Capítulo 8

A primera hora de la mañana, Frank Ouseley se encargó de que una de las granjeras de la Rué des Rocquettes bajara al valle a ver a su padre. No tenía pensado estar fuera de Moulin des Niaux más de tres horas, pero en realidad no sabía cuánto durarían el funeral, el entierro y la recepción. Era inconcebible que se ausentara durante cualquiera de las tareas del día. Pero dejar solo a su padre era demasiado arriesgado. Así que hizo unas llamadas hasta que encontró un alma caritativa que dijo que bajaría en bici una o dos veces “con algo dulce para el ancianito. A papá le gustan los caramelos, ¿verdad?”.

No era necesario, la tranquilizó Frank. Pero si realmente quería llevar un detalle a papá, tenía debilidad por cualquier cosa que llevara manzana.

¿Manzanas Fuji, Braeburn, Pippin?, preguntó la buena señora.

En realidad, no importaba.

A decir verdad, seguramente podría cocinar algo con unas sábanas y hacerlo pasar por un pastel de manzana. Su padre había comido peor en su época y había sobrevivido para convertirlo en un tema de conversación general. A Frank le parecía que a medida que el hombre se acercaba al final de su vida, hablaba más y más sobre el pasado lejano. Frank lo había aceptado bien varios años atrás cuando comenzó, puesto que, aparte de su interés por la guerra en general y la ocupación de Guernsey en particular, Graham Ouseley siempre había sido admirablemente reticente a hablar sobre sus propias heroicidades durante aquella terrible época. Había pasado la mayor parte de la juventud de su hijo evitando las preguntas personales diciendo: “No se trataba de mí, chico. Se trataba de todos nosotros”, y Frank había aprendido a valorar que su padre no necesitaba hinchar su ego con recuerdos en los que él jugaba un papel clave. Pero como si supiera que le llegaba la hora y deseara dejar un legado de remembranzas a su único hijo, Graham había empezado a dar detalles. En cuanto comenzó este proceso, pareció que las historias de la guerra que su padre era capaz de recordar no tenían fin.

Por la mañana, Graham había pronunciado un monólogo sobre la furgoneta-detectora, un vehículo que los nazis habían utilizado en la isla para encontrar los últimos transmisores de radio de onda corta que empleaban los ciudadanos para recabar información de los enemigos, en particular de franceses e ingleses.

– El último se enfrentó a los fusiles en Fort George -le informó Graham-. Era un pobre chico de Luxemburgo. Hay quien dice que lo descubrió la furgoneta-detectora, pero yo digo que lo delató un colaboracionista. Y los había, malditos sean: vendidos y espías. Traidores, Frank. Pusieron a gente frente a un puto pelotón de fusilamiento sin pestañear. Que se pudran en el infierno.

Después de eso, fue la “V” de victoria y todos los lugares en los que de forma no tan misteriosa apareció en la isla la vigesimoquinta letra del alfabeto -escrita con tiza, pintura y en el cemento todavía húmedo- para atormentar a los nazis.

Y al final fue la G.U.L.A. -Guernsey Unida y Libre de Alemanes-, la contribución personal de Graham Ouseley a una población en peligro. Esta hoja informativa clandestina lo llevó a pasar un año en la cárcel. Junto con tres isleños más, lograron distribuirla durante veintinueve meses antes de que la Gestapo llamara a la puerta de su casa.

– Me traicionaron -le dijo Graham a su hijo-, como a los receptores de onda corta. Así que no olvides esto jamás, Frank: Si se los pone a prueba, a los cobardes les da miedo cortarse. Siempre pasa lo mismo cuando se acercan tiempos difíciles. La gente señala si puede sacar algo. Pero al final conseguiremos que se retuerzan. Habrá costado, pero pagarán.

Frank dejó a su padre hablando extasiado sobre este tema, confiándolo al televisor mientras se acomodaba para ver el primero de los programas del día. Frank le dijo que la señora Petit pasaría a verle al cabo de una hora y le explicó a su padre que iba a encargarse de algunos negocios urgentes en Saint Peter Port. No dijo nada del funeral porque todavía no le había contado que Guy Brouard había muerto.

Por suerte, su padre no preguntó por la naturaleza del negocio. De repente, una sintonía dramática procedente de la tele captó su atención, y al cabo de un momento, Graham ya se había rendido al argumento que presentaba a dos mujeres, un hombre, una especie de terrier y la suegra maquinadora de alguien. Al ver aquello, Frank se despidió.

Como en la isla no había ninguna sinagoga porque la población judía era insignificante, y a pesar de que Guy Brouard no era miembro de ninguna religión cristiana, su servicio fúnebre tuvo lugar en la iglesia de la ciudad, situada a poca distancia del puerto de Saint Peter Port. De acuerdo con la importancia del fallecido y el afecto que despertaba entre sus conciudadanos de Guernsey, se consideró que la iglesia de Saint Martin -en cuya parroquia se encontraba Le Reposoir- era demasiado pequeña para recibir al número de dolientes que se esperaba. En efecto, Guy Brouard se había convertido en una persona tan querida para los isleños durante los casi diez años que había residido allí, que nada menos que siete ministros de Dios oficiaron su funeral.

