Cuando Deborah se marchó de los apartamentos Queen Margaret, Cherokee y China estaban revisando sus pertenencias para asegurarse de que lo tenían todo antes de dejar la isla. Sin embargo, Cherokee le pidió a China su bolso y hurgó en él ruidosamente para coger su cartera. Anunció que buscaba dinero para salir todos a cenar fuera e irse de juerga.
– ¿Cuarenta libras, Chine? -acabó diciendo cuando vio la escasez de fondos de su hermana. Entonces, declaró-: Dios mío. Supongo que tendré que pagar yo la cena.
– Vaya, eso sí que es todo un cambio -observó China.
– Espera. -Cherokee levantó un dedo como un hombre alcanzado de repente por la inspiración-. Apuesto a que en High Street habrá un cajero que puedas utilizar.
– Y si no lo hay -añadió China-, da la casualidad de que tengo la tarjeta de crédito.
– Cielos. Hoy es mi día de suerte.
Hermano y hermana se rieron juntos amigablemente. Abrieron sus bolsas de viaje para revisarlo todo. En ese momento, Deborah se despidió de ellos. Cherokee fue quien la acompañó a la puerta. Fuera, la detuvo bajo la luz tenue del umbral.
Entre las sombras, se parecía más al joven que en el fondo seguramente siempre sería.
– Debs, gracias -le dijo-. Sin ti… Sin Simón… Yo… Gracias.
– En realidad no creo que hayamos hecho demasiado.
– Habéis hecho mucho. Y, de todas formas, estabais aquí, ofreciéndonos vuestra amistad. -Soltó una risa breve-. Ojalá hubiera llegado a más. Maldita sea. ¿Lo sabías? Apuesto a que sí. Mujer casada. Nunca tuve suerte contigo.
Deborah parpadeó. Se puso colorada, pero no dijo nada.
– El momento equivocado, el lugar equivocado -continuó Cherokee-. Pero si las cosas hubieran sido distintas, entonces o ahora… -Miró detrás de ella al minúsculo patio y, más allá, a las farolas de la calle-. Sólo quería que lo supieras. Y no es por esto, no es por lo que has hecho por nosotros. Siempre fue así.
– Gracias -dijo Deborah-. Gracias. Lo recordaré, Cherokee.
– Si alguna vez…
Deborah le puso la mano en el brazo.
– No la habrá -dijo-. De todas maneras, gracias.
– Sí, bueno -dijo él, y le dio un beso en la mejilla. Entonces, antes de que Deborah pudiera apartarse, la cogió de la barbilla y le dio un beso en la boca. Su lengua tocó sus labios, los separó, se entretuvo y se retiró-. He querido hacerlo desde la primera vez que te vi -dijo-. ¿Cómo tuvieron tanta suerte esos chicos ingleses?
Deborah se retiró, pero seguía notando su sabor. Sintió que el corazón le latía con suavidad, rápido y puro. Sin embargo, no sería así si se quedaba un rato más con Cherokee River en la penumbra.
– Los ingleses siempre tenemos suerte -dijo, y lo dejó junto a la puerta.
Quería pensar en ese beso y todo lo que lo había precedido mientras regresaba al hotel. Así que no regresó directamente, sino que bajó Constitution Steps y se dirigió hacia High Street.
Había muy poca gente por la calle. Las tiendas estaban cerradas, y los restaurantes estaban más adelante, hacia Le Pollet. Tres personas hacían cola en el cajero de Cherokee delante de un Nat West, y un grupo de cinco chicos adolescentes compartían una ruidosa conversación de móvil que resonaba en los edificios de la estrecha calle. Un gato delgaducho subió los escalones del muelle y salió corriendo, avanzando por delante de una zapatería mientras cerca, en alguna parte, un perro ladraba ferozmente y la voz de un hombre lo mandaba callar.
Donde High Street giraba hacia la derecha y se convertía en Le Pollet, descendiendo hacia el puerto en una pendiente de adoquines pulcramente colocados, Smith Street marcaba un pasadizo colina arriba. Deborah torció ahí y empezó a subir, pensando en cómo los acontecimientos podían dar un giro radical en tan sólo doce horas. Lo que había comenzado con preocupación y creciente desesperación había acabado en jolgorio, también en confesión. No obstante, lo descartó rápidamente. Sabía que las palabras de Cherokee eran fruto de la satisfacción eufórica del momento, de experimentar la libertad que a punto había estado de perder. Nada que se dijera en pleno júbilo podía tomarse en serio.
Sin embargo, el beso… Sí podía tomárselo en serio, interpretarlo por lo que era: un simple beso, nada más. Le había gustado la sensación. Más aún, le había gustado la emoción. Pero tuvo la prudencia de no confundir la emoción con otra cosa. Y no sentía deslealtad a Simón ni tampoco culpa. Al fin y al cabo, sólo había sido un beso.
Sonrió al revivir los momentos que lo habían precedido. Esa alegría infantil siempre había sido una característica del hermano de China. Este intervalo en Guernsey había sido una excepción en sus treinta y tres años de edad, no la regla.
Ahora los hermanos podían reanudar sus viajes o regresar a casa. En cualquier caso, se llevaban una parte de Deborah con ellos, la niña que se había convertido en mujer en los tres años que pasó en California. Sin duda, Cherokee seguiría exasperando a su hermana y China seguiría frustrando a su hermano. Seguirían discutiendo como lo harían dos personalidades complejas. Pero al final siempre acabarían juntos. Así eran los hermanos.
