Capítulo 26

Saint James encontró a Kevin Duffy en la parte de atrás de la casa, trabajando en lo que parecía ser un huerto sin sembrar. Araba la tierra con una horca pesada, pero dejó lo que estaba haciendo cuando vio a Saint James.

– Val está en la mansión -le dijo-. La encontrará en la cocina.

– En realidad, quería hablar con usted -dijo Saint James-. ¿Tiene un momento?

La mirada de Kevin se posó en el lienzo que tenía Saint James; pero si lo reconoció, no dio muestras de ello.

– Ahora tengo un momento -dijo.

– ¿Sabía que Guy Brouard era amante de su sobrina?

– Mis sobrinas tienen seis y ocho años, señor Saint James. Guy Brouard era muchas cosas para mucha gente, pero la pederastía no le interesaba.

– Me refiero a la sobrina de su mujer: Cynthia Moullin -dijo Saint James-. ¿Sabía que Cynthia tenía una relación con Brouard?

No contestó, pero desvió la mirada hacia la mansión, lo cual fue respuesta suficiente.

– ¿Habló con Brouard del tema? -preguntó Saint James.

De nuevo, no respondió.

– ¿Y con el padre de la chica?

– No puedo ayudarle con este tema -dijo Duffy-. ¿Es todo lo que ha venido a preguntarme?

– En realidad, no -dijo Saint James-. He venido a preguntarle acerca de esto. -Con cuidado, desenrolló el lienzo antiguo.

Kevin Duffy clavó las púas de la horca en la tierra, de forma que la herramienta quedó de pie. Se acercó a Saint James, limpiándose las manos en el trasero del pantalón. Miró la pintura y dejó escapar un largo silbido entre los labios.

– Al parecer, el señor Brouard se tomó muchísimas molestias para recuperarlo -dijo Saint James-. Su hermana me ha dicho que desapareció de la familia en los años cuarenta. No sabe cuál es su procedencia original, dónde ha estado desde la guerra ni cómo lo recuperó su hermano. Me preguntaba si usted podría arrojar un poco de luz.

– ¿Por qué iba yo…?

– Tiene dos estanterías llenas de libros y vídeos de arte en el salón, señor Duffy, y un título en historia del arte colgado en la pared. Eso sugiere que podría saber más sobre este cuadro que el típico encargado de mantenimiento.

– No sé dónde ha estado -contestó-. Y no sé cómo lo recuperó.

– Queda una cuestión -señaló Saint James-. ¿Sabe entonces cuál es su procedencia original?

Kevin Duffy no había dejado de mirar el cuadro.

– Venga conmigo -dijo al cabo de un momento, y entró en la casa.

Junto a la puerta, se quitó de una patada las botas llenas de barro y llevó a Saint James al salón. Encendió una hilera de luces en el techo que iluminaron directamente sus libros y cogió unas gafas que descansaban en el reposabrazos de un sillón raído. Repasó su colección de volúmenes de arte hasta que encontró el que quería. Lo cogió de la estantería, se sentó y abrió el libro por el índice. Al dar con lo que buscaba, pasó las páginas hasta llegar a la adecuada. La miró durante un largo rato antes de girar el volumen sobre sus rodillas para ponerlo de cara a Saint James.

– Véalo usted mismo -dijo.

Lo que Saint James vio no era una fotografía de la pintura -como creía que vería, teniendo en cuenta la reacción anterior de Duffy-, sino un dibujo, un mero estudio para un futuro cuadro. Estaba parcialmente coloreado, como si el artista quisiera comprobar qué tonos combinarían mejor en la obra final. Sin embargo, sólo había terminado el vestido de la dama y el azul que había elegido era el mismo que había acabado utilizando en el cuadro. Tal vez, tras tomar una decisión rápida sobre el resto de la obra y considerar innecesario seguir coloreando el dibujo, el artista había pasado al lienzo final, que Saint James tenía en las manos en esos momentos.

La composición y las figuras del dibujo del libro eran idénticas a la pintura que Paul Fielder había entregado a Ruth Brouard. En ambos, la señora hermosa con el libro y la pluma estaba sentada apaciblemente en primer plano, mientras que detrás un grupo de obreros cargaban las piedras que formaban una enorme catedral gótica. La única diferencia entre el estudio y la obra acabada era que alguien había dado un título al primero: se llamaba Santa Bárbara, y cualquiera que quisiera verlo lo encontraría entre los maestros holandeses en el Museo Real de Bellas Artes de Amberes.

– Ah -dijo Saint James lentamente-, sí. Cuando lo vi, pensé que era importante.

– ¿Importante? -El tono de Kevin Duffy era una mezcla de veneración e incredulidad-. Lo que tiene en las manos es un Pieter de Hooch del siglo XVII. Hasta hoy, no creo que nadie supiera que el cuadro existía realmente.

Saint James miró el lienzo.

– Dios santo -dijo.

– Consulte todos los libros de historia del arte que caigan en sus manos y no encontrará este cuadro -dijo Kevin Duffy-; sólo el dibujo, el estudio, y nada más. Por lo que se sabe, de Hooch nunca llegó a realizar la pintura. Los temas religiosos no eran su especialidad, así que siempre se ha dado por sentado que sólo fue un pasatiempo y que luego abandonó la obra.

– Por lo que se sabe. -Saint James vio que la aseveración de Kevin Duffy corroboraba la afirmación de Ruth, quien había dicho que el cuadro siempre había estado en su familia, desde que tenía memoria. Generación tras generación, cada padre lo había legado a sus hijos: una reliquia familiar. Por esta razón, seguramente nadie había pensado en llevar el cuadro a un experto para saber qué era exactamente. Sólo era, como había dicho la propia Ruth, la pintura familiar de la señora hermosa con el libro y la pluma. Saint James le dijo a Kevin Duffy cómo lo llamaba Ruth Brouard.

– No es una pluma -dijo Kevin Duffy-. Sostiene una palma. Es el símbolo de un mártir. Aparece en cuadros de temática religiosa.

