Capítulo 17

Margaret Chamberlain agarraba con fuerza el volante mientras regresaba a Le Reposoir. Eso le permitía concentrarse, consciente del esfuerzo que exigía ejercer la presión adecuada. Aquello, a su vez, le permitía mantenerse presente en el Range Rover para dirigirse hacia el sur por la bahía de Belle Greve sin pensar en su encuentro con lo que en teoría era la familia Fielder.

Encontrarlos había sido fácil: sólo aparecían dos Fielder en el listín, y uno de ellos vivía en Alderney. El otro residía en la Rué des Lierres, en una zona entre Saint Peter Port y Saint Sampson. Encontrar el lugar en el mapa no había supuesto ninguna dificultad. Encontrarlo en la realidad, sin embargo, había sido otro asunto, puesto que esta parte de la ciudad -llamada Bouet- estaba tan mal señalizada como mal diseñada.

A Margaret esta zona de Bouet le recordó demasiado a su lejano pasado en una familia con seis hijos que no sólo no llegaba a fin de mes, sino que no sabía qué era eso. En Bouet vivían los habitantes marginales de la sociedad de la isla, y las casas eran iguales a las que tenía este tipo de gente en todas las ciudades de Inglaterra. Aquí se veían viviendas adosadas horribles con puertas estrechas, ventanas de aluminio y revestimientos oxidados. En lugar de arbustos, había bolsas de basura a reventar, y en lugar de parterres, los pocos céspedes que había estaban cubiertos de escombros.

Mientras Margaret se bajaba del coche, dos gatos se bufaron por quedarse con un trozo de pastel de cerdo que había en una alcantarilla. Un perro hurgaba en un cubo de basura volcado. Unas gaviotas comían los restos de una barra de pan en un césped. Se estremeció al ver todo aquello, incluso sabiendo que sugería que dispondría de una clara ventaja en la conversación que se acercaba. Era evidente que los Fielder no estaban en posición de contratar a un abogado que les explicara sus derechos. No debería resultarle muy difícil, pensó, arrebatarles lo que correspondía a Adrián.

No había contado con la criatura que le abrió la puerta. Era una masa descomunal desarreglada y sucia de antagonismo masculino impropio.

– Buenos días. ¿Viven aquí los padres de Paul Fielder? -le preguntó Margaret con un tono agradable.

– Puede que sí, puede que no -fue su respuesta, y clavó la mirada en sus pechos con el propósito intencionado de ponerla nerviosa.

– Tú no eres el señor Fielder, ¿verdad? El padre… -dijo ella. Pero, naturalmente, no podía serlo. A pesar de su precocidad sexual intencionada, no parecía tener más de veinte años-. ¿Eres su hermano? Me gustaría hablar con tus padres, si están en casa. ¿Podrías decirles que vengo a hablar de tu hermano? Paul Fielder es tu hermano, ¿supongo bien?

El chico alzó la vista de sus pechos momentáneamente.

– Imbécil -dijo, y se alejó de la puerta.

Margaret interpretó aquello como una invitación a entrar y, cuando el patán desapareció al fondo de la casa, lo interpretó como una invitación a seguirle. Se encontró sola con él en una cocina minúscula que olía a beicon rancio, donde el chico se encendió un cigarrillo en el fogón y se dio la vuelta para mirarla mientras daba una calada.

– ¿Qué ha hecho ahora? -preguntó el hermano de Paul Fielder.

– Ha heredado una cantidad importante de dinero de mi marido, de mi ex marido, para ser exactos. Lo ha heredado arrebatándosela a mi hijo, que es a quien le corresponde. Me gustaría evitar una larga batalla judicial por este asunto, y he pensado que sería mejor ver si tus padres pensaban lo mismo.

– ¿Ah, sí? -preguntó el hermano de Paul Fielder. Se ajustó los sucios vaqueros azules en la cadera, cambió las piernas de posición y se tiró un sonoro pedo-. Perdón -dijo-. Disculpe mis modales en presencia de una dama. Se me olvidan.

– Tus padres no están, imagino. -Margaret se colocó el bolso debajo del brazo para indicar que su encuentro estaba acercándose rápidamente a su fin-. Si puedes decirles…

– Podrían estar arriba. Les gusta hacerlo por la mañana, ¿sabe? Y a usted ¿cuándo le gusta hacerlo?

Margaret decidió que su conversación con aquel gamberro se había prolongado demasiado.

– Si puedes decirles que ha venido Margaret Chamberlain, antes Brouard… Les llamaré más tarde. -Se dio la vuelta para irse por donde había venido.

– Margaret Chamberlain, antes Brouard -repitió el hermano de Paul Fielder-. No sé si podré recordar tanto. Necesitaré algo de ayuda. Es demasiado largo.

Margaret detuvo su marcha hacia la puerta.

– Si me das un papel, te lo escribiré.