Mientras pensaba en su relación, Deborah pasó por delante de las tiendas de Smith Street, apenas consciente de lo que había a su alrededor. Sólo cuando llegó a la mitad se detuvo, a unos treinta metros del quiosco donde antes había comprado el periódico. Miró los edificios a cada lado de la calle: la Oficina de Asesoramiento al Ciudadano, Marks & Spencer, Viajes Davies, Panadería Fillers, Galería Saint James, Librería Buttons… Al ver todos aquellos comercios y otros más, frunció el ceño. Volvió sobre sus pasos hasta el principio de la calle y luego caminó un poco más despacio -más atentamente- otra vez hacia el final. Se detuvo cuando llegó al monumento a los caídos. “Tendré que pagarme yo la comida.”
Regresó deprisa al hotel.
No encontró a Simón en su habitación sino en el bar. Estaba leyendo el Guardian mientras disfrutaba de un whisky, que descansaba junto a su codo. Un contingente de hombres de negocios compartía el bar con él, tomando ruidosamente sus gin-tonics mientras picoteaban palomitas de unos cuencos. El ambiente estaba enrarecido por el humo del tabaco y el sudor de demasiados cuerpos sin asear al final de un largo día de finanzas en un paraíso fiscal.
Deborah pasó entre ellos para reunirse con su marido. Vio que Simón se había arreglado para cenar.
– Iré a cambiarme.
– No hace falta -dijo él-. ¿Quieres que entremos ya, o te apetece tomar una copa antes?
A Deborah le extrañó que no le preguntara dónde había estado. Simón dobló el periódico y cogió el whisky, esperando a que contestara.
– Yo… ¿Un jerez, quizá? -respondió.
– Iré a buscártelo -dijo, y fue a la barra, pasando por entre los demás clientes del bar.
– He estado con China -le dijo Deborah cuando regresó con su bebida-. Han soltado a Cherokee. Les han dicho que podían irse. De hecho, les han dicho que tenían que irse en cuanto hubiera un vuelo disponible que saliera de la isla. ¿Qué ha pasado?
Simón pareció examinarla durante un rato tan prolongado, que hizo asomar el calor a sus mejillas.
– Cherokee River te cae bastante bien, ¿verdad? -le dijo.
– Me caen bastante bien los dos. Simón, ¿qué ha pasado? Cuéntamelo, por favor.
– El cuadro era robado, no comprado -dijo, y añadió sin alterarse-: Lo robaron en el sur de California.
– ¿En el sur de California? -Deborah sabía que su voz transmitiría preocupación al instante, pero no pudo evitarlo, a pesar de los acontecimientos de las últimas dos horas.
– Sí, en el sur de California. -Simón le contó la historia del cuadro. La miró durante todo el rato, una mirada larga que empezó a irritarla, porque hacía que se sintiera como una niña que ha decepcionado a su padre de algún modo. Odiaba aquella mirada suya, siempre la había odiado; pero no dijo nada, esperando a que completara su explicación-. Las buenas monjas del hospital Saint Clare tomaron precauciones con el cuadro cuando supieron lo que tenían, pero no las suficientes. Alguien de dentro averiguó o ya conocía la ruta, la forma de traslado y el destino. La furgoneta era blindada y los guardias iban armados, pero estamos hablando de Estados Unidos, tierra de la libertad y la compra fácil de cualquier cosa, desde AK-47 a explosivos.
– Entonces, ¿asaltaron la furgoneta?
– Cuando volvía de ser restaurado. Tan fácil como eso. Asaltada por algo insospechado en una autopista de California.
– Una caravana. Obras en la carretera.
– Ambas cosas.
– Pero ¿cómo lo hicieron? ¿Cómo pudieron escapar?
– La furgoneta se recalentó en la aglomeración, ayudada por una pequeña filtración en el radiador, como se descubrió luego. El conductor se detuvo en el arcén. Tuvo que bajarse para mirar el motor. Un motorista se ocupó del resto.
– ¿Delante de tantos testigos como había en todos los demás coches y camiones?
– Sí, pero ¿qué vieron en realidad? Un motorista que primero se para a ayudar a un vehículo averiado y que luego se va serpenteando por entre los carriles llenos de coches que avanzan lentamente…
– Incapaces de seguirle. Sí, ya veo cómo pasó. Pero ¿dónde…? ¿Cómo sabría Guy Brouard que…? ¿Hasta el sur de California?
– Llevaba años buscando el cuadro, Deborah. Si yo he encontrado el artículo en Internet, ¿qué dificultad supondría para él hacer lo mismo? Y en cuanto tuvo la información, su dinero y una visita en California hicieron el resto.
– Pero si no sabía que era una obra tan importante… ni quién era el artista…; nada, en realidad… Simón, eso significa que durante años tuvo que seguir todos los artículos sobre arte que pudo encontrar.
– Disponía del tiempo para hacerlo. Y esta historia era extraordinaria. Un veterano de la segunda guerra mundial dona en su lecho de muerte un recuerdo de la guerra al hospital que le salvó la vida a su hijo cuando era pequeño. El regalo resulta ser una obra de arte valiosísima que nadie sabía que el artista hubiera pintado. Vale muchos millones, y las monjas van a subastarla para financiar su hospital. Es una gran historia, Deborah. Sólo era cuestión de tiempo que Guy Brouard la viera y decidiera actuar.
