asunto del testamento -le dijo la vikinga-. Si tu imaginación te ha llevado a creer que te vas a quedar con un solo centavo del dinero de Adrián, estás muy equivocado. Tengo pensado luchar en todos los tribunales que encuentre, y cuando acabe, el dinero que tramabas sacar del testamento del padre de Adrián habrá desaparecido. ¿Lo entiendes? No vas a ganar. Ahora, lárgate. No quiero volver a ver tu cara. Si la veo, mandaré a la policía a por ti. Y en cuanto a ese maldito chucho tuyo, haré que lo sacrifiquen.

Paul no se movió. No se marcharía sin su mochila, pero no sabía cómo cogerla. Estaba donde la había dejado, junto a la pata de la mesa en el centro de la cocina. Pero entre él y la bolsa estaban los dos Brouard. Y estar próximo a ellos auguraba cierto peligro para él.

– ¿Me has oído? -le preguntó la vikinga-. He dicho que te largues. Aquí no tienes amigos, a pesar de lo que piensas, por lo visto. No eres bien recibido en esta casa.

Paul vio que la única forma de coger la mochila era meterse debajo de la mesa, así que lo hizo. Antes de que la madre de Adrián acabara de hablar, estaba a cuatro patas avanzando por el suelo.

– ¿Adonde va? -preguntó la mujer-. ¿Qué hace ahora?

Adrián pareció darse cuenta de las intenciones de Paul. Agarró la mochila en el mismo momento en que los dedos de Paul se cerraban en torno a ella.

– Dios mío, ¡el muy bruto ha robado algo! -gritó la vikinga-. Es el colmo. Detenlo, Adrián.

Adrián lo intentó. Pero todas las imágenes que la palabra “robado” despertó en la cabeza de Paul -la mochila registrada, el hallazgo, las preguntas, la policía, una celda, la preocupación, la vergüenza- le dieron una fuerza que, de lo contrario, no habría encontrado. Tiró con tanta fuerza que Adrián Brouard perdió el equilibrio. El hombre se estrelló contra la mesa, cayó de rodillas y se golpeó la barbilla contra la madera.

Su madre gritó, y Paul vio la oportunidad que necesitaba. Agarró la mochila y se puso de pie de un salto.

Salió corriendo en dirección al pasillo. El huerto estaba cercado, pero la verja daba a los jardines de la finca. Había lugares donde esconderse en Le Reposoir que seguro que ninguno de los Brouard conocía, por lo que sabía que si llegaba al huerto en barbecho, estaría totalmente a salvo.

Se lanzó al pasillo y oyó que la vikinga gritaba: -Cielo, ¿estás bien? -Y luego-: ¡Sigúele, por el amor de Dios! ¡Adrián! Cógele. -Pero Paul fue más rápido que la madre y el hijo. Lo último que escuchó antes de que la puerta se cerrara tras él y escapara con Taboo hacia la verja del jardín fue-: ¡Tiene algo en esa mochila!


Talbot Valley sorprendió a Deborah. Parecía un valle en miniatura sacado de Yorkshire, donde ella y Simón habían pasado su luna de miel. Un río lo había esculpido eones atrás y en una ladera, había pendientes verdes onduladas donde pacía el ganado de color beis de la isla, protegido por olmedos del sol y las inclemencias del tiempo. La carretera corría por el otro lado, una ladera empinada contenida por los muros de granito. A lo largo de ella, crecían fresnos y olmos y, más allá, la tierra se elevaba hacia los pastos de las cumbres. La zona era tan distinta al resto de la isla como Yorkshire respecto a los South Downs.

Buscaban un pequeño camino llamado Les Niaux. Cherokee estaba relativamente seguro de dónde estaba, pues ya lo había visitado. Sin embargo, tenía un mapa extendido sobre las rodillas, e hizo de copiloto del viaje. Casi pasaron de largo al acercarse.

– ¡Aquí! Gira -dijo cuando llegaron a una abertura en un seto-. Te lo juro -añadió-. Estas calles parecen las entradas de las casas de Estados Unidos.