Estaba en el pasillo entre la puerta y la cocina, y el joven se acercó a ella. Tenerlo tan cerca en el estrecho pasillo hacía que pareciera más amenazante, y el silencio en la casa arriba y abajo pareció amplificarse de repente.

– No estaba pensando en un papel. No recuerdo mejor con papeles.

– Bueno, pues eso es todo, ¿no? Tendré que telefonearles y presentarme yo misma. -Aunque se resistía a dejarlo, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.

El chico la alcanzó en dos pasos y le agarró la mano que tenía ya en el pomo. Margaret sintió su aliento caliente en la mejilla. Se acercó a ella y la presionó contra la puerta. Cuando la tuvo allí, le soltó la mano y la toqueteó hasta que encontró su entrepierna. La cogió con fuerza y la apretó contra él. Con la otra mano le agarró el pecho izquierdo. Sucedió todo en un segundo.

– Esto me ayudará a recordarlo -murmuró.

Lo único en lo que podía pensar Margaret, por muy ridículo que fuera, era qué había hecho con el cigarrillo que había encendido ¿Lo tenía en la mano? ¿Iba a quemarla?

Aquellos pensamientos disparatados en unas circunstancias en las que quemarla era, evidentemente, lo último que tenía en la cabeza aquel animal la alentaron a liberarse del miedo. Le dio un codazo en las costillas y le clavó el tacón de la bota en todo el pie. En cuanto dejó de apretarla con tanta fuerza, le apartó de un empujón y salió por la puerta. Quiso quedarse y darle un rodillazo en las pelotas -Dios santo, se moría por hacerlo-; pero aunque era una tigresa cuando se enfurecía, nunca había sido estúpida, así que se dirigió al coche.

Mientras conducía en dirección a Le Reposoir, sintió que la adrenalina se disparaba por su cuerpo, y su reacción a la adrenalina era la ira. La dirigió hacia el ser infrahumano repugnante con el que había topado en Bouet. Cómo se atrevía… Quién cono se creía que… Qué pensaba… Podía haberlo matado perfectamente… Pero no le duró mucho. Perdió fuerza a medida que se dio cuenta de lo que podía haber pasado, y entonces redirigió su furia hacia un destinatario más adecuado: su hijo.

No la había acompañado. El día anterior había dejado que se ocupara ella sola de Henry Moullin, y esta mañana había hecho exactamente lo mismo.

Se había acabado, decidió Margaret. Juraba que se había acabado. Se había acabado orquestar la vida de Adrián sin que él la ayudara en lo más mínimo o ni siquiera le diera las gracias. Había librado sus batallas desde el día en que nació, y se había terminado.

En Le Reposoir, cerró de un portazo la puerta del Range Rover y se dirigió hacia la casa, donde abrió la puerta y también dio un portazo. Los portazos interrumpían el monólogo que tenía lugar en su cabeza. Se había acabado. Portazo. Ahora estaba solo. Portazo.

Ningún sonido respondió a las atenciones que dispensó a la robusta puerta de entrada. Aquello la enfureció de un modo inesperado, y cruzó el antiguo vestíbulo de piedra marcando un encolerizado ritmo con los tacones de las botas. Prácticamente subió volando las escaleras hasta el cuarto de Adrián. Las dos únicas cosas que le impidieron irrumpir en la habitación fueron la preocupación de que alguna señal de lo que acababa de pasarle pudiera reflejarse en su persona y el miedo de encontrarse a Adrián haciendo alguna actividad personal asquerosa.

Y, tal vez, pensó, era eso lo que había lanzado a Carmel Fitzgerald a los brazos siempre dispuestos del padre de su novio. Había conocido de primera mano algunos de los detestables métodos de autorrelajación de que se servía Adrián cuando se sentía presionado y había corrido confusa a los brazos de Guy, buscando consuelo y una explicación, y él estuvo encantadísimo de proporcionarle ambas cosas.

“Mi hijo es bastante raro; no es exactamente lo que cabría esperar de un hombre de verdad, querida.”

“Oh, sí, claro”, pensó Margaret. Había arrebatado a Adrián la única oportunidad de ser normal. Y la culpa la tenía el propio Adrián, lo que la exasperó infinitamente. ¿Cuándo se convertiría su hijo en el hombre que ella quería que fuera?

En el pasillo de arriba, había un espejo dorado colgado encima de una cómoda de caoba, y Margaret se detuvo allí para comprobar su aspecto. Bajó la mirada a su busto, donde casi esperaba ver las huellas de los sucios dedos del hermano Fielder marcadas por todo el jersey amarillo de cachemira. Aún notaba sus manos. Aún olía su aliento. Monstruo. Cretino. Psicópata. Animal.

Llamó dos veces a la puerta de Adrián, y no suavemente. Dijo su nombre, giró el pomo y entró. Estaba en la cama. Sin embargo, no dormía. Yacía con la mirada clavada en la ventana, que estaba abierta de par en par y con las cortinas descorridas dejando al descubierto el día gris.