– Así que fue allí personalmente…
– Para organizar los preparativos, sí. Eso fue todo. Para organizar los preparativos.
– Entonces… -Deborah sabía cómo podría interpretar Simón su siguiente pregunta; pero la hizo de todos modos porque necesitaba saberlo, porque había algo que no iba bien y lo notaba. Lo había notado en Smith Street. Lo notaba ahora-. Si todo esto pasó en California, ¿por qué el inspector Le Gallez ha soltado a Cherokee? ¿Por qué les ha dicho a los dos, a Cherokee y a China, que se fueran de la isla?
– Imagino que tendrá nuevas pruebas -contestó Simón-, algo que señala a otra persona.
– ¿No le has contado…?
– ¿Lo del cuadro? No, no se lo he contado.
– ¿Por qué?
– La persona que entregó el cuadro al abogado de Tustin para que lo transportara a Guernsey no era Cherokee River, Deborah. No se parecía en nada a él. Cherokee River no estuvo implicado.
Antes de que Paul Fielder llegara a poner la mano en el pomo, Billy abrió la puerta de su casa adosada en Bouet. Obviamente, había estado esperando a que Paul regresara, sin duda sentado en el salón con el televisor a todo volumen, fumando y bebiendo cerveza, gritando a los pequeños que le dejaran en paz si se acercaban demasiado. Estaría mirando por la ventana desde el momento en que Paul apareció en el sendero irregular. Cuando le vio caminando en dirección a la puerta, se colocó donde sería el primero en encontrarse con él.
Paul aún no había entrado en la casa cuando Billy dijo:
– Bueno, míralo. La bola de pelo por fin ha vuelto a casa. ¿La policía te ha soltado, mamón? ¿Te han metido un buen rato en la trena? Dicen que es lo que mejor hace la pasma.
Paul le empujó al pasar.
– ¿Es nuestro Paulie? -oyó que su padre gritaba desde arriba.
– ¿Paulie? ¿Eres tú, cielo? -dijo su madre desde la cocina.
Paul miró hacia las escaleras y luego hacia la cocina y se preguntó qué hacían sus padres en casa. Cuando caía la noche, su padre siempre regresaba de la cuadrilla de obras; pero su madre trabajaba hasta tarde en la caja de Boots y siempre hacía horas extras si podía, lo que pasaba la mayoría de los días. Por lo tanto, cada cual se arreglaba la cena como podía. Se calentaba una lata de sopa o de judías. Tal vez comía unas tostadas. Todos se preparaban lo suyo, excepto los pequeños. Por lo general, era Paul quien se ocupaba de ellos.
Fue hacia las escaleras, pero Billy le detuvo.
– Eh. ¿Dónde está el perro, mamón? -le dijo-. ¿Dónde está tu fiel com-pa-ñe-ro?
Paul dudó. De inmediato, sintió que el miedo se apoderaba de él. No había visto a Taboo desde la mañana, cuando había venido la policía. En la parte trasera del coche patrulla, se había dado la vuelta porque Taboo los seguía. El perro ladraba. Corría tras ellos, decidido a alcanzarlos.
Paul miró a su alrededor. ¿Dónde estaba Taboo?
Juntó los labios para silbar, pero tenía la boca demasiado seca. Oyó que su padre bajaba las escaleras. Al mismo tiempo, su madre salió de la cocina. Llevaba un delantal manchado de kétchup. Se limpió las manos en un paño.
– Paulie -dijo su padre con voz sombría.
– Cariño -dijo su madre.
Billy se rio.
– Lo han atropellado. Al estúpido perro lo han atropellado. Primero un coche y luego un camión, y el tío siguió corriendo. Ha acabado ladrando como una hiena en el arcén de la carretera, esperando a que llegara alguien y le pegara un tiro.
– Ya basta, Billy -dijo Ol Fielder bruscamente-. Vete al pub o a donde te apetezca.
– No quiero… -dijo Billy.
– ¡Haz caso a tu padre! -chilló Mave Fielder. Era algo tan extraño en la dócil madre de Paul, que su hijo mayor se quedó mirándola con la boca abierta como un hipopótamo antes de dirigirse a la puerta arrastrando los pies, donde cogió su chaqueta vaquera.
– Bobo de mierda -le dijo a Paul-. No puedes cuidar de nada, ¿verdad? Ni siquiera de un perro estúpido. -Salió a la noche y cerró de un portazo. Paul oyó que soltaba una carcajada nauseabunda y decía-: Que os den por el culo, fracasados.
Pero nada de lo que dijera o hiciera Billy podía afectarle. Entró en el salón tambaleándose, pero no veía nada excepto la imagen de Taboo: Taboo corriendo detrás del coche de policía; Taboo en el arcén de la carretera, herido de muerte, pero ladrando y gruñendo enloquecido para que nadie se acercara por temor a sus dientes. Era todo culpa suya por no gritar a los policías que pararan el tiempo suficiente para que su perro subiera al coche, o al menos, el tiempo suficiente para llevar al chucho a casa y atarlo.
Notó que sus rodillas chocaban con el viejo y raído sofá y se desplomó en él con la vista borrosa. Alguien cruzó la habitación para acercarse a él y sintió que un brazo le rodeaba los hombros. Se suponía que tenía que ser un consuelo, pero era como una barra de metal caliente. Paul gritó e intentó zafarse.