Frank llegó justo a tiempo, lo cual fue casi un milagro teniendo en cuenta lo difícil que era aparcar en la ciudad. Pero la policía había reservado los dos aparcamientos de Albert Pier para los asistentes al funeral, y aunque Frank encontró un sitio en el extremo norte del muelle y caminó a paso rápido hasta la iglesia, logró entrar justo antes de que lo hicieran el ataúd y la familia.

Vio que Adrián Brouard se había erigido en doliente jefe. Era su derecho como hijo mayor de Guy y único hijo varón. Sin embargo, cualquier amigo de Guy Brouard sabía que la comunicación entre los dos hombres había sido inexistente durante, como mínimo, los últimos tres meses y que la comunicación previa a su distanciamiento se había caracterizado principalmente por una lucha de voluntades. La madre del joven debía de haber intercedido para que Adrián ocupara esa posición justo detrás del ataúd, concluyó Frank. Y para asegurarse de que permaneciera allí, ella se había colocado justo detrás de él. La pobre y menudita Ruth iba en tercer lugar y la seguían Anaïs Abbott y sus dos hijos, que se las habían arreglado de algún modo a fin de introducirse en la familia para aquella ocasión. Seguramente, las únicas personas a las que la propia Ruth había pedido que la acompañaran detrás del ataúd de su hermano eran los Duffy, pero la posición a la que habían sido relegados Valerie y Kevin -siguiendo a los Abbott- no les permitía ofrecerle ningún consuelo. Frank esperaba que fuera capaz de encontrar solaz en las personas que habían acudido a expresar su afecto hacia ella y su hermano: amigo y benefactor de tanta gente.

Durante la mayor parte de su vida, el propio Frank había evitado la amistad. Ya tenía suficiente con su padre. Desde el día en que su madre se ahogó en el embalse, se habían aferrado el uno al otro -padre e hijo-; y haber sido testigo de los esfuerzos de Graham por rescatar primero y revivir después a su esposa, y luego de la culpa terrible que había sentido por no ser lo bastante rápido primero o competente después, había unido a Frank a su padre de manera inextricable. A la edad de cuarenta años, Graham Ouseley ya había sufrido demasiado dolor y pena y, de niño, Frank decidió encargarse de poner fin a ambos. Había dedicado la mayor parte de su vida a esa campaña, y cuando apareció Guy Brouard, la posibilidad de forjar una amistad con otro hombre por primera vez se presentó ante él como la manzana de la serpiente. Le había dado un mordisco como un hambriento, sin recordar ni una sola vez que bastaba un único mordisco para condenarse.

El funeral se hizo eterno. Cada ministro tuvo que pronunciar su sermón además del panegírico, tres folios mecanografiados que Adrián Brouard leyó torpemente. Los asistentes cantaron himnos apropiados para la ocasión, y una solista escondida en algún lugar del coro alzó su voz en una despedida operística.

Luego acabó, al menos la primera parte. El sepelio y la recepción venían después; los dos estaban programados en Le Reposoir.

La procesión hasta la finca fue impresionante. Cubrió todo el muelle, desde Albert Pier hasta más allá de Victoria Marina.

Subió despacio serpenteando por Le Val des Terres detrás de los gruesos árboles desnudos en invierno que flanqueaban la ladera abrupta. De ahí, siguió por la carretera de salida de la ciudad, que dividía la riqueza de Fort George al este, con sus casas modernas protegidas detrás de arbustos y verjas eléctricas, y las viviendas comunes al oeste: calles y avenidas densamente edificadas en el siglo XIX, viviendas apareadas de estilo georgiano y regencia, así como adosados que habían envejecido muy mal.

Justo antes de que Saint Peter Port diera paso a Saint Martin, el cortejo fúnebre giró hacia el este. Los coches pasaron por debajo de los árboles, por una carretera estrecha que desembocaba en un camino aún más estrecho. Flanqueando uno de los lados había un muro alto de piedra. Al otro lado se alzaba un terraplén en el que crecía un seto nudoso y torcido en el frío de diciembre.

Una abertura en el muro dejaba espacio a dos puertas de hierro. Estaban abiertas, y el coche fúnebre entró en los amplios jardines de Le Reposoir. El cortejo lo siguió. Frank estaba en él. Aparcó a un lado del sendero de entrada y se dirigió junto a todos los demás hacia la mansión.

Al cabo de diez pasos, su soledad terminó. Una voz a su lado dijo:

– Esto lo cambia todo.

