Capítulo 2

Deborah retiró las colchas de la cama y ahuecó las almohadas. Se dio cuenta de que pocas veces se había sentido tan inútil. China estaba en una celda en Guernsey y ella andaba de aquí para allá en la habitación de invitados, corriendo cortinas y ahuecando almohadas -por el amor de Dios- porque no sabía qué más hacer. En parte quería coger el próximo avión a las islas del canal. En parte quería zambullirse en el corazón de Cherokee y hacer algo para calmar su angustia. En parte quería redactar listas, concebir planes, dar instrucciones y llevar a cabo acciones inmediatas que permitieran a los River saber que no estaban solos en el mundo. Y en parte quería que otra persona se encargara de todo eso porque no se sentía a la altura de las circunstancias. Así que ahuecaba almohadas inútilmente y preparaba la cama.

Entonces, dirigiéndose al hermano de China, que estaba incómodamente de pie junto al chifonier, le dijo:

– Si necesitas algo durante la noche, estamos en el piso de abajo.

Cherokee asintió. Parecía taciturno y muy solo.

– Ella no lo hizo -dijo-. ¿Te imaginas a China haciendo daño a una mosca?

– Por supuesto que no.

– Hablamos de una persona que me hacía sacar las arañas de su cuarto cuando éramos pequeños. Se subía a la cama chillando porque había visto una en la pared y yo entraba y me deshacía de ella y, luego, me gritaba: “¡No le hagas daño! ¡No le hagas daño!”.

– A mí también me lo hacía.

– Dios santo, me hubiera olvidado del tema, si no le hubiese pedido que me acompañara. Tengo que hacer algo y no sé qué.

Retorció con los dedos el cinturón de la bata de Simón. Deborah recordó que China siempre pareció la mayor de los dos. “Cherokee, ¿qué voy a hacer contigo? -le preguntaba-. ¿Cuándo vas a madurar?”

“Ahora mismo”, pensó Deborah. Las circunstancias exigían una madurez que no estaba segura de que Cherokee tuviera.

– Ponte a dormir -le dijo porque no sabía qué otra cosa decirle-. Mañana afrontaremos con mejor ánimo el problema. -Y le dejó.

Estaba acongojada. China River había sido su mejor amiga durante los días más difíciles de su vida. Le debía mucho, pero se lo había recompensado poco. Que China estuviera ahora en un lío y que se encontrara sola… Deborah comprendía muy bien la angustia que sentía Cherokee por su hermana.

Encontró a Simón en el dormitorio, sentado en la silla de respaldo recto que utilizaba cuando se quitaba el aparato ortopédico de la pierna por la noche. Estaba retirando las tiras de velero, con los pantalones bajados hasta los tobillos y las muletas en el suelo junto a la silla.

Parecía un niño; en general siempre lo parecía en esta postura vulnerable, y Deborah siempre necesitaba toda su fuerza de voluntad para no acudir en su ayuda cuando veía a su marido así. Para ella, su discapacidad era la gran fuerza que los igualaba. Ella la odiaba porque sabía que él la odiaba, pero había aceptado hacía tiempo que el accidente que lo había dejado cojo a los veinte años también había hecho posible que Simón estuviera a su alcance. Si no hubiera ocurrido, él se habría casado cuando Deborah era una adolescente y se habría alejado de ella. El ingreso en el hospital, la subsiguiente convalecencia y los aciagos años de depresión que siguieron lo habían impedido.

Sin embargo, a Simón no le gustaba que lo vieran en su torpeza. Así que Deborah se acercó a la cómoda, donde fingió quitarse las joyas que llevaba mientras esperaba el sonido del aparato ortopédico contra el suelo. Cuando lo oyó, seguido del gruñido que Simón profirió al levantarse, se dio la vuelta.

Tenía las muletas encajadas alrededor de las muñecas y la miraba con cariño.

– Gracias -le dijo.

– Lo siento. ¿Siempre he sido tan obvia?

– No. Siempre has sido muy amable. Pero creo que no te lo he agradecido nunca como corresponde. Es lo que pasa con un matrimonio demasiado feliz: se descuida al ser amado.

– Entonces, ¿me descuidas?