Saint James examinó la pintura más detenidamente y vio que, en efecto, parecía ser una hoja de palma, pero también comprendió que un niño, que no estaba educado en los símbolos que se utilizaban en las pinturas de esa época y que miraba el cuadro a lo largo de los años, podía haber interpretado que era una pluma larga y elegante.

– Ruth me habló de que su hermano fue a París cuando tuvo la edad suficiente -dijo Saint James-, después de la guerra. Fue a recoger las pertenencias de la familia, pero todo lo que poseían había desaparecido. Supongo que el cuadro también.

– Es lo primero que desaparecería -reconoció Duffy-. Los nazis estaban decididos a apropiarse de lo que consideraban arte ario. “Repatriación”, lo llamaban. La verdad es que esos cabrones se quedaban con todo lo que podían.

– Parece que Ruth cree que el vecino de la familia, un tal señor Didier Bombard, tenía acceso a sus pertenencias. Como no era judío, si el cuadro lo tenía él, ¿por qué iba a acabar en manos de los alemanes?

– Las obras de arte acabaron en manos de los nazis por muchas vías. No era un robo directo. Había intermediarios franceses, marchantes de arte que las adquirían, y comerciantes alemanes que ponían anuncios en los periódicos de París para pedir que se llevaran obras de arte a uno u otro hotel y las mostraban a posibles compradores. El tal señor Bombard pudo vender el cuadro por esta vía. Si no sabía qué era, tal vez lo llevó a uno de estos comerciantes y estuvo agradecido de recibir doscientos francos a cambio.

– ¿Y luego? ¿Dónde pudo ir a parar después?

– ¿Quién sabe? -dijo Duffy-. Cuando acabó la guerra, los aliados crearon unidades de investigación para devolver las obras de arte a sus propietarios; pero estaban por todas partes. Goring solo tenía muchísimas. Habían muerto millones de personas, familias enteras exterminadas sin que nadie reclamara sus posesiones. Y si quedaba alguien vivo, pero no podía demostrar que algo le pertenecía, estaba perdido. -Meneó la cabeza con indignación-. Supongo que es lo que pasó en este caso. O alguien con las manos largas en alguno de los ejércitos aliados se lo guardó en su talego y se lo llevó a casa de recuerdo, o alguien en Alemania, un único propietario tal vez, se lo compró a un comerciante francés durante la guerra y pudo esconderlo cuando entraron los aliados. El tema es que si la familia había muerto, ¿quién sabía qué pertenecía a quién? ¿Y cuántos años tenía Guy Brouard entonces? ¿Doce? ¿Catorce? Cuando acabó la guerra, no pensaría en recuperar las pertenencias de su familia. Pensaría en ello años después, pero para entonces el cuadro llevaría ya tiempo desaparecido.

– Y se habrían necesitado años para encontrarlo -dijo Saint James-; por no mencionar un ejército de historiadores del arte, conservadores, museos, casas de subastas e investigadores. -”Más una pequeña fortuna”, añadió para sí mismo.

– Tuvo suerte de encontrarlo -dijo Duffy-. Hubo obras que desaparecieron durante la guerra, y nunca volvió a saberse nada. Hay otras sobre las que aún se discute. No sé cómo demostró el señor Brouard que el cuadro era suyo.

– Parece que no intentó demostrar nada, sino que lo compró -explicó Saint James-. Ha desaparecido una gran cantidad de dinero de sus cuentas. Lo han transferido a Londres.

Duffy levantó una ceja.

– ¿En serio? -Kevin parecía tener dudas-. Supongo que pudo conseguirlo en una subasta, o pudo aparecer en una tienda de antigüedades de un pueblo o en un mercadillo. No obstante, resulta difícil creer que nadie supiera qué era.

– Pero ¿cuántas personas son expertas en historia del arte?

– No lo digo por eso -dijo Duffy-. Cualquiera puede ver que es antiguo. Cabría pensar que lo llevarían a algún lugar para que lo tasaran.

– Pero ¿y si alguien lo robó cuando acabó la guerra…? Un soldado lo coge… ¿Dónde? ¿En Berlín? ¿Munich?

– ¿Berchtesgaden? -sugirió Duffy-. Todos los peces gordos alemanes tenían casas allí. Se llenó de soldados aliados cuando acabó la guerra. Todo el mundo fue a por las sobras.

– De acuerdo. Berchtesgaden -reconoció Saint James-. Un soldado coge el cuadro durante el saqueo. Se lo lleva a Hackney y lo cuelga encima del sofá en su casa pareada y se olvida. Se queda allí hasta que muere y pasa a sus hijos. Nunca han pensado gran cosa de las posesiones de sus padres, así que lo venden todo en una subasta o un mercadillo, lo que sea. Venden el cuadro. Acaba en un tenderete; en Portobello Road, por ejemplo, o en Bermondsey, o en una tienda de Camden Passage, o incluso en un pueblo, como ha sugerido usted. Brouard tuvo personas buscándolo durante años, y cuando lo vieron, lo compraron.

– Supongo que pudo ser así -dijo Duffy-. No. La verdad es que tuvo que ser así.

A Saint James le intrigó la contundencia de la afirmación de Duffy.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Porque es la única manera que tuvo el señor Brouard de recuperarlo. No tenía forma de demostrar que era suyo. No pudo adquirirlo a través de Christie's o Sotheby's, ¿verdad? Así que tuvo que ser…

– Espere -le interrumpió Saint James-. ¿Por qué no a través de Christie's o Sotheby's?

– Alguien habría superado sus pujas: algún Getty con una fortuna ilimitada, algún magnate del petróleo árabe. Quién sabe quiénes más.

– Sin embargo, Brouard tenía dinero…

– Pero no en estas cantidades. No tenía el dinero suficiente. No si Christie's o Sotheby's sabían exactamente lo que tenían en su poder y todo el mundo del arte pujaba para adquirirlo.

Saint James miró el cuadro: cuarenta y cinco por sesenta centímetros de lienzo, óleo y una genialidad indiscutible.

– Exactamente -dijo con lentitud-, ¿de cuánto dinero estamos hablando, señor Duffy? ¿Qué valor calcula que tiene?