Alzó la mirada y vio que Bertrand Debiere estaba con él.

El arquitecto parecía estar enganchado a las pastillas para adelgazar. Aunque siempre había estado demasiado delgado para su gran estatura, parecía haber perdido seis kilos desde la noche de la fiesta en Le Reposoir. Tenía filamentos carmesíes entrecruzados en el blanco de los ojos, y los pómulos -siempre prominentes, en cualquier caso- parecían surgir de su cara como huevos de gallina que intentaban escapar de debajo de su piel.

– Nobby -dijo Frank saludándole con la cabeza. Utilizó el apodo del arquitecto sin pensarlo. Había sido alumno suyo de historia años atrás en la escuela moderna de secundaria y nunca se había acostumbrado a ser ceremonioso con la gente a quien había dado clase-. No te he visto en el servicio.

Debiere no pareció molesto porque Frank hubiera usado su apodo. Como sus íntimos nunca le habían llamado de otra forma, seguramente ni se había dado cuenta.

– ¿No estás de acuerdo? -dijo.

– ¿Con qué?

– Con la idea original. Con mi idea. Imagino que ahora tendremos que volver a ella. Sin Guy, no podemos esperar que Ruth se encargue. No creo que tenga ni idea de este tipo de edificios y me figuro que no querrá aprender. ¿Y tú?

– Ah. El museo -dijo Frank.

– Seguirá adelante. Es lo que habría querido Guy. Pero en cuanto al proyecto, tendremos que cambiarlo. Hablé con él al respecto, pero seguramente ya lo sabrás, ¿no? Sé que Guy y tú erais uña y carne, así que probablemente te contó que lo abordé. Esa noche, ya sabes. Solos los dos. Después de los fuegos artificiales. Estudié el dibujo y vi (bueno, ¿quién con unos conocimientos mínimos de arquitectura no lo sabría?) que este tipo de California no había entendido nada. Qué se puede esperar de alguien que hizo el proyecto sin ver el lugar, ¿no? Se dejó llevar bastante por su ego, en mi opinión. Yo no habría hecho algo así, y se lo dije a Guy. Sé que estaba empezando a convencerlo, Frank.

Nobby hablaba con impaciencia. Frank lo miró mientras seguían la procesión que se encaminaba hacia el lado oeste de la casa. No contestó, aunque vio que Nobby se moría de ganas de que lo hiciera. El brillo tenue en el labio superior lo traicionó.

El arquitecto continuó:

– Todas esas ventanas, Frank. Como si en Saint Saviour hubiera una vista espectacular que tuviéramos que admirar, o algo. Habría sabido que no la había si hubiera venido a ver el lugar, eso para empezar. Y piensa en lo que va a pasar con la calefacción, con todos esos grandes ventanales. Costará una fortuna mantener el lugar abierto en temporada baja cuando haga mal tiempo. Supongo que querrás que esté abierto en temporada baja, ¿no? Si es un museo más para la isla que para los turistas, tiene que estar abierto cuando la gente de aquí pueda ir, algo que es probable que ni siquiera intente en pleno verano cuando esté abarrotado. ¿No te parece?

Frank sabía que tenía que decir algo porque guardar silencio en esa situación sería extraño, así que dijo:

– No empieces la casa por el tejado, Nobby. Es hora de relajarse, supongo.

– Pero tú eres mi aliado, ¿verdad? -preguntó Nobby-. F-Frank, ¿estás de-de mi parte en esto?

El tartamudeo repentino indicaba su nivel de ansiedad. Le pasaba lo mismo cuando estaba en el colegio, cuando le preguntaban en clase y era incapaz de decir la lección. Su problema en el habla siempre había hecho que Nobby pareciera más vulnerable que los otros chicos, lo que era conmovedor, pero al mismo tiempo le delataba, extirpándole la capacidad que tenían otras personas de disimular lo que sentían.

– No es cuestión de aliados y enemigos, Nobby -dijo Frank-. Todo este asunto -y señaló la casa con la cabeza para indicar lo que había sucedido en su interior, las decisiones tomadas y los sueños destruidos- no tiene nada que ver conmigo. No tenía los medios para implicarme. Al menos, no de la forma que tú crees que podría haberme implicado.

– Pe-pero se había decidido por mí. Frank, tú sabes que se había decidido por mí, por mi proyecto, mis planos. Y… es-escucha. Te-tengo que conseguir ese en-en-encargo. -Escupió la última palabra. La cara le brillaba por el esfuerzo. Había subido el tono de voz, y varias de las personas que caminaban hacia la tumba los miraron.

Frank se separó de la procesión y se llevó a Nobby con él. Estaban portando el ataúd por el lateral del pabellón acristalado y en dirección al jardín de esculturas situado al noroeste de la casa. Al verlo, Guy se dio cuenta de que una tumba en aquel lugar sería más que apropiada: Guy rodeado en la muerte por los artistas a los que había auspiciado en vida.

