Capítulo 28

La desconfianza de Simón espoleó a Deborah, y también el hecho de que su marido seguramente justificara esa desconfianza diciéndose a sí mismo que ella era quien no había entregado el anillo con la calavera y los dos huesos cruzados a la policía cuando debía. Sin embargo, sus dudas actuales no eran un reflejo de lo que sucedía realmente. La verdad era que Simón desconfiaba de ella porque siempre había desconfiado de ella. Era su reacción instintiva a todo lo que exigiera de ella una opinión adulta, algo de lo que, al parecer, la creía incapaz. Y esa reacción era en sí misma la ruina de su relación, el resultado de haberse casado con un hombre que en su día tuvo el papel de segundo padre. No recuperaba siempre ese papel en momentos de conflicto. Pero la mortificaba que lo adoptara cuando fuera y bastaba para animarla a hacer lo que él no quería que hiciera por nada del mundo.

Por eso se dirigió a los apartamentos Queen Margaret cuando podría haber ido a mirar tiendas en High Street, subido la cuesta hasta Candie Gardens, caminado hasta Castle Cornet o curioseado en las joyerías del centro comercial. Pero no obtuvo ningún resultado de su visita a Clifton Street. Así que bajó las escaleras que llevaban al mercado y se dijo que en realidad no estaba buscando a China y que, aunque así fuera, ¿qué más daba? Eran viejas amigas, y China estaría esperando a que alguien la tranquilizara y le dijera que la situación en la que se encontraban ella y su hermano estaba camino de resolverse.

Deborah quería ofrecerle esa tranquilidad. Era lo mínimo que podía hacer.

China no estaba en el viejo mercado al pie de las escaleras, y tampoco en la tienda de comida donde Deborah había encontrado a los River la otra vez. Cuando había abandonado por completo la idea de dar con su amiga, la localizó al doblar la esquina de High Street con Smith Street.

Había empezado a subir la cuesta, resignada a regresar al hotel. Se detuvo a comprar un periódico en un quiosco y, cuando estaba guardándolo en el bolso, vislumbró a China hacia la mitad de la colina. Salía de una tienda y siguió subiendo hacia el lugar donde Smith Street se abría a una explanada donde se erigía el monumento a los caídos en la primera guerra mundial.

Deborah gritó el nombre de su amiga. China se giró y examinó a los transeúntes que también subían, hombres y mujeres de negocios bien vestidos que habían acabado su jornada laboral en los muchos bancos de la calle de abajo. Levantó la mano para saludarla y esperó a que Deborah la alcanzara.

– ¿Cómo va? -preguntó cuando estuvo lo bastante cerca para oírla-. ¿Alguna novedad?

– No lo sabemos muy bien -contestó Deborah. Y entonces, para dirigir la conversación hacia otro tema, uno con el que no corriera el peligro de querer ofrecer detalles para tranquilizarla, dijo-: ¿Qué haces?

– Dulces -dijo.

Al principio, Deborah pensó en pasteles, lo cual no tenía sentido porque a China no le gustaban demasiado. Pero luego su cerebro hizo el pequeño salto que había aprendido en Estados Unidos y tradujo rápidamente la palabra de China a su inglés.

– Ah, dulces -dijo.

– Estaba buscando Baby Ruths o Butterfingers. -China dio unas palmaditas a su amplio bolso en el que, al parecer, había guardado las chucherías-. Son sus preferidas. Pero no hay en ningún sitio, así que le he comprado lo que he podido. Espero que me dejen verle.

China le contó que la primera vez que había acudido al hospital Lañe no la habían dejado. Cuando antes se había despedido de Deborah y su marido, había ido directamente a la comisaría de policía, pero no le habían permitido ver a su hermano. La habían informado de que, durante el período de interrogatorio a un sospechoso, sólo su abogado estaba autorizado a verlo. Tendría que saberlo, naturalmente, puesto que a ella tambien la habían retenido para interrogarla. Había llamado a Holberry. Le había dicho que haría todas las gestiones posibles para que pudiera ver a su hermano, y por eso había salido a buscar las chucherías. Iba hacia allí para dárselas. Miró hacia la explanada y el cruce de calles a poca distancia de donde estaban.

– ¿Quieres venir?

Deborah contestó que sí. Así que caminaron juntas hasta la comisaría, a dos minutos escasos de donde se habían encontrado.

En la recepción, un agente antipático les comunicó que no permitirían a la señorita River ver a su hermano. Cuando China le dijo que Roger Holberry había hecho las gestiones oportunas para que la dejaran pasar, el policía le informó de que él, personalmente, no sabía nada de Roger Holberry, por lo que si a las señoras no les importaba, seguiría con su trabajo.

– Llame al tipo que está al mando -le dijo China-, el inspector Le Gallez. Seguramente Holberry se habrá puesto en contacto con él. Ha dicho que haría las gestiones… Mire. Sólo quiero ver a mi hermano, ¿vale?

El hombre se mostró inflexible. Informó a China de que si Roger Holberry había hecho las gestiones oportunas a través de quien fuera, entonces esa persona -se llamara el inspector en jefe Le Gallez o la reina de Saba- se habría asegurado de que la información llegaba a recepción. A menos que se diera esa situación, no se permitía a nadie, salvo al abogado del sospechoso, entrar a verlo.

– Pero Holberry es su abogado -protestó China.

El hombre sonrió con absoluta antipatía.

– No veo que esté aquí con usted -contestó, y miró ostensiblemente detrás de ella.

China se dispuso a hacer un comentario acalorado que empezaba así:

– Escúchame, maldito…

Sin embargo, Deborah intervino.

– Tal vez pueda llevarle unas chucherías al señor River… -le dijo con calma al policía.

– Olvídalo -dijo entonces China, y salió hecha una furia de la comisaría sin realizar su entrega.

Deborah encontró a su amiga en el patio que servía de aparcamiento, sentada en el borde de una jardinera, tirando ferozmente de los arbustos que contenía. Cuando Deborah se acercó a ella, China dijo:

– Cabrones. ¿Qué creen que voy a hacer? ¿Ayudarle a fugarse?

– Quizá podamos contactar nosotras con Le Gallez.

– Seguro que estará encantado de darnos una oportunidad. -China tiró el puñado de hojas al suelo.