– Diez millones de libras como mínimo, diría yo -dijo Kevin Duffy-. Y ésa sería la puja inicial.


Paul llevó a Deborah hacia la parte de atrás de la casa, y al principio ella creyó que se dirigían a los establos. Pero el chico ni los miró, sino que cruzó el patio que separaba las cuadras de la casa y daba paso a los arbustos, que también atravesó.

Al seguirlo, se encontró en una ancha extensión de césped tras la cual se alzaba un bosque de olmos. Paul penetró en él, y Deborah aceleró el paso para no perderlo. Cuando llegó a los árboles, vio que había un sendero fácil de seguir; la tierra estaba esponjosa por la gruesa capa de hojas caídas. Lo recorrió hasta que delante de ella, a lo lejos, vislumbró un muro de piedra rugoso. Vio que Paul trepaba por él. Pensó que esta vez iba a perderle definitivamente; pero cuando el chico llegó arriba, se detuvo y esperó a que alcanzara el muro, momento en que le tendió la mano y la ayudó a pasar al otro lado.

Allí, Deborah vio que las formas y detalles cuidadosos de Le Reposoir daban paso a un prado grande pero abandonado, donde las malas hierbas, los arbustos y las zarzas crecían exuberantes hasta casi la altura de la cintura y un sendero abierto entre ellos conducía a un curioso montículo de tierra. No se sorprendió cuando Paul saltó del muro y corrió por el sendero. En el túmulo, se dirigió hacia la derecha y bordeó la base. Deborah se apresuró a seguirle.

Estaba preguntándose cómo podía ser que un extraño montículo de tierra escondiera un cuadro cuando vio las piedras cuidadosamente colocadas que bordeaban la parte inferior del túmulo. Entonces se dio cuenta de que no estaba mirando una loma natural, sino algo construido por el hombre en la prehistoria.

El sendero de la derecha estaba abierto en la vegetación, igual que el acceso desde el muro; y a poca distancia por el perímetro del túmulo, se topó con Paul Fielder, que estaba introduciendo la combinación de un candado que cerraba una puerta de roble torcida y desgastada que les permitiría entrar. Al parecer, Paul oyó que se acercaba, porque utilizó el hombro para ocultarle la combinación del candado. Con un clic y un chasquido lo abrió y con el pie empujó la puerta mientras se guardaba con cuidado el candado en el bolsillo. La abertura resultante en el túmulo no tenía más de un metro de altura. Paul se agachó, entró arrastrándose y desapareció rápidamente en la oscuridad.

No le quedaba más remedio que ir corriendo a avisar a Simón como una mujercita obediente, o seguir al chico. Deborah se decidió por lo último.

Al otro lado de la puerta un pasadizo estrecho y mohoso la encerró; del suelo al techo de piedra había menos de un metro y medio. Pero unos seis metros más adelante, el pasadizo se abría y elevaba a una cueva central, vagamente iluminada por la luz del exterior. Deborah se irguió, parpadeó y esperó a que sus ojos se acostumbraran. Entonces, se dio cuenta de que estaba dentro de una cámara grande. Era totalmente de granito -tanto el suelo como las paredes y el techo-, y a un lado había lo que parecía una piedra vigilante en la que, con imaginación, casi podía verse la escultura antigua de un guerrero con su arma lista para ahuyentar a los intrusos. Había otra pieza de granito que se alzaba sobre el suelo unos diez centímetros y que parecía ser una especie de altar. Cerca había una vela, pero no estaba encendida. El chico no estaba allí dentro.

Deborah tuvo un mal momento. Se imaginó encerrada en aquel lugar sin que nadie supiera exactamente dónde estaba. Se permitió soltar un taco fervoroso por haber seguido alegremente a Paul Fielder, pero entonces se tranquilizó y le llamó. Como respuesta, oyó el roce de una cerilla. La luz se filtró por la grieta de una pared de piedra deforme situada a su derecha. Vio que indicaba la presencia de otra cámara más y fue en esa dirección.

La abertura que encontró no tendría más de veinticinco centímetros de ancho. Se deslizó a través de ella, rozando la fría humedad de la pared exterior, y vio que esta segunda cámara estaba equipada con velas y un pequeño catre de tijera. En la cabecera había una almohada; a los pies, una caja de madera tallada; en el centro, Paul Fielder estaba sentado con una caja de cerillas en una mano y una vela encendida en la otra. Empezó a colocarla en un hueco formado por dos de las piedras de la pared externa. Cuando lo consiguió, encendió una segunda vela y echó unas gotas de cera en el suelo para pegarla allí.

– ¿Éste es tu lugar secreto? -le preguntó Deborah en voz baja-. ¿Es aquí donde encontraste el cuadro, Paul?

No parecía probable. Parecía más razonable suponer que se trataba de un escondite destinado a algo completamente distinto, y estaba bastante segura de a qué. El catre era un testimonio mudo de ello, y cuando Deborah cogió la caja de madera al pie de la cama y la abrió, obtuvo la confirmación de lo que había imaginado.

La caja contenía preservativos de varios tipos: estriados, lisos, de colores y de sabores. Había bastantes para sugerir que aquel lugar se utilizaba de manera regular para el sexo. Era el sitio perfecto para una cita: oculto, seguramente olvidado y convenientemente imaginativo para una chica que consideraba que ella y su hombre eran unos desventurados. Así que este lugar sería adonde Guy Brouard llevaba a Cynthia Moullin para sus encuentros. La única pregunta era por qué, al parecer, también había llevado a Paul Fielder.

Deborah miró al chico. A la luz de las velas, no pudo evitar fijarse en el aspecto angelical de su tez suave y en los rizos rubios de su pelo, como salidos de un cuadro renacentista. Tenía un aspecto marcadamente femenino, que enfatizaban sus delicadas facciones y su cuerpo delgado. Si bien parecía que Guy Brouard era un hombre a quien le interesaban las mujeres, Deborah sabía que no podía descartar la posibilidad de que Paul Fielder también hubiera sido objeto de los caprichos de Guy Brouard.

