Capítulo 27

Saint James encontró a Ruth Brouard en el pabellón acristalado. Era mayor de lo que le pareció cuando la vio por primera vez el día del entierro. El ambiente en el interior era húmedo y cálido. En consecuencia, el cristal del pabellón estaba lleno de gotas de condensación. El agua de las ventanas y de un sistema de irrigación trazaba un dibujo constante de salpicaduras a medida que las gotas caían sobre las anchas hojas de las plantas tropicales y sobre el camino de baldosas que serpenteaba entre ellas.

Ruth Brouard estaba en el centro del invernadero, donde las baldosas se ensanchaban y formaban una zona circular de asientos lo bastante grande para acomodar una chaise longue, una silla de mimbre blanca, una mesa similar y un pequeño estanque en el que flotaban unos nenúfares. Estaba en el sofá con las piernas sobre un cojín bordado. Una bandeja de té descansaba en la mesa a su lado. Tenía un álbum de fotografías sobre las rodillas.

– Disculpe el calor -le dijo Ruth señalando la estufa eléctrica que había sobre las baldosas y que añadía calor al pabellón-. Me consuela. No altera mucho el rumbo de las cosas, en realidad, pero yo siento que sí. -Su mirada se posó en el cuadro que Saint James llevaba enrollado; pero no comentó nada sobre él, sino que le invitó a acercar una silla para poder enseñarle “quiénes éramos”.

El álbum documentaba los años de los Brouard en Inglaterra. En él, las fotografías mostraban a un niño y una niña en el Londres de la guerra y la posguerra, siempre juntos, siempre mirando serios al objetivo de la cámara. Se hacían mayores, pero sus expresiones solemnes apenas cambiaban, posando delante de una puerta, de una verja, en un jardín, delante de una chimenea.

– Nunca se olvidó de mí-dijo Ruth Brouard mientras pasaba las páginas-. Nunca estuvimos juntos con la misma familia, y yo estaba aterrada cada vez que se marchaba por si no volvía, por si le pasaba algo y no me lo decían, o por si dejaba de venir algún día. Pero me dijo que no pasaría nada de eso y que aunque pasara, yo lo sabría. Lo presentiría, dijo. Sentiría un cambio en el universo, así que a menos que sintiera eso, no debía preocuparme. -Cerró el álbum y lo dejó a un lado-. Pero no lo sentí, ¿verdad? Cuando bajó a la bahía, no sentí nada en absoluto, señor Saint James.

Saint James le entregó el cuadro.

– Pero qué suerte haber encontrado esto -dijo la mujer en voz baja mientras lo cogía-. En menor medida, me devuelve a mi familia. -Dejó la pintura encima del álbum y lo miró-. ¿Qué más? -le preguntó.

Saint James sonrió.

– ¿Está segura de que no es usted bruja, señora Brouard?

– Absolutamente -contestó-. Necesita algo más de mí, ¿verdad?

Le reconoció que sí. Por sus palabras y acciones, era evidente que no tenía ni idea del valor del cuadro que su hermano había logrado encontrar para ella. De momento, no hizo nada por cambiarlo. De algún modo, sabía que la importancia que tenía para ella no se vería alterada por conocer que era la obra de un maestro.

– Puede que tuviera razón y su hermano gastara la mayor parte de su dinero en localizarlo, pero me gustaría comprobar sus cuentas para estar seguros. Tiene documentos aquí, ¿verdad?

Ruth dijo que sí, que Guy llevaba sus cuentas en su estudio. Si el señor Saint James quería seguirla, estaría encantada de enseñarle dónde. Se llevaron el cuadro y el álbum de fotos con ellos, aunque era bastante obvio que Ruth Brouard habría dejado los dos inocentemente en el pabellón acristalado hasta que regresara a por ellos.

En el estudio de su hermano, recorrió la estancia encendiendo lámparas al ver que estaba oscureciendo. Sorprendentemente, de un armario junto a la mesa, sacó un libro de cuentas encuadernado en piel de los que uno esperaría que utilizara Bob Cratchit. Vio la reacción de Saint James y sonrió.

– El negocio hotelero estaba informatizado -dijo-. Pero Guy era muy tradicional en cuanto a sus finanzas personales.

– Sí que parece… -Saint James buscó un eufemismo.

Ella se lo proporcionó.

