“Saint James fue a Le Reposoir tres días después de la explosión y encontró a Ruth Brouard con su sobrino. Estaban pasando por los establos, de regreso del prado lejano, donde Ruth había insistido en ver el dolmen. Sabía que estaba allí, en la propiedad, naturalmente, pero sólo lo conocía como “el viejo túmulo”. Que su hermano lo hubiera excavado, que hubiera encontrado la entrada, que lo hubiera amueblado y utilizado de escondite… Todo eso no lo sabía. Adrián tampoco, descubrió Saint James.
Oyeron la explosión a altas horas de la madrugada, pero no sabían a qué se debía o dónde había sido. Al despertarlos el estruendo, salieron corriendo de sus habitaciones y se encontraron en el pasillo. Ruth le reconoció a Saint James -con una risa avergonzada- que con la confusión del primer momento había pensado que el regreso de Adrián a Le Reposoir estaba directamente relacionado con aquel terrible ruido. Por intuición, supo que alguien había detonado una bomba en algún lugar, y relacionó este hecho con el deseo solícito de Adrián de que se comiera la cena que había visto que removía en la cocina la noche anterior. Pensó que quería que durmiera y que había añadido un poquito de algo en su comida para ayudarla a coger el sueño. Así que cuando la explosión hizo vibrar las ventanas de su cuarto y retumbó en toda la casa, no esperaba encontrar a su sobrino tropezándose en el pasillo en pijama y gritando algo sobre un accidente de avión, un escape de gas, terroristas árabes y el IRA.
Reconoció que pensaba que Adrián quería ocasionar daños a la finca. Si no podía heredarla, la destrozaría. Sin embargo, cambió de opinión cuando su sobrino se hizo cargo de los acontecimientos que se produjeron después: la policía, las ambulancias, los bomberos. No sabía cómo se las habría arreglado sin él.
– Se lo habría confiado todo a Kevin Duffy -dijo Ruth Brouard-. Pero Adrián dijo que no. Dijo: “No es de la familia. No sabemos qué está pasando y, hasta que lo sepamos, nos ocuparemos de lo que haga falta nosotros mismos”. Así que eso hicimos.
– ¿Por qué mató a mi padre? -le preguntó Adrián Brouard a Saint James.
Aquello los llevaba al cuadro, porque hasta donde había podido determinar Saint James, el cuadro era el objetivo de China River. Pero allí, junto a los establos, no era lugar para hablar de un lienzo robado del siglo XVII, así que preguntó si podían regresar a la casa y mantener la conversación cerca de la señora hermosa con el libro y la pluma. Había que tomar decisiones acerca de ese cuadro.
La pintura estaba arriba, en la galería, una sala que ocupaba prácticamente toda el ala este de la casa. Estaba revestida con paneles de nogal y decorada con la colección de óleos modernos de Guy Brouard. La señora hermosa parecía fuera de lugar entre ellos, sin enmarcar sobre una mesa donde había una vitrina con figuritas.
– ¿Qué es? -preguntó Adrián, cruzando hacia la mesa. Encendió una lámpara, y el resplandor iluminó la cabellera que caía copiosamente sobre los hombros de santa Bárbara-. No es precisamente la clase de obra que coleccionaría papá.
– Es la señora con la que comíamos -contestó Ruth-. En París estuvo siempre colgada en el comedor cuando éramos pequeños.
Adrián la miró.
– ¿En París? -Su voz era sombría-. Pero después de París… ¿De dónde ha salido, entonces?
– Tu padre lo encontró. Creo que quería darme una sorpresa.
– ¿Lo encontró? ¿Dónde? ¿Cómo?
– Imagino que nunca lo sabré. El señor Saint James y yo… Pensamos que debió de contratar a alguien. Desapareció durante la guerra, pero nunca lo olvidó. Y tampoco a ellos: la familia. Sólo teníamos una fotografía de ellos (la foto del Seder, la que está en el estudio de tu padre), y este cuadro también sale en la fotografía. Así que no pudo olvidarlo, supongo. Y si no podía encontrarlos a ellos, algo imposible, naturalmente, al menos podía encontrar nuestro cuadro. Así que eso hizo. Lo tenía Paul Fielder. Él me lo dio. Creo que Guy debió de decirle que me lo diera si… Bueno, si le pasaba algo a él antes que a mí.