Llamar “calle” a ese trozo de asfalto sin duda era excesivo. Salía de la carretera principal como la entrada a otra dimensión, una dimensión definida por la vegetación densa, la humedad y la imagen del agua escurriéndose por entre las grietas de las rocas de las inmediaciones. A menos de cincuenta metros por este sendero, apareció a la derecha un viejo molino de agua. Se encontraba a menos de cinco metros de la carretera, rematado por una vieja acequia cubierta de vegetación.

– Es aquí -dijo Cherokee, que dobló el mapa y lo guardó en la guantera-. Viven en la casa del final. El resto… -Señaló los edificios por los que pasaron a medida que avanzaban por el amplio patio delante del molino-. Ahí es donde guarda todas las cosas de la guerra.

– Debe de tener muchas -dijo Deborah, porque había dos casas más aparte de la que Cherokee había señalado como vivienda de Frank Ouseley.

– Te quedas corta -contestó Cherokee-. Ahí está el coche de Ouseley. Puede que tengamos suerte.

Deborah sabía que la necesitarían. La presencia de un anillo en la playa donde había muerto Guy Brouard -idéntico al que había comprado China River, idéntico también al anillo que al parecer había desaparecido ahora de entre sus pertenencias- no contribuía a la causa de su anunciada inocencia. Ella y Cherokee necesitaban que Frank Ouseley reconociera una descripción de ese anillo. Además, necesitaban que se diera cuenta de que alguien había robado un anillo igual de su colección.

Cerca, ardía un fuego de leña. Deborah y Cherokee percibieron el olor a medida que se acercaban a la puerta de la casa de Ouseley.

– Me recuerda al cañón -dijo Cherokee-. En pleno invierno, ni siquiera dirías que estás en el condado de Orange. Todas las cabanas y las hogueras. A veces hay nieve en Saddle-back Mountain. Es lo mejor. -Miró a su alrededor-. Creo que hasta ahora no lo sabía.

– ¿Estás replanteándote lo de vivir en un pesquero? -dijo Deborah.

– Joder -dijo arrepentido-, me lo replanteé quince minutos después de estar en la cárcel de Saint Peter Port. -Se detuvo en el cuadro de hormigón que formaba el porche de la casa-. Sé que todo esto es culpa mía. He puesto a China en esta situación porque siempre he buscado el dinero fácil, y lo sé. Así que tengo que sacarla de este lío. Si no lo consigo… -Suspiró, y su aliento formó una bocanada de niebla en el aire-. Tiene miedo, Debs. Y yo también. Supongo que por eso quería llamar a mamá. No nos habría ayudado mucho, puede que incluso hubiera empeorado las cosas; pero aun así…

– Sigue siendo mamá. -Deborah acabó la frase por él. Le apretó el brazo-. Todo va a salir bien. Ya verás.

Cherokee puso la mano encima de la suya.

– Gracias -dijo-. Eres… -Sonrió-. Da igual.

Deborah levantó una ceja.

– ¿Estabas pensando en hacer uno de tus movimientos conmigo, Cherokee?

Él se rio.

– Me has pillado.

Llamaron a la puerta y luego al timbre. A pesar de las voces de un televisor dentro y la presencia de un Peugeot fuera, nadie contestó. Cherokee señaló que tal vez Frank estuviera trabajando en su inmensa colección y fue a comprobar las otras dos casas mientras Deborah volvía a llamar a la puerta. Oyó que una voz temblorosa gritaba:

– ¡Un momento, hombre!

– Viene alguien -le dijo a Cherokee.

Él volvió a la puerta, y cuando llegó, se oyeron llaves y cerrojos al otro lado.

Un anciano muy mayor les abrió. Sus gruesas gafas brillaban, y se apoyaba en la pared con una mano frágil. Parecía mantenerse en pie gracias a esa pared y a la fuerza de voluntad, aunque parecía que le costaba un esfuerzo tremendo. Debería ayudarse de un andador o al menos de un bastón, pero no tenía ninguna de las dos cosas.