– Sé que estás afectado, hijo -le dijo su padre al oído, por lo que no se le escaparon sus palabras-. El pobre está en el veterinario. Nos han llamado enseguida. Han localizado a tu madre en el trabajo, porque alguien sabía de quién era el animal.
“Animal.” Su padre había llamado a Taboo “animal”. Paul no podía soportar el sonido de esa palabra tan vacía para referirse a su amigo, la única persona que lo conocía realmente de verdad. Porque ese perro sarnoso era una persona. No era más animal que el propio Paul.
– Así que iremos enseguida. Nos están esperando -acabó su padre.
Paul lo miró, confundido, asustado. ¿Qué había dicho?
Mave Fielder parecía saber lo que Paul estaba pensando.
– Aún no lo han sacrificado, cariño -dijo-. Les he dicho que no. Les he dicho que esperaran. Les he dicho: “Nuestro Paulie tiene que estar allí para despedirse, así que hagan lo que puedan para que esté cómodo y déjenlo ahí hasta que Paul esté a su lado”. Papá te llevará. Los niños y yo… -Señaló hacia la cocina, donde sin duda los hermanos y la hermana de Paul estaban cenando; era todo un lujo tener a su madre en casa para prepararles la comida por una vez-. Nosotros te esperaremos aquí, cielo. -Paul y su padre se levantaron, y cuando Paul pasó por delante de ella, añadió-: Lo siento mucho, Paul.
Fuera, el padre de Paul no dijo nada más. Caminaron hasta la vieja furgoneta cuyas letras rojas descoloridas aún visibles en el lateral decían: “Carnicería Fielder, mercado de carne”. Se subieron en silencio, y Ol Fielder arrancó.
Tardaron muchísimo en llegar desde Bouet, porque la consulta abierta las veinticuatro horas estaba al otro lado de la isla, en Route Isabelle, y no había un camino recto para ir. Así que tuvieron que cruzar Saint Peter Port a la peor hora del día y, durante todo el viaje, Paul estuvo sufriendo una enfermedad que convirtió en líquido su estómago. Le sudaban las manos y tenía la cara helada. Veía al perro, pero no podía ver nada más: sólo su imagen corriendo y ladrando detrás de ese coche patrulla porque lo estaban alejando de la única persona a la que quería en el mundo. Paul y Taboo nunca se habían separado. Incluso cuando Paul estaba en el colegio, el perro le esperaba allí, con paciencia de santo y sin alejarse.
– Aquí, hijo. Pasa adentro, ¿de acuerdo?
La voz de su padre era dulce, y Paul dejó que le condujera a la puerta de la consulta. Lo veía todo borroso. Olía la mezcla de animales y medicamentos. Oía las voces de su padre y del ayudante del veterinario. Pero en realidad no veía nada y no lo vio hasta que lo llevaron al fondo, al rincón silencioso y poco iluminado donde una estufa eléctrica daba calor a un bulto tapado y un gota a gota enviaba un calmante a las venas de ese pequeño bulto.
– No siente dolor -le murmuró el padre de Paul al oído justo antes de que alargara la mano hacia el perro-. Les hemos dicho eso, hijo: que estuviera cómodo, que no lo sacrificaran porque queríamos que supiera que su Paulie estaba con él. Y es lo que han hecho.
Otra voz se unió a él.
– ¿Eres el dueño? ¿Eres Paul?
– Sí, es él -dijo Ol Fielder.
Hablaron por encima de la cabeza de Paul mientras el chico se inclinaba sobre el perro y retiraba la manta para ver a Taboo, que estaba con los ojos medio cerrados, jadeando superficialmente y con una aguja insertada en una franja afeitada de la pata. Paul bajó la cabeza hacia la del perro. Respiró en el hocico de regaliz de Taboo. El perro gimoteó y movió los ojos cansinamente. Sacó la lengua -con un movimiento muy débil- y acarició la mejilla de Paul para saludarle tímidamente.
¿Quién podía saber lo que compartían, lo que eran y lo que sabían juntos? Nadie. Porque lo que tenían, eran y sabían era sólo suyo. Cuando la gente pensaba en un perro, pensaban en un animal. Pero Paul nunca había pensado en Taboo de esa manera. El perro era una criatura de Dios. Estar con un perro era estar con el amor y la esperanza.
“Estúpidos, estúpidos, estúpidos”, habría dicho su hermano.
“Estúpidos, estúpidos, estúpidos”, habría dicho todo el mundo.
Pero a Paul y Taboo les daba igual. Compartían un alma. Eran parte del mismo ser.
– … procedimientos quirúrgicos -estaba diciendo el veterinario. Paul no sabía si hablaba con su padre o con otra persona-… el bazo, pero no tiene por qué ser mortal… el mayor reto… las piernas traseras… podría ser un esfuerzo inútil al final… es difícil saberlo… es complicado.
– Me temo que será imposible -dijo Ol Fielder con pesar-. El coste… No quiero que se ofenda…
– Lo entiendo… Por supuesto.
– Quiero decir, esto de hoy… Lo que ha hecho… -Suspiró impetuosamente-. Costará…
– Sí. Entiendo… Por supuesto… Igualmente, es una posibilidad muy remota, con la cadera aplastada… una ortopedia importante…
Paul levantó la cabeza al darse cuenta de lo que estaban comentando su padre y el veterinario. Desde su posición, inclinado sobre el perro, ambos parecían gigantes: el veterinario con su larga bata blanca y Ol Fielder con su ropa de trabajo llena de polvo. Pero, de repente, eran gigantes de promesa para Paul. Le daban esperanzas, y eso era lo único que necesitaba.