– Anticuado. Muy raro en Guy. Pero nunca llegó a entender los ordenadores. Nunca pasó de los teléfonos de botones y los microondas antes de que perdiera el tren de la tecnología. Pero son fáciles de seguir, ya lo verá. Guy llevaba bien las cuentas.

Mientras Saint James se sentaba a la mesa y abría el libro de contabilidad, Ruth sacó dos más. Cada uno, le explicó, abarcaba tres años de gastos de su hermano. No eran elevados, ya que la inmensa mayoría del dinero estaba a nombre de ella y la finca siempre se había mantenido con sus cuentas.

Saint James examinó el libro más reciente, para ver cómo habían sido los tres últimos años para Guy Brouard. No tardó en identificar un patrón en la forma de gastar su dinero durante este período, y se deletreaba A-n-a-ï-s A-b-b-o-t-t. Brouard había sacado dinero para su amante una y otra vez, para pagarle de todo: desde operaciones de cirugía estética a impuestos sobre la propiedad, la hipoteca de su casa, vacaciones en Suiza y Belice y clases de modelo para su hija. Aparte, había anotado los gastos correspondientes a un Mercedes-Benz, diez esculturas identificadas por artista y título, un préstamo a Henry Moullin que había descrito como “horno” y lo que parecían ser créditos adicionales o regalos a su hijo. Más recientemente, al parecer, había comprado un terreno en Saint Saviour y había realizado pagos a Bertrand Debiere, así como al Gabinete de Diseño De Carteret, Instalaciones Eléctricas Tissier y Fontanería Burton-Terry.

A partir de aquellos datos, Saint James concluyó que, al principio, Brouard sí pensaba construir el museo de la guerra, incluso contratar a Debiere para diseñarlo. Pero todos los pagos que pudieran relacionarse aunque fuera remotamente con la creación de un edificio público habían cesado hacía nueve meses. Entonces, en lugar de la contabilidad meticulosa que había estado llevando Brouard, una lista de números terminaba la página, comenzaba otra y se sumaba al final, pero no se identificaba al destinatario. Sin embargo, Saint James intuía quién era: International Access. Las cifras se correspondían con las que el banco había proporcionado a Le Gallez. Observó que el pago final -el mayor de todos- se había realizado, al parecer, el mismo día que los hermanos River habían llegado a la isla.

Saint James le pidió a Ruth Brouard una calculadora, que la mujer sacó de un cajón de la mesa de su hermano y le entregó. Sumó la lista de pagos realizados al destinatario sin identificar. Ascendían a más de dos millones de libras.

– ¿Con cuánto dinero empezó su hermano cuando se trasladaron a vivir aquí? -le preguntó a Ruth-. Me dijo que lo puso casi todo a su nombre, pero que se quedó con una cantidad para sus gastos, ¿verdad? ¿Sabe cuánto?

– Varios millones de libras -dijo-. Pensó que podría vivir bastante bien de los intereses en cuanto invirtiera el dinero adecuadamente. ¿Por qué? ¿Hay algún…?

No añadió la palabra “problema”, puesto que no era necesario. Desde el principio, el análisis de las finanzas de su hermano había dado pocas alegrías.

El teléfono salvó a Saint James de tener que responder de inmediato. Ruth contestó desde la extensión de la mesa y le pasó el auricular.

– No te has ganado el cariño de la recepcionista del hotel -le dijo Thomas Lynley desde Londres-. Te anima a que te compres un móvil. Te transmito el mensaje.

– Recibido. ¿Has descubierto algo?

– La verdad es que sí. Es una situación intrigante, aunque supongo que no te va a gustar lo que vas a oír. Va a fastidiarlo todo.

– Déjame adivinar. No existe ningún International Access en Bracknell.

– Exacto. He llamado a un viejo compañero de Hendon. Trabaja en Antivicio en esa zona. Se pasó por la dirección que figura para International Access y encontró un centro de bronceado. Llevan ocho años en ese local, parece que el negocio del bronceado funciona bastante bien en Bracknell…

– Lo tendré en cuenta para el futuro.

– … y afirman no tener la menor idea de lo que les hablaba mi hombre. Así que he tenido otra charla con el banco. Les he mencionado la ASF y se han mostrado dispuestos a soltar información sobre la cuenta de International Access. Según parece, el dinero transferido desde Guernsey a esa cuenta se transfirió unas cuarenta y ocho horas después a un lugar llamado Jackson Heights, en Queens, Nueva York.

– ¿Jackson Heights? ¿Se trata de…?