Margaret notó una sacudida en el estómago, y la ira desapareció. Una persona normal, pensó, no estaría en la cama en esas circunstancias.

Tembló. Fue a la ventana e inspeccionó el alféizar y el suelo de abajo. Se volvió hacia la cama. Adrián tenía el edredón subido hasta la barbilla; los bultos de debajo señalaban la posición de sus extremidades. Siguió aquella imagen hasta que su mirada llegó a los pies. Miraría, se dijo. Averiguaría lo peor.

Adrián no protestó cuando levantó el edredón y destapó sus piernas. No se movió mientras le examinaba las plantas de los pies en busca de señales que le dijeran que había salido durante la noche. Las cortinas y la ventana sugerían que había tenido un episodio. Nunca se había subido a un alféizar o un tejado en mitad de la noche, pero su subconsciente no siempre se regía por lo que hacían o dejaban de hacer las personas racionales.

– Por lo general, los sonámbulos no ponen en peligro su vida -le habían dicho a Margaret-. Hacen de noche lo mismo que harían de día.

Esa era la cuestión precisamente, pensó Margaret sombríamente.

Pero si Adrián había caminado por fuera de la habitación y no sólo por dentro, no había rastro de ello en sus pies. Tachó el sonambulismo de la lista de problemas potenciales en la evaluación psicológica de su hijo y pasó a comprobar la cama. No se esforzó por ser delicada cuando puso las manos alrededor de las caderas de Adrián, en busca de zonas mojadas en las sábanas y el colchón. Le alivió ver que no había ninguna. Así que ahora podía ocuparse del coma despierto. Así denominaba ella las caídas periódicas de su hijo en un trance diurno.

Hubo un tiempo en que lo hacía con delicadeza. Era su pobre niño, su queridísimo pequeñín, tan distinto a sus otros hijos robustos y triunfadores, tan sensible a todo lo que sucedía a su alrededor. Lo despertaba de su estado crepuscular acariciándole suavemente las mejillas. Le masajeaba la cabeza hasta que se despertaba y le hacía regresar a la tierra con murmullos.

Pero ahora no. El hermano de Paul Fielder le había exprimido la leche de la amabilidad y la preocupación maternales. Si Adrián hubiera ido con ella a Bouet, nada de lo que había tenido lugar allí habría sucedido. No importaba que como hombre fuera un inútil total, su presencia en la casa de los Fielder como ser humano -como testigo, al menos- habría servido sin duda para frenar la agresión del hermano de Paul Fielder.

Margaret cogió el edredón y destapó el cuerpo de su hijo de un tirón. Arrojó el edredón al suelo y luego quitó con brusquedad la almohada de debajo de la cabeza de su hijo.

– Ya basta. Hazte cargo de tu vida -le dijo cuando parpadeó.

Adrián miró a su madre, luego a la ventana, luego otra vez a su madre, luego al edredón en el suelo. No tembló de frío. No se movió.

– ¡Sal de la cama! -gritó Margaret.

Entonces se despertó del todo.

– ¿He…? -dijo, en referencia a la ventana.

– ¿Tú qué crees? Sí y no -dijo Margaret, en referencia a la ventana y a la cama-. Vamos a contratar a un abogado.

– Aquí los llaman…

– Me importa un bledo cómo los llamen aquí. Voy a contratar a uno y quiero que vengas conmigo. -Fue al armario y encontró su batín. Se lo lanzó y cerró la ventana mientras Adrián se levantaba por fin de la cama.

Cuando se dio la vuelta, él la estaba mirando, y por su expresión supo que estaba plenamente consciente y que por fin reaccionaba al hecho de que hubiera invadido su habitación. Era como si la conciencia de que hubiera examinado su cuerpo y su entorno fuera filtrándose lentamente en su mente, y Margaret vio lo que se avecinaba: esa comprensión incipiente y lo que la acompañaba. Aquello dificultaría el trato con él, pero Margaret siempre había sabido que podía vencer fácilmente a su hijo.

– ¿Has llamado antes de entrar? -le preguntó él.

– No seas ridículo. ¿Tú qué crees?

– Contéstame.

– No te atrevas a hablar así a tu madre. ¿Sabes por lo que he pasado esta mañana? ¿Sabes dónde he estado? ¿Sabes por qué?

– Quiero saber si has llamado.

– Escúchate. ¿Tienes idea de lo que pareces?

– No cambies de tema. Tengo derecho…

– Sí, tienes derecho. Y eso es lo que he estado haciendo desde primera hora: ocuparme de tus derechos, intentando recuperarlos, intentando, aunque ni siquiera me des las gracias, hacer entrar en razón a la gente que te los ha arrebatado.