Se irguió y cogió a su padre del brazo. Ol Fielder le miró, entonces negó con la cabeza.
– Es más de lo que podemos pagar, hijo mío, más de lo que podemos permitirnos tu madre y yo. Y aunque pudiéramos, el pobre Taboo probablemente no volvería a ser el mismo.
Paul centró su mirada angustiada en el veterinario. Llevaba una placa de plástico que lo identificaba como Alistair Knight, veterinario colegiado.
– Será más lento -dijo el hombre-, es verdad. Con el tiempo, también tendrá artritis. Y como he dicho, existe la posibilidad de que nada de esto lo mantenga con vida. Aunque así fuera, la convalecencia duraría meses.
– Demasiado -dijo Ol Fielder-. Lo entiendes, ¿verdad, Paulie? Tu madre y yo… No podemos, hijo… Estamos hablando de una fortuna. No tenemos… Lo siento mucho, Paul.
El señor Knight se agachó y pasó la mano por el pelo alborotado de Taboo.
– Pero es un buen perro. ¿Verdad que lo eres, chico? -Y como si lo entendiera, Taboo volvió a sacar la lengua pálida. Temblaba y resollaba. Sus patas delanteras se movían-. Tendremos que sacrificarlo, entonces -dijo el señor Knight, levantándose-. Prepararé la inyección. -Y le dijo a Paul-: Será un consuelo para los dos si lo sujetas.
Paul volvió a inclinarse sobre el perro, pero no cogió a Taboo en sus brazos como habría hecho en otras circunstancias. Levantarlo le haría más daño, y Paul no quería hacerle más daño.
Ol Fielder arrastró los pies mientras esperaban a que regresara el veterinario. Paul arropó el cuerpo de su herido Taboo con cuidado. Alargó la mano y acercó la estufa eléctrica, y cuando el veterinario volvió con dos agujas en la mano, Paul al fin estaba preparado.
Ol Fielder se agachó, y también el veterinario. Paul alargó la mano y detuvo al médico.
– Yo tengo dinero -le dijo al señor Knight tan claramente que podría estar pronunciando las primeras palabras de la historia entre dos personas-. No me importa lo que cueste. Salve a mi perro.
Deborah y su marido estaban acabando el primer plato de la cena cuando el metre se acercó a ellos respetuosamente y se dirigió a Simón. Dijo que había un caballero -pareció utilizar el término con imprecisión- que quería hablar con el señor Saint James. Estaba esperando justo fuera del restaurante. ¿Deseaba el señor enviarle un mensaje, hablar con él ahora?
Simón se giró para mirar en la dirección de la que había venido el metre. Deborah hizo lo mismo y vio a un hombre de aspecto torpe con un anorak verde oscuro merodeando por la puerta, observándolos, observándola a ella, al parecer. Cuando sus ojos se encontraron, pasó a mirar a Simón.
– Es el inspector en jefe Le Gallez -dijo Simón-. Discúlpame, cariño. -Y fue a hablar con el hombre.
Los dos dieron la espalda a la puerta. Hablaron durante menos de un minuto, y Deborah los observó, intentando interpretar la aparición inesperada del policía en su hotel mientras también intentaba evaluar la intensidad -o ausencia de la misma- de su conversación. Enseguida, Simón regresó con ella, pero no se sentó.
– Tengo que irme. -Estaba serio. Cogió la servilleta que había dejado encima de la silla y la dobló con sumo cuidado, como hacía siempre.
– ¿Por qué? -preguntó Deborah.
– Parece que yo tenía razón. Le Gallez tiene nuevas pruebas. Quiere que les eche un vistazo.
– ¿Y no puede esperar a que acabemos…?
– Está impaciente. Al parecer, quiere hacer una detención esta noche.
– ¿Una detención? ¿De quién? ¿Con tu aprobación o algo? Simón, no será…
– Tengo que irme, Deborah. Sigue cenando. No debería tardar. Sólo tengo que ir a la comisaría. Iré un momento a la vuelta de la esquina y volveré directamente. -Se inclinó y le dio un beso.
– ¿Por qué ha venido personalmente a buscarte? -preguntó ella-. Podría haber… ¡Simón! -Pero su marido ya estaba marchándose.
Deborah se quedó sentada un momento, mirando la única vela que parpadeaba en la mesa. Tenía esa sensación incómoda que suele tener alguien cuando escucha una mentira descarada. No quería salir corriendo detrás de su marido y exigirle una explicación, pero al mismo tiempo sabía que no podía quedarse sentada dócilmente como una buena niña. Encontró el término medio y se fue del restaurante para pasar al bar, donde había una ventana que daba a la parte delantera del hotel.
Vio que Simón estaba poniéndose el abrigo. Le Gallez hablaba con un policía uniformado. En la calle, un coche patrulla estaba parado con un conductor al volante. Detrás del coche esperaba una furgoneta blanca de la policía a través de cuyas ventanillas Deborah vio las siluetas de otros policías.
Soltó un pequeño grito. Sentía el dolor que había en él y sabía a qué se debía. Pero no tenía tiempo para evaluar los daños. Salió corriendo del bar.