– ¿Le has preguntado al abogado cómo lo lleva Cherokee?

– Todo lo bien que cabría esperar, teniendo en cuenta las circunstancias -contestó China-. Se suponía que tendría que hacerme sentir mejor, pero podría significar cualquier cosa y lo sé perfectamente. Esas celdas son una mierda, Deborah. No hay nada en las paredes ni en el suelo; tienen un banco de madera que, muy amablemente, sólo convierten en cama si te ves obligado a pasar la noche allí, un retrete de acero inoxidable, una pila de acero inoxidable y esa puerta azul grande que no se mueve. No hay ni una revista, ni un libro, ni un póster, ni una radio, ni un crucigrama, ni una baraja de cartas. Se va a volver loco. No está preparado… No está hecho para… Dios mío. Yo me alegré tanto de poder salir. No podía respirar ahí dentro. Incluso la cárcel me parecía mejor. Y es imposible que él… -Pareció que se obligaba a tranquilizarse-. Tengo que avisar a mamá para que venga. Él querría que estuviera aquí. Si hago eso, tendré menos remordimientos por sentirme aliviada de no ser yo quien está encerrada. Dios santo, ¿en qué me convierte eso?

– Sentir alivio por estar fuera es humano -dijo Deborah.

– Si pudiera entrar a verle, comprobar que está bien.

Se movió sobre el borde de la jardinera, y Deborah creyó que pensaba atacar de nuevo la fortaleza de la comisaría. Pero Deborah sabía que sería inútil, así que se levantó.

– Vamos a dar un paseo.

Dio media vuelta por donde habían venido, dejaron atrás el monumento a los caídos y cogieron la ruta directa a los apartamentos Queen Margaret. Deborah se dio cuenta demasiado tarde de que aquel camino pasaba justo por delante del Tribunal de Justicia, en cuyas escaleras China se detuvo dubitativa para mirar hacia arriba, a la fachada imponente del edificio que albergaba la maquinaria legal de la isla. En lo alto, ondeaba la bandera de Guernsey, tres leones sobre fondo rojo, mecida por la brisa.

Antes de que Deborah pudiera sugerir que continuaran caminando, China empezó a subir las escaleras hacia las puertas del edificio. Entró, así que no le quedaba más remedio que seguirla, y eso hizo.

Encontró a China en el vestíbulo, consultando un directorio. Cuando la alcanzó, su amiga le dijo:

– No tienes por qué quedarte conmigo. Estoy bien. Seguramente Simón te estará esperando.

– Quiero quedarme contigo -dijo Deborah-. China, todo saldrá bien.

– ¿Sí? -dijo China. Cruzó el vestíbulo a grandes zancadas, pasando por delante de las puertas de madera y cristal translúcido en las que estaban grabados los diversos departamentos que podían encontrarse dentro. Se dirigió a una escalera espectacular que subía tras una pared de roble, en la que figuraban los nombres de las viejas familias de la isla escritos en oro, y en la planta de arriba encontró lo que al parecer buscaba: la sala donde se celebraban los juicios.

No parecía el mejor lugar para que China recuperara el ánimo, y aquella elección servía para subrayar las diferencias entre ella y su hermano. En la misma situación, con su hermana inocente detenida, Cherokee se había mostrado muy activo, en consonancia con su naturaleza inquieta: era un hombre con un plan. Deborah vio que, a pesar de que sacaba de quicio a su hermana, el carácter emprendedor de Cherokee tenía sus ventajas, una de las cuales era no ceder nunca al derrotismo.

– Ahora mismo no te hace ningún bien estar aquí -dijo Deborah a su amiga cuando China se sentó al final de la sala, lejos del estrado del juez.

– Holberry me ha explicado cómo son los juicios aquí -dijo China como si Deborah no hubiera hablado-. Cuando creía que me juzgarían a mí, quise saber cómo es el procedimiento, así que le pregunté. -Tenía la vista clavada al frente, como si pudiera ver la escena delante de ellas mientras la describía-. Funciona así: no tienen jurado. No como nosotros; como en casa, quiero decir. No sientan a unas personas en la tribuna del jurado y les formulan preguntas para asegurarse de que no han tomado ya la decisión de mandar a alguien a la silla eléctrica. Aquí utilizan a jurados profesionales. Es su trabajo. Pero no entiendo cómo se puede conseguir un juicio justo con este método. ¿No significa que cualquiera puede hablar con ellos antes? Y pueden leer acerca del caso si quieren, ¿no? Seguramente incluso pueden llevar a cabo su propia investigación, me imagino. Pero no es como en casa.

– Da miedo -reconoció Deborah.

– En casa, tendría una idea de qué hacer ahora, porque sabría cómo funcionan las cosas. Podríamos encontrar a alguien que supiera cómo estudiar a los miembros del jurado y elegir a los mejores. Podríamos conceder entrevistas a la prensa. Podríamos hablar con periodistas de la televisión o algo así. Podríamos moldear la opinión de la gente de alguna forma para que si acabara celebrándose un juicio…

– Pero no habrá ningún juicio -dijo Deborah con firmeza-. No lo habrá. Me crees, ¿verdad?

– … al menos habríamos hecho algún avance respecto a lo que siente y piensa la gente. Tiene amigos. Yo estoy aquí. Tú estás aquí. Simón está aquí. Podríamos hacer algo, ¿verdad? Si las cosas fueran iguales, si fueran como en casa…

“Como en casa”, pensó Deborah. Sabía que su amiga tenía razón. Enfrentarse a todo eso sería mucho menos terrible si estuviera en casa, donde conocía a la gente, conocía los objetos que la rodeaban y, lo más importante, conocía el proceso en sí, o, como mínimo, lo que lo precedía.

Deborah se dio cuenta de que no podía ofrecer a China la sensación de tranquilidad que daba lo conocido, no en este lugar que hablaba de un futuro aterrador. Sólo podía sugerir un ambiente ligeramente menos horrible donde tal vez sería capaz de consolar a la mujer que tanto la había consolado a ella.

Tras el silencio que siguió a los comentarios de China, dijo con dulzura:

– Eh, amiga…

China la miró.

Deborah sonrió y eligió las palabras que la propia China talvez habría dicho y que el hermano de China seguro que habría dicho.

– Esto es deprimente. Larguémonos de este antro.