– Quiero saber…

– Pareces un niño de dos años lloriqueando. Para ya. Sí, he llamado. He aporreado la puerta. He gritado. Y si crees que pensaba irme y esperar a que salieras de tu pequeño mundo de fantasía, ya puedes quitártelo de la cabeza. Estoy harta de esforzarme por ti cuando tú no muestras ningún interés en hacerlo. Vístete. Vas a hacer algo ahora, o se acabó.

– Pues que se acabe.

Margaret avanzó hacia su hijo, agradecida de que hubiera heredado la estatura de su padre y no la suya. Le sacaba seis centímetros, casi siete. Esta vez los aprovechó.

– Eres imposible. Te das por vencido. ¿Tienes idea de lo poco atractivo que es eso, de cómo hace sentir a una mujer?

Adrián se acercó a la cómoda, donde había dejado un paquete de Benson and Hedges. Lo sacudió, sacó un cigarrillo y lo encendió. Dio una buena calada y no dijo nada durante un momento. La indolencia de sus movimientos era la provocación personificada.

– ¡Adrián! -Margaret se oyó gritar, y experimentó el horror de parecer su madre: esa voz de mujer de la limpieza teñida de desesperanza y miedo, que había que ocultar con ira-. Contéstame, maldita sea. No voy a aceptarlo. He venido a Guernsey para asegurarte un futuro y no tengo ninguna intención de quedarme aquí parada permitiendo que me trates como…

– ¿Qué? -Adrián se dio la vuelta hacia ella-. ¿Como qué? ¿Como un mueble que van moviendo de un lado a otro? ¿Como me tratas tú a mí?

– Yo no…

– ¿Crees que no sé a qué viene todo esto, a qué ha venido siempre? Se trata de lo que tú quieres, de lo que tú planeas.

– ¿Cómo puedes decir eso? He trabajado como una negra. He organizado. He dispuesto. Durante más de media vida, he vivido para que convirtieras la tuya en algo de lo que pudieras sentirte orgulloso, para que fueras igual que tus hermanos y hermanas, para que te convirtieras en un hombre.

– No me hagas reír. Has trabajado para convertirme en un inútil y, ahora que lo soy, estás trabajando para que te deje en paz. ¿Crees que no lo veo? ¿Crees que no lo sé? Es lo que has estado buscando desde que te bajaste del avión.

– Eso no es cierto. Peor aún, es despiadado, desagradecido, y lo dices para…

– No. Si quieres que participe en la obtención de lo que deseas que obtenga, vamos a asegurarnos de que hablamos el mismo idioma. Quieres que tenga ese dinero para poder librarte de mí. “Basta de excusas, Adrián. Ahora estás solo.”

– No es verdad.

– ¿Crees que no sé que soy un perdedor, que da vergüenza tenerme cerca?

– No hables así de ti. ¡No hables así nunca!

– Con una fortuna en mis manos, se acabaron las excusas. Desaparezco de tu casa y de tu vida. Incluso tengo dinero para ingresar en un manicomio, si de eso se trata.

– Quiero que tengas lo que te mereces. Dios santo, ¿acaso no lo ves?

– Lo veo -contestó-. Créeme. Lo veo. Pero ¿qué te hace pensar que no tengo lo que merezco? Ya lo tengo, madre. Ahora. Ya.

– Eres su hijo.

– Sí. Esa es la cuestión: su hijo.

Adrián se quedó mirándola un buen rato. A Margaret se le ocurrió que le estaba mandando un mensaje, y sintió la intensidad del mismo en la mirada, por no decir en las palabras. De repente, le pareció que se convertían en dos extraños, dos personas con un pasado que no guardaba ninguna relación con el momento presente, en el que sus vidas se habían cruzado por casualidad.

No obstante, sentir esa extrañeza y distancia daba seguridad. Cualquier otra cosa entrañaba el peligro de fomentar que lo impensable invadiera sus pensamientos.

– Vístete, Adrián -dijo Margaret con calma-. Nos vamos a la ciudad. Tenemos que contratar a un abogado y no hay tiempo que perder.

– Soy sonámbulo -dijo él, y al fin pareció que, por lo menos, estaba ligeramente angustiado-. Hago todo tipo de cosas.

– Ahora no es momento de hablar de eso.


Saint James y Deborah se separaron después de su conversación en la habitación del hotel. Ella buscaría la posible existencia de otro anillo alemán como el que habían encontrado en la playa, y él buscaría a los beneficiarios del testamento de Guy Brouard. Sus objetivos eran esencialmente los mismos -intentar descubrir un móvil para el asesinato-, pero sus enfoques serían distintos.

Después de reconocer que los indicios claros de premeditación señalaban a cualquiera menos a los hermanos River como autores del asesinato, Saint James dio su consentimiento para que Cherokee acompañara a Deborah a hablar con Frank Ouseley sobre su colección de objetos de la guerra. Al fin y al cabo, estaría más segura con un hombre si se encontraba entrevistándose con un asesino. Por su parte, él iría solo a buscar a las personas más beneficiadas por el testamento de Guy Brouard.