Había dejado el bolso y el abrigo en la habitación. A sugerencia de Simón, se dio cuenta ahora. Le había dicho: “No vas a necesitarlos, ¿verdad, cariño?”, y ella había colaborado como siempre hacía… Tan sabio él, tan preocupado, tan… ¿qué? Tan decidido a evitar que lo siguiera; mientras que él, por supuesto, tenía su abrigo en algún lugar cerca del restaurante porque había sabido desde el principio que Le Gallez iría a buscarle mientras cenaban.
Sin embargo, Deborah no era la mujer estúpida que al parecer creía su marido. Contaba con la ventaja de su intuición. También contaba con la ventaja, más importante aún, de haber estado donde creía que se dirigían. Donde tenían que dirigirse, a pesar de todo lo que Simón le había dicho antes para que pensara lo contrario.
Con el abrigo y el bolso, bajó deprisa las escaleras y salió a la noche. Los vehículos policiales se habían ido y habían dejado la calzada vacía y la calle libre. Echó a correr hacia el aparcamiento, situado a la vuelta de la esquina del hotel y delante de la comisaría de policía. No le sorprendió no ver ningún coche patrulla en el patio: era altamente improbable que Le Gallez hubiera ido a buscar a Simón con escolta y lo hubiera transportado hasta las dependencias de la policía de los estados, a menos de cien metros de allí.
– Hemos llamado a la mansión para informarla -le estaba diciendo Le Gallez a Saint James mientras se dirigían a toda velocidad hacia Saint Martin cruzando la oscuridad-, pero no ha contestado.
– ¿Qué cree que significa?
– Espero con todas mis fuerzas que signifique que tenía planes esta noche: un concierto, un servicio religioso, una cena con una amiga. Está en los samaritanos y tal vez tuviera algo que hacer. Esperemos que sí.
Tomaron las curvas que subían por Le Val des Terres, pegados al muro lleno de musgo que contenía la ladera y los árboles. Con la furgoneta siguiéndolos de cerca, penetraron en la zona de Fort George, donde las farolas brillaban sobre el prado vacío que bordeaba el extremo este de Fort Road. Las casas al oeste parecían extrañamente deshabitadas a esa hora, salvo la de Bertrand Debiere. En la parte delantera de la vivienda, todas las luces estaban encendidas, como si el arquitecto tuviera visita.
Se dirigieron deprisa hacia Saint Martin. El único sonido que escuchaban eran las interferencias periódicas de la radio de la policía. Le Gallez la cogió cuando por fin entraron en uno de los estrechos senderos omnipresentes en la isla y, serpenteando por debajo de los árboles, llegaron al muro que marcaba los límites de Le Reposoir. Le dijo al conductor de la furgoneta que los seguía que cogiera el desvío que le conduciría directamente a la bahía. “Deja el vehículo allí y que tus hombres suban por el sendero” fueron sus instrucciones. Se reunirían junto a la verja de la finca.
– Y, por el amor de Dios, que no os vea nadie -le ordenó antes de dejar la radio en su sitio. Al conductor de su coche le dijo-: Para en el Bayside. Ve por detrás.
El Bayside era un hotel, cerrado en temporada baja como muchos otros hoteles fuera de Saint Peter Port. Era una mole que se alzaba en la oscuridad al borde de la carretera, a un kilómetro de la verja de Le Reposoir. Se dirigieron hacia la parte de atrás, donde había un cubo de basura junto a una puerta cerrada con candado. Una hilera de luces de seguridad se encendió de inmediato. Le Gallez se apresuró a desabrocharse el cinturón y abrir la puerta del coche en cuanto el vehículo se detuvo.
Mientras caminaban por la carretera hacia la finca de Brouard, Saint James amplió el conocimiento que tenía Le Gallez sobre el trazado de la propiedad. Una vez cruzado el muro, penetraron entre los densos castaños del sendero y esperaron a que los agentes de la furgoneta subieran por el camino de la bahía y se reunieran con ellos.
– ¿Está seguro de todo esto? -fue lo único que murmuró Le Gallez mientras esperaban en la oscuridad y movían los pies para calentarlos.
– Es la única explicación que encaja -contestó Saint James.
– Más le vale.
Pasaron casi diez minutos antes de que los otros policías -jadeando tras haber subido deprisa desde la bahía- cruzaran la verja y desaparecieran entre los árboles para reunirse con ellos.
– Enséñenos dónde está -le dijo entonces Le Gallez a Saint James, y le dejó pasar en primer lugar.
El milagro de estar casado con una fotógrafa era su capacidad para fijarse en los detalles: lo que Deborah advertía y recordaba. Así que no suponía un gran reto encontrar el dolmen. Su principal preocupación era que nadie los viera: desde la casa de los Duffy, en los límites de la propiedad, o desde la mansión, donde Ruth Brouard no había contestado al teléfono. Por lo tanto, avanzaron lentamente por el extremo este del sendero. Rodearon la casa a unos treinta metros de distancia, aferrándose a la protección que ofrecían los árboles y abriéndose paso sin utilizar linternas.
La noche era extraordinariamente oscura; un manto denso de nubes oscurecía la luna y las estrellas. Los hombres caminaban en fila india por debajo de los árboles, con Saint James encabezando el grupo. De esta forma, se acercaron a los arbustos de detrás de los establos, buscando un claro en el seto que los llevaría al bosque y al sendero, tras el cual estaba el prado cercado con un muro donde se encontraba el dolmen.