– No intencionadamente. -Ladeó la cabeza y se quedó mirándola-. Francamente, no me das la oportunidad. -Cruzó la habitación hacia ella, y ella le pasó los brazos por la cintura. Simón la besó con ternura y luego la besó largamente, acercándola hacia él con un brazo, hasta que Deborah sintió nacer en ambos el deseo.

Entonces, le miró.

– Me alegro de que aún provoques eso en mí. Pero aún me alegra más provocártelo yo a ti.

Simón le tocó la mejilla.

– Hum. Sí. Sin embargo, considerando la situación, seguramente no sea el momento…

– ¿Para qué?

– Para explorar algunas variantes interesantes de eso de lo que hablabas.

– Ah. -Deborah sonrió-. Eso. Bueno, quizá sí sea el momento, Simón. Quizá lo que aprendemos todos los días es lo deprisa que cambia la vida. Todo aquello que es importante puede desaparecer en un instante. Conque sí es el momento.

– ¿De explorar…?

– Sólo si vamos a explorar juntos.

Y fue lo que hicieron bajo el resplandor de una única lámpara que bruñía sus cuerpos de oro, oscurecía los ojos azul grisáceos de Simón y daba un color carmesí a los lugares pálidos donde latía su sangre caliente que, de lo contrario, habrían permanecido ocultos. Después, se quedaron tumbados sobre la colcha revuelta, que no se habían molestado en retirar de la cama. La ropa de Deborah estaba esparcida por el suelo donde su marido la había tirado, y a Simón le colgaba la camisa de un brazo como si de una fulana indolente se tratara.

– Me alegro de que no te hubieras acostado -dijo ella con la cabeza apoyada en su pecho-. Pensé que estarías dormido. No me ha parecido correcto colocarle en la habitación de invitados y no quedarme un rato. Pero parecías tan cansado en la cocina que he pensado que quizá habías decidido ponerte a dormir. Pero me alegra que no lo hayas hecho. Gracias, Simón.

Él le acarició el pelo como de costumbre, introduciendo la mano en la abundante cabellera hasta que los dedos tocaron su cabeza. Jugueteó cariñosamente con ellos en su cuero cabelludo, y ella sintió que se relajaba.

– ¿Está bien? -preguntó Simón-. ¿Hay alguien a quien podamos llamar, por si acaso?

– ¿Por si acaso qué?

– Por si acaso mañana no consigue lo que quiere de la embajada. Imagino que ya se habrán puesto en contacto con la policía de Guernsey. Si no han mandado que alguien allí… -Deborah notó que su marido se encogía de hombros-. Es muy probable que no tengan intención de hacer nada más.

Deborah levantó la cabeza de su pecho.

– No creerás que China cometió ese asesinato, ¿verdad?

– Claro que no. -Él la estrechó nuevamente entre sus brazos-. Sólo digo que está en manos de un cuerpo de policía extranjero. Habrá protocolos y procedimientos que seguir, y puede ser que la embajada no se implique más. Cherokee tiene que prepararse para eso. Puede que, llegado el momento, también necesite el apoyo de alguien. De hecho, es probable que para eso haya venido.

Simón dijo esto último más bajo. Deborah levantó la cabeza para mirarle otra vez.

– ¿Qué?

– Nada.

– Hay algo más, Simón. Lo noto en tu voz.

– Sólo eso. ¿Eres la única persona que conoce en Londres?

– Seguramente.

– Entiendo.

– ¿Entiendes?

– Pues entonces puede ser que te necesite, Deborah.

– ¿Y te molesta que así sea?

– No me molesta. No. Pero ¿no tienen familia?

– Sólo está la madre.

– La que se sentaba en los árboles. Bueno, quizá sería prudente llamarla. ¿Y el padre? ¿Dijiste que el padre de China no es el mismo que el de Cherokee?

Deborah se estremeció.

– El de ella está en la cárcel, cariño. Al menos es donde estaba cuando vivíamos juntas. -Y cuando vio la preocupación en el rostro de Simón, que decía: “De tal palo, tal astilla”, añadió-: No fue nada serio. Quiero decir que no mató a nadie. China nunca hablaba mucho de él, pero sé que fue por un asunto de drogas. ¿Un laboratorio ilegal en algún lugar? Creo que fue eso. Pero no es que trapicheara con heroína en la calle.