Cogiéndolo del brazo, Frank condujo a Nobby a un lado del pabellón, lejos de la vista de los que se dirigían al entierro.

– Es demasiado pronto para hablar de esto -le contestó a su ex alumno-. Si no hay una asignación en el testamento, entonces…

– En el testamento no se designa a ningún arquitecto -dijo Nobby-. De eso puedes estar seguro. -Se secó la cara con un pañuelo, y este movimiento pareció ayudarle a controlar de nuevo su discurso-. Si hubiera tenido tiempo suficiente para replantearse las cosas, Guy habría cambiado a los planos de Guernsey, créeme, Frank. Sabes que era leal a la isla. La idea de que hubiera escogido a un arquitecto que no era de Guernsey es ridícula. Al final se habría dado cuenta. Así que ahora sólo es cuestión de sentarnos y preparar una razón coherente sobre por qué hay que cambiar la elección del arquitecto, y no puede ser difícil, ¿verdad? Diez minutos con los planos y podría señalar todos los problemas de su proyecto. Hay más aparte de las ventanas, Frank. Este americano ni siquiera comprendió la esencia de la colección.

– Pero Guy ya tomó la decisión -dijo Frank-. Alterarla sería faltar a su memoria, Nobby. No, no digas nada. Escúchame un momento. Sé que estás decepcionado. Sé que no te gusta la elección de Guy. Pero era su decisión y ahora a nosotros nos corresponde aceptarla.

– Guy está muerto. -Nobby acompañó cada sílaba con un puñetazo contra la palma de su mano mientras las pronunciaba-. Así que decidiera lo que decidiese sobre cómo tenía que ser el lugar, ahora podemos construir el museo como nosotros creamos conveniente, y como creamos práctico y apropiado. Éste es tu proyecto, Frank. Siempre ha sido tu proyecto. Tú tienes los objetos de la exposición. Guy sólo quería proporcionarte un lugar donde exhibirlos.

Era muy persuasivo pese a su aspecto y discurso singulares. En cualquier otra circunstancia, Frank se habría dejado influir por la forma de pensar de Nobby. Pero en la situación actual, tenía que mantenerse firme. Se armaría una buena si no lo hacía.

– No puedo ayudarte, Nobby -dijo-. Lo siento.

– Pero podrías hablar con Ruth. Ella te escucharía.

– Puede ser, pero la verdad es que no sabría qué decirle.

– Yo te prepararía antes, te diría las palabras.

– Si las tienes, debes decirlas tú.

– Pero no me escuchará. No igual que a ti.

Frank abrió las manos, vacías, y dijo:

– Lo siento. Nobby, lo siento. ¿Qué más puedo decir?

Nobby pareció desinflarse ante la pérdida de su última esperanza.

– Puedes decir que lo sientes tanto que harás algo para cambiar las cosas. Pero supongo que es pedirte demasiado, Frank.

En realidad, era demasiado poco, pensó Frank. Estaban donde estaban ahora porque las cosas habían cambiado.


Saint James vio que dos hombres abandonaban la procesión que se dirigía al lugar del sepelio. Reconoció la intensidad de su conversación y decidió averiguar sus identidades. De momento, sin embargo, siguió al resto del cortejo hasta la tumba.

Deborah caminaba a su lado. Su silencio durante toda la mañana le decía que aún estaba resentida por la conversación del desayuno, uno de esos enfrentamientos sin sentido en los que sólo una persona comprende claramente el tema de la discusión. Por desgracia, esa persona no era él. Él había comentado si era acertado que Deborah solamente pidiera champiñones y tomates asados, mientras que ella parecía estar revisando toda su historia juntos. Al menos, es lo que acabó suponiendo al escuchar que su mujer le acusaba de “manipularme en todos los sentidos, Simón, como si fuera totalmente incapaz de llevar a cabo una sola acción por mi cuenta. Bueno, pues ya estoy harta. Soy una persona adulta, y me gustaría que comenzaras a tratarme como tal”.

La había mirado parpadeando y luego miró la carta, preguntándose cómo habían pasado de una discusión sobre proteínas a una acusación de dominación despiadada.

– ¿De qué estás hablando, Deborah? -había dicho como un tonto.

Y el que Simón no hubiera seguido su lógica los llevó rumbo al desastre.

Pero el desastre sólo existió a los ojos de Saint James. A los de ella, era claramente un momento en el que por fin se revelaban verdades sospechadas, pero innombrables, sobre su matrimonio. Simón esperaba que Deborah compartiera una o dos con él en el coche mientras iban al funeral y luego al entierro. Pero no lo hizo, así que confió en que el paso de las horas apaciguara la situación.