Al no haber escalones, el muro de piedra no ofrecía un acceso sencillo al prado que se extendía detrás. Para alguien que no estuviera impedido por un aparato ortopédico en la pierna, saltar el muro no suponía un gran problema; pero para Saint James, la situación era más complicada y la oscuridad la dificultaba aún más.
Le Gallez pareció darse cuenta. Encendió una pequeña linterna que sacó de su bolsillo y, sin decir nada, avanzó por el muro hasta que encontró un lugar donde las piedras se habían desprendido y ofrecían un hueco estrecho por el que alguien podría auparse con mayor facilidad.
– Por aquí podremos, creo -murmuró, y entró primero en el prado.
Una vez dentro, se encontraron rodeados por brezos, heléchos y zarzas. A Le Gallez se le enganchó el anorak de inmediato, y dos de los policías que le seguían pronto empezaron a soltar tacos en voz baja porque se habían clavado espinas de los arbustos.
– Dios santo -farfulló Le Gallez mientras arrancaba su chaqueta de la rama en la que se había enganchado-. ¿Está seguro de que es aquí?
– Tiene que haber un acceso más fácil -dijo Saint James.
– Eso seguro, maldita sea. -Le Gallez dijo a uno de los otros hombres-: Ilumina más aquí, Saumarez.
– No queremos alertar… -dijo Saint James.
– No vamos a servir de una mierda, si acabamos atrapados como un bicho en una tela de araña -dijo Le Gallez-. Dale, Saumarez. Enfoca hacia abajo.
El policía en cuestión llevaba una linterna potente que inundó de luz el suelo cuando la encendió. Saint James se quejó al verlo -sin duda, parecía que desde la casa atisbarían las luces-; pero al menos la suerte los acompañó en cuanto al lugar que habían elegido para cruzar el muro, porque a menos de diez metros a su derecha, vislumbraron un sendero que cruzaba el prado.
– Apágala -ordenó Le Gallez al verlo. La luz desapareció. El inspector se abrió paso entre las zarzas, aplastándolas para los hombres que le seguían. La oscuridad era, por lo tanto, un regalo y una maldición. Les había impedido encontrar fácilmente el sendero que atravesaba el prado, dejándolos en medio de un pantano botánico; pero también ocultaba su paso por entre la vegetación hacia el sendero principal, que habría quedado al descubierto si la luna y las estrellas fueran visibles.
El dolmen era tal como Deborah se lo había descrito a Saint James. Se alzaba en el centro del prado, como si varias hectáreas de tierra lo hubieran cubierto durante generaciones en el pasado con la intención explícita de protegerlo. Para los no instruidos, podría parecer un montículo inexplicable colocado sin motivo alguno en medio de un campo abandonado hacía tiempo. Pero para alguien aficionado a la prehistoria, habría señalado un lugar que merecía la pena excavar.
Se accedía a él por un camino estrecho abierto en la vegetación que lo rodeaba, bordeaba su circunferencia y medía algo menos de sesenta centímetros. Los hombres siguieron este sendero hasta que llegaron a la gruesa puerta de madera con el candado de combinación colgando de la aldabilla.
Le Gallez se detuvo ahí, encendió su linterna de bolsillo otra vez, en esta ocasión para iluminar el candado. Después, la enfocó hacia los heléchos y las zarzas.
– No es fácil esconderse aquí -dijo en voz baja.
Era verdad. Si querían tumbarse para esperar al asesino, no lo tendrían fácil. Por otro lado, no les haría falta alejarse mucho del dolmen, puesto que la vegetación era tan densa que proporcionaba un buen escondite.
– Hughes, Sebastian, Hazell -dijo Le Gallez señalando la vegetación con la cabeza-. Ocupaos. Tenéis cinco minutos. Quiero acceso sin visibilidad, y silencio, por el amor de Dios. Si os rompéis una pierna, os lo guardáis para vosotros. Hawthorne, tú ponte junto al muro. Si alguien se acerca, tengo el busca en modo vibrador. El resto apagad los móviles, los buscas, las radios. Que nadie hable, que nadie estornude, que nadie eructe, que nadie se tire un pedo. Si la cagamos, tendremos que empezar desde cero y no estaré nada contento. ¿Lo captáis? Andando.
Saint James sabía que contaban con la ventaja de la hora. Porque aunque parecía que era noche cerrada, aún no era tarde. Había pocas posibilidades de que su asesino se aventurara a ir al dolmen antes de medianoche. El riesgo de toparse con alguien en la finca a una hora más temprana era demasiado alto, y no podían darse demasiadas excusas para estar merodeando de noche por los jardines de Le Reposoir sin la ayuda de una linterna.
Así que fue una sorpresa para Saint James oír que Le Gallez reprimía un taco y anunciaba lacónicamente menos de quince minutos después:
– Hawthorne tiene a alguien en el perímetro. Mierda, todo se va al garete. -Y luego se dirigió a los policías que aún estaban aplastando las zarzas a unos cinco metros de la puerta de madera-: He dicho cinco minutos, chicos. Vamos para allá.
Pasó primero, y Saint James le siguió. Los hombres de Le Gallez habían logrado colocar en la maleza una pantalla del tamaño de una jaula para perros. Era idónea para dos observadores. Se apretujaron cinco.