– Es un lugar, no el nombre de la cuenta.

– ¿Les sacaste el nombre?

– Vallera e Hijo.

– ¿Es alguna clase de negocio?

– Eso parece; pero no sabemos de qué clase, y el banco tampoco. No es cosa suya preguntar por qué, etcétera. No obstante, parece… Bueno, ya sabes lo que parece: algo que podría despertar las ganas de investigar del gobierno estadounidense.

Saint James examinó el dibujo de la alfombra debajo de sus pies. Percibió la presencia de Ruth Brouard a su lado, levantó la cabeza y vio que la mujer le estaba mirando. Estaba seria; pero aparte de eso, no pudo interpretar nada en su rostro.

Colgó después de que Lynley le asegurara que se encargaría de intentar que alguien de Vallera e Hijo se pusiera al teléfono, aunque advirtió a Saint James que no esperara ninguna colaboración desde el otro lado del Atlántico.

– Si esto es lo que parece ser, puede que nos encontremos en un callejón sin salida, a no ser que involucremos a algún organismo estadounidense que tenga mano dura: Hacienda, el FBI o la policía de Nueva York.

– Eso serviría -comentó Saint James en un tono mordaz.

Lynley se rio.

– Volveré a llamarte. -Y se despidió.

Cuando colgó el teléfono, Saint James se tomó un momento para pensar en lo que implicaba la información de Lynley. La contrapuso a todos los datos que conocía y no le gustó demasiado el resultado que obtuvo.

– ¿Qué sucede? -le preguntó al fin Ruth Brouard.

Salió de su ensimismamiento.

– Me preguntaba si conserva el embalaje en el que llegaron los planos del museo, señora Brouard.


Al principio, Deborah Saint James no vio a su marido cuando salió de entre los arbustos. Había anochecido y pensaba en lo que había visto dentro del túmulo prehistórico al que la había llevado Paul Fielder. Es más, pensaba en qué significaba que el chico conociera la combinación del candado y se hubiera esforzado tanto en taparla para que no la viera.

Así que no vio a Simón hasta que casi lo tuvo delante. Tenía un rastrillo y estaba al otro lado de tres anexos más próximos a la mansión. Revisaba las basuras de la finca y, al parecer, ya había vertido el contenido de cuatro cubos.

Dejó lo que estaba haciendo cuando ella lo llamó.

– ¿Vas a hacerte detective de basuras? -le preguntó.

– Me lo estoy pensando, aunque me limitaré a la basura de cantantes y políticos -respondió Simón-. ¿Qué has descubierto?

– Todo lo que necesitas saber y más.

– ¿Te ha hablado Paul del cuadro? Bien hecho, cariño.

– En realidad, no sé si Paul habla alguna vez -admitió-. Pero me ha llevado al lugar donde lo encontró, aunque al principio pensaba que iba a encerrarme dentro. -Pasó a describirle el lugar y la naturaleza del túmulo al que Paul la había llevado, incluyendo la información sobre el candado y el contenido de las dos cámaras de piedra. Acabó diciendo-: Los preservativos…, el catre… Era obvio para qué lo utilizaba Guy Brouard, Simón. Aunque, para serte sincera, no acabo de entender por qué no tenía sus aventuras en la casa.

– Su hermana estaba allí casi siempre -le recordó Saint James-. Y como las aventuras eran con una adolescente…

– En plural, si contamos también a Paul Fielder. Supongo que sería por eso. Es todo tan sucio, ¿verdad? -Deborah giró la cabeza y miró hacia los arbustos, el césped, el sendero que cruzaba el bosque-. Bueno, allí no los veía nadie, créeme. Hay que saber dónde está el dolmen exactamente para encontrarlo.

– ¿Te enseñó en qué lugar del dolmen?

– ¿En qué lugar encontró el cuadro? -Cuando Simón asintió, Deborah se lo contó.

Su marido escuchó, apoyando el peso de su cuerpo en el rastrillo como un peón que está descansando. Cuando terminó de describir el altar y la grieta que había detrás y aclaró que la grieta estaba en el mismo suelo, Simón negó con la cabeza.

– No puede ser, Deborah. Ese cuadro vale una fortuna. -Le contó todo lo que había averiguado a través de Kevin Duffy. Acabó diciendo-: Y Brouard lo sabría.