El chico contemplaba la caja que Deborah tenía sobre las rodillas. Lentamente, cogió un puñado de los pequeños envoltorios y se quedó mirando la palma de su mano. Entonces, Deborah dijo con delicadeza:

– Paul, ¿erais amantes tú y el señor Brouard?

Paul metió los preservativos en la caja y cerró de golpe la tapa tallada.

Deborah lo miró y repitió su pregunta.

El chico se dio la vuelta bruscamente, apagó las velas y desapareció por la abertura por la que acababan de entrar.

Paul se dijo a sí mismo que no lloraría, porque no significaba nada. Nada en realidad. Era un hombre y, por lo que había aprendido por Billy, su propio padre, la tele, algún que otro Playboy robado y los chicos del colé -cuando iba al colé-, un hombre hacía esas cosas continuamente. Que lo hubiera hecho en su lugar especial… Porque tuvo que hacerlo allí, ¿verdad? ¿Qué significaban esos envoltorios relucientes sino que había llevado a alguien más allí, a una mujer, a otra persona lo suficientemente importante para él para compartir su lugar secreto con ella?

“¿Puedes guardar nuestro secreto especial, Paul? Si te llevo dentro, ¿me prometes que nunca le dirás a nadie que existe este lugar? Supongo que con el tiempo ha quedado olvidado. Me gustaría que siguiera siendo así tanto tiempo como sea posible. ¿Estás dispuesto a…? ¿Puedes prometérmelo?”

Naturalmente que podía. Podía y lo hizo.

Había visto el catre de tijera, pero había pensado que el señor Guy lo utilizaba para echarse una siestecita, para acampadas, tal vez para meditar o rezar. También había visto la caja de madera, pero no la había abierto porque había aprendido desde pequeño y a base de dura experiencia a no poner las manos en algo que no era suyo. En realidad, estuvo a punto de impedir a la mujer pelirroja que la abriera. Pero la tenía sobre las rodillas y, antes de que pudiera quitársela, levantó la tapa. Cuando vio lo que había dentro…

Paul no era estúpido. Sabía qué significaba aquello. Los cogió de todos modos porque pensó que tal vez desaparecerían como cuando uno intenta tocar algo en un sueño. Pero siguieron siendo reales, pequeñas declaraciones concretas de lo que aquel lugar significaba en realidad para el señor Guy.

La mujer habló, pero él no escuchó las palabras, sólo el sonido de su voz mientras la sala daba vueltas a su alrededor. Tenía que escapar sin que lo viera, así que apagó las velas y salió corriendo.

Pero, naturalmente, no podía marcharse. Tenía el candado y, en cualquier caso, él era un chico responsable. No podía dejar la puerta abierta. Tenía que cerrar porque había prometido al señor Guy…

Y no lloraría porque llorar era una estupidez. El señor Guy era un hombre, y un hombre tenía sus necesidades y las llevaba a cabo en alguna parte. Aquello no tenía nada que ver con Paul o con su amistad con el hombre. Eran amigos desde el principio hasta el final, y ni siquiera el hecho de que hubiera compartido aquel lugar con otra persona cambiaba eso, ¿verdad? ¿Verdad?

Al fin y al cabo, ¿qué había dicho el señor Guy? “Entonces, será nuestro secreto.”

¿Había dicho que nadie más compartiría nunca ese secreto? ¿Había indicado que nadie sería nunca tan importante para incluirle en el grupo que conocía este lugar? No, ¿verdad? No había mentido. Así que disgustarse ahora, ponerse nervioso…

“¿Te gusta, mariquita? ¿Te la mete bien?”

Era lo que pensaba Billy. Pero nunca había pasado. Si alguna vez Paul había deseado intimar más, se trataba de un deseo que nacía de querer ser como él, no de querer estar con él. Y ser como él se conseguía a través de compartir, y eso era lo que habían hecho allí.

Lugares secretos, pensamientos secretos. Un sitio donde hablar y donde estar. “Este lugar es para eso, mi príncipe. Para eso lo uso.”

Al parecer, lo había usado para algo más. Pero no por eso tenía que ser menos sagrado si él no lo permitía.

– ¿Paul? ¿Paul?

Oyó que la mujer salía de la cámara interior. Avanzaba a tientas como tendría que hacer al haber apagado las velas de repente. Sin embargo, estaría bien en cuanto accediera a la cámara principal. Allí no había ninguna vela encendida; pero la claridad se filtraba del exterior, proyectando un haz de luz sobre el pasadizo principal como si fuera un banco de niebla invasor que alcanzaba el interior del túmulo.

– ¿Estás ahí? -preguntó la mujer-. Ah, aquí estás. Me has dado un susto de muerte. Pensaba… -Soltó una risita, pero Paul vio que estaba nerviosa y que se avergonzaba de estarlo. Sabía cómo se sentía.

– ¿Por qué me has traído aquí? -le preguntó-. ¿Es…? Bueno, ¿es por el cuadro?

Casi lo había olvidado. Al ver la caja abierta que dejaba a la vista su contenido y le decía cosas…, casi lo había olvidado. Había querido que lo supiera y comprendiera, porque alguien tenía que hacerlo. La señora Ruth no creía que él hubiera robado nada de Le Reposoir, pero los demás siempre tendrían sus sospechas si no explicaba de algún modo de dónde había sacado la pintura. No podía soportar ver esas sospechas porque Le Reposoir era su único refugio en la isla y no quería perderlo, no podía soportar perderlo, no podía enfrentarse a tener que estar en casa con Billy o en el colegio escuchando los insultos y las burlas sin ninguna esperanza de escapar y nada en el mundo con lo que volver a ilusionarse. Pero hablarle de este lugar a alguien de la finca sería traicionar el secreto que había jurado guardar para siempre: dónde se encontraba el dolmen. No podía, así que la única posibilidad era contárselo a un desconocido, alguien a quien no le importaría y que no volvería allí nunca más.