– Vaya, aquí estáis -dijo efusivamente-. Un día antes, ¿no? Bueno, da igual. Tanto mejor. Entrad. Entrad.

Evidentemente, el hombre esperaba a otra persona. La propia Deborah esperaba a alguien mucho más joven. Pero Cherokee le aclaró la situación cuando dijo:

– Señor Ouseley ¿está Frank en casa? Hemos visto su coche fuera.

Aquello dejó claro que el anciano era el padre de Frank Ouseley.

– No buscáis a Frank -dijo el hombre-, sino a mí: Graham. Frank ha ido a la granja Petit a devolver el molde del pastel. Si tenemos suerte, nos preparará otro de pollo y puerros antes de que acabe la semana. Cruzo los dedos, sí, señor.

– ¿Frank va a regresar pronto? -preguntó Deborah.

– Oh, tenemos tiempo suficiente para hablar de lo nuestro antes de que vuelva -declaró Graham Ouseley-. No os preocupéis por eso. A Frankie no le gusta lo que quiero hacer, tengo que advertíroslo. Pero me prometí a mí mismo que, antes de morir, haría lo correcto. Y pienso hacerlo, con o sin la bendición de mi hijo.

Entró con paso inseguro en el salón caluroso, donde cogió un mando a distancia del reposabrazos de un sillón, lo enfocó hacia el televisor, donde un chef cortaba hábilmente en rodajas unos plátanos, y apagó la imagen.

– Hablemos en la cocina. Hay café -dijo el anciano.

– En realidad, hemos venido…

– Tranquilos. -El anciano interrumpió lo que, evidentemente, creía que sería una protesta de Deborah-. Me gusta ser hospitalario.

No quedaba más remedio que seguirle a la cocina. Era una estancia pequeña, empequeñecida aún más por todas las cosas que la abarrotaban: fajos de periódicos, cartas y documentos compartían espacio con utensilios de cocina, platos, cubiertos y alguna que otra herramienta de jardín descolocada.

– Sentaos -les dijo Graham Ouseley mientras se acercaba a una cafetera de émbolo que contenía cinco dedos de un líquido grasiento que tiró sin miramientos en el fregadero junto con los posos. De un estante bajó un bote y con la mano temblorosa echó café nuevo: tanto en la cafetera de émbolo como al suelo. Pisó los granos y cogió el hervidor de los fogones. Lo llenó de agua del grifo y la puso a hervir. Cuando acabó de hacer todo esto, sonrió con orgullo-. Ya está -anunció, frotándose las manos, y luego, frunciendo el ceño, dijo-: ¿Por qué diablos seguís de pie?

Estaban de pie porque, obviamente, no eran los invitados que el anciano pensaba recibir en su casa. Pero como su hijo no estaba -aunque iba a volver pronto si su recado y la presencia del coche servían de indicio-, Deborah y Cherokee intercambiaron una mirada que decía: “Bueno, ¿por qué no?”. Disfrutarían de un café con el anciano y esperarían.

Sin embargo, a Deborah le pareció justo decir:

– Señor Ouseley, ¿Frank va a volver pronto?

A lo que el hombre respondió de mala manera:

– Escuchad. No tenéis que preocuparos por Frank. Sentaos. ¿Tenéis lista la libreta? ¿No? Dios santo. Debéis de tener una memoria de elefante. -Se sentó en una de las sillas y se aflojó la corbata. Deborah se fijó por primera vez en que iba vestido muy elegante con un traje de tweed y un chaleco y los zapatos lustrados-. Frank -les informó Graham Ouseley- es un sufridor nato. No le gusta pensar en lo que puede provocar esta entrevista entre ustedes y yo. Pero a mí no me preocupa. ¿Qué pueden hacerme que no me hayan hecho ya diez veces? Es mi deber con los muertos responsabilizar a los vivos, sí. Es obligación de todos, y yo pienso cumplir con la mía antes de morir. Tengo noventa y dos años. Nueve décadas más dos. ¿Qué os parece?