– Ése debe de ser el hijo -murmuró ahora Deborah. Estaban al final del cortejo fúnebre en una cuesta suave que subía hasta un muro. Tras el muro crecía un jardín, separado del resto de la finca. Los senderos serpenteaban caprichosamente, a través de arbustos bien recortados y parterres, por debajo de árboles que ahora estaban pelados pero que se habían plantado cuidadosamente para dar sombra a los bancos de cemento y los estanques poco profundos. En medio de todo aquello, se alzaban esculturas modernas: una figura de granito en posición fetal; un elfo cobrizo -salpicado de verdín- que posaba debajo de las hojas de una palmera; tres doncellas en bronce con una estela de algas detrás de ellas; una ninfa del mar de mármol que salía del estanque. En este marco, en lo alto de cinco escalones, se abría un terraplén. En el extremo más alejado, había una pérgola con parras trepadoras que daba refugio a un solo banco. Era aquí en el terraplén donde se había cavado la tumba, quizá para que las futuras generaciones pudieran contemplar el jardín a la vez que pensaban en el lugar en el que descansaba eternamente el hombre que lo había creado.

Saint James vio que ya habían bajado el ataúd y se habían rezado las últimas plegarias de despedida. Una mujer rubia, que llevaba unas gafas de sol inapropiadas como si estuviera en un entierro de Hollywood, instaba a un hombre que tenía al lado a dar un paso adelante. Primero verbalmente y, cuando aquello no funcionó, le dio un pequeño empujón hacia la tumba. Junto a ésta, había un montículo de tierra en el que estaba clavada una pala con cintas negras colgadas. Saint James coincidió con Deborah: debía de ser el hijo, Adrián Brouard, el único presente en la casa la noche antes de que asesinaran a su padre, además de su tía y los hermanos River.

Brouard torció el gesto. Apartó a su madre y se acercó al montículo de tierra. Con el más absoluto silencio de la multitud que rodeaba la tumba, llenó la pala de tierra y la echó sobre el ataúd. El ruido de la tierra golpeando la madera resonó como el eco de una puerta cerrándose.

La acción de Adrián Brouard fue imitada por una mujer menuda tan pequeñita que desde detrás bien podría haberse confundido con un chico preadolescente. Con solemnidad, le entregó la pala a la madre de Adrián Brouard, que también echó tierra sobre el ataúd. Cuando iba a devolver la pala al montículo junto a la tumba, otra mujer más se adelantó y cogió el mango antes de que la rubia de gafas de sol lo soltara.

Aquella escena levantó un murmullo entre los asistentes, y Saint James examinó más detenidamente a la mujer. No pudo verla muy bien, puesto que llevaba un sombrero negro del tamaño de un parasol aproximadamente; pero tenía una figura asombrosa a la que sacaba el máximo partido con un elegante traje gris marengo. Aportó su granito de arena con la pala y se la entregó a una adolescente desgarbada, de hombros curvos y tobillos frágiles que calzaba zapatos de plataforma. La chica echó la tierra en la tumba e intentó dar la pala a un chico que tendría más o menos su edad y que por altura, color de piel y físico general parecía su hermano. Pero en lugar de contribuir al ritual, el chico se dio la vuelta bruscamente y se marchó abriéndose paso entre las personas más próximas a la tumba. Se oyó un segundo murmullo.

– ¿De qué va todo esto? -preguntó Deborah en voz baja.

– Habrá que investigarlo -dijo Saint James. Vio la oportunidad que le ofrecía la acción del adolescente. Dijo-: ¿Te sientes cómoda interrogándole tú, Deborah, o prefieres volver con China?

Simón aún no había ido a conocer a la amiga de Deborah y no estaba seguro de si quería hacerlo, aunque no sabría decir concretamente las razones de su reticencia. Sin embargo, sabía que era inevitable que se vieran, por lo que se dijo que quería tener algo esperanzador que comunicarle cuando por fin los presentaran. Mientras tanto, sin embargo, quería que Deborah tuviera la libertad de estar con su amiga. Hoy todavía no lo había hecho, y era indudable que la americana y su hermano estarían preguntándose qué intentaban conseguir sus amigos londinenses.

Cherokee los había llamado aquella mañana, loco por saber qué le había contado la policía a Saint James. En su lado del hilo telefónico, su voz sonaba muy alegre mientras Simón le relataba lo poco que había que relatar, y por su actitud era evidente que el hombre llamaba delante de su hermana. Al final de la conversación, Cherokee comunicó su intención de asistir al funeral. Se mantuvo firme en su deseo de formar parte de lo que él llamaba “la acción” y, sólo cuando Saint James señaló con tacto que su presencia podría proporcionar una distracción innecesaria que permitiría al verdadero asesino camuflarse entre la multitud, accedió a regañadientes a no ir. Sin embargo, les dijo que estaría esperando a escuchar lo que fueran capaces de averiguar. China también estaría esperando.