Quienquiera que se acercara lo hacía deprisa, sin titubear a la hora de saltar el muro y recorrer el sendero. Enseguida, una figura oscura se movió en la oscuridad. Sólo una sombra alargada en los heléchos que crecían en el túmulo marcaba el avance de alguien que caminaba con la seguridad de haber estado antes en ese lugar.
Entonces, la persona habló en voz baja, con firmeza e inconfundiblemente:
– Simón, ¿dónde estás?
– Qué cono… -masculló Le Gallez.
– Sé que estás aquí y no voy a irme -dijo Deborah claramente.
Saint James exhaló, medio maldiciendo, medio suspirando. Tendría que haberlo pensado.
– Ha atado cabos -le dijo a Le Gallez.
– Dígame algo que me sorprenda -comentó el inspector en jefe-. Llévesela de aquí.
– No va a ser fácil -dijo Saint James. Rozó a Le Gallez y a los policías al pasar. Regresó hacia el dolmen diciendo-: Aquí, Deborah.
Ella se dio la vuelta en su dirección.
– Me has mentido -le dijo simplemente.
Simón no contestó hasta que la alcanzó. Vio su cara, fantasmal en la oscuridad. Tenía los ojos grandes y oscuros, y le recordaron, en el peor de los momentos posibles, a esos mismos ojos de la niña que había asistido al funeral de su madre casi dos décadas atrás, confusos pero buscando a alguien en quien confiar.
– Lo siento -dijo-. No tenía alternativa.
– Quiero saber…
– Éste no es el lugar. Tienes que irte. Le Gallez ya ha hecho una excepción dejándome estar aquí a mí. No va a hacer otra excepción contigo.
– No -dijo-. Sé lo que piensas. Voy a quedarme para demostrarte que te equivocas.
– No se trata de acertar o de equivocarse -le dijo.
– Naturalmente -dijo ella-. Para ti nunca se trata de eso. Se trata de los hechos y de cómo los interpretas. Al diablo cualquiera que tenga una interpretación distinta. Pero yo conozco a estas personas, y tú no. Nunca las has conocido. Sólo las ves a través…
– Estás sacando conclusiones precipitadas, Deborah. No tenemos tiempo de discutir. Hay demasiado en juego. Tenemos que irnos.
– Entonces tendrás que sacarme tú de aquí. -Simón escuchó el tono de irrevocabilidad exasperante de su voz-. Tendrías que haberlo pensado antes. “¿Qué hago si la pequeña Deb descubre que no voy a la comisaría?”
– Deborah, por el amor de Dios…
– ¿Qué diablos está pasando?
Le Gallez hizo su pregunta justo detrás de Saint James. Avanzó hacia Deborah con toda la intención de intimidarla.
Saint James odiaba tener que admitir abiertamente ante alguien que apenas mandaba -y nunca había mandado, que Dios le asistiera- a esta pelirroja testaruda. En otro mundo, en otra época, un hombre podría haber tenido cierto poder sobre una mujer como Deborah. Pero, por desgracia, no vivían en ese mundo antiguo donde las mujeres pasaban a ser propiedad de sus hombres al casarse con ellos.
– No va a… -dijo Saint James.
– No voy a irme. -Deborah habló directamente al inspector Le Gallez.
– Señora, usted hará lo que le digan, maldita sea, o haré que la encierren -contestó el inspector en jefe.
– Perfecto -contestó Deborah-. Tengo entendido que se le da bien. Ya ha encerrado a mis dos amigos con escasos motivos. ¿Por qué no encerrarme a mí también?
– Deborah… -Saint James sabía que era inútil hacerla entrar en razón, pero lo intentó-. No conoces todos los hechos.
– ¿Y por qué será? -le preguntó significativamente.
– No ha habido tiempo.
– Oh, ¿en serio?
Saint James sabía por su tono -y por lo que interpretó como la esencia misma de la emoción que escondían sus palabras- que había juzgado mal el impacto que tendría en ella el que hubiera seguido adelante sin ponerla al corriente. Sin embargo, no estaba autorizado a informarla tan detalladamente como Deborah parecía querer. Las cosas habían sucedido demasiado deprisa.
– Vinimos aquí juntos -le dijo ella en voz baja-. Para ayudarlos juntos.
Simón sabía el resto de lo que Deborah no dijo: “Así que teníamos que acabar esto juntos”. Pero no era así, y en esos momentos no podía explicarle por qué. No eran una versión actual de Tommy y Tuppence van a Guernsey, divirtiéndose entre travesuras, confusiones y asesinatos. Había muerto un hombre de verdad, no un villano de cuento de hadas al que habían liquidado convenientemente porque se lo tenía bien merecido. La única forma de justicia que existía ahora para ese hombre era atrapar a su asesino en un momento de autodescubrimiento que corría peligro si Saint James no podía resolver esta situación con la mujer que tenía delante.
– Lo siento -dijo-. No hay tiempo. Te lo explicaré después.
– Bien. Estaré esperando -dijo ella-. Puedes ir a verme a la trena.
– Deborah, por el amor de Dios…
Le Gallez le interrumpió:
– Dios santo, hombre. -Y luego le dijo a Deborah-: Luego me ocuparé de usted, señora.
Se dio la vuelta y regresó a grandes zancadas a la pantalla. Saint James dedujo que Deborah podía quedarse. No le gustó demasiado, pero sabía que no debía seguir discutiendo con su mujer. Él también tendría que ocuparse de la situación en otro momento.