A pesar de su estado de ánimo, la vieja amiga de Deborah le devolvió la sonrisa.

– Sí. De acuerdo. Guay -dijo.

Cuando Deborah se levantó y tendió la mano a China, ella la cogió. Y no la soltó hasta que salieron de la sala, bajaron las escaleras y abandonaron el edificio.


Saint James, pensativo, terminó su segunda conversación telefónica del día con Lynley. No había sido complicado obtener información de Vallera e Hijo, por lo que le dijo el comisario de New Scotland Yard. Quien hubiera respondido a la llamada de Lynley al parecer no jugaba con todas las cartas de la baraja de la inteligencia. No sólo el individuo en cuestión había gritado a alguien: “¡Papá! ¡Eh! ¡Una llamada de Escocia! ¿Te lo puedes creer?”, cuando Lynley se identificó después de localizar el negocio en Jackson Heights, Nueva York, sino que también se había mostrado muy locuaz cuando Lynley le preguntó por la naturaleza exacta del objetivo profesional de Vallera e Hijo.

En un acento digno de El Padrino, el hombre -Danny Vallera, dijo que se llamaba- informó a Lynley de que Vallera e Hijo era una empresa que cobraba talones, ofrecía préstamos y enviaba dinero “a todo el mundo si lo desea. ¿Por qué? ¿Quiere mandar unos pavos? Podemos encargarnos. Podemos cambiar la pasta a dólares. ¿Qué tienen ustedes en Escocia? ¿Utilizan francos? ¿Coronas? ¿Tienen el euro? Lo hacemos todo. Naturalmente, le costará dinero”.

Afable hasta el final y sin pizca de sentido común -mucho menos de recelo-, le contó con una sonrisa que él y su padre hacían transferencias de hasta nueve mil novecientos noventa y nueve dólares -”Y puede añadir los noventa y nueve centavos si quiere, pero sería forzar demasiado las cosas, ¿verdad?”-, para distinguir a las personas que no querían que los federales llamaran a su puerta, cosa que seguramente acabaría ocurriendo si Vallera e Hijo informaba de transferencias por valor de diez mil dólares o más, tal como exigían “el Tío Sam y los capullos de Washington”. Así que si alguien de Escocia quería enviar a alguien de los Estados Unidos de América una cantidad inferior a diez mil pavos, Vallera e Hijo estarían encantados de ser los intermediarios de la operación, por un módico precio, claro. En los Estados Unidos de América, centro de políticos que aceptaban sobornos, grupos de presión que los ofrecían, elecciones amañadas y capitalismo exacerbado, siempre había que pagar un módico precio.

Y si la cantidad para transferir era superior a nueve mil novecientos noventa y nueve dólares y noventa y nueve centavos, ¿qué pasaba?, preguntó Lynley.

Oh, entonces Vallera e Hijo tenía que informar de la cantidad a los federales.

¿Y qué hacían los federales?

Se interesaban cuando decidían interesarse. Si te llamabas Gotti, se interesaban volando. Si eras un americanito normal, que había ganado pasta últimamente, tal vez tardaban más.

– Ha sido todo bastante esclarecedor -le había dicho Lynley a Saint James al concluir su informe-. El señor Vallera quizá habría seguido hablando indefinidamente, porque parecía encantado de tener una llamada de Escocia.

Saint James se rio.

– Pero ¿no siguió?

– Al parecer, el señor Vallera padre ha aparecido en escena. He oído algunos ruidos de fondo que sugerían que alguien estaba enfadado, y la llamada se ha cortado poco después.

– Te debo una, Tommy -dijo Saint James.

– El señor Vallera padre no diría lo mismo.

Ahora, en la habitación del hotel, Saint James pensó en su siguiente movimiento. Sin la participación de una u otra agencia del gobierno de Estados Unidos, llegó a la conclusión ineludible de que estaba solo, que tendría que descubrir como pudiera más hechos y utilizarlos para desenmascarar al asesino de Guy Brouard. Se planteó varias formas de abordar el problema, tomó una decisión y bajó al vestíbulo.

Allí preguntó si podía utilizar el ordenador del hotel. La recepcionista, cuyo cariño no se había ganado antes al tener que localizarle por la isla, no recibió su petición con entusiasmo desenfrenado. Se mordió el labio inferior con los dientes superiores prominentes y le informó de que tendría que consultarlo con el señor Alyar, el director del hotel.

– Normalmente no damos acceso a los huéspedes… Por lo general, la gente trae el suyo. ¿No tiene un portátil? -No añadió: “¿O un móvil?”, pero la insinuación estaba ahí. “Espabile”, le dijo su expresión justo antes de ir a buscar al señor Alyar.

Saint James esperó con impaciencia en el vestíbulo durante casi diez minutos antes de que un hombre rechoncho que vestía un traje cruzado saliera de una puerta que daba a las dependencias interiores del hotel y se acercara a él. Se presentó como el señor Alyar -Félix Alyar, dijo- y le preguntó en qué podía ayudarle.

Saint James explicó su petición más detalladamente. Le entregó su tarjeta de visita mientras hablaba y mencionó el nombre del inspector en jefe Le Gallez en un intento por parecer una parte legítima de la investigación en curso.

Con más cortesía de la que había mostrado la recepcionista, el señor Alyar accedió a permitirle utilizar el ordenador del hotel. Le hizo pasar detrás del mostrador de recepción y luego a un despacho que había detrás. Allí, dos empleados más del establecimiento trabajaban en sus terminales y un tercero introducía documentos en un fax.

Félix Alyar dirigió a Saint James a un tercer terminal.

– Penelope, este caballero utilizará tu ordenador -le dijo a la mujer del fax antes de marcharse “con la gentileza del hotel” y una sonrisa que rayaba en la insinceridad más flagrante. Saint James le dio las gracias y, acto seguido, entró en Internet.

Empezó con el International Herald Tribune, accediendo a su página electrónica, donde descubrió que cualquier artículo que tuviera más de dos semanas de antigüedad sólo podía consultarse desde el sitio del que había surgido el artículo en cuestión. No le sorprendía, teniendo en cuenta la naturaleza de lo que estaba buscando y las posibilidades limitadas del periódico. Así que pasó al USA Today, pero allí las noticias tenían que cubrir una zona demasiado extensa y, por lo tanto, se limitaban a grandes historias en prácticamente todos los casos: temas gubernamentales, sucesos internacionales, asesinatos sensacionalistas, heroicidades audaces.