Deborah y Cherokee mostraron su asombro con un murmullo. En los fogones, el hervidor silbó.

– Permítame -dijo Cherokee, y antes de que Graham Ouseley pudiera protestar, se levantó-. Cuente su historia, señor Ouseley. Yo prepararé el café. -Le ofreció una sonrisa conmovedora.

Aquello pareció bastar para calmarle, porque Graham se quedó donde estaba mientras Cherokee se ocupaba del café, moviéndose por la cocina para buscar tazas, cucharas y azúcar. Cuando llevó las cosas a la mesa, Graham Ouseley se acomodó en su silla.

– Es una historia tremenda -dijo-. Dejad que os la cuente. -Y pasó a relatarla.

Su historia los hizo retroceder más de cincuenta años, a la ocupación alemana de las islas del canal. Cinco años viviendo bajo ese yugo sangriento, como lo llamó él, cinco años intentando burlar a los malditos nazis y vivir con dignidad a pesar de aquella situación tan degradante. Confiscaron todos los vehículos, incluso las bicicletas; las radios estaban verboten; deportaron a personas que llevaban años viviendo allí y ejecutaron a aquellos tildados de “espías”. Crearon campos de esclavos, donde prisioneros rusos y ucranianos trabajaron para construir fortificaciones para los nazis. Hubo muertos en campos de trabajo europeos, donde mandaban a los que desafiaban el dominio alemán. Examinaron documentos de la época de los abuelos para determinar si había que eliminar sangre judía entre la población. Y surgieron colaboracionistas a patadas entre las personas honradas de Guernsey. Esos diablos dispuestos a vender su alma -y a sus compatriotas isleños- por lo que fuera que los alemanes les prometían.

– Celos y rencores -declaró Graham Ouseley-. También nos vendieron por eso. Cuentas pendientes que se ajustaron susurrando un nombre a los malvados nazis.

Se mostró encantado de explicar que la mayoría de las veces era un extranjero quien traicionaba a alguien: un holandés residente en Saint Peter Port que se enteraba de que alguien tenía una radio escondida, un pescador irlandés de Saint Sampson que veía atracar una embarcación británica a medianoche cerca de la bahía de Petit Port. Aunque no era excusable, y menos aún perdonable, el que el colaboracionista fuera extranjero hacía que la traición fuera menos mala que cuando se trataba de un natural de la isla. Pero también había casos en los que quien traicionaba a sus conciudadanos era un habitante de Guernsey. Eso fue lo que pasó con la gula.

– ¿Gula? -preguntó Deborah-. ¿Los alemanes tenían gula?

Gula no, la G.U.L.A, el acrónimo de Guernsey Unida y Libre de Alemanes, les informó Graham Ouseley. Era la hoja informativa clandestina de la isla y la única fuente que tenía la gente para saber la verdad sobre las actividades de los aliados durante la guerra. Estas noticias se recababan meticulosamente de noche a través de los receptores de radio de contrabando sintonizados para escuchar la BBC. Los sucesos de la guerra se imprimían de madrugada a la luz de las velas tras las ventanas tapadas de la sacristía de Saint Pierre-du-Bois, y luego se distribuían las hojas a mano a personas de confianza tan ávidas de noticias del mundo exterior que se arriesgaban a un interrogatorio nazi y sus consecuencias con tal de leerlas.

– Algunos eran colaboracionistas -declaró Graham Ouseley-. Los demás tendríamos que haberlo sabido. Tendríamos que haber tomado más precauciones. Nunca tendríamos que habernos fiado. Pero eran de los nuestros. -Se dio un golpe en el pecho con el puño-. ¿Me entendéis? Eran de los nuestros.

Les contó que los cuatro hombres responsables de la G. U.L.A. fueron detenidos por el chivatazo de uno de esos colaboracionistas. Tres de esos hombres murieron a consecuencia de esa detención, dos en la cárcel y otro intentando escapar. Sólo uno de los hombres -el propio Graham Ouseley- sobrevivió a dos años infernales en prisión antes de ser liberado, con cuarenta y cinco kilos de carne, huesos, piojos y tuberculosis.