– Bueno, es un consuelo.

– Ella no es como él, Simón.

Simón refunfuñó, lo que ella interpretó como una aprobación vacilante. Entonces, se quedaron tumbados en silencio, contentos el uno con el otro, Deborah con la cabeza sobre su pecho y Simón con los dedos una vez más en su pelo.

Deborah quería a su marido de un modo distinto en momentos como éste. Se sentía más su igual. La sensación procedía no sólo de su conversación tranquila, sino también -y quizá eso era más importante para ella- de lo que había precedido a su conversación. Porque el hecho de que su cuerpo pudiera darle tal placer siempre parecía equilibrar la balanza entre ellos, y poder ser testigo de ese placer le permitía incluso sentirse momentáneamente superior a su marido. Por eso, hacía tiempo que su propio placer era secundario al de él, un hecho que Deborah sabía que horrorizaría a las mujeres liberadas del mundo. Pero así eran las cosas.

– He reaccionado mal esta noche -murmuró al fin-. Lo siento, cariño. Te he hecho pasar un mal rato.

Simón no tuvo ningún problema para entenderla.

– Las expectativas destruyen nuestra tranquilidad, ¿verdad? Son decepciones futuras, planeadas por adelantado.

– Sí que lo tenía todo planeado. Un montón de gente con copas de champán en la mano, anonadada delante de mis fotos. “Dios mío, es un genio”, se decían unos a otros. “La idea de utilizar una Polaroid… ¿Sabías que podían ser en blanco y negro? Y el tamaño que tienen… Cielos, tengo que comprar una ya. No. Espera, tengo que comprar diez como mínimo.”

– ”Quedarían ideales en el nuevo piso de Canary Wharf.”

– ”Por no mencionar la casita de Cotswolds.”

– ”Y el chalé cerca de Bath.”

Se rieron juntos. Entonces, se quedaron callados. Deborah cambió de posición para mirar a su marido.

– Aún duele -reconoció-. No tanto. Apenas duele. Pero un poquito sí. Sigue ahí.

– Sí -dijo él-. No existe una panacea rápida para la frustración. Todos queremos lo que queremos. Y no conseguirlo no significa que dejemos de quererlo. Yo lo sé. Créeme. Lo sé.

Ella apartó la mirada deprisa, al darse cuenta de que lo que estaba reconociendo recorría una distancia mucho mayor que la que comprendía el breve viaje a la decepción de aquella noche. Le agradecía que la comprendiera, que siempre la comprendiera por muy fríos, lógicos, racionales e incisivos que fueran los comentarios que hacía sobre su vida. Las lágrimas le dolían en los ojos, pero no iba a permitir que las viera. Quería darle el regalo momentáneo de la aceptación tranquila de la injusticia. Cuando logró reemplazar el dolor con lo que esperaba que sonara como determinación, se volvió hacia él.

– Voy a poner mis pensamientos en orden, como corresponde -le dijo-. Puede que emprenda una dirección totalmente nueva.

Simón la observaba con su gesto habitual, esa mirada fija que por lo general incomodaba a los abogados cuando testificaba en un juicio y que siempre provocaba que sus alumnos universitarios tartamudearan desesperados. Pero para ella la mirada estaba suavizada por sus labios, que dibujaron una sonrisa, y por sus manos, que volvieron a acariciarla.

– Estupendo -le dijo mientras la acercaba hacia él-. Me gustaría hacerte un par de sugerencias ahora mismo.


Deborah se levantó antes de que amaneciera. Tardó horas en dormirse y cuando por fin lo logró, dio vueltas en la cama por culpa de una serie de sueños incomprensibles. Se vio de nuevo en Santa Bárbara, no como era entonces -una joven estudiante en el Instituto Brooks de Fotografía-, sino como una persona completamente distinta: una especie de conductora de ambulancias cuya responsabilidad no sólo era recoger un corazón humano extraído recientemente, sino también recogerlo en un hospital que no lograba encontrar. Sin su entrega, el paciente -que por algún motivo no se encontraba en un quirófano sino en el taller de una gasolinera, detrás de la cual habían vivido China y ella- moriría en una hora, en especial porque ya le habían extraído el corazón, por lo que tenía un agujero enorme en el pecho. O quizá era el corazón de ella y no el de él. Deborah no podía distinguirlo por la forma parcialmente envuelta que se levantaba en el taller en un elevador hidráulico.