Comenzó yendo a La Corbiére, donde encontró la casa de los Moullin en la curva de uno de los senderos estrechos que serpenteaban por la isla entre setos desnudos y altos terraplenes llenos de hiedras y densas algas. Sólo sabía por qué zona vivían los Moullin -en el mismo La Corbiére-, pero no le resultó difícil localizar el lugar exacto. Se detuvo en una granja grande y amarilla justo a las afueras de la minúscula aldea y preguntó a una mujer que con optimismo tendía la ropa en la neblina.

– Ah, está buscando la Casa de las Conchas, querido -le dijo, y señaló vagamente hacia el este. Había de seguir la carretera hasta después del desvío de la costa. No tenía pérdida.

Y demostró ser cierto.

Saint James se quedó de pie en el camino de entrada y examinó los jardines de la residencia Moullin un momento antes de seguir avanzando. Frunció el ceño al ver aquella imagen tan curiosa: restos de conchas y cables y hormigón donde, al parecer, antes había un jardín imaginativo. Quedaban algunos objetos que mostraban cómo había sido el lugar. Un pozo de los deseos formado por conchas permanecía intacto bajo un enorme castaño dulce, y había una chaise longue de fantasía de conchas y hormigón con un cojín de conchas en el que trocitos de cristal de color añil formaban las palabras “Papá dice…”. Todo lo demás había quedado reducido a escombros. Era como si un huracán de mazos hubiera arrasado el jardín que rodeaba la pequeña casa achaparrada.

A un lado de la vivienda había un granero del que salía música: Frank Sinatra entonando una canción pop en italiano. Saint James se dirigió hacia allí. La puerta del granero estaba entreabierta, y vio que unos tubos fluorescentes que colgaban del techo blanqueaban e iluminaban el interior.

Gritó: “Hola”, pero no contestó nadie. Entró y vio que estaba en el taller de un vidriero. Parecía ser el lugar donde se fabricaban dos clases de objetos completamente distintos. Una mitad estaba dedicada a la fabricación minuciosa de cristal para invernaderos y pabellones acristalados. La otra mitad parecía consagrada al vidrio como arte. En esta sección había amontonados grandes sacos de productos químicos a poca distancia de un horno que no estaba encendido. Apoyado en él, había cañas largas que servían para soplar el vidrio, y en las estanterías se exhibían los objetos ya elaborados, piezas decorativas de colores ricos: enormes platos sobre atriles, jarrones estilizados, esculturas modernas. Los objetos eran más apropiados para un restaurante Conran de Londres que para un granero de Guernsey. Saint James los contempló con sorpresa. Su estado impoluto y perfecto contrastaba con el estado del horno, las cañas y los sacos de productos químicos, que tenían una gruesa capa de mugre.

El vidriero no se percató de la presencia de nadie. Estaba trabajando en una mesa ancha en la sección del granero destinada al cristal para invernaderos y pabellones acristalados. Encima de él, colgaban los planos para un pabellón complicado. A cada lado de éstos y debajo, colgaban dibujos de otros proyectos aún más elaborados. Mientras realizaba un corte rápido en la placa transparente colocada sobre la mesa, el hombre no consultó ninguno de los planos, sino una simple servilleta de papel en la que, al parecer, había garabateadas algunas medidas.

Saint James pensó que aquél debía de ser Moullin, el padre de uno de los beneficiarios del testamento de Brouard. Dijo el nombre del señor, más alto esta vez. Moullin levantó la cabeza y se quitó unos tapones de cera de los oídos, lo que explicaba por qué no había oído a Saint James acercarse, pero no explicaba por qué Sinatra le daba la serenata.

Después, se acercó a la fuente de la música -un reproductor de CD- donde Sinatra había pasado a cantar Luck Be a Lady Tonight. Moullin le acalló a media frase. Cogió una toalla grande con dibujos de ballenas que expulsaban chorros de agua y tapó el reproductor de CD.

– Lo utilizo para que la gente sepa dónde encontrarme. Pero me pone de los nervios, así que utilizo tapones.

– ¿En lugar de poner otra música?

– La odio toda, de modo que no importa. ¿En qué puedo ayudarle?

Saint James se presentó y le dio su tarjeta. Moullin la leyó y la tiró sobre la mesa de trabajo, donde aterrizó junto a la servilleta con los cálculos. La cautela asomó inmediatamente a su rostro. Era evidente que se había fijado en la profesión de Saint James y que no se inclinaría a pensar que un científico forense de Londres había ido a visitarle porque tenía en mente la construcción de un pabellón acristalado.

– Parece que su jardín ha sufrido algunos daños. No creía que el vandalismo fuera un problema habitual en la isla -dijo Saint James.

– ¿Ha venido a inspeccionarlo? -preguntó Moullin-. ¿Es lo que hace la gente como usted?