– Puedes ir con ella, si quieres -le dijo Saint James a su mujer-. Yo me quedaré por aquí husmeando un rato. Puedo encontrar a alguien que me lleve a la ciudad. No creo que haya ningún problema.

– No he venido a Guernsey a quedarme sentada al lado de China y cogerla de la mano -contestó Deborah.

– Ya lo sé. Razón por la cual…

Ella lo interrumpió antes de que pudiera acabar la frase.

– Iré a ver qué tiene que decir el chico, Simón.

Saint James la observó alejarse a grandes zancadas en busca del chaval. Suspiró y se preguntó por qué comunicarse con las mujeres -en particular con su esposa- consistía a menudo en hablar de una cosa mientras se intentaba leer el trasfondo de otra. Y pensó en cómo iba a afectar su incapacidad de interpretar con exactitud a las mujeres a su rendimiento en Guernsey, donde aumentaba la sensación de que las circunstancias que rodeaban la vida y la muerte de Guy Brouard estaban plagadas de mujeres significativas.

Cuando Margaret Chamberlain vio que el hombre cojo se acercaba a Ruth hacia el final de la recepción, supo que no era un miembro legítimo del grupo de personas que habían asistido al funeral y al entierro. Primeramente, no había hablado con su cuñada en el lugar del sepelio como todos los demás. Además, estuvo paseándose durante toda la recepción de estancia en estancia de un modo que sugería especulación. Al principio, Margaret pensó que se trataba de una especie de ladrón, a pesar de la cojera y el aparato ortopédico en la pierna; pero cuando por fin se presentó a Ruth -hasta el punto de darle su tarjeta-, se dio cuenta de que se trataba de algo completamente distinto. Ese algo tenía que ver con la muerte de Guy. Y si no, con el reparto de su fortuna, que por fin conocerían en cuanto se marchara el último de los asistentes al entierro.

Ruth no había querido ver antes al abogado de Guy. Era como si fuera consciente de que había malas noticias e intentara ahorrar a todo el mundo tener que escucharlas. A todo el mundo o a alguien, pensó Margaret con astucia. La única pregunta era a quién.

Si era la decepción de Adrián la que esperaba posponer, definitivamente iba a armarse una buena. Arrastraría a su cuñada a los tribunales y sacaría todos los trapos sucios si Guy había desheredado a su único hijo. Oh, sabía que Ruth se desharía en excusas si eso era lo que había hecho el padre de Adrián. Pero que se atrevieran a acusarla de menoscabar la relación entre padre e hijo, que se atrevieran a intentar ni que fuera una vez responsabilizarla de la pérdida de Adrián… Se montaría la de Dios es Cristo cuando se pusiera a enumerar las razones por las que los había mantenido separados. Todas y cada una de esas razones tenían un nombre y un título, aunque no era exactamente el tipo de títulos que redimían los pecados de uno a los ojos de la gente: Danielle, la azafata de vuelo; Stephanie, la bailarina de estriptis; MaryAnn, la peluquera canina; Lucy, la camarera de piso.

Ellas eran las razones por las que Margaret había alejado a su hijo de su padre. ¿Qué clase de ejemplo iba a darle al chico?, podía demandar tranquilamente a cualquiera que le preguntara. ¿Qué clase de modelo tenía el deber de proporcionarle a un chaval impresionable de ocho, diez, quince años? Si su padre tenía una vida que convertía en inadecuadas las visitas largas de su hijo, ¿era culpa del niño? ¿Y ahora tenían que privarle de lo que le correspondía por sangre porque la cadena de amantes de su padre a lo largo de los años no se hubiera roto?

No. Margaret estaba en su derecho de mantenerlos bien alejados, condenados sólo a visitas rápidas o interrumpidas. Al fin y al cabo, Adrián era un niño sensible. Debía protegerle con su amor de madre, no exponerle a los excesos de su padre.

Contempló ahora a su hijo mientras paseaba cerca del vestíbulo de piedra, donde se llevaba a cabo la recepción posterior al entierro, al calor de dos chimeneas encendidas en cada extremo de la estancia. Intentaba acercarse a la puerta, bien para escapar o bien para escabullirse al comedor donde había un bufé enorme sobre una espléndida mesa de caoba. Margaret frunció el ceño. Aquello no podía ser. Tendría que estar relacionándose. En lugar de arrastrarse por la pared como un insecto, tendría que estar haciendo algo para comportarse como el vástago del hombre más rico que habían conocido las islas del canal. Por el amor de Dios, ¿cómo podía esperar que su vida fuera más de lo que era -limitada y descrita por la casa de su madre en Saint Albans- si no mostraba ningún interés?

Margaret se abrió paso entre los invitados que quedaban e interceptó a su hijo en la puerta del pasillo que llevaba al comedor. Entrelazó el brazo en el de su hijo, no hizo caso de su intento de zafarse y le dijo con una sonrisa:

– Vaya, aquí estás, cariño. Sabía que alguien podría decirme qué gente me queda por conocer. No se puede esperar conocer a todo el mundo, naturalmente. Pero seguro que hay gente importante a la que debería conocer para tener en cuenta en el futuro.