– ¿Que era un De Hooch? Pero ¿cómo? Si el cuadro perteneció durante años a su familia, si había pasado de padres a hijos como reliquia familiar…, ¿cómo iba a saberlo? ¿Tú lo habrías sabido?

– No. Pero Brouard sabría lo que se había gastado para recuperar el cuadro, una cifra que ronda los dos millones de libras. No me creo que después de desembolsar tanto dinero y de los problemas que le supuso encontrar el lienzo, lo depositara aunque sólo fueran cinco minutos dentro de un dolmen.

– Pero ¿si estaba cerrado…?

– No es por eso, cariño. Estamos hablando de un cuadro del siglo XVII. No iba a dejarlo en un escondite donde el frío o la humedad podrían haberlo dañado.

– Entonces, ¿crees que Paul miente?

– No digo eso. Sólo digo que es improbable que Brouard pusiera el cuadro en una cámara prehistórica. Si quería esconderlo, a la espera de que llegara el cumpleaños de su hermana, como sostiene ella, o por cualquier otro motivo, hay cientos de lugares dentro de su propia casa donde podría haberlo guardado arriesgándose mucho menos a que se dañara.

– Entonces, ¿otra persona…? -dijo Deborah.

– Me temo que es lo único que tiene sentido. -Simón se puso a trabajar de nuevo con el rastrillo.

– Y tú ¿qué estás buscando? -Deborah escuchó la inquietud en su voz y supo que Simón también la había notado, porque cuando la miró, sus ojos estaban más oscuros, como siempre que estaba preocupado.

– La forma como llegó a Guernsey -contestó.

Se volvió hacia la basura y siguió esparciéndola hasta encontrar lo que al parecer buscaba. Era un tubo de unos noventa centímetros de largo y veinte centímetros de diámetro. En ambos extremos, la circunferencia estaba rodeaba por una arandela metálica robusta con los lados hacia abajo para poder cerrar el tubo herméticamente.

Simón lo sacó rodando de entre la basura y se encorvó para recogerlo. En un lado, vio que la superficie del tubo estaba rajada de arriba abajo. Habían ensanchado la abertura hasta crear un hueco, cuyos bordes estaban raídos, donde el cartón externo del tubo se abría para revelar su estructura real. Lo que tenían era un tubo escondido dentro de otro tubo, y no hacía falta ser un científico nuclear para deducir para qué se había utilizado este espacio interior oculto.

– Vaya -murmuró Simón y miró a Deborah.

Ella sabía qué pensaba porque, aunque no quería, también ella lo pensaba.

– ¿Puedo mirar…? -dijo, y cogió el tubo agradecida cuando Simón se lo entregó sin comentar nada.

Una vez inspeccionado, el tubo reveló lo que Deborah consideró el detalle más importante: el único modo de llegar al compartimento interior era claramente a través de la estructura exterior, ya que las arandelas estaban fijadas tan herméticamente en cada extremo del tubo que levantarlas habría dañado de manera irreversible toda la estructura. También habría alertado a cualquiera que examinara el tubo -concretamente, al destinatario, por no decir a los agentes de aduanas- de que alguien había intentado forzarlo. Sin embargo, no había ni una sola marca en las arandelas de metal en ninguno de los dos extremos. Deborah señaló este hecho a su marido.

– Lo veo -dijo-. Pero comprendes lo que significa, ¿verdad?

Deborah se puso nerviosa ante la intensidad de la mirada de Simón y de su pregunta.

– ¿Qué? -dijo-. ¿Que quien lo trajo a Guernsey no sabía…?

– No lo abrió antes -la interrumpió-. Pero eso no significa que esa persona no supiera lo que había dentro, Deborah.

– ¿Cómo puedes decir eso? -Estaba abatida. Su voz interior y todos sus instintos gritaban que no.

– Por el dolmen, porque estaba en el dolmen. Guy Brouard fue asesinado por culpa de ese cuadro, Deborah. Es el único móvil que explica todo lo demás.

– Es demasiado oportuno -replicó ella-. También es lo que alguien quiere que creamos. No -dijo cuando Simón empezó a hablar-, escúchame, Simón. Dices que sabían lo que había dentro.

– Digo que uno de los dos lo sabía, no los dos.

– De acuerdo. Uno de los dos. Pero si es así, si querían…

– Quería. Si él quería -terció su marido en voz baja.

– Sí, vale. Eres muy testarudo. Si él…

– Cherokee River, Deborah.