Su siguiente elección fue el New York Times, donde primero tecleó: “pieter de hooch”, y cuando no obtuvo nada, escribió: “santa bárbara”. Pero, de nuevo, no consiguió ningún resultado útil, y empezó a dudar de la hipótesis que había elaborado tras escuchar por primera vez el nombre Vallera e Hijo de Jackson Heights, Nueva York, y tras escuchar luego cuál era la naturaleza exacta del negocio de Vallera e Hijo.

La única opción que quedaba, teniendo en cuenta lo que sabía, era Los Angeles Times, así que entró en la página electrónica de este periódico e inició la búsqueda de sus archivos. Como antes, introdujo el período de tiempo que había estado utilizando -los últimos doce meses-, seguido del nombre Pieter de Hooch. Menos de cinco segundos después, la pantalla del monitor se alteró y apareció una lista de artículos relevantes, cinco en una página y una indicación de que seguían más.

Escogió el primer artículo y esperó a que el ordenador lo descargara. Lo primero que apareció en la pantalla fue el titular: “Un padre recuerda”.

Saint James repasó el artículo. Las frases destacaban ante él como si estuvieran escritas en una letra más gruesa que el resto. Cuando vio las palabras “veterano condecorado de la segunda guerra mundial”, ralentizó la lectura del artículo. Hablaba de un transplante triple -corazón, pulmones y riñones- realizado tiempo atrás en el hospital Saint Clare de Santa Ana, California, una operación sin precedentes hasta entonces. El receptor había sido un chico de quince años llamado Jerry Ferguson. Su padre, Stuart, era el veterano condecorado que mencionaba el artículo.

Al parecer, el vendedor de coches Stuart Ferguson -pues ésa era la profesión del hombre- había dedicado el resto de sus días a buscar una forma de agradecer al Saint Clare el haber salvado la vida a su hijo. Al ser un hospital benéfico cuya política era no rechazar a nadie, el Saint Clare no había exigido el pago de una factura que había ascendido a más de doscientos mil dólares. Un vendedor de coches con cuatro hijos tenía pocas esperanzas de reunir esa cantidad de dinero, así que al morir, Stuart Ferguson había legado al Saint Clare la única posesión que tenía con un valor potencial: un cuadro.

– No teníamos ni idea… -había comentado la viuda-. Stu nunca supo… Lo consiguió durante la guerra, dijo… Un recuerdo… Es lo único que yo sabía.

– Creía que sólo era un cuadro viejo cualquiera -comentó Jerry Ferguson después de que la pintura fuera tasada por expertos del Museo Getty-. Papá y mamá lo tenían en su habitación. Ya sabe, nunca pensé demasiado en él.

Por lo tanto, las encantadas Hermanas de la Misericordia que dirigían el hospital Saint Clare con un presupuesto muy reducido y dedicaban la mayor parte de su tiempo a recaudar fondos simplemente para mantenerlo a flote se habían encontrado, según parecía, en poder de una obra de arte valiosísima. Una fotografía que acompañaba el artículo mostraba a un adulto, Jerry Ferguson, y a su madre entregando el cuadro de Santa Bárbara de Pieter de Hooch a la hermana Monica Casey, una mujer de aspecto adusto que en el momento de la entrega no tenía la menor idea de qué estaban sujetando sus devotas manos.

Cuando más adelante les preguntaron si se arrepentían de haberse desprendido de algo tan valioso, la madre y el hijo Ferguson dijeron: “Fue una sorpresa pensar que había estado colgado en casa todos esos años” y “Caray, era lo que papá quería y a mí es lo que me vale”. Por su parte, la hermana Monica Casey reconocía haber tenido palpitaciones y explicaba que subastarían el De Hooch en cuanto estuviera limpio y restaurado como correspondía. Mientras tanto, le había contado al periodista, las Hermanas de la Misericordia guardarían el cuadro en un lugar seguro.

Pero no lo bastante seguro, pensó Saint James. Ese hecho había puesto en marcha los acontecimientos.

Hizo clic sobre los siguientes artículos, y no le sorprendió demasiado la manera en que se habían desarrollado los acontecimientos en Santa Ana, California. Los leyó deprisa -puesto que no necesitó más tiempo para determinar de qué manera el Santa Bárbara de Pieter de Hooch había realizado el viaje desde el hospital Saint Clare a la casa de Guy Brouard- e imprimió los más relevantes.

Los juntó con un clip y subió a la habitación para estudiar su siguiente movimiento.


Deborah preparó un té mientras China levantaba el auricular del teléfono y lo colgaba alternativamente, a veces marcaba algunos números, a veces ni siquiera llegaba tan lejos. En el camino de regreso a los apartamentos Queen Margaret, al final había decidido llamar a su madre. Había dicho que tenía que informarla de lo que estaba sucediendo con Cherokee. Pero ahora que se enfrentaba al momento de la verdad, como lo llamó ella, no podía hacerlo. Así que había marcado los números del prefijo internacional. Había marcado el 1 para Estados Unidos. Incluso había llegado a marcar el prefijo de Orange, California. Pero entonces se había echado atrás.

Mientras Deborah calculaba la cantidad de té, China le explicó sus dudas, que resultaron ser fruto de su superstición.

– Es como si fuera a gafarle si llamo.

Deborah recordaba haberle oído esa expresión antes. Piensa que te saldrá bien un trabajo fotográfico o tal vez un examen y sacarás un suspenso, porque al pensarlo antes, lo gafas. Dices que esperas una llamada de tu novio y gafas la posibilidad de que te llame. Comenta lo fluido que está el tráfico en una de las enormes autopistas de California y seguro que te encuentras un accidente y una caravana de siete kilómetros al cabo de diez minutos. Deborah había denominado esta clase de pensamiento sesgado “la ley de Chinalandia” y se había acostumbrado bastante a tener cuidado para no gafar ninguna situación mientras vivió con China en Santa Bárbara.

– Pero ¿cómo iba a gafar las cosas? -dijo.

– No lo tengo claro. Es la sensación que tengo, simplemente: que si la llamo y le cuento lo que está pasando, vendrá y entonces todo irá a peor.