Sólo que ahora… No podía mostrarle el lugar exacto. Tenía que proteger su propio secreto. Sin embargo, necesitaba enseñarle algo, así que fue hasta la piedra baja del altar y se arrodilló justo delante de la grieta que había detrás de la base y que recorría la longitud de la misma. Señaló hacia abajo para que la mujer la viera.

– ¿Aquí? -dijo ella-. ¿El cuadro estaba aquí? -Miró el hueco poco profundo y luego a él, y Paul notó que examinaba su cara, así que asintió con solemnidad. Le demostró cómo estaría colocado el lienzo en el hueco y que, si estuviera allí, nadie lo habría visto a menos que se acercara al fondo del altar y se arrodillara como Paul hacía ahora.

– Qué curioso -dijo la mujer en voz baja. Sin embargo, le ofreció una sonrisa amable-. Gracias, Paul -dijo-. ¿Sabes? No creo que quisieras quedarte con ese cuadro, ¿verdad? Tengo la sensación de que no eres esa clase de persona.


– Señor Ouseley, nuestro trabajo consiste en hacerle más llevadera esta transición -le dijo la chica a Frank. Parecía más comprensiva de lo que habría esperado en alguien de su edad-. Estamos aquí para ayudarle a afrontar esta pérdida. Así que cualquier cosa que quiera dejar en manos de la funeraria, puede dejarla. Estamos aquí para facilitarle las cosas. Le animo a que lo aproveche.

Lo que Frank pensaba de todo aquello era que la chica era demasiado joven para encargarse de recibir, saludar, organizar y vender los talentos que ofrecían Pompas Fúnebres Markham y Swift. Aparentaba unos dieciséis años, aunque seguramente rondaba los veinte y se había presentado como Arabella Agnes Swift, bisnieta mayor del fundador. Le había estrechado la mano afectuosamente y lo había conducido a su despacho, que, pensando en las personas acongojadas con las que se reunía habitualmente, se parecía lo menos posible a un despacho. Estaba decorado como el salón de una abuelita, con un juego de sofá y dos sillones, una mesita de café y fotografías familiares sobre la repisa de una chimenea falsa en la que estaba encendida una estufa eléctrica. Arabella aparecía en una de las fotografías, vestida con la toga de una licenciada universitaria. De ahí había deducido Frank la edad de la joven.

La chica estaba esperando educadamente a que le contestara. Con discreción, había colocado un volumen encuadernado en piel sobre la mesita de café, en el que sin duda habría fotografías de ataúdes para que la familia del difunto pudiera elegir. Tenía una libreta de espiral horizontal sobre las rodillas, pero no cogió el bolígrafo que había dejado cuidadosamente encima cuando se había sentado a su lado en el sofá. Era una profesional moderna a todos los efectos y no se asemejaba en absoluto al lúgubre personaje dickensiano que Frank había supuesto que encontraría tras las puertas de Pompas Fúnebres Markham y Swift.

– También podemos celebrar la ceremonia en nuestra capilla, si lo prefiere -comentó en un tono bastante amable-. Algunas personas no son practicantes habituales. Hay quien prefiere un funeral más agnóstico.

– No -dijo Frank al fin.

– Entonces, ¿celebrará el servicio en una iglesia? Si pudiera proporcionarme el nombre…, y el del ministro también.

– No habrá ceremonia -dijo Frank-. No habrá entierro. Él no querría. Quiero que… -Frank se calló. “Querer” no era el verbo correcto-. Prefería que lo incineraran. Puede ocuparse, ¿verdad?

– Sí. Por supuesto -le aseguró Arabella-. Nos encargaremos de todos los preparativos y transportaremos el cuerpo al crematorio. Usted sólo tendrá que recoger la urna. Permítame que le enseñe… -Se inclinó hacia delante, y Frank percibió el aroma de su perfume, una fragancia agradable que sabía que seguramente sería un consuelo para aquellos que lo necesitaban. Incluso a él, que no necesitaba sus condolencias, le recordó al contacto con el pecho de su madre. Se preguntó cómo sabían los perfumistas qué olor produciría ese rápido viaje en la memoria.

– Las hay de distintas clases -continuó Arabella-. Puede tomar su decisión en función de lo que desee hacer con las cenizas. Hay personas a quienes les consuela guardarlas, mientras que hay otras…

– No quiero urna -la interrumpió Frank-. Cogeré las cenizas como me las den: en una caja, en una bolsa; como me las den.

– Ah. Bien, por supuesto. -Su rostro era sumamente desapasionado. No le correspondía a ella comentar qué hacían los seres queridos del difunto con los restos de éste, y tenía experiencia suficiente para saberlo. La decisión de Frank no proporcionaría a Markham y Swift el negocio al que seguramente estaban acostumbrados, pero ése no era su problema.

Así que los preparativos se realizaron deprisa y con el menor alboroto posible. Al cabo de muy poco tiempo, Frank estaba sentado tras el volante del Peugeot, bajando por Brock Road y, después, subiendo hacia el puerto de Saint Sampson.

Había sido un proceso más fácil de lo que esperaba. Primero había salido de casa y había ido a las otras dos casitas adyacentes para comprobar el contenido y cerrar la puerta con llave durante la noche. Luego había regresado y se había acercado a su padre, que estaba tirado inmóvil al pie de las escaleras.

– ¡Papá! ¡Dios mío! Te tengo dicho que nunca subas… -había gritado entonces mientras corría a su lado. Vio que la respiración de su padre era superficial, casi inexistente. Paseó por la sala y miró la hora. Al cabo de diez minutos, fue al teléfono y marcó el número de emergencias. Explicó la situación. Luego esperó.

Graham Ouseley murió antes de que la ambulancia llegara a Moulin des Niaux. Mientras su alma pasaba de la tierra al Juicio, Frank se descubrió llorando por los dos y por lo que habían perdido, y así fue como lo encontraron los técnicos: llorando como un crío y sosteniendo contra su pecho la cabeza de su padre, donde un único moratón señalaba el lugar exacto de la frente que había recibido el golpe con las escaleras.