– ¿Ha llamado a la policía?

– No ha sido necesario. -Moullin sacó un metro metálico del bolsillo y lo puso sobre la placa de cristal que había cortado. Marcó un “visto” junto a uno de los cálculos y con cuidado añadió el panel a una pila de una docena de cristales o más ya cortados-. Lo hice yo -dijo-. Había llegado el momento.

– Entiendo. Mejoras en casa.

– Mejoras en la vida. Mis hijas comenzaron a hacerlo cuando mi mujer nos dejó.

– ¿Tiene más de una hija? -preguntó Saint James.

Moullin pareció sopesar la pregunta antes de contestar.

– Tengo tres.

Se dio la vuelta y cogió otra placa de cristal. La colocó en la mesa y se inclinó sobre ella: era un hombre al que no había que distraer de su trabajo. Saint James aprovechó la oportunidad para acercarse. Miró los planos y los dibujos que colgaban encima del banco. Las palabras “Yates”, “Dobree Lodge”, “Le Vallon” identificaban el lugar del pabellón complicado. Vio que los otros dibujos correspondían a ventanas estilizadas. Pertenecían al Museo de la Guerra Graham Ouseley.

Saint James observó a Henry Moullin trabajando antes de decir nada más. Era un hombre corpulento que parecía fuerte y sano. Tenía las manos musculosas, algo evidente incluso debajo de las tiritas que las cubrían caprichosamente.

– Se ha cortado -dijo Saint James-. Serán gajes del oficio, ¿no?

– Pues sí. -Moullin cortó el cristal y luego repitió la acción, con una pericia que desmentía su comentario.

– ¿Hace ventanas además de pabellones acristalados?

– Los planos así lo indican. -Levantó la cabeza y señaló los dibujos de la pared-. Si es de cristal, lo hago, señor Saint James.

– ¿Así conoció a Guy Brouard?

– Sí.

– ¿Tenía que encargarse de las ventanas del museo? -dijo Saint James. Señaló los dibujos colgados en la pared-. ¿O sólo eran por si acaso?

– Me ocupaba de todos los trabajos de cristalería de los Brouard -contestó Moullin-. Desmonté los invernaderos originales de la finca, construí el pabellón acristalado, cambié las ventanas de la casa. Como ya le he dicho, si es de cristal, lo hago. Lo mismo sucedería con el museo.

– Pero usted no será el único vidriero de la isla. Con todos los invernaderos que he visto, no sería posible.

– No soy el único -reconoció Moullin-. Soy el mejor. Los Brouard lo sabían.

– ¿Así que era lógico que le contrataran a usted para el museo de la guerra?

– Podría decirse que sí.

– Sin embargo, tengo entendido que nadie sabía qué diseño arquitectónico iba a tener el edificio, hasta la noche de la fiesta. Así que para que usted pudiera hacer los dibujos con antelación… ¿Los hizo según los planos del arquitecto local? He visto su maqueta, por cierto. Sus dibujos parecen adecuarse a su diseño.

Moullin tachó otra cifra de la lista de la servilleta de papel y dijo:

– ¿Ha venido a hablar de ventanas?

– ¿Por qué sólo una? -preguntó Saint James.

– ¿Una qué?

– Hija. Usted tiene tres, pero Brouard sólo ha recordado a una en su testamento: Cynthia Moullin. Es… ¿qué? ¿Es la mayor?

Moullin cogió otra placa de cristal y realizó dos cortes más. Utilizó el metro para confirmar el resultado.

– Cyn es la mayor -dijo.

– ¿Tiene idea de por qué la eligió a ella? ¿Cuántos años tiene, por cierto?

– Diecisiete.

– ¿Ha acabado ya el colegio?

– Está estudiando un módulo en Saint Peter Port. Él le sugirió que fuera a la universidad. Es lista, pero aquí no hay. Tendría que ir a Inglaterra. Y eso cuesta dinero.

– Y usted no lo tenía, imagino. Y ella tampoco.

“Hasta que murió Brouard.” La frase flotó entre ellos como el humo de un cigarrillo invisible.

– Eso es. Era todo cuestión de dinero, sí. Qué suerte hemos tenido. -Moullin dio la espalda a la mesa para mirar a Saint James-. ¿Es todo lo que quería saber, o hay más?

– ¿Tiene idea de por qué sólo se recuerda a una de sus hijas en el testamento?

– No.

– Las otras dos también se beneficiarían de una educación superior, ¿no?

– Cierto.

– ¿Entonces…?

– No tenían la edad. Aún no iban a ir a la universidad. Todo a su debido tiempo.

Este comentario señaló la falta de lógica general de lo que estaba sugiriendo Moullin, y Saint James lo aprovechó.