En su sueño, conducía desesperada e infructuosamente por las calles flanqueadas de palmeras. No recordaba nada de Santa Bárbara, y nadie la ayudaba con las indicaciones. Cuando se despertó, vio que había tirado las colchas y que estaba tan sudada que, de hecho, tenía temblores. Miró la hora, se levantó de la cama y entró en el lavabo sin hacer ruido, donde se dio un baño para librarse de lo peor de la pesadilla. Cuando regresó al dormitorio, vio que Simón estaba despierto. Este dijo su nombre en la oscuridad y luego le preguntó:

– ¿Qué hora es? ¿Qué haces?

– He tenido unos sueños horribles -dijo ella.

– ¿No eran coleccionistas de arte que blandían talonarios?

– Por desgracia no. Eran coleccionistas de arte que blandían fotos de Annie Leibovitz.

– Ah. Bien. Podría haber sido peor.

– ¿En serio? ¿Cómo?

– Podrían haber sido de Karsch.

Ella se rio y le dijo que volviera a dormirse. Aún era temprano, demasiado para que papá estuviera levantado, y ella no iba a estar subiendo y bajando escaleras para llevarle el té de la mañana como hacía su padre.

– Papá te malcría, por cierto -informó a su marido.

– Lo considero sólo un pago menor por haberte apartado de su lado.

Deborah oyó el frufrú de las sábanas cuando Simón cambió de posición en la cama. Su marido suspiró profundamente, agradecido de poder seguir durmiendo. Ella le dejó.

Se preparó una taza de té abajo en la cocina, donde Peach miró hacia arriba desde su cesta situada junto a los fogones y Alaska salió de la despensa, donde, por su aspecto nevado, era indudable que había pasado la noche encima de un saco de harina abierto. Los dos animales se acercaron por las baldosas rojas a Deborah, quien estaba frente al escurridero situado debajo de la ventana del sótano mientras esperaba a que se calentara el agua en el hervidor eléctrico. Escuchó la lluvia que seguía cayendo sobre las piedras por fuera de la puerta trasera. Tan sólo había dado una breve tregua durante la noche, hacia las tres, mientras ella escuchaba no sólo el viento y las ráfagas de lluvia que chocaban contra la ventana, sino también el comité reunido en su cabeza que le aconsejaba estridentemente qué hacer: con el día, con su vida, con su carrera y, por encima de todo, con y por Cherokee River.

Miró a Peach mientras Alaska empezaba a pasearse significativamente por entre sus piernas. La perra odiaba salir cuando llovía -había que cogerla en brazos cuando caía ni que fuera una sola gota de agua-, por lo que salir entonces era impensable. Pero procedía una visita rápida al patio trasero para hacer sus necesidades. Sin embargo, Peach pareció leerle el pensamiento. La teckel se batió en retirada rápidamente hacia su cesta mientras Alaska empezaba a maullar.

– No pienses que estarás tumbada mucho rato -le dijo Deborah a la perra, que la miraba con tristeza, poniendo los ojos en forma de diamante como hacía, especialmente, cuando quería dar lástima-. Si no sales ahora, papá te llevará a pasear por el río. Lo sabes, ¿verdad?

Peach parecía dispuesta a arriesgarse. Descansó deliberadamente la cabeza sobre las patas y dejó caer los párpados.

– Muy bien -dijo Deborah, y sirvió la ración diaria de comida a la gata, colocándola cuidadosamente fuera del alcance de la perra, puesto que sabía que se la apropiaría en cuanto se diera la vuelta, a pesar de fingir que dormía. Se preparó un té y lo llevó arriba, andando a tientas en la oscuridad.

En el estudio el frío era glacial. Cerró la puerta sin hacer ruido y encendió la estufa de gas. En una carpeta colocada sobre una de las estanterías había estado reuniendo un grupo de pequeñas polaroids que representaban el que quería que fuera su siguiente proyecto fotográfico. La llevó a la mesa, donde se sentó en el sillón de piel gastado de Simón y comenzó a ojear las fotos.