El médico personal de Graham llegó deprisa y agarró con fuerza a Frank por el hombro. No debía de haber sufrido, le informó el doctor Langlois. Seguramente tuvo un ataque al corazón al intentar subir las escaleras. Demasiado esfuerzo, ya se sabe. Pero teniendo en cuenta lo pequeño que era el moratón de la cara… Todo apuntaba a que estaba inconsciente cuando se golpeó con el peldaño de madera y que murió poco después sin saber siquiera qué le había pasado de repente.

– Sólo he ido a cerrar con llave las casas -explicó Frank, que notaba que las lágrimas se le secaban en las mejillas y le quemaban la piel agrietada alrededor de los ojos-. Cuando he vuelto… Siempre le decía que nunca intentara…

– Estos viejecitos son independientes -dijo Langlois-. Lo veo continuamente. Saben que no son unos chavales; pero no quieren ser una carga para nadie, así que no piden lo que necesitan cuando lo necesitan. -Le apretó el hombro-. Poco podías hacer para cambiarlo, Frank.

El médico se quedó mientras los técnicos de la ambulancia entraban la camilla e incluso hasta después de que se llevaran el cadáver. Frank se sintió obligado a ofrecerle un té.

– No le haría ascos a un whisky -le confió el hombre, así que Frank sacó el whisky de malta Oban, sirvió dos dedos y observó cómo el médico los apuraba agradecido-. Impresiona mucho que un padre muera de manera inesperada -dijo Langlois antes de marcharse-, independientemente de que nos hayamos preparado para ello. Pero tenía… ¿Cuántos? ¿Noventa años?

– Noventa y dos.

– Noventa y dos. Estaría preparado. Ellos, los mayores, lo están, ¿sabes? Tuvieron que prepararse hace medio siglo. Supongo que creía que cada día que vivía después de los años cuarenta era un regalo de Dios.

Frank deseaba con todas sus fuerzas que el hombre se fuera, pero Langlois siguió parloteando, contándole lo que menos quería oír: que el molde con el que hicieron a hombres como Graham Ouseley hacía tiempo que se había roto; que Frank debería alegrarse inmensamente de haber tenido un padre como él y durante tantísimos años, hasta la vejez del propio Frank en realidad; que Graham estaba orgulloso de tener un hijo con quien pudo vivir en paz y armonía hasta su muerte; que la dedicación tierna e incesante de Frank había significado muchísimo para Graham…

– Valóralo -le dijo Langlois con solemnidad. Entonces se marchó, y Frank subió las escaleras hasta su cuarto, se sentó en la cama, se tumbó al final y esperó con los ojos secos a que llegara el futuro.

Ahora, tras alcanzar South Quay, se encontró atrapado en Saint Sampson. Detrás de él, se extendía el tráfico de The Bridge mientras la gente salía del barrio comercial de la ciudad y se dirigía a casa y, delante, la caravana llegaba hasta Bulwer Avenue. Allí, en el cruce, parecía que un camión articulado había realizado un giro demasiado cerrado en South Quay y estaba plegado en una posición imposible con demasiados vehículos que intentaban pasar, muy poco espacio para maniobrar y demasiadas personas alrededor ofreciendo consejos. Al ver aquello, Frank giró el volante del Peugeot a la izquierda. Salió despacio del tráfico y se dirigió al borde del muelle, donde aparcó mirando al agua.

Se bajó del coche. El granito labrado de las paredes del puerto albergaba pocos barcos en aquella época del año, y el agua de diciembre que lamía las piedras tenía la ventaja de estar libre de las manchas de gasolina que, en el apogeo del verano, dejaban los navegantes descuidados que eran la pesadilla constante de los pescadores locales. Enfrente del agua, en el extremo norte de The Bridge, el muelle de carga emitía su cacofonía de martilleos, soldaduras, chirridos y palabrotas mientras se ponían a punto para la próxima temporada las embarcaciones que en invierno estaban fuera del agua. Si bien Frank sabía a qué correspondía cada sonido y cómo estaba relacionado cada uno con el trabajo que se realizaba en las embarcaciones del muelle, dejó que ocuparan el lugar de otra cosa bien distinta, transformando los martilleos en los pasos firmes de las botas sobre los adoquines; los chirridos en el ruido áspero del percutor de un fusil, las palabrotas en las órdenes dadas cuando llegaba el momento de disparar, comprensibles en cualquier idioma.

No podía borrar las historias de su cabeza, ni siquiera ahora, cuando más lo necesitaba: cincuenta y tres años de historias, contadas una y otra vez, pero que nunca se habían agotado y nunca habían sido inoportunas hasta este momento. Aun así, acudían a su mente, quisiera o no: 28 de junio de 1940, 18:55, el zumbido de un avión al acercarse y el miedo y la confusión que aumentaban entre aquellos que se habían reunido en el muelle de Saint Peter Port para ver zarpar el buque correo, como solían hacer normalmente, y entre aquellos cuyos camiones hacían cola para depositar las cajas de tomates en las bodegas de los cargueros… Había demasiada gente en la zona, y cuando llegaron los seis aviones, dejaron tras de sí muertos y heridos. Las bombas incendiarias cayeron sobre los camiones, y los explosivos de alta potencia los hicieron volar por los aires, mientras las ametralladoras acribillaban a la multitud sin miramientos: hombres, mujeres y niños.

Después, vinieron las deportaciones, los interrogatorios, las ejecuciones y esclavizaciones, y también la separación inmediata de las personas de sangre judía y las incontables proclamas y órdenes; trabajos forzosos por esto y fusilamientos por esto otro; control de la prensa, control del cine, control de la información, control de las mentes.

Aparecieron contrabandistas que se lucraban con la miseria de sus conciudadanos. Los granjeros con receptores de radio escondidos en sus graneros se convirtieron en héroes inverosímiles. Un pueblo, obligado a andar buscando comida y combustible en las basuras, se vio sumido en unas circunstancias que parecían olvidadas por el resto del mundo mientras la Gestapo se movía entre la gente, observando, escuchando y esperando a abalanzarse sobre cualquiera que diera un solo paso en falso.