– Sí. Cherokee. Si quería el cuadro, si sabía que estaba dentro del tubo, ¿por qué diablos lo trajo a Guernsey? ¿Por qué no desapareció con él y punto? No tiene sentido que lo trajera hasta aquí y después lo robara. Hay otra explicación completamente distinta.

– ¿Cuál?

– Creo que ya la sabes. Guy Brouard abrió el paquete y le enseñó el cuadro a alguien. Y ésa es la persona que le mató.


Adrián conducía demasiado deprisa y demasiado pegado al centro de la carretera. Adelantaba a otros coches sin criterio y frenaba sin motivo. En resumen, conducía con el propósito deliberado de ponerla nerviosa, pero Margaret estaba decidida a no dejarse provocar. Su hijo no entendía de sutilezas. Quería que le exigiera que condujera de un modo distinto para continuar conduciendo exactamente como le viniera en gana y, por lo tanto, demostrarle de una vez por todas que carecía de soberanía sobre él. Era justo el tipo de comportamiento que cabría esperar en un niño de diez años que piensa: “Ahora verás”.

Adrián ya la había enfurecido bastante. Margaret tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no emprenderla a golpes con él. Lo conocía suficientemente bien para comprender que no iba a darle ninguna información que hubiera decidido no revelarle, porque llegados a este punto creería que proporcionarle lo que fuera sería un indicio de que había ganado ella. Qué había ganado, no lo sabía, ni sabría decirlo. Lo único que ella había querido siempre para su hijo mayor era una vida normal con una carrera de éxito, una mujer e hijos.

¿Era esperar y planear demasiado? Margaret creía que no, por supuesto. Pero los últimos días le habían demostrado que todos sus esfuerzos por allanar el camino para Adrián, todas las veces que había intercedido en su favor, las excusas que había ofrecido por todo, desde el sonambulismo al control inadecuado de los intestinos, eran demasiadas margaritas en un comedero frecuentado por cerdos.

Muy bien, pensó. Así sería. Pero no iba a marcharse de Guernsey hasta que hubiera aclarado una cosa con él. Las evasivas estaban bien. En algunos casos, incluso podían interpretarse como una señal agradable de madurez retardada. Pero las mentiras descaradas eran inaceptables, ahora y siempre. Porque las mentiras eran propias de las personas sin carácter.

Ahora veía que Adrián seguramente llevaba mintiéndole la mayor parte de su vida, tanto por acción como por omisión. Pero había estado tan absorta en sus esfuerzos por alejarle de la maligna influencia de su padre, que había aceptado su versión de todo lo que le había sucedido: desde el ahogamiento supuestamente accidental de su perrito la noche antes de que ella se casara por segunda vez, hasta la última razón de la ruptura de su compromiso.

Que aún seguía mintiéndole era algo que Margaret daba por hecho. Y ese negocio de International Access hablaba de la mayor falsedad que había pronunciado.

Así que dijo:

– Te mandó ese dinero meses atrás, ¿verdad? Lo que me pregunto es en qué te lo has gastado.

– ¿De qué hablas? -contestó Adrián, como era de esperar. Parecía indiferente. No; en realidad, parecía aburrido.

– ¿Apuestas? ¿Cartas? ¿Jugando a la bolsa de manera irresponsable? Sé que International Access no existe, porque durante más de un año sólo has salido de casa para ir a visitar a tu padre o a ver a Carmel. Pero quizá sea eso. ¿Te lo gastaste en Carmel? ¿Le compraste un coche? ¿Joyas? ¿Una casa?

Adrián puso los ojos en blanco.

– Por supuesto. Es exactamente lo que hice. Accedió a casarse conmigo, y debió de ser porque le solté pasta por un tubo.

– No estoy bromeando -dijo Margaret-. Me has mentido sobre lo del dinero que le pediste a tu padre, me has mentido acerca de Carmel y su relación con Guy, has permitido que creyera que vuestro compromiso se rompió porque tú querías “cosas distintas” de las que quería la mujer que antes había dicho que se casaría contigo… ¿Cuándo me has mentido exactamente?

Adrián la miró.

– ¿Qué más da?

– ¿Qué más da qué?

– Las verdades o las mentiras. Sólo ves lo que quieres ver. Simplemente te lo pongo más fácil. -Adelantó a toda velocidad a un monovolumen que avanzaba lentamente delante de ellos. Tocó el claxon con insistencia al adelantarlo y volvió a su carril sólo a unos centímetros de un autobús que se aproximaba hacia ellos.