Pensó en Dorothea Lange y se preguntó si ella tenía lo necesario para captar en un solo rostro, el rostro adecuado, una imagen inolvidable que pudiera definir una época. Pero ella no tenía un desierto del Estados Unidos de los años treinta cuya desesperanza quedaba grabada en el semblante de una nación. Y para tener éxito a la hora de captar una imagen de su propio tiempo, sabía que tendría que pensar más allá del marco que definía desde hacía años el excepcional rostro árido y dolorido de una mujer, acompañada por sus hijas y una generación de desesperación. Creyó estar a la altura al menos de la mitad del trabajo: la parte de la planificación. Pero se preguntaba si quería realmente embarcarse en el resto: pasar otros doce meses en la calle, sacar otras diez o doce mil fotografías, siempre intentando mirar más allá del mundo ajetreado dominado por el móvil que distorsionaba la verdad de lo que en realidad estaba ahí. Aunque consiguiera todo eso, ¿qué le reportaría a largo plazo? En esos momentos, sencillamente no lo sabía.

Suspiró y dejó las fotografías sobre la mesa. Se preguntó, y no era la primera vez que lo hacía, si China había elegido el camino más inteligente. La fotografía comercial pagaba las facturas, compraba la comida y te vestía. No tenía por qué ser necesariamente un esfuerzo tedioso. Y precisamente porque Deborah tenía la suerte de no tener que pagar las facturas, comprar la comida o vestir a nadie, quería hacer una contribución en algún otro campo. Si no tenía que colaborar en su situación económica, al menos podía emplear su talento para contribuir a la sociedad en la que vivían.

Pero, se preguntó, ¿podía conseguirlo pasándose a la fotografía comercial? ¿Y qué clase de fotografías comerciales podía sacar? Al menos, las fotografías de China estaban relacionadas con su interés por la arquitectura. De hecho, ella se había propuesto precisamente fotografiar edificios; y dedicarse profesionalmente a lo que uno se había propuesto no era en absoluto venderse, no del mismo modo que Deborah consideraría que ella se estaba vendiendo si tomaba el camino fácil y se pasaba a lo comercial. Y si efectivamente se vendía, ¿de qué diablos iba a sacar fotos? ¿De fiestas de cumpleaños de bebés? ¿De estrellas de rock que salían de la trena?

La trena… Dios santo. Deborah gruñó. Apoyó la frente en las manos y cerró los ojos. ¿Qué importancia tenía todo esto, comparado con la situación de China? China, que había estado a su lado en Santa Bárbara, una presencia afectuosa cuando más la necesitaba. “Os he visto a los dos juntos, Debs. Si le dices la verdad, cogerá el próximo avión. Querrá casarse contigo. Ya quiere casarse contigo.” “Pero no así -le había dicho Deborah-. Así no puede ser.”

Así que China se ocupó de organizarlo todo. La llevó a la clínica correspondiente. Se sentó junto a su cama, así que cuando abrió los ojos, la primera persona a la que vio fue a la propia China, que simplemente esperaba. Luego le dijo: “Eh, guapa”, con una expresión de bondad que hizo que Deborah pensara que no volvería a tener una amiga como ella en toda su vida.

Aquella amistad era un llamamiento a la acción. No podía permitir que China creyera, más tiempo de lo posible, que estaba sola. Pero la cuestión era qué hacer, porque…

En el pasillo, fuera del estudio, el suelo de madera crujió. Deborah levantó la cabeza. Otro crujido. Se levantó, cruzó la habitación y abrió la puerta.

Bajo la luz difusa procedente de una farola que seguía encendida en la calle a aquella hora temprana de la mañana, Cherokee River estaba cogiendo la chaqueta del radiador, donde Deborah la había colocado para que se secara durante la noche. Su intención parecía inequívoca.

– No puedes marcharte -dijo Deborah con incredulidad.

Cherokee se dio la vuelta.

– Cielos. Me has dado un susto de muerte. ¿ De dónde has salido?