– Pero me parece que eso infringe la ley básica de Chinalandia -observó Deborah-. Al menos como la recuerdo yo. -Encendió el hervidor eléctrico.

Al oír que Deborah utilizaba el término de los viejos tiempos, China sonrió, a su pesar, al parecer.

– ¿Por? -preguntó.

– Bueno, según el recuerdo que tengo de cómo funcionaban las cosas en Chinalandia, el objetivo es diametralmente opuesto a lo que en realidad se quiere conseguir. No hay que dejar que el destino sepa lo que uno tiene en mente para que no se inmiscuya y fastidie las cosas. Vas por la puerta de atrás. Persigues lo que quieres a escondidas.

– Despistas al muy cabrón -murmuró China.

– Exacto. -Deborah sacó unas tazas del armario-. En este caso en particular, me parece que debes llamar a tu madre. No tienes alternativa. Si la llamas e insistes en que venga a Guernsey…

– Ni siquiera tiene pasaporte, Debs.

– Tanto mejor. Tendrá que tomarse muchas molestias para llegar aquí.

– Por no mencionar los gastos.

– Hum. Sí. El éxito está prácticamente garantizado. -Deborah se apoyó en la encimera-. Tendrá que sacarse el pasaporte deprisa. Lo que significa ir hasta… ¿dónde?

– Los Angeles, un edificio federal; por la autopista de San Diego.

– ¿Pasado el aeropuerto?

– Mucho después; incluso pasado Santa Mónica.

– Perfecto: un tráfico espantoso y muchas dificultades. Así que primero tendrá que ir hasta allí y sacarse el pasaporte, hacer todos los preparativos para el viaje, volar a Londres y luego a Guernsey. Y después de haberse tomado todas estas molestias, en un estado de ansiedad desgarrador…

– Llegará aquí y ya se habrá resuelto todo.

– Seguramente una hora antes de que llegue. -Deborah sonrió-. Voilá! La ley de Chinalandia en acción. Tantas molestias, tantos gastos… para nada, al final. -Detrás de ella, el hervidor se apagó. Vertió el agua en una tetera verde pesada, la llevó a la mesa y le hizo un gesto a China para que se sentara con ella-. Pero si no la llamas…

China dejó el teléfono y fue a la cocina. Deborah esperó a que concluyera la frase; en lugar de hacerlo, sin embargo, China se sentó y tocó una de las tazas, girándola despacio entre las manos.

– Abandoné esa manera de pensar hace un tiempo. De todas formas, siempre fue sólo un juego. Pero dejó de funcionar. O tal vez yo dejé de funcionar. No lo sé. -Apartó la taza-. Empezó con Matt, cuando éramos adolescentes. ¿Te lo he contado alguna vez? Pasaba por delante de su casa, y si no miraba para ver si estaba en el garaje o cortando el césped para su madre o algo así, si ni siquiera pensaba en él cuando pasaba, estaría allí. Pero si miraba o pensaba en él, incluso si pensaba en su nombre, entonces no estaría. Siempre funcionaba. Así que seguí haciéndolo. Si actuaba con indiferencia, él se interesaría por mí. Si no quería quedar con él, él querría quedar conmigo. Si pensaba que nunca querría darme ni un beso de buenas noches, lo haría. Se moriría de ganas de hacerlo. A cierto nivel, siempre supe que las cosas no funcionaban realmente así, pensando y diciendo exactamente lo contrario a lo que quería en realidad; pero en cuanto empecé a ver el mundo de esa forma, a jugar a ese juego, continué haciéndolo. Acabó significando: planifica una vida con Matt y no sucederá nunca; sigue adelante tú sola y ahí estará él, suspirando por comprometerse para siempre.

Deborah sirvió el té y acercó con delicadeza una taza a su amiga.

– Siento que las cosas acabaran de este modo -le dijo-. Sé lo que sentías por él, lo que querías, anhelabas, esperabas…, lo que sea.

– Sí, lo que sea. Ése es el tema, de acuerdo. -El azúcar estaba en un tarro en el centro de la mesa. China le dio la vuelta, y los granulos blancos cayeron como copos de nieve en la taza. Cuando a Deborah empezaba a parecerle que la infusión estaría imbebible, China dejó el tarro.

– Ojalá hubiera salido como tú querías -dijo Deborah-. Pero tal vez aún pueda pasar.

– ¿Como pasó con tu vida? No. Yo no soy como tú. A mí no me salen las cosas redondas. Nunca me han salido y nunca me saldrán.

– No sabes…

– Rompí con un hombre, Deborah -la interrumpió China con impaciencia-. Créeme, ¿vale? En mi caso no había otro hombre, cojo o no, esperando a que la cosa se fastidiara para entrar él en acción y sustituir al otro.

Deborah se estremeció al oír las palabras hirientes de su vieja amiga.

– ¿Es así como ves mi vida…, lo que pasó? ¿Es lo que…? China, no es justo.

– ¿No? Ahí estaba yo, luchando por mi relación con Matt desde el principio, rompiendo y empezando otra vez. Volvíamos a juntarnos con la promesa de que esta vez todo sería distinto. Nos metíamos en la cama y follábamos como locos. Rompíamos tres semanas después por una estupidez: decía que llegaría a las ocho y no aparecía hasta las once y media y ni siquiera se molestaba en llamar para decirme que llegaría tarde, y yo no podía soportarlo ni un segundo más, así que le decía que se había acabado, que se fuera, que habíamos terminado, que ya había tenido suficiente. Luego, diez días después, me llamaba. Me decía: “Eh, nena, dame otra oportunidad, te necesito”. Y yo le creía porque era muy estúpida o estaba muy desesperada, y empezábamos de nuevo otra vez. Y durante todo este tiempo, tú estabas follándote a un duque, nada más y nada menos, o lo que fuera. Y cuando se esfuma para siempre, diez minutos después, aparece Simón. Lo dicho: a ti siempre te salen las cosas redondas.

– Pero no fue así -protestó Deborah.

– ¿Ah, no? Cuéntame cómo fue. Haz que suene como mi situación con Matt. -China cogió la taza de té, pero no bebió-. No puedes, ¿verdad? Porque tu situación nunca ha sido como la mía.