– ¿Qué futuro? -Adrián puso la mano sobre la de su madre para retirarla, pero ella le cogió los dedos, los apretó y siguió sonriendo como si su hijo no intentara escapar.

– El tuyo, por supuesto. Hay que empezar a cerciorarse de que está asegurado.

– ¿En serio, madre? ¿Y cómo piensas hacerlo?

– Hablando con éste y con aquél -dijo como quien no quiere la cosa-. Es asombrosa la influencia que se puede ejercer en cuanto se conoce a la persona adecuada. Ese caballero con el ceño fruncido, por ejemplo, ¿quién es?

En lugar de responder, Adrián empezó a apartarse de su madre. Pero ella tenía la ventaja de la estatura respecto a él -así como del peso- y lo retuvo donde estaba.

– ¿Cielo? -le preguntó alegremente-. ¿El caballero? ¿El de los parches en los codos? ¿El atractivo y sobrealimentado estilo Heathcliff?

Adrián lanzó una mirada rápida al hombre.

– Es uno de los artistas de papá. Esto está lleno de ellos. Están todos aquí para hacerle la pelota a Ruth por si se lleva la mayor parte del pastel.

– ¿Cuando deberían estar haciéndote la pelota a ti? Qué extraño -dijo Margaret.

Adrián la miró de un modo que Margaret no quiso interpretar.

– Créeme. Nadie es tan estúpido.

– ¿Respecto de qué?

– Respecto de a quién ha dejado papá su dinero. Saben que no habría…

– Cariño, eso no importa. A quién quería dejar su dinero y quién acabará quedándoselo podrían ser dos cosas muy distintas. Sabio es el hombre que se da cuenta de ello y actúa en consecuencia.

– ¿Y sabia es también la mujer, madre?

Había odio en su voz. Margaret no entendía qué había hecho para merecer que su hijo le hablara en ese tono.

– Si estamos hablando de los últimos escarceos de tu padre con esa tal señora Abbott, creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que…

– Sabemos muy bien que no estamos hablando de eso, maldita sea.

– … dada la inclinación de tu padre por mujeres más jóvenes…

– Sí. Ya basta, madre. ¿Quieres hacer el favor de escuchar lo que estás diciendo por una vez?

Margaret calló, confundida. Repasó sus últimas palabras.

– ¿Qué estaba diciendo? ¿Sobre qué?

– Sobre papá. Sobre las mujeres de papá. Sobre las mujeres más jóvenes. Piensa, ¿vale? Estoy seguro de que sabrás juntar las piezas.

– ¿Qué piezas, cariño? Sinceramente, no sé…

– ”Llévala a que conozca a tu padre para que vea, cariño” -recitó lacónicamente su hijo-. “Ninguna mujer se alejará de eso.” Porque ella comenzaba a tener dudas sobre mí y tú lo viste, ¿verdad? Sabe Dios que quizá incluso lo esperabas. Creías que si ella era consciente del dineral que había en perspectiva si jugaba bien sus cartas, decidiría quedarse conmigo. Como si yo fuera a quererla entonces, joder. Como si la quisiera ahora, coño.

Margaret notó que un viento gélido le helaba el cuello.

– ¿Estás diciendo…? -Pero sabía que sí. Miró a su alrededor. Se quedó con la sonrisa petrificada. Se llevó a su hijo del vestíbulo. Cruzaron el pasillo, el comedor y llegaron a la antecocina, donde cerró la puerta. No le gustaba pensar hacia dónde iba aquella conversación. No quería pensar hacia dónde iba aquella conversación. Y menos aún le gustaba o quería pensar lo que podía implicar sobre el pasado reciente. Pero no podía parar la fuerza de las cosas que ella misma había puesto en marcha, así que habló.

– ¿Qué me estás diciendo, Adrián? -Apoyó la espalda en la puerta de la antecocina para que no pudiera escapar. El murmullo de voces al otro lado les decía que la habitación estaba ocupada. Y Adrián había comenzado a temblar (su mirada empezaba a estar desenfocada), lo que anunciaba un estado que no querría que presenciaran unos desconocidos. Cuando no respondió enseguida, Margaret repitió la pregunta. Esta vez habló más dulcemente porque, pese a que le hacía perder los nervios, vio su sufrimiento-. ¿Qué pasó, Adrián?

– Ya lo sabes -contestó sin ánimo-. Lo conocías, así que ya sabes el resto.

Margaret se llevó las manos a la cara.

– No -dijo-. No puedo creerlo… -Le apretó más fuerte-. Eras su hijo. Habría puesto el límite ahí. Por esa razón. Porque eras su hijo.