Deborah señaló la puerta del estudio, donde detrás de ella estaba encendida la lámpara de la mesa de Simón y la estufa de gas dibujaba un resplandor suave en el techo alto.

– Me he levantado temprano. Estaba revisando unas fotografías. Pero ¿qué haces tú? ¿Adonde vas?

Cherokee cambió de posición y se pasó la mano por el pelo con su gesto característico. Señaló las escaleras y los pisos de arriba.

– No podía dormir. Te juro que no podré volver a hacerlo nunca, en ningún lado, hasta que consiga que alguien vaya a Guernsey. Así que he imaginado que la embajada…

– ¿Qué hora es? -Deborah examinó su muñeca y descubrió que no se había puesto el reloj. No había mirado la hora en el estudio, pero por la penumbra que había fuera, incluso intensificada por la insufrible lluvia, sabía que no podían ser más de las seis-. Aún faltan horas para que abra la embajada.

– He pensado que habría cola o algo así. Quiero ser el primero.

– Aún puedes serlo, aunque te tomes un té. O un café si quieres. Y algo de comer.

– No. Ya has hecho suficiente. Dejando que pasara la noche aquí. Invitándome a que me quedara. La sopa y el baño y todo lo demás. Me has sacado de un apuro.

– Me alegro. Pero no voy a aceptar que te marches ahora mismo. No tiene sentido. Yo misma te llevaré en coche con tiempo de sobra para que seas el primero de la cola, si es eso lo que quieres.

– No quiero que…

– No tienes que querer nada -dijo Deborah con firmeza-. No me estoy ofreciendo. Estoy insistiendo. Así que deja ahí la chaqueta y ven conmigo.

Cherokee pareció pensárselo un momento: miró hacia la puerta, donde sus tres cristales permitían que penetrara la luz. Los dos podían oír la lluvia persistente y, como para enfatizar el tiempo desagradable al que tendría que enfrentarse si se aventuraba a salir, una ráfaga de viento procedente del Támesis surgió como el gancho de un boxeador y chocó con fuerza en las ramas del sicómoro que había en la calle.

– De acuerdo. Gracias -dijo con reticencia.

Deborah lo llevó abajo a la cocina. Peach alzó la cabeza desde su cesta y gruñó. Alaska, que había ocupado su puesto habitual durante el día en el alféizar de la ventana, los miró, parpadeó y siguió examinando los dibujos de la lluvia sobre los cristales.

– Esos modales -le dijo Deborah a la perra, y acomodó a Cherokee en la mesa, donde éste estudió las cicatrices que las marcas del cuchillo habían dejado en la madera y los círculos quemados de ollas demasiado calientes. Deborah encendió una vez más el hervidor eléctrico y cogió una tetera del viejo aparador-.También voy a prepararte algo de comer. ¿Cuándo fue la última vez que comiste algo de verdad? -Deborah lo miró-. Supongo que ayer no.

– Me tomé la sopa.

Deborah expresó su desaprobación con un resoplido.

– No podrás ayudar a China si te vienes abajo. -Se fue a la nevera y sacó huevos y beicon; cogió tomates de una cesta que había cerca del fregadero y champiñones del rincón oscuro próximo a la puerta exterior, donde su padre los guardaba en un gran saco de papel, colgado de un gancho entre los impermeables de la familia.

Cherokee se levantó y se acercó a la ventana que había sobre el fregadero, donde extendió su mano hacia Alaska. La gata le olisqueó los dedos y, con la cabeza bajada regiamente, permitió al hombre que le rascara detrás de las orejas. Deborah miró desde el otro lado de la cocina y vio que Cherokee examinaba la estancia como si absorbiera cada uno de sus detalles. Siguió su mirada para registrar lo que ella tenía ya muy visto: desde las hierbas secas que su padre seguía colgando en manojos perfectamente arreglados, hasta las ollas y sartenes con fondo de cobre que cubrían la pared encima de los fogones; desde las baldosas viejas y gastadas del suelo, hasta el aparador en el que había de todo; desde fuentes para servir, hasta fotografías de los sobrinos y sobrinas de Simón.

– Tienes una casa muy chula, Debs -murmuró Cherokee.