– ¿Cómo diablos puedes decir eso? -preguntó Margaret-. He pasado la mayor parte de mi vida…

– Viviendo la mía.

– No es cierto. Me he implicado como haría cualquier madre. Me he preocupado.

– Para asegurarte de que las cosas iban como tú querías.

– Y -se atrevió Margaret a continuar, decidida a que Adrián no controlara el rumbo de su conversación- la gratitud que he recibido por mis esfuerzos ha llegado en la forma de falsedades descaradas, lo cual es inaceptable. Merezco y exijo toda la verdad. Y pienso obtenerla ahora mismo.

– ¿Porque te lo debo?

– Exacto.

– Por supuesto. Pero no porque te interese, naturalmente.

– ¡Cómo te atreves a decir eso! He venido aquí por ti. Me expongo a la angustia absoluta de los recuerdos que tengo de ese matrimonio…

– Oh, por favor -se burló Adrián.

– … por ti. Para asegurarme de que recibes lo que mereces del testamento de tu padre, porque sabía que haría lo que fuera para negártelo. Era la única forma que le quedaba de castigarme.

– ¿Y por qué tendría interés en castigarte?

– Porque creía que yo había ganado. Porque no soportaba perder.

– ¿Qué habías ganado, según él?

– A ti. Te mantuve alejado de él por tu bien, pero él no lo vio. Sólo lo interpretó como un acto de venganza, porque interpretarlo de otra forma habría significado tener que analizar su vida y valorar el efecto que podía tener en su único hijo varón estar con él. Y Guy no quería hacer eso. No quería analizar. Así que me culpó a mí de alejarte.

– Y no era tu intención, por supuesto -señaló Adrián sarcásticamente.

– Claro que era mi intención. ¿Qué habrías querido que hiciera? Una novia tras otra; una amante tras otra cuando estaba casado con JoAnna. Sabe Dios qué más: orgías, seguramente, drogas, alcohol, necrofilia y bestialismo, hasta donde yo sé. Sí, te protegí de eso. Volvería a hacer lo mismo. Hice bien.

– Y por eso te lo debo -dijo Adrián-. Ya lo capto. Entonces, dime -la miró cuando se detuvieron para girar en una intersección que los conduciría al aeropuerto-, ¿qué es exactamente lo que quieres saber?

– ¿Qué ha pasado con su dinero? No el dinero con el que compró todo lo que puso a nombre de Ruth, sino el otro dinero, su dinero, porque debía de tener una fortuna. No podía permitirse sus aventurillas y mantener a una mujer tan cara como Anaïs Abbott con el dinero que Ruth le fuera dando. Es demasiado crítica para financiar el estilo de vida de la amante de tu padre. Así pues, ¿qué ha pasado con su dinero, por el amor de Dios? O te lo dio a ti o está escondido en algún lugar, y la única forma de saber si debo continuar con esto es diciéndome la verdad. ¿Te dio dinero?

– No continúes -fue su lacónica respuesta. Estaban llegando al aeropuerto, donde un avión realizaba la aproximación para aterrizar, seguramente el mismo avión que repostaría y, al cabo de una hora, llevaría a Margaret de vuelta a Inglaterra. Adrián cogió el carril hacia la terminal y se detuvo delante en lugar de aparcar en una de las plazas de enfrente-. Olvídate -dijo.

Margaret intentó interpretar la expresión de su rostro.

– ¿Significa eso…?

– Significa lo que significa -dijo-. El dinero ha desaparecido. No lo encontrarás. No lo intentes.

– ¿Cómo lo…? Te lo dio, ¿verdad? ¿Lo has tenido desde el principio? Pero si es así, ¿por qué no dijiste…? Adrián, quiero que por una vez me digas la verdad.

– Pierdes el tiempo -dijo él-. Ésa es la verdad.

Abrió su puerta y fue a la parte trasera del Range Rover. Abrió atrás, y el aire frío penetró en el coche mientras sacaba sus maletas y las dejaba sin más miramientos en la acera. Fue hacia la puerta de Margaret. Parecía que su conversación había terminado.

Margaret se bajó y se acurrucó dentro del abrigo. En esa zona desprotegida de la isla, soplaba un viento frío. Esperaba que facilitara su vuelo de regreso a Inglaterra. En su momento, también haría lo mismo por su hijo. Eso era algo que sí sabía sobre Adrián, a pesar de lo que pensara él de la situación y de cómo se estaba comportando ahora. Volvería. Así eran las cosas en el mundo en que vivían, el mundo que ella había creado para los dos.