– Como si eso importara. -Adrián se apartó de ella bruscamente-. Como que tú fueras su mujer. Tampoco le importó demasiado.

– Pero ¿Guy y Carmel? ¿Carmel Fitzgerald? ¿Carmel, que nunca tuvo ni diez palabras divertidas que decirle a nadie y que seguramente no distinguiría un comentario inteligente de…? -Margaret se calló. Apartó la mirada.

– Genial. Así que era perfecta para mí -dijo Adrián-. No estaba acostumbrada a nadie inteligente, así que era una chica fácil.

– No quería decir eso. No es lo que estaba pensando. Es una chica estupenda. Vosotros dos juntos…

– ¿Qué importa lo que estuvieras pensando? Es la verdad. Él lo vio. Iba a ser fácil. Papá lo vio y tuvo que dar el paso. Porque, madre, ¿acaso dejaba alguna vez un pedazo de tierra sin arar cuando lo tenía ahí delante suplicándole…? -Se le rompió la voz.

Al otro lado, en el comedor, el tintineo de platos y cubiertos sugería que la recepción estaba acabándose y que los responsables del cáterin comenzaban a recoger la comida. Margaret miró hacia la puerta detrás de su hijo y supo que los interrumpirían en cuestión de minutos. No podía soportar pensar que lo vieran así, con la cara grasienta y los labios agrietados y temblorosos. Había regresado a la infancia en un instante, y ella volvía a ser la mujer que siempre había sido, su madre, atrapada entre tener que decirle que se controlara antes de que alguien lo viera comportándose como un mocoso y estrecharle contra su pecho para consolarle mientras prometía vengarse de sus enemigos.

Pero fue pensar en la venganza lo que provocó que, rápidamente, Margaret viera a Adrián como el hombre que era en la actualidad, no como el niño que había sido en su día. Y el escalofrío que sintió en el cuello se transformó en escarcha en la sangre al plantearse qué formas podía haber adoptado la venganza en Guernsey.

El pomo de la puerta vibró detrás de su hijo, y ésta se abrió y le golpeó en la espalda. Una mujer de pelo gris asomó la cabeza, vio la cara rígida de Margaret y dijo:

– Oh, lo siento. -Y desapareció. Pero su intrusión fue señal suficiente. Margaret sacó a su hijo de la habitación.

Lo condujo arriba y luego a su cuarto, agradecida de que Ruth la hubiera instalado en el ala oeste de la casa, lejos de la habitación de ella y de la de Guy. Allí, ella y su hijo tendrían intimidad, que era lo que necesitaban.

Sentó a Adrián en el taburete del tocador y cogió una botella de whisky de malta de su maleta. Ruth tenía fama de ser tacaña con la bebida, y Margaret dio las gracias a Dios por ello porque, de lo contrario, no habría venido aprovisionada. Se sirvió dos dedos generosos y se los bebió de un trago, luego volvió a llenar el vaso y se lo dio a su hijo.

– Yo no…

– Bebe. Te tranquilizará. -Margaret esperó a que su hijo la obedeciera. El apuró el vaso y luego lo sostuvo relajadamente entre las manos. Entonces ella dijo-: ¿Estás seguro, Adrián? Le gustaba coquetear. Ya lo sabes. Puede que sólo fuera eso. ¿Los viste juntos? ¿Tú…? -Detestaba preguntar los detalles truculentos, pero necesitaba hechos.

– No me hizo falta verlos. Después estuvo distinta conmigo. Me lo imaginé.

– ¿Hablaste con él? ¿Le acusaste?

– Claro que sí. ¿Por quién me tomas?

– ¿Y qué te dijo?

– Lo negó. Pero le obligué a…

– ¿Le obligaste? -Apenas podía respirar.

– Mentí. Le dije que ella me lo había confesado. Así que él también confesó.

– ¿Y luego?

– Nada. Carmel y yo volvimos a Inglaterra. Ya conoces el resto.

– Dios mío, ¿y por qué has vuelto, entonces? -le preguntó-. Se tiró a tu prometida delante de tus narices. ¿Por qué has…?

– Alguien me insistió para que viniera, como tal vez recuerdes -dijo Adrián-. ¿Qué me dijiste? ¿Que estaría muy contento de verme?

– Pero si lo hubiera sabido, nunca te habría sugerido, menos aún insistido… Adrián, por el amor de Dios. ¿Por qué no me constaste lo que había pasado?

– Porque decidí utilizarlo -dijo-. Si no podía convencerle con la razón de que me diera el préstamo que necesitaba, pensé que con la culpa sí lo conseguiría. Sólo que olvidé que papá era inmune a la culpa. Era inmune a todo. -Luego sonrió. Y, en ese instante, el escalofrío transformado en escarcha se convirtió en hielo en la sangre de Margaret cuando su hijo dijo-: Bueno, a prácticamente todo, parece ser.

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