– Los hombres no son…

– No estoy hablando de los hombres. Estoy hablando de mi vida: de cómo es para mí, y de cómo ha sido siempre para ti, maldita sea.

– Sólo ves las cosas desde fuera -argumentó Deborah-. Comparas la parte superficial con cómo te sientes por dentro, y no tiene sentido. China, yo ni siquiera tengo madre. Ya lo sabes. Crecí en la casa de otra persona. Durante la primera parte de mi vida, me daba terror hasta mi propia sombra, me acosaban en el colegio por ser pelirroja y tener pecas, era demasiado tímida para pedir nada a nadie, ni siquiera a mi padre. Era patéticamente agradecida si alguien me daba una palmadita en la cabeza como a un perro. Los únicos compañeros que tuve hasta los catorce años fueron los libros y una cámara de tercera mano. Vivía en la casa de otra persona, donde mi padre era poco más que un criado, y siempre pensaba: “¿Por qué no podría ser alguien? ¿Por qué no tiene una carrera, como la de médico o dentista o banquero o algo así? ¿Por qué no tiene un trabajo normal como los padres de los otros niños? ¿Por qué…?”.

– Mi padre estaba en la cárcel -dijo China-. Es donde está ahora. Y es donde estaba entonces. Es camello, Deborah. ¿Me oyes? ¿Lo captas? Es un puto camello. Y mi madre… ¿Qué te parecería tener como madre a Miss Secuoya Estados Unidos? Salvad al mochuelo de los bosques o a la ardilla terrestre de tres patas. Evitad la construcción de una presa o una carretera o un pozo de petróleo; pero no os acordéis nunca, nunca, de un cumpleaños, del bocadillo para el colegio, de comprobar que vuestros hijos tengan un par de zapatos decentes. Y, por el amor de Dios, nunca vayáis a un partido de la Liga Infantil o a una reunión de las exploradoras o a una tutoría con el maestro o a nada, en realidad, porque Dios sabe que la pérdida de los dientes de león en peligro de extinción podría alterar todo el puto ecosistema. Así que no intentes comparar tu pobre vida en una mansión, la hija llorica de un criado, con la mía.

Deborah dejó escapar un suspiro tembloroso. Parecía que no había nada más que decir.

China bebió un trago de té, con la cabeza girada.

Deborah quería argumentar que nadie en el mundo pedía tener las cartas que le tocaban en la vida, que era la forma como se jugaban las cartas lo que contaba, no las cartas en sí; pero no lo dijo. Tampoco comentó que, hacía mucho tiempo, había aprendido con la muerte de su madre que de las malas experiencias podían surgir cosas buenas, porque decir eso olería a autosatisfacción y sermoneo arrogante, y también las conduciría, inevitablemente, a su matrimonio con Simón, que nunca se habría producido si la familia de él no hubiera creído necesario alejar de Southampton a su apenado padre. Si no hubieran puesto a Joseph Cotter al cargo de la reforma de una casa familiar abandonada en Chelsea, nunca habría llegado a vivir, aprender a amar y, al final, casarse con el hombre con el que ahora compartía su vida. Pero era peligroso adentrarse en ese terreno con China. Ahora mismo, tenía que enfrentarse a demasiadas cosas.

Deborah sabía que tenía información que podría aliviar algunas de las preocupaciones de China -el dolmen, el candado con combinación de la puerta, el cuadro que habían encontrado dentro, el estado del tubo de envío en el que, sin saberlo, Cherokee River había entrado el cuadro en el Reino Unido y luego en Guernsey, qué implicaba dicho estado-, pero también sabía que le debía a su marido no mencionar nada de esto. Así que dijo:

– Sé que tienes miedo, China. Pero no le pasará nada. Tienes que creerme.

China giró más la cabeza. Deborah vio que le costaba tragar saliva.

– Desde el momento en que aterrizamos en esta lista, nos convertimos en los cabezas de turco de alguien -dijo su amiga-. Ojalá hubiéramos entregado esos estúpidos planos y nos hubiéramos ido. Pero no. Yo pensé que sería genial hacer un reportaje de la casa. Y tampoco habría podido venderlo. Fue una tontería, una estupidez. Fue la típica cagada de China. Y ahora… He provocado que nos pase esto a los dos, Deborah. Él se habría marchado. Habría estado encantado de marcharse. Es lo que quería. Pero yo pensé: “Tengo la oportunidad de sacar algunas fotos, realizar un reportaje por mi cuenta”. Lo cual fue aún más estúpido, porque ¿cuándo he sido yo capaz de hacer un reportaje por mi cuenta y venderlo? Nunca. Dios santo, soy una fracasada.

Aquello era demasiado. Deborah se puso de pie y se acercó a la silla de su amiga. Se quedó detrás y abrazó a China. Apretó la mejilla en su cabeza y dijo:

– Para. Para. Te juro que…

Antes de que pudiera terminar la frase, la puerta del piso se abrió de golpe y el frío aire de las noches de diciembre se coló en la habitación. Se dieron la vuelta, y Deborah dio un paso para apresurarse a cerrarla. Sin embargo, se quedó quieta cuando vio quién estaba allí.

– ¡Cherokee! -gritó.

Parecía absolutamente agotado -sin afeitar y con la ropa arrugada-, pero sonrió a pesar de todo. Levantó una mano para contener sus exclamaciones y preguntas y volvió a desaparecer un momento fuera. Al lado de Deborah, China se levantó despacio.

Cherokee reapareció. Llevaba en cada mano una bolsa de viaje, que arrojó dentro del piso. Entonces, del interior de la chaqueta, sacó dos cuadernitos de color azul oscuro, cada uno con grabados dorados en las tapas. Lanzó uno a su hermana y dio un beso al otro.

– Nuestro pasaporte para salir de aquí -dijo-. Nos largamos de este sitio, Chine.

Ella se quedó mirándolo y luego miró el pasaporte que tenía en las manos.

– ¿Qué…? -dijo. Y mientras corría a abrazarle, añadió-: ¿Qué ha pasado? Cherokee, ¿qué ha pasado?

– No lo sé y no he preguntado -contestó su hermano-. Ha venido un policía a mi celda con nuestras cosas hará unos veinte minutos. Me ha dicho: “Eso es todo, señor River. Mañana por la mañana los queremos fuera de esta isla”, o algo así. Incluso me ha dado unos billetes para Roma; si nos parece bien, me ha dicho. Con las disculpas de los estados de Guernsey por las molestias, por supuesto.