“La gente moría, Frankie. Aquí mismo, en esta isla, la gente sufría y moría por culpa de los alemanes. Y algunas personas lucharon contra ellos del único modo que podían. Así que no lo olvides nunca, hijo. Camina con orgullo. Provienes de una familia que conoció la peor de las épocas y vivió para contarlo. No todos los chavales de esta isla pueden decir lo mismo sobre lo que pasó aquí, Frank.”

La voz y los recuerdos. La voz que inculcaba recuerdos continuamente. Frank no podía acallarlos, ni siquiera ahora. Sentía que le perseguirían el resto de su vida. Podía ahogarse en el Leteo, pero eso no bastaría para reiniciar su cerebro.

Se suponía que los padres no mentían a sus hijos. Si elegían ser padres, tendría que ser para transmitir las verdades de la vida que habían aprendido a través de la experiencia. ¿En quién podía confiar el hijo de un hombre sino en el propio hombre?

A eso se reducía todo para Frank mientras solo, en el muelle, contemplaba el agua, pero viendo en su lugar un reflejo de la historia que había moldeado sin piedad a una generación de isleños. Todo se reducía a la confianza. El la había entregado como único regalo que un niño puede dar a la figura distante y reverencial de su padre. Graham había cogido esta confianza y había abusado de ella de una manera atroz. Lo que quedó después fue el esqueleto delicado de una relación construida con paja y pegamento. El viento áspero de la revelación la había destruido. La propia estructura insustancial podría no haber existido nunca.

Haber vivido más de medio siglo fingiendo que no era responsable de las muertes de hombres buenos… Frank no sabía cómo construir un sentimiento de cariño hacia su padre con los desechos repugnantes que Graham Ouseley había dejado tras de sí con ese único dato. Sabía que ahora no podía. Tal vez algún día… Si llegaba a su misma edad… Si entonces veía la vida de otra forma…

Detrás de él, escuchó que al fin el tráfico comenzaba a moverse. Se dio la vuelta y vio que el camión del cruce había logrado salir de su situación. Volvió a subir al coche y se incorporó al flujo de vehículos que abandonaban Saint Sampson. Avanzó con ellos hacia Saint Peter Port, acelerando al fin cuando dejó atrás la zona industrial de Bulwer Avenue y accedió a la carretera que seguía la calle alargada en forma de media luna de la bahía de Belle Greve.

Tenía que hacer otra parada antes de regresar a Talbot Valley, así que siguió hacia el sur con el agua a la izquierda y Saint Peter Port que se alzaba como una fortaleza gris de terrazas a la derecha. Serpenteó a través de los árboles de Le Val des Terres y entró en Fort Road con menos de quince minutos de retraso sobre la hora que había quedado que pasaría por casa de los Debiere.

Habría preferido evitar otra conversación con Nobby; pero cuando el arquitecto lo llamó y se mostró tan insistente, su habitual sentimiento de culpa fue motivación suficiente para que Frank dijera:

– Muy bien, me pasaré. -Y mencionó la hora en que probablemente iría a verle.

Nobby abrió él mismo la puerta y llevó a Frank a la cocina, donde ante la aparente ausencia de su mujer, estaba preparando la cena de los chicos. En la habitación hacía un calor insoportable, y Nobby tenía la cara grasienta de sudor. El aire estaba muy cargado por el olor a palitos de pescado quemados. Del salón llegaba el ruido de un juego de ordenador en funcionamiento, con las convenientes explosiones resonando rítmicamente a medida que el jugador eliminaba con habilidad a los malos.

– Caroline está en la ciudad. -Nobby fue a inspeccionar una bandeja que extrajo lentamente del horno. Los palitos de pescado humeaban y desprendían otro olor nauseabundo. Hizo una mueca-. ¿Cómo puede gustarles esto?

– Basta con que lo detesten sus padres -observó Frank.

Nobby los puso en la encimera y utilizó una cuchara de madera para pasarlos a un plato. Cogió una bolsa de patatas congeladas del frigorífico y las echó sobre la bandeja, que volvió a meter en el horno. Mientras tanto, en el fogón, una olla hervía con entusiasmo. Enviaba una nube de vapor que flotaba sobre ellos en el aire como el fantasma de la señora Beeton.

Nobby la removió y sacó la cuchara llena de guisantes. Tenían un color verde artificial, como si estuvieran secos. Los miró con recelo, luego volvió a dejarlos en el agua hirviendo.

– Tendría que estar aquí para encargarse de esto. Se le da mejor. Yo soy un desastre -dijo Nobby.

Frank sabía que su ex alumno no le había llamado para que le diera lecciones de cocina, pero también sabía que no soportaría estar en la calurosa cocina mucho rato más. Así que asumió el control y, mientras se cocinaban las patatas, buscó un colador, echó los guisantes y luego los tapó con papel de plata, igual que los odiosos palitos de pescado. Hecho esto, abrió la ventana de la cocina.

– ¿Por qué querías verme, Nobby? -preguntó entonces al otro hombre, que había puesto la mesa para sus hijos.

– Caroline está en la ciudad -dijo.

– Ya me lo has dicho.

– Ha ido a pedir trabajo. Pregúntame dónde.

– De acuerdo. ¿Dónde?

Nobby soltó una carcajada, absolutamente carente de alegría.

– En la Oficina de Asesoramiento al Ciudadano. Pregúntame qué hará.

– Nobby… -Frank estaba cansado.

– Escribir sus malditos folletos -dijo Nobby con otra carcajada, esta vez más fuerte y desmedida-. Ha pasado de Architectural Review a Asesoramiento al Ciudadano, gracias a mí. Le dije que dimitiera, que escribiese su novela, persiguiera su sueño, como he hecho yo.

– Lamento lo que ha pasado -dijo Frank-. No te imaginas cuánto.

– Supongo que no. Pero así es la mala suerte. Todo ha sido en vano desde el principio. ¿Te has dado cuenta? ¿O lo sabías desde siempre?

Frank frunció el ceño.

– ¿Cómo? ¿Qué iba…?