Sin embargo, esos colaboracionistas que los traicionaron no sólo destruyeron a los creadores de la G.U.L.A. Delataron a quienes acogían a espías británicos, a los que escondían a prisioneros rusos fugados, a aquellos cuyo único “delito” era escribir con tiza la “V” de victoria en los asientos de las motos de los soldados nazis mientras éstos pasaban la noche tomando copas en los bares de los hoteles. Pero nunca se obligó a los colaboracionistas a pagar por sus fechorías, y los que habían sufrido por su culpa no podían perdonarlo. Hubo gente que murió, que fue ejecutada, que acabó en la cárcel y no regresó jamás. Durante más de cincuenta años, nadie había hecho públicos los nombres de los responsables.

– Tienen las manos manchadas de sangre -declaró Graham Ouseley-. Y pienso hacérselo pagar. Se resistirán, claro. Lo negarán por activa y por pasiva. Pero cuando enseñemos las pruebas… Y así es como quiero hacerlo, como quiero que lo hagáis. Primero publicaremos los nombres en el periódico y dejaremos que lo nieguen todo y que se busquen a un abogado para defenderse. Entonces sacaremos las pruebas y los veremos avergonzarse como tendrían que haberlo hecho cuando los nazis por fin se rindieron a los aliados. Todo esto tendría que haber salido a la luz entonces. Los colaboracionistas, los malditos especuladores, los alemanes y sus retoños asquerosos.

El anciano estaba muy encendido, tenía los labios llenos de babas. Deborah temió que le diera un infarto cuando empezó a ponerse azul. Supo que había llegado el momento de hacerle comprender que no eran quienes él creía: unos periodistas, al parecer, que iban a escuchar su historia y publicarla en el periódico local.

– Señor Ouseley -dijo-. Siento muchísimo…

– ¡No! -El hombre separó la silla de la mesa con una fuerza sorprendente que hizo que el café de las tazas y la leche de la jarra se agitaran-. Venid conmigo si no creéis mi historia. Mi hijo Frank y yo hemos conseguido las pruebas, ¿me oís? -Se esforzó por levantarse, y Cherokee acudió a ayudarle. Sin embargo, Graham rechazó la asistencia y se dirigió con paso lento e inseguro hasta la puerta de la casa. Una vez más, parecía no quedar más remedio que seguirle, calmarle y esperar que su hijo regresara al molino antes de que el anciano se resintiera de sus esfuerzos.


Saint James se detuvo primero en la casa de los Duffy. No le sorprendió no encontrar a nadie. En plena jornada laboral, tanto Valerie como Kevin sin duda estarían trabajando: él, en alguna parte de los jardines de Le Reposoir, y ella, en la mansión. Con ella era con quien quería hablar. El trasfondo que había percibido durante su conversación anterior con ella necesitaba algunas aclaraciones ahora que sabía que era la hermana de Henry Moullin.

La encontró, como esperaba, en la casa grande, a la que le permitieron acercarse en cuanto se identificó a los policías que seguían registrando los jardines. La mujer le abrió la puerta con un fardo de sábanas arrugadas debajo del brazo.

Saint James no perdió el tiempo con formalidades. Eso le arrebataría la ventaja del factor sorpresa y le permitiría a Valerie organizar sus pensamientos. Así que dijo:

– ¿Por qué cuando hablamos el otro día no mencionó que hay otra mujer rubia?

Valerie Duffy no contestó, pero Simón vio la confusión en sus ojos, seguida de las preguntas que se hacía su cabeza. Apartó la mirada de él como si buscara a su marido. Le habría gustado tener su apoyo, supuso Saint James, y él estaba decidido a no dárselo.

– No le entiendo -dijo ella con voz débil. Dejó las sábanas en el suelo junto a la puerta y se retiró al interior de la casa.

Saint James la siguió al vestíbulo de piedra, donde el ambiente era glacial y estaba impregnado del olor de un fuego apagado. Valerie se detuvo junto a la enorme mesa del refectorio que presidía la estancia y se puso a recoger las hojas secas y las bayas caídas de un arreglo floral de otoño decorado con largas velas blancas.