– Sin embargo, el señor Brouard no podía imaginar que moriría, ¿no? Tenía sesenta y nueve años, por lo que no era un hombre joven; pero según todos los informes, gozaba de buena salud. ¿No es así? -No esperó a que Moullin respondiera-. Así que si Brouard quería que su hija mayor estudiara con el dinero que iba a dejarle… ¿Cuándo se supone que tenía que estudiar, según usted? A Brouard aún podían quedarle veinte años, o más.

– A menos que le matáramos nosotros, por supuesto -dijo Moullin-. ¿No es ahí adonde quiere ir a parar?

– ¿Dónde está su hija, señor Moullin?

– Oh, vamos, hombre. Tiene diecisiete años.

– Entonces, ¿está aquí? ¿Podría hablar con…?

– Está en Alderney.

– ¿Haciendo qué?

– Cuidando a su abuela, o escondiéndose de la poli. Lo que usted prefiera. A mí me da igual. -El hombre reanudó su trabajo, pero Saint James vio que le latía una vena en la sien, y cuando realizó el siguiente corte en la placa de cristal, se pasó de la marca. Soltó un taco y tiró las piezas inútiles en un cubo de basura.

– En su trabajo no puede permitirse cometer muchos errores -observó Saint James-. Imagino que le saldría caro.

– Bueno, me está usted distrayendo, ¿no? -replicó Moullin-. Así que si no hay nada más, tengo trabajo que hacer y poco tiempo.

– Entiendo por qué el señor Brouard dejó dinero a un chico llamado Paul Fielder -dijo Saint James-. Brouard era su mentor, a través de una organización de la isla, AAPG. ¿Ha oído hablar de ella? Así que había un acuerdo formal para su relación. ¿Su hija también le conoció así?

– Cyn no tenía ninguna relación con él, ni a través de AAPG ni a través de nada -dijo Henry Moullin. Y, al parecer, decidió no seguir trabajando, a pesar de lo que había dicho antes. Comenzó a guardar las herramientas y el metro en su lugar correspondiente, cogió una escobilla y barrió los minúsculos fragmentos de cristal de la mesa de trabajo-. Tenía sus caprichos, y eso era Cyn: un capricho hoy, otro mañana; una especie de “puedo hacer esto, puedo hacer aquello y puedo hacer lo que me plazca porque tengo el dinero para disfrazarme de Papá Noel en Guernsey si me da la gana”. Cyn tuvo suerte, como si fuera el juego de las sillas y ella estuviera en el lugar adecuado cuando paró la música. Otro día, y podría haberle tocado a una de sus hermanas. Otro mes, y es lo que habría pasado seguramente. Así fue la cosa. La conocía mejor que a las otras chicas porque ella andaba por los jardines cuando yo trabajaba, o pasaba a ver a su tía.

– ¿Su tía?

– Val Duffy, mi hermana. Me ayuda con las niñas.

– ¿Cómo?

– ¿Qué quiere decir “cómo”? -preguntó Moullin. Era evidente que el hombre estaba llegando a su límite-. Las niñas necesitan a una mujer en su vida. ¿Quiere que le explique por qué, o se lo puede imaginar usted sólito? Cyn iba a verla y hablaban. De cosas de chicas, ¿vale?

– ¿Cambios en su cuerpo? ¿Problemas con los chicos?

– No lo sé. Yo no meto las narices en lo que no debo; me ocupo de lo mío, no de sus asuntos. Agradecía que Cyn tuviera una mujer con quien hablar y que esa mujer fuera mi hermana.

– ¿Una hermana que le informaría si surgía algún problema?

– No había ningún problema

– Pero tenía caprichos.

– ¿Qué?

– Brouard. Ha dicho que tenía sus caprichos. ¿Cynthia era uno de ellos?

Moullin se puso violeta. Avanzó un paso hacia Saint James.

– Maldita sea. Debería… -Se contuvo. Pareció hacer un gran esfuerzo-. Está hablando de una niña -dijo-. No es una mujer hecha y derecha. Es una niña.

– No sería la primera vez que un viejo se encapricha de una chica.

– Está tergiversando mis palabras.

– Pues acláremelas.

Moullin se tomó su tiempo. Se apartó. Miró hacia el otro lado del granero, a sus creativas piezas de cristal.

– Ya se lo he dicho. Tenía caprichos. Algo llamaba su atención y lo tocaba con su varita mágica. Hacía que se sintiera especial. Entonces, otra cosa llamaba su atención y movía la varita mágica hacia otro lado. Así era él.

– ¿La varita mágica era el dinero?

Moullin negó con la cabeza.

– No siempre.

– Entonces, ¿qué?

– La confianza -dijo él.

– ¿Qué clase de confianza?

– La confianza en ti mismo. Se le daba bien. El problema era que empezabas a pensar que con un poco de suerte tal vez su confianza en ti generaría algo.

– Dinero.