– ¿Cuándo vuelves a casa? -le preguntó.

– No es asunto tuyo, madre. -Sacó sus cigarrillos e intentó cinco veces encender uno. Cualquier otra persona se habría rendido después de la segunda cerilla, pero su hijo no. Al menos en este sentido, era clavado a su madre.

– Adrián -dijo Margaret-, se me está agotando la paciencia.

– Vete a casa -dijo él-. No tendrías que haber venido.

– ¿Qué piensas hacer exactamente si no vuelves a casa conmigo?

Adrián sonrió sin alegría antes de dirigirse a su lado del coche. Le contestó desde detrás del capó.

– Créeme, algo se me ocurrirá -dijo.


Saint James se separó de Deborah mientras subían la cuesta que llevaba del aparcamiento al hotel. Había estado pensativa durante todo el trayecto de regreso de Le Reposoir. Había conducido prestando atención como siempre, pero Simón sabía que no tenía la cabeza puesta en el tráfico, ni siquiera en el camino que habían tomado. Sabía que estaba pensando en la explicación que había planteado sobre por qué un cuadro valiosísimo estaba escondido en un túmulo de tierra prehistórico rodeado de piedras. No podía culparla, naturalmente. Él también pensaba en su explicación, sencillamente porque no podía descartarla. Sabía que, igual que la preferencia de Deborah por ver el bien en todas las personas podía llevarla a pasar por alto verdades básicas sobre ellas, la tendencia de él a desconfiar de todo el mundo también podía llevarle a ver las cosas como no eran en realidad. Así que ninguno de los dos habló mientras regresaban a Saint Peter Port. Sólo cuando se acercaban a los escalones de la entrada del hotel, Deborah se volvió hacia él como si hubiera tomado alguna clase de decisión.

– Aún no voy a entrar. Primero daré un paseo.

Simón dudó antes de contestar. Sabía cuan peligroso era decir las palabras equivocadas. Pero también era consciente de que aún era más peligroso no decir nada en una situación en la que Deborah sabía más de lo que debería saber como parte no desinteresada.

– ¿Adonde vas? -dijo-. ¿No prefieres tomar una copa, un té o algo?

La expresión de sus ojos cambió. Deborah sabía qué estaba diciendo en realidad, a pesar de sus esfuerzos por fingir.

– Quizá necesite un guardia armado, Simón -contestó.

– Deborah…

– Volveré pronto -dijo, y se marchó, no por donde habían venido, sino hacia Smith Street, que bajaba hasta High Street y, más allá, al puerto.

No tenía más remedio que dejarla marchar, puesto que reconocía que, en esos momentos, él no sabía mejor que ella cuál era la verdad acerca de la muerte de Guy Brouard. Lo único que tenía era una sospecha, que Deborah estaba convencida y decidida a no compartir.

Después de entrar en el hotel, oyó que gritaban su nombre y vio que la recepcionista le extendía un papel desde detrás del mostrador.

– Un mensaje de Londres -le dijo al entregárselo junto con la llave de su habitación. Vio que había escrito “Lin.com” para referirse al cargo de su amigo en New Scotland Yard, una fórmula que, sin embargo, habría divertido al comisario en funciones, pese a haber abreviado mal su apellido-. Dice que se compre un móvil -añadió la mujer de manera significativa.

Arriba en la habitación, Saint James no devolvió la llamada de Lynley de inmediato, sino que se acercó a la mesa junto a la ventana y marcó un número distinto.

Cuando su llamada fue atendida, Saint James supo que en California, Jim Ward estaba en una “reunión de socios”. Por desgracia, ésta no se celebraba en el despacho, sino en el hotel Ritz Carlton.

– En la costa -le dijo dándose importancia una mujer que se había identificado como “Southby, Strange, Willow y Ward. Al habla Crystal”-. Están todos incomunicados -añadió-. Pero puede dejar un mensaje.

Saint James no tenía tiempo para esperar a que el arquitecto recibiera el mensaje, así que le pidió a la joven -que parecía estar comiendo apio- si podía ayudarle ella.

– Haré lo que pueda -dijo alegremente-. Estoy estudiando arquitectura.