– Afirma que vio a una mujer rubia siguiendo a Guy Brouard hasta la bahía la mañana que murió.

– La americana…

– Eso ha querido hacernos creer.

La mujer alzó la vista de las flores.

– La vi.

– Vio a alguien. Pero existen otras posibilidades, ¿verdad? Simplemente se le olvidó nombrarlas.

– La señora Abbott es rubia.

– Igual que su sobrina Cynthia, creo.

En su favor había que decir que Valerie no apartó la mirada del rostro de Saint James, y también que no dijo nada hasta que se aseguró de cuánto sabía él. No tenía ni un pelo de tonta.

– He hablado con Henry Moullin -dijo Saint James-. Creo que he visto a su sobrina. Henry quería que pensara que está en Alderney con su abuela; pero algo me dice que si esa abuela existe, no la encontraría en Alderney. ¿Por qué su hermano ha escondido a Cynthia en casa, señora Duffy? ¿También la tiene encerrada en su cuarto?

– Está pasando una mala etapa -dijo al fin Valerie Duffy, y continuó ocupándose de las flores, las hojas y las bayas mientras hablaba-. A las chicas de su edad les pasa continuamente.

– ¿Qué clase de etapa requiere un encierro?

– Aquella en la que resulta imposible hablar con ellas. Hablar con ellas para que entren en razón, quiero decir. No escuchan.

– ¿Entrar en razón respecto a qué?

– Respecto al capricho que tengan en ese momento.

– ¿Y el de ella es…?

– ¿Cómo iba a saberlo?

– Según su hermano, debería -señaló Saint James-. Dice que la chica confiaba en usted. Me ha dado la impresión de que ustedes dos tienen una relación muy íntima.

– No lo suficiente. -Valerie llevó un puñado de hojas a la chimenea y las echó dentro. De un bolsillo del delantal que llevaba, sacó un paño y lo utilizó para limpiar el polvo de la mesa.

– Entonces, ¿aprueba que la tenga encerrada en casa mientras pasa esta etapa suya?

– Yo no he dicho eso. Ojalá Henry no… -Calló, dejó de limpiar el polvo y pareció intentar organizar de nuevo sus pensamientos.

– ¿Por qué el señor Brouard le ha dejado dinero a ella y no a las otras niñas? ¿Una chica de diecisiete años recibe una pequeña fortuna a costa de los hijos del benefactor y de sus propias hermanas? ¿Para qué?

– Ella no ha sido la única. Si sabe lo de Cyn, le habrán hablado de Paul. Los dos tienen hermanos. Él tiene incluso más que Cyn. Ninguno ha sido recordado en el testamento. No sé por qué el señor Brouard hizo lo que hizo. Tal vez le atraía la idea del trastorno que esa cantidad de dinero podía causar entre los jóvenes de una familia.

– No es lo que sostiene el padre de Cynthia. Él dice que el dinero era para su educación.

Valerie limpió una zona impoluta de la mesa.

– También dice que Guy Brouard tenía otros caprichos. Me pregunto si alguno de ellos lo llevó a la muerte. ¿Sabe lo que es una rueda mágica, señora Duffy?

La mano que limpiaba el polvo ralentizó el movimiento.

– Folclore.

– Folclore de esta isla, imagino -dijo Saint James-. Usted y su hermano nacieron aquí, ¿verdad?

Valerie alzó la cabeza.

– No lo hizo Henry, señor Saint James. -Lo dijo con voz tranquila. Le latía el pulso en la garganta, pero no daba más muestras de estar molesta por la dirección que tomaban las palabras de Saint James.

– En realidad no pensaba en Henry -dijo Simón-. ¿Tenía él alguna razón para querer que Guy Brouard muriera?

Se puso completamente roja al oír aquello y reanudó su innecesaria tarea de limpieza.