– ¿Eso ha dicho? ¿Por las molestias? Tendríamos que demandar a estos cabrones mil veces y…

– Guau -dijo Cherokee-. Lo único que me interesa es irme de aquí. Si saliera algún avión esta noche, créeme, estaría en él. La única pregunta es: ¿quieres ir a Roma?

– Quiero irme a casa -contestó China.

Cherokee asintió y le dio un beso en la frente.

– Tengo que reconocerlo. Mi choza en el cañón nunca me había parecido tan bonita.

Deborah contempló la escena entre hermano y hermana y sintió una alegría inmensa. Sabía quién era el responsable de la puesta en libertad de Cherokee River y se lo agradeció infinitamente. Simón había acudido en su ayuda en más de una ocasión a lo largo de su vida, pero nunca de un modo tan gratificante como ahora. Había oído su interpretación de los hechos; pero no sólo eso: por fin la había escuchado.


Ruth Brouard completó su meditación y se sintió más en paz de lo que se había sentido en meses. Desde la muerte de Guy, se había saltado sus treinta minutos diarios de contemplación silenciosa, y notaba las consecuencias en una mente que pasaba de un tema a otro a toda velocidad y en un cuerpo que se dejaba llevar por el pánico con cada arremetida de dolor. Había ido a ver a abogados, banqueros y corredores de bolsa cuando no estaba ocupada revisando los papeles de su hermano para buscar algún indicio de cómo y por qué había modificado su testamento. Si no, había ido al médico para intentar cambiar su medicación y poder manejar el dolor con mayor eficacia. Sin embargo, durante todo el tiempo, las respuestas y las soluciones que necesitaba se encontraban en su interior.

Esta sesión demostraba que aún era capaz de hacer una contemplación prolongada. Sola en su habitación, con una única vela encendida en la mesa a su lado, se había sentado y concentrado en su respiración. Alejó de sí toda la ansiedad que la asediaba. Durante media hora, consiguió liberarse de la pena.

Cuando se levantó de la silla, vio que el día había dado paso a la noche. En la casa, reinaba el silencio más absoluto. Los ruidos que le habían hecho compañía durante tanto tiempo, viviendo con su hermano, dejaban con su muerte un vacío en el que se sentía como una criatura lanzada al espacio inesperadamente.

Así sería hasta que muriera ella. Sólo podía desear que fuera pronto. Se había mantenido bastante entera mientras había compartido la casa con invitados, encargándose de los preparativos del funeral de Guy y llevándolos a cabo. Pero lo había pagado caro, con dolor y fatiga. La soledad de que gozaba ahora le proporcionaba la oportunidad de recuperarse de lo que había sucedido. También le permitía relajarse.

Pensó que ya no había nadie ante quien fingir estar sana. Guy había muerto, y Valerie ya lo sabía a pesar de que Ruth nunca se lo hubiera contado. Pero no importaba, porque Valerie no había dicho ni pío. Ruth nunca lo reconoció, así que Valerie no comentó nada. No podía pedirse más a una mujer que pasaba tanto tiempo en su casa.

De la cómoda, Ruth cogió el frasco y echó dos pastillas en su mano. Se las tomó con agua de una botella que tenía junto a la cama. Se quedaría adormilada; pero como no había nadie en la casa, no tenía que estar muy despierta. Podía quedarse dormida mientras cenaba si quería. Podía quedarse dormida frente al televisor. Si le apetecía, podía quedarse dormida ahí mismo, en su cuarto, y no despertarse hasta que amaneciera. Con unas pastillas más, lo conseguiría. Era una idea tentadora.

Sin embargo, abajo, oyó el crujido en la gravilla de un coche que avanzaba por el sendero. Se acercó a la ventana a tiempo para ver la parte trasera de un vehículo que desaparecía detrás de la casa. Frunció el ceño. No esperaba a nadie.

Fue al estudio de su hermano, a la ventana. Al otro lado del patio, vio que alguien había metido un coche grande en uno de los viejos establos. Las luces de freno seguían encendidas, como si el conductor estuviera pensando qué hacer.

Ruth se quedó mirando y esperando, pero no pasó nada. Parecía como si la persona que estaba en el coche esperara a que ella diese el siguiente paso. Así que lo hizo.

Salió del estudio de Guy y fue hacia las escaleras. Tenía el cuerpo entumecido de estar sentada meditando tanto rato, así que las bajó despacio. Le llegó el olor de su cena, que Valerie había dejado sobre los fogones de la cocina. Se dirigiría hacia allí, no porque tuviera hambre, sino porque parecía lo más razonable.

Como el estudio de Guy, la cocina estaba en la parte trasera de la casa. Podía utilizar la excusa de estar sirviéndose la cena para ver quién había llegado a Le Reposoir.

Obtuvo su respuesta cuando por fin acabó de descender las escaleras. Recorrió el pasillo hacia la parte de atrás, donde había una puerta entreabierta y un haz de luz dibujaba una línea en diagonal en la moqueta. Empujó la puerta y vio a su sobrino en los fogones, removiendo enérgicamente lo que fuera que Valerie hubiera dejado hirviendo a fuego lento.

– ¡Adrián! -dijo-. Creía que…

Su sobrino se dio la vuelta.

– Creía que… -dijo Ruth-. Estás aquí. Pero cuando tu madre ha dicho que se iba…

– Has creído que yo también me marchaba. Tiene sentido. A donde va ella, por lo general voy yo; pero esta vez no, tía Ruth. -Le tendió una cuchara larga de madera para que probara lo que parecía buey bourguignon-. ¿Estás lista? -le dijo-. ¿Quieres cenar en el comedor, o aquí?

– Gracias, pero no tengo mucha hambre. -Lo que tenía eran mareos, tal vez por haber tomado los analgésicos con el estómago vacío.

– Es obvio -le dijo Adrián-. Has perdido mucho peso. ¿No te lo dice nadie? -Fue al aparador y cogió una fuente-. Pero esta noche vas a comer.

Empezó a pasar la carne al recipiente. Cuando estuvo lleno, lo tapó y sacó de la nevera una ensalada verde que Valerie también había preparado. Del horno, sacó otro cuenco -éste de arroz- y comenzó a colocarlo todo en la mesa que había en el centro de la cocina. Siguió con una copa de agua, platos y cubiertos para uno.