Para Deborah, sólo era la casa en la que había vivido desde pequeña, primero como hija huérfana de madre del hombre que era la mano derecha indispensable de Simón y, luego, aunque por un breve período de tiempo, como amante de Simón antes de convertirse en esposa de Simón. Conocía sus corrientes de aire, sus problemas de tuberías y la irritante escasez de enchufes. Para ella, sólo era una casa.

– Es vieja y hay mucha corriente y, por lo general, es exasperante -dijo ella.

– ¿Sí? A mí me parece una mansión.

– ¿De verdad? -Con un tenedor, Deborah echó nueve lonchas de beicon en una sartén y empezó a freirías-. En realidad, pertenece a toda la familia de Simón. Estaba hecha un desastre cuando se hizo cargo. Había ratones dentro de las paredes y zorros en la cocina. Él y papá invirtieron casi dos años en dejarla habitable. Supongo que ahora sus hermanos y su hermana podrían mudarse y vivir con nosotros, puesto que la casa es de todos y no sólo nuestra. Pero no lo harán. Saben que él y papá hicieron todo el trabajo.

– Entonces, Simón tiene hermanos y hermanas -observó Cherokee.

– Dos hermanos en Southampton…, donde está el negocio familiar…, la empresa de transportes… Pero su hermana vive en Londres. Antes era modelo, pero ahora está intentando entrevistar a famosos poco conocidos para un canal de cable aún menos conocido que no ve nadie. -Deborah sonrió-. Es todo un personaje, Sidney, la hermana de Simón. Vuelve loca a su madre porque no sienta la cabeza. Ha tenido miles de novios. Los hemos ido conociendo unas vacaciones tras otras, y todos son siempre el hombre de su vida.

– Qué suerte tener una familia así -dijo Simón.

El tono de melancolía en su voz provocó que Deborah se girara y diera la espalda al fogón.

– ¿Quieres llamar a la tuya? -le preguntó-. A tu madre, quiero decir. Puedes utilizar el teléfono que está sobre el aparador, o el del estudio si quieres intimidad. Son… -Miró el reloj de pared y calculó-. En California sólo son las diez y cuarto de anoche.

– No puedo. -Cherokee volvió a la mesa y se dejó caer en una silla-. Se lo he prometido a China.

– Pero tiene derecho a…

– ¿China y mamá? -la interrumpió Cherokee-. Ellas no… Bueno, mamá nunca ha sido exactamente una madre, no es como las otras madres, y China no quiere que sepa nada de esto. Creo que es porque…, ya sabes…, otras madres cogerían el próximo avión; pero ¿la nuestra? Imposible. Podría haber una especie en peligro de extinción a la que hubiera que salvar. Así que ¿para qué decírselo? Al menos, es lo que piensa China.

– ¿Y su padre? ¿Está…? -Deborah dudó. El tema del padre de China siempre había sido delicado.

Cherokee levantó una ceja.

– ¿En la cárcel? Oh, sí. Está dentro otra vez. Así que no hay nadie a quien llamar.

Se oyeron unos pasos en las escaleras de las cocina. Deborah colocó platos sobre la mesa y escuchó la naturaleza irregular del descenso cauteloso de alguien.

– Será Simón -dijo.

Se había levantado más temprano de lo normal, mucho antes que su padre, algo que no gustaría a Joseph Cotter. Se había preocupado por Simón a lo largo de su ya lejana convalecencia tras un accidente de tráfico provocado por el alcohol que lo había lisiado, y no le gustaba que Simón le negara la oportunidad de rondar de forma protectora a su alrededor.

– Afortunadamente, estoy haciendo suficiente para tres -dijo Deborah cuando su marido se reunió con ellos.

Simón paseó la mirada de los fogones a la mesa, donde había colocado la vajilla.

– Espero que el corazón de tu padre esté lo bastante fuerte para soportar este golpe -dijo.

– Muy gracioso.

Simón la besó y luego saludó a Cherokee con la cabeza.

– Tienes mucho mejor aspecto esta mañana. ¿Cómo va ese corte?

Cherokee se tocó la tirita cerca del nacimiento del pelo.

– Mejor. He tenido una enfermera muy buena.

– Sabe lo que hace -dijo Simón.