Nobby llevaba uno de los delantales de su mujer. Se lo quitó y lo dejó en el respaldo de una silla de la cocina. Parecía una locura, pero era como si disfrutara con aquella charla, y su placer aumentó con su siguiente revelación. Dijo que los planos que Guy dispuso que le enviaran de Estados Unidos eran falsos. Los había visto personalmente y no tenían validez. En su opinión, ni siquiera eran los planos para un museo. ¿Qué opinaba Frank de eso?

– No tenía ninguna intención de construir un museo -le informó Nobby-. Fue todo un juego que consistía en ponernos por las nubes y luego echarnos por tierra. Y nosotros éramos los bolos: tú, yo, Henry Moullin y cualquiera que estuviera involucrado en el proyecto. Infló nuestras expectativas con grandes planes y luego se quedó mirando cómo nos retorcíamos y suplicábamos mientras nos deshinchábamos: ésa es la historia. Pero el juego sólo llegó hasta mí. Entonces se cargaron a Guy y el resto de vosotros os quedasteis preguntándoos cómo sacar adelante el proyecto ahora que él no estaba ahí para dar su bendición. Pero quería que lo supieras. No tiene sentido que yo sea el único que coseche los frutos del insólito sentido del humor de Guy.

Frank se esforzó por digerir la información. Se contradecía con todo lo que sabía de Guy y todo lo que había experimentado como amigo suyo. Su muerte y los términos de su testamento habían acabado con el museo, pero que nunca hubiera tenido intención de construirlo… Frank no podía permitirse pensar en eso ahora; ni nunca, en realidad. El precio era demasiado alto.

– Los planos… -dijo-. Los planos que trajeron los americanos…

– Falsos como un billete de tres libras -dijo Nobby en un tono agradable-. Los he visto. Un tipo de Londres me los trajo. No sé quién los dibujó ni para qué son, pero lo que sí sé es que no son para construir un museo en la calle de la iglesia de Saint Saviour.

– Pero tenía que haber… -¿Qué?, se preguntó Frank. Tenía que haber ¿qué? ¿Sabido que alguien estudiaría con detenimiento los planos? ¿Cuándo? ¿Aquella noche? Había descubierto un dibujo especializado de un edificio que anunció que era el proyecto seleccionado, pero nadie pensó en preguntarle por los planos-. Debieron de engañarle -dijo Frank-. Porque sí que pensaba construir ese museo.

– ¿Con qué dinero? -preguntó Nobby-. Como bien señalaste, en su testamento no dejó ni un céntimo para construir nada, Frank, y no dejó ninguna indicación para que Ruth lo financiara si le ocurría algo. No, Guy no se dejaba timar por nadie; pero nosotros sí. Todos nosotros le seguimos el juego.

– Tiene que haber algún error, un malentendido. Quizá hizo alguna mala inversión últimamente y perdió los fondos con los que pensaba construir el museo. No querría admitirlo… No querría quedar mal, así que siguió adelante como si no hubiera cambiado nada para que nadie supiera…

– ¿Eso crees? -Nobby no se esforzó por disimular la incredulidad en su voz-. ¿De verdad crees eso?

– ¿Cómo explicas entonces…? El proyecto estaba en marcha, Nobby. Se sentiría responsable. Tú habías dejado tu empleo y te estableciste por tu cuenta. Henry había invertido en la fabricación del vidrio. Salían artículos en el periódico y la gente se había creado sus expectativas. Si había perdido el dinero, tenía que confesar o fingir que seguía adelante, con la esperanza de que, si iba dando largas al asunto, la gente perdiera interés con el tiempo.

En la mesa, Nobby cruzó los brazos.

– ¿De verdad piensas eso? -Su tono sugería que el ex alumno se había convertido ahora en el maestro-. Sí, por supuesto. Ya veo por qué necesitarías aferrarte a esa creencia.

Frank creyó percibir en el rostro de Nobby que, de repente, el arquitecto lo había comprendido todo: el propio Frank, poseedor de miles de objetos de la guerra aparentemente queridos, no deseaba que ese material viera nunca la luz del día. Y si bien aquélla era la verdad de la cuestión, era imposible que Nobby Debiere lo supiera. Era un tema demasiado complicado para que se diera cuenta. Para él, Frank Ouseley sólo era otro miembro decepcionado del grupo que confió en un plan que había quedado en agua de borrajas.

– Supongo que no me he recuperado de todo esto -dijo Frank-. No puedo creer… Tiene que haber alguna explicación.

– Acabo de dártela. Ojalá Guy estuviera aquí para poder disfrutar del resultado de sus maquinaciones. Mira, deja que te lo enseñe. -Nobby se dirigió a un rincón de la encimera, donde parecía que la familia guardaba el correo del día. A diferencia del resto de la casa, era una zona desordenada, con fajos de cartas, revistas, catálogos y listines telefónicos amontonados todos juntos. De debajo de este montón, Nobby sacó un papel y se lo entregó.

Frank vio que era el texto y las ilustraciones para un anuncio. En ella, un Nobby Debiere dibujado estaba junto a una mesa de delineante en la que descansaba una especie de boceto. Alrededor de sus pies había pergaminos desenrollados en los que aparecían otros bocetos. La copia presentaba la nueva empresa como Arreglos, Reformas y Restauraciones Bertrand Debiere, y la dirección del local estaba justo allí, en Ford Road.

– He tenido que despedir a mi secretaria, naturalmente -dijo Nobby con una alegría forzada que helaba la sangre-. Así que ella también se ha quedado sin trabajo, lo que le habría encantado a Guy si hubiera vivido para verlo.

– Nobby…

– Y trabajaré desde casa, como ves, lo cual es magnífico, naturalmente, puesto que Caroline probablemente pasará la mayor parte del tiempo en la ciudad. Quemé las naves con la empresa cuando dimití, pero no hay duda de que con el tiempo podré entrar en otra si no me hacen el vacío. Sí, ¿verdad que es maravilloso ver cómo ha acabado todo? -Le quitó a Frank el anuncio y lo metió arrugado debajo del listín telefónico.

– Siento -dijo Frank- que las cosas hayan acabado así…

– Es lo mejor, sin duda -dijo Nobby-, para alguien.

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