– Una promesa. Como si te dijeran: “Puedo ayudarte si trabajas mucho; pero primero tienes que hacerlo, trabajar mucho, y luego ya veremos qué hacemos”. Sólo que nadie lo dijo nunca, no exactamente. Sin embargo, de algún modo, aquel pensamiento se instalaba en tu mente.

– ¿En la suya también?

– En la mía también -dijo Moullin suspirando.

Saint James pensó en lo que había averiguado sobre Guy Brouard, sobre los secretos que tenía, sobre sus planes de futuro, sobre lo que cada persona parecía creer sobre él y sobre esos planes. Tal vez, pensó Saint James, estos aspectos del difunto -que, por otro lado, podían ser simples reflejos del capricho de un emprendedor adinerado- eran en realidad síntomas de una conducta más amplia y perjudicial: un juego de poder estrambótico. En este juego, un hombre influyente que ya no estaba al frente de un negocio de éxito seguía ejerciendo una forma de control sobre las personas, y el ejercicio de ese control era el objetivo final del juego. Las personas se convertían en piezas de ajedrez, y el tablero representaba sus vidas. Y el jugador principal era Guy Brouard.

¿Bastaría eso para matar a alguien?

Saint James supuso que la respuesta a esa pregunta residía en lo que cada persona hacía a raíz de la confianza que Brouard supuestamente había depositado en ella. Examinó el granero una vez más y vio parte de la respuesta en las piezas de cristal cuidadas diligentemente y en el horno y las cañas que no recibían las mismas atenciones.

– Imagino que le hizo tener confianza en usted mismo como artista -observó-. ¿Fue eso lo que pasó? ¿Brouard le animó a vivir su sueño?

De repente, Moullin empezó a caminar hacia la puerta del granero, donde apagó las luces y su silueta quedó recortada en la luz del día. Era una figura enorme, definida no sólo por la ropa abultada que llevaba, sino también por su fuerza de toro. Imaginó que no le habría costado mucho trabajo destruir la labor de sus hijas en el jardín.

Saint James lo siguió. Fuera, Moullin cerró de golpe la puerta del granero y pasó el candado por la aldabilla gruesa de metal.

– Hacer que las personas se creyeran más de lo que son, eso hacía. Si decidían dar pasos que tal vez no habrían dado si él no los hubiera convencido… Bueno, supongo que eso es cosa de cada uno. Si uno decide esforzarse y arriesgarse, no hay que ir culpando a los demás, ¿no?

– La gente no se esfuerza si no cree que la empresa tendrá éxito -dijo Saint James.

Henry Moullin miró hacia el jardín, donde las conchas destrozadas cubrían el césped como si fuera nieve.

– Se le daban bien las ideas, tenerlas y darlas. Y nosotros… A nosotros se nos daba bien confiar.

– ¿Conocía usted los términos del testamento del señor Brouard? -preguntó Saint James-. ¿Los conocía su hija?

– ¿Me está preguntando si le matamos? ¿Nos lo cargamos antes de que cambiara de opinión? -Moullin se metió la mano en el bolsillo. Sacó un juego de llaves que parecían pesadas. Empezó a caminar por el sendero que llevaba a la casa, pisando la gravilla y las conchas. Saint James caminaba a su lado, no porque esperara que Moullin se explayara en el tema que él mismo había sacado, sino porque había vislumbrado algo entre las llaves del hombre y quería asegurarse de que era lo que creía que era.

– El testamento -dijo-. ¿Conocía sus términos?

Moullin no contestó hasta que llegaron al porche e insertó la llave en la cerradura de la puerta. Se dio la vuelta para contestar.

– No sabíamos nada del testamento de nadie -dijo Moullin-. Que pase usted un buen día.

Se giró de nuevo hacia la puerta, entró y el cerrojo de la puerta chasqueó ruidosamente tras él. Pero Saint James había visto lo que quería ver. Una pequeña piedra agujereada colgaba del llavero que sujetaba las llaves de Henry Moullin.

Simón Saint James se alejó de la casa. No era tan estúpido para creer que había oído todo lo que tenía que decir Henry Moullin, pero sabía que en esos momentos no podía seguir presionando. Aun así, se detuvo un momento en el sendero y miró la Casa de las Conchas: las cortinas corridas para evitar la luz del sol, la puerta cerrada a cal y canto, el jardín destrozado. Reflexionó sobre qué quería decir tener caprichos. Pensó en el poder que daba a alguien conocer los sueños de otra persona.

Mientras miraba, sin centrarse en nada en especial, un movimiento en la casa llamó su atención. Buscó dónde y se fijó en una ventana pequeña.

Dentro de la casa, una figura en el cristal recolocó rápidamente la cortina en su lugar, aunque no antes de que Saint James vislumbrara un pelo rubio y viera desaparecer una forma diáfana. En otras circunstancias, tal vez habría pensado que se trataba de un fantasma. Pero una luz dentro de la habitación iluminó brevemente el cuerpo inconfundible de una mujer mucho más corpórea.

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