Deborah echó los huevos en la sartén y comenzó a revolverlos eficientemente.

– Más seco sí está -señaló ella-. Le he dicho que después de comer, lo llevaría a la embajada estadounidense.

– Ah. Entiendo. -Simón miró a Cherokee-. ¿La policía de Guernsey aún no se lo ha notificado a la embajada? Es poco habitual.

– No. Sí que lo han hecho -dijo Cherokee-. Pero no han mandado a nadie. Sólo llamaron para asegurarse de que tenía un abogado que hablara por ella ante el juez. Y luego dijeron: “Está bien, ya tiene representación; llámenos si necesita algo”. Yo les dije: “Sí los necesito. Los necesito a ustedes aquí”. Les dije que ni siquiera estábamos en la isla cuando ocurrió. Pero dijeron que la policía tendría sus pruebas y que en realidad ellos no podían hacer nada más hasta que se mostraran todas las cartas. Eso me dijeron. “Hasta que se muestren todas las cartas.” Como si se tratara de una partida de póquer o algo así.

– Se alejó de la mesa bruscamente-. Necesito que alguien de la embajada vaya allí. Todo esto es una trampa, y si no hago algo para evitarlo, va a haber un juicio y una sentencia antes de que termine el mes.

– ¿La embajada puede hacer algo? -Deborah puso el desayuno en la mesa-. Simón, ¿tú lo sabes?

Su marido consideró la pregunta. No trabajaba demasiado para las embajadas, sino que era más habitual que proporcionara sus servicios a la fiscalía o a los abogados que elaboraban una defensa penal en un juicio y requerían un perito externo para contrarrestar el testimonio de alguien de un laboratorio policial. Pero sabía suficiente para explicar lo que sin duda ofrecería la embajada estadounidense a Cherokee cuando se presentara en Grosvenor Square.

– El debido proceso -dijo-. La embajada trabaja para garantizar eso. Se asegura de que se apliquen las leyes del país a la situación de China.

– ¿Es todo lo que pueden hacer? -preguntó Cherokee.

– No mucho más, me temo. -Simón parecía apenado, pero prosiguió en un tono más tranquilizador-. Imagino que se asegurarán de que esté bien representada. Comprobarán las credenciales del abogado y se cerciorarán de que no se haya sacado el título hace tres semanas. Se encargarán de que cualquier persona en Estados Unidos a quien China quiera mantener informada sea informada. Harán que le llegue el correo puntualmente y la incluirán en su ronda habitual de visitas, supongo. Harán lo que puedan. -Se quedó mirando a Cherokee un momento y luego añadió amablemente-: Todavía es pronto, ya sabes.

– Ni siquiera estábamos allí cuando nos cayó todo esto encima -dijo Cherokee desconcertado-, cuando sucedió todo. No he dejado de repetírselo, pero no me creen. En el aeropuerto tiene que haber un registro de cuando nos marchamos, ¿no? Tiene que haberlo.

– Por supuesto -dijo Simón-. Si el día y la hora de la muerte se contradicen con vuestra salida, se sabrá pronto. -Simón jugueteó con su cuchillo, dando golpecitos en el plato.

– ¿Qué? -dijo Deborah-. Simón, ¿qué?

Saint James miró a Cherokee y luego detrás de él, hacia la ventana de la cocina, donde, alternativamente, Alaska se lavaba la cara y perseguía con la zarpa los rastros de lluvia sobre el cristal como si pudiera evitar que resbalaran.

– Tienes que plantearte este tema fríamente. No estamos hablando de un país tercermundista. No es un Estado totalitario. La policía de Guernsey no va a detener a nadie sin pruebas. Así que -dejó el cuchillo a un lado- la realidad es ésta: algo concreto les ha llevado a creer que tienen al asesino que buscan. -Entonces miró a Cherokee y examinó su rostro con su habitual objetividad de científico, como si buscara algún gesto tranquilizador que le dijera que el hombre podría soportar lo que estaba a punto de exponer-. Tienes que prepararte.

– ¿Para qué? -Cherokee alargó la mano inconscientemente hacia el borde de la mesa.

– Para lo que tu hermana haya podido hacer, me temo. Sin tú saberlo.

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