– He observado que participaba en el proyecto del museo del señor Brouard, en el proyecto original, por lo que vi en los dibujos que hay en su granero. Me pregunto si también iba a participar en el proyecto revisado. ¿Usted lo sabe?

– Henry es bueno con el cristal -fue su respuesta-. Así se conocieron. El señor Brouard necesitaba a alguien que construyera un pabellón acristalado. Es grande, complicado. Uno prefabricado no serviría. También necesitaba a alguien para los invernaderos. Y para las ventanas, ya puestos. Le hablé de Henry. Conversaron y vieron que tenían puntos en común. Desde entonces, Henry ha trabajado para él.

– ¿Es así como el señor Brouard se interesó por Cynthia?

– El señor Brouard se interesaba por mucha gente -dijo Valerie pacientemente-: Paul Fielder, Frank Ouseley, Nobby Debiere, Henry y Cynthia. Incluso mandó a Jemima Abbott a una academia de modelos en Londres y echó una mano a su madre cuando lo necesitó. Se implicaba. Invertía en las personas. Así era él.

– Normalmente, la gente espera que sus inversiones generen beneficios -señaló Saint James-, y no siempre de carácter económico.

– Entonces le aconsejo que pregunte a cada uno de ellos qué esperaba el señor Brouard a cambio -dijo con mucha intención-. Y tal vez pueda empezar por Nobby Debiere. -Hizo una bola con el paño y se lo guardó en el bolsillo del delantal. Caminó en dirección a la puerta principal. Allí, recogió las sábanas que había dejado en el suelo, las apoyó en la cadera y miró a Saint James-. Si no quiere nada más…

– ¿Por qué Nobby Debiere? -preguntó Saint James-. Es el arquitecto, ¿verdad? ¿El señor Brouard le pidió algo especial?

– Si lo hizo, Nobby no parecía muy dispuesto a dárselo la noche antes de que el señor Brouard muriera -anunció Valerie-. Discutieron cerca del estanque de los patos después de los fuegos artificiales. “No permitiré que me destruyas”, le dijo Nobby. Me pregunto que querría decir con eso.

Hacía un esfuerzo demasiado obvio para alejar a Saint James de sus parientes, pero él no iba a dejar que se saliera con la suya tan fácilmente.

– ¿Cuánto tiempo llevan usted y su marido trabajando para los Brouard, señora Duffy? -le preguntó.

– Desde el principio. -Se pasó la ropa de cama de un brazo al otro y miró su reloj de manera significativa.

– Entonces, estaba familiarizada con sus costumbres.

La mujer no contestó inmediatamente, pero entrecerró un milímetro los ojos mientras repasaba las posibilidades que implicaba aquella afirmación.

– ¿Costumbres? -dijo.

– Como el baño matutino del señor Brouard.

– Todo el mundo sabía lo del baño.

– ¿También lo de su bebida ritual, el té verde con ginkgo? ¿Dónde lo guardaba, por cierto?

– En la cocina.

– ¿Dónde?

– En el armario de la despensa.

– Y usted trabaja en la cocina.

– ¿Insinúa que yo…?

– ¿Es a donde su sobrina iba a charlar con usted? ¿A donde su hermano también iba a charlar con usted, mientras trabajaba en el pabellón acristalado, tal vez?

– Todo aquel que fuera conocido del señor Brouard entraba y salía de la cocina. Ésta no es una casa formal. No distinguimos entre los que trabajan tras la puerta de servicio y los que holgazanean al otro lado. No tenemos puerta de servicio ni nada que se le parezca en realidad. Los Brouard no son así y nunca lo fueron. Razón por la cual… -Se calló. Agarró las sábanas con más fuerza.

– ¿Razón por la cual…? -repitió Saint James con tranquilidad.

– Tengo trabajo -dijo Valerie-. No obstante, ¿me permite una sugerencia? -No esperó a que Simón aceptara los pensamientos que deseara compartir con él-. Nuestros asuntos familiares no tienen nada que ver con la muerte del señor Brouard, señor Saint James. Pero imagino que si escarba un poco más, descubrirá que los asuntos familiares de otros sí tienen que ver.

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