– Adrián, ¿por qué has vuelto? -dijo Ruth-. Bueno, supongo que tu madre no lo ha dicho literalmente; pero cuando me ha dicho que se iba, he imaginado… Sé que estás decepcionado por el testamento de tu padre, cariño, pero se mantuvo bastante inflexible. Y pase lo que pase, siento que debo respetar…

– No espero que hagas nada -le dijo Adrián-. Papá ya dijo lo que quería decir. Siéntate, tía Ruth. Iré a buscarte un poco de vino.

Ruth estaba preocupada y confusa. Esperó mientras su sobrino buscaba en la despensa que Guy había convertido hacía tiempo en su bodega particular. Oyó a Adrián eligiendo entre las caras botellas de su padre. Una de ellas tintineó al chocar con la vieja estantería de mármol donde en su día se guardaban las carnes y los quesos. Al cabo de un momento, oyó que servía el líquido.

Ruth pensó en las acciones de su sobrino y se preguntó qué tramaba. Cuando regresó unos instantes después, llevaba una botella de borgoña en una mano y una única copa de vino en la otra. Ruth vio que la botella era vieja y que la etiqueta estaba llena de polvo. Guy no la habría abierto para una comida tan poco importante.

– Creo que no… -dijo Ruth, pero Adrián pasó a su lado y separó una silla de la mesa con mucha ceremonia.

– Siéntese, señora -dijo-. La cena está servida.

– ¿Tú no vas a comer?

– He comido algo cuando volvía del aeropuerto. Mamá se ha ido, por cierto. Seguramente ya habrá aterrizado. Por fin nos hemos librado el uno del otro, algo que William, que es su marido actual, por si lo habías olvidado, sin duda agradecerá enormemente. Bueno, ¿qué se puede esperar? Cuando se casó con ella, no contaba con tener un inquilino permanente en la persona de su hijastro, ¿verdad?

Si Ruth no conociera a su sobrino, habría interpretado su comportamiento y su conversación como una prueba de su estado maníaco. Pero en los treinta y siete años que tenía, jamás había presenciado nada en él que pudiera describirse ni remotamente como maníaco. Por lo tanto, lo que estaba viendo era algo distinto. Sólo que no sabía cómo catalogarlo, ni qué significaba, ni qué debería sentir al respecto, en realidad.

– ¿No es extraño? -murmuró Ruth-. Estaba convencida de que te habías marchado. No he visto las maletas, pero… Es extraño, verdad, lo que parecen las cosas cuando ya hemos tomado una decisión al respecto.

– Cuánta razón tienes. -Adrián le sirvió el arroz y puso encima la carne. Dejó el plato delante de ella-. Es un problema que tenemos: miramos la vida con ideas preconcebidas. Miramos a la gente con ideas preconcebidas. No estás comiendo, tía Ruth.

– Mi apetito… Es difícil.

– Entonces, voy a facilitarte las cosas.

– No sé cómo.

– Lo sé -dijo-. Pero en realidad no soy tan inútil como parece.

– No quería…:

– No pasa nada. -Adrían alzó la copa-. Bebe un poco de vino. Una cosa, seguramente la única, que aprendí de papá fue elegir un vino. -Levantó el vino contra la luz y lo miró-. Me complace anunciar que esta selección tiene unas lágrimas excepcionales, una persistencia espléndida, un buqué excelente, un poco fuerte al final… ¿Cincuenta libras la botella, quizá? ¿Más? Bueno, da igual. Es perfecto para lo que estás comiendo. Pruébalo.

Ruth le sonrió.

– Si no te conociera, pensaría que quieres emborracharme.

– Envenenarte más bien -dijo Adrián-, y heredar la fortuna inexistente. Imagino que tampoco soy tu beneficiario.

– Lo siento mucho, cariño -le dijo Ruth. Y entonces, cuando Adrián le acercó el vino, añadió-: No puedo. Mis medicinas… Mezclar no me sentaría bien, me temo.

– Ah. -Dejó la copa en la mesa-. Entonces, ¿no quieres vivir un poquito peligrosamente?

– Eso se lo dejaba a tu padre.

– Y mira cómo ha acabado -dijo Adrían.

Ruth bajó la mirada y tocó los cubiertos.

– Le echaré de menos.

– Me lo imagino. Come un poco de carne. Está muy buena.

Ruth levantó la cabeza.

– ¿La has probado?

– Nadie cocina como Valerie. Come, tía Ruth. No dejaré que te marches de la cocina hasta que te comas al menos la mitad de la cena.

A Ruth no se le escapó el hecho de que no había respondido a la pregunta. Aquello, combinado con su regreso a Le Reposoir cuando suponía que se iría con su madre, le dio que pensar. Pero no veía ninguna razón real para recelar de su sobrino. Conocía el testamento de su padre y acababa de hablarle del suyo. Aun así, dijo:

– Te preocupas tanto por mí… Me siento… muy halagada por ello, supongo.

Se miraron sentados a la mesa, con los cuencos humeantes de carne y arroz en medio. Sin embargo, el silencio entre ellos era distinto al que había vivido antes, y Ruth se alegró cuando sonó el teléfono, que rompió el momento con su doble timbre insistente.

Empezó a levantarse para ir a contestar.

Adrián se lo impidió.

– No -dijo-. Quiero que comas, tía Ruth. Llevas como mínimo una semana descuidándote. Ya volverán a llamar. Mientras tanto, come algo.

Ruth levantó el tenedor, aunque le pareció que pesaba demasiado.

– Sí. Bueno, si insistes, cariño… -dijo, porque se dio cuenta de que en realidad no importaba si lo hacía o no. El final iba a ser el mismo-. Pero si me permites la pregunta… ¿Por qué haces esto, Adrián?

– Lo único que nadie entendió nunca es que yo le quería, aunque parezca mentira -contestó Adrián-. A pesar de todo. Y él quería que yo estuviera aquí, tía Ruth. Tú también lo sabes. Quería que me ocupara de todo hasta el final, porque es lo que él habría hecho.

Dijo una verdad que Ruth no podía negar. Por esta razón, se llevó el tenedor a la boca.

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