Adrián Brouard no era estúpido. Miró a Saint James.
– ¿Tiene algo que ver con su muerte?
– No sé cómo, cielo -dijo Ruth. Se acercó a su sobrino y miró el cuadro-. Lo tenía Paul, así que no veo cómo China Ri-ver pudo saber de su existencia. Y aunque lo supiera (si tu padre se lo contó por algún motivo), bueno, sólo tiene un valor sentimental, en realidad, el último vestigio de nuestra familia. Habría representado una promesa que me hizo cuando éramos pequeños, cuando nos marchamos de Francia; una forma de recuperar lo que los dos sabíamos que en realidad nunca podríamos reemplazar. Aparte de eso, es un cuadro bonito, ¿verdad?; pero ya está. Sólo es un cuadro viejo. ¿Qué podría significar para otra persona?
Por supuesto, pensó Saint James, pronto conocería la respuesta a su pregunta y, si no era por cualquier otro motivo, sería porque Kevin Duffy se lo diría. Si no ese mismo día, en algún otro momento entraría en la casa y allí estaría, en el gran vestíbulo de piedra o en el salón de desayuno, en la galería o en el estudio de Guy Brouard. Lo vería y tendría que hablar… a no ser que supiera por Ruth que este lienzo frágil tan sólo era un recuerdo de una época y un pueblo que la guerra había destruido.
Saint James se dio cuenta de que el cuadro estaría a salvo con ella, tan a salvo como lo había estado durante generaciones, cuando sólo era la señora hermosa con el libro y la pluma, pasado de padres a hijos y luego robado por un ejército de ocupación. Ahora pertenecía a Ruth. Al haberlo recibido tras el asesinato de su hermano, no se regía por los términos de su testamento ni por ningún acuerdo que hubieran alcanzado ellos dos antes de la muerte de Guy Brouard. Por lo tanto, podía hacer con él lo que quisiera, cuando quisiera, siempre que Saint James tuviera la boca cerrada.
Le Gallez conocía la existencia del cuadro, pero ¿qué sabía en realidad? Simplemente que China River había querido robar una obra de arte de la colección de Brouard; nada más. Qué era el cuadro, quién era el artista, de dónde había salido el lienzo, cómo se había llevado a cabo el robo… Saint James era la única persona que lo sabía todo. Tenía el poder de hacer lo que quisiera.
– En la familia, un padre siempre se lo daba a su hijo mayor. Seguramente era la forma como un chico pasaba de vastago a patriarca. ¿Te gustaría tenerlo, cariño?
Adrián negó con la cabeza.
– Dentro de un tiempo, tal vez -le dijo-. Pero por ahora no. Papá querría que lo tuvieras tú.
Ruth tocó el lienzo con cariño, el primer plano donde el vestido de santa Bárbara caía como una cascada en perpetua suspensión. Detrás de ella, los picapedreros extraían y colocaban sus grandes bloques de granito en la eternidad. Ruth sonrió al contemplar la cara plácida de la santa y murmuró:
– Merci, mon frére. Merci. Tu as tenu cent fois la promes-se que tu avais fait a Maman. -Entonces salió de su ensimismamiento y centró su atención en Saint James-. Quería verla una vez más. ¿Por qué?
La respuesta, al fin y al cabo, era muy sencilla.
– Porque es preciosa -le dijo- y quería despedirme.
Entonces, se marchó. Fueron con él hasta las escaleras. Les dijo que no hacía falta que le acompañaran, pues conocía la salida. Sin embargo, bajaron con él un tramo de escaleras; pero allí se detuvieron. Ruth comentó que quería ir a su habitación a descansar. Cada día se sentía más y más débil.
Adrián dijo que la ayudaría a meterse en la cama.
– Cógete de mi brazo, tía Ruth -le dijo.
Deborah estaba esperando la última visita del neurólogo que había estado supervisando su recuperación. Era el obstáculo final que había que salvar antes de que ella y Simón pudieran marcharse a Inglaterra. Ya se había vestido previendo la aprobación del médico. Se había sentado en una incómoda silla escandinava junto a la cama y, para asegurarse de que su deseo quedaba claro, incluso había quitado las sábanas y mantas del colchón para el próximo paciente.