La buena fortuna sonrió a Saint James cuando le preguntó por los planos que Jim Ward había enviado a Guernsey. No hacía tanto tiempo que los documentos habían salido del despacho de Southby, Strange, Willow y Ward, y resultaba que Crystal era la encargada de todos los envíos por correo convencional, UPS, FedEx, DHL, e incluso de mandar planos por Internet. Puesto que esta situación en concreto había sido radicalmente distinta al procedimiento que solían seguir, se acordaba bien y estaría encantada de explicárselo… si podía esperar un momento “porque me entra una llamada por la otra línea”.

Esperó, y a su debido tiempo, volvió a escuchar la voz alegre de la joven. Le contó que, en condiciones normales, los planos habrían pasado al otro lado del océano a través de la red y llegado a otro arquitecto, que asumiría el proyecto desde allí. Pero en este caso, los planos sólo eran una muestra del trabajo del señor Ward y no corría prisa enviarlos. Así que los embaló como siempre y los entregó a un abogado que fue a buscarlos. Descubrió que se trataba de un acuerdo al que habían llegado el señor Ward y el cliente de Europa.

– ¿Un tal señor Kiefer? -preguntó Saint James-. ¿El señor William Kiefer? ¿Fue él quien acudió a buscarlos?

Crystal dijo que no recordaba el nombre, pero creía que no era Kiefer. Aunque, después de pensarlo un momento, se dio cuenta de que no recordaba que el tipo hubiera dado ningún nombre. Simplemente había dicho que iba a recoger los planos que había que mandar a Guernsey, así que se los dio.

– Llegaron, ¿verdad? -preguntó con cierta preocupación.

Él respondió que sí.

– ¿Cómo estaban embalados? -preguntó Saint James.

La joven le contestó que de la forma habitual: dentro de un tubo de envío grande de cartón duro.

– No se dañó por el camino, ¿verdad? -preguntó ella con la misma preocupación.

Saint James le respondió que no de la forma que ella pensaba. Le dio las gracias a Crystal y colgó pensativamente. Marcó el siguiente número, y el éxito fue inmediato cuando preguntó por William Kiefer: en menos de treinta segundos, el abogado californiano se puso al teléfono.

Cuestionó la versión de los hechos de Crystal. Dijo que no había enviado a nadie a recoger los dibujos arquitectónicos. El señor Brouard le había dicho explícitamente que alguien del estudio de arquitectura entregaría los planos en su despacho cuando estuvieran listos. Entonces, él tenía que encargarse de los preparativos para que los mensajeros transportaran los planos de California a Guernsey. Es lo que pasó y es lo que hizo.

– ¿Recuerda a la persona que entregó los planos del arquitecto, entonces? -preguntó Saint James.

– No lo vi. O no la vi. No sé si era hombre o mujer -contestó Kiefer-. La persona simplemente dejó los planos a nuestra secretaria. Los recibí cuando volví de comer. Estaban embalados, etiquetados y listos para salir. Pero tal vez ella recuerde… Espere un momento, ¿quiere?

Transcurrió más de un minuto, durante el cual Saint James estuvo entretenido con el hilo musical: Neil Diamond destrozando la lengua inglesa para mantener una rima horrorosa. Cuando la línea telefónica cobró vida de nuevo, Saint James se encontró hablando con una tal Cheryl Bennett.

Le contó a Saint James que la persona que llevó los planos arquitectónicos al despacho del señor Kiefer era un hombre. Y a la pregunta de si recordaba algo especial sobre él, la mujer se rio tontamente.

– Claro. No es habitual verlas en el condado de Orange.

– ¿Verlas?

– Rastas. -Reveló que el hombre que llevó los planos tenía aspecto caribeño-. Unas rastas largas hasta ya sabe dónde; sandalias, pantalones cortos vaqueros y camisa hawaiana: un aspecto bastante raro para un arquitecto, pensé. Pero tal vez sólo se encargaba de hacer sus entregas o algo así.

Concluyó diciendo que no había apuntado su nombre. No hablaron. Llevaba puestos unos auriculares y escuchaba música. Le recordó a Bob Marley.

Saint James dio las gracias a Cheryl Bennett y colgó.

Se acercó a la ventana y examinó las vistas de Saint Peter Port. Pensó en lo que le había dicho la secretaria y en lo que podría significar todo aquello. Después de meditarlo, sólo podía llegarse a una conclusión: nada de lo que habían descubierto hasta la fecha era lo que parecía.

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