Cada día oía mejor. Una enfermera le había quitado los puntos de la mandíbula. Los moratones se le estaban curando, y los cortes y arañazos de la cara estaban desapareciendo. Las heridas internas iban a necesitar más tiempo para sanar. De momento había evitado el dolor, pero sabía que estaba por venir un día de juicios internos.
Cuando se abrió la puerta, esperaba al médico y medio se levantó para saludarle. Sin embargo, fue Cherokee River quien entró.
– Quise venir enseguida, pero tenía… tenía que ocuparme de muchas cosas. Y luego, cuando ya no tenía que ocuparme de tanto, no sabía cómo enfrentarme a ti ni qué decirte. Sigo sin saberlo. Sin embargo, tenía que venir. Me voy dentro de un par de horas.
Deborah alargó la mano hacia él, pero Cherokee no la cogió. La dejó caer y dijo:
– Lo siento mucho.
– Me la llevo a casa -dijo-. Mamá quería venir a ayudar, pero le dije… -Soltó una carcajada compungida que principalmente encerraba dolor. Se pasó la mano por el pelo rizado-. No habría querido que mamá estuviera aquí. Nunca quiso que mamá estuviera cerca de ella. Además, no tendría sentido que hubiera venido: volar hasta aquí para dar la vuelta y luego regresar. Pero quería venir. Estaba hecha un mar de lágrimas. No habían hablado desde hacía… No sé. ¿Un año, quizá? ¿Dos? A China no le gustaba… No sé. No estoy seguro de qué no le gustaba a China.
Deborah le instó a sentarse en la silla baja e incómoda.
– No, siéntate tú.
– Me sentaré en la cama -dijo ella. Se apoyó en el borde del colchón desnudo, y cuando se hubo sentado, Cherokee ocupó la silla. Se colocó en el borde con los codos en las rodillas. Deborah esperó a que hablara. Ella misma no sabía qué decir más allá de expresar su pesar por lo que había ocurrido.
– No entiendo nada -dijo Cherokee-. Aún no puedo creer… No había ninguna razón. Pero lo tendría planeado desde el principio. Sólo que no entiendo por qué.
– China sabía que tenías el aceite de adormidera.
– Para el desfase horario. No sabía qué pasaría, si podríamos dormir o no cuando llegáramos aquí. No sabía…, ya sabes…, cuánto tiempo tardaríamos en acostumbrarnos al cambio de hora o si llegaríamos a acostumbrarnos. Así que compré el aceite en Estados Unidos y me lo traje. Le dije que podríamos utilizarlo los dos si lo necesitábamos. Pero no lo utilicé.
– ¿Así que olvidaste que lo tenías?
– No me olvidé. Simplemente no pensé en ello: si aún lo tenía o no, si se lo había dado a ella o no. Simplemente no pensé. -Había estado mirándose los zapatos, pero ahora levantó la cabeza y dijo-: Cuando lo utilizó para Guy, olvidaría que el frasco era mío. No caería en que tendría mis huellas.
Deborah apartó la mirada. Vio que había un hilo suelto en el borde del colchón y se lo enrolló con fuerza en el dedo. La uña se le oscureció.
– Las huellas de China no estaban en el frasco. Sólo estaban las tuyas -dijo Deborah.
– Ya, pero seguro que hay alguna explicación: la forma de cogerlo, por ejemplo, o algo así. -Había tanta esperanza en su voz, que Deborah sólo pudo mirarle. No tenía las palabras para contestarle, y al no decir nada, el silencio aumentó. Escuchó la respiración de Cherokee y, luego, unas voces en el pasillo del hospital. Alguien discutía con un miembro del personal, un hombre que exigía una habitación individual para su mujer. Era “Dios mío, una maldita trabajadora de este puto lugar”. Merecía una consideración especial, ¿no?
Al fin, Cherokee habló con la voz quebrada.
– ¿Por qué?
Deborah se preguntó si encontraría las palabras para contárselo. Le parecía que los hermanos River siempre se habían ayudado mutuamente, pero no existía la posibilidad de equilibrar las cosas cuando se trataba de crímenes cometidos y dolor sufrido, y nunca existiría.
– Nunca pudo perdonar a vuestra madre por cómo fue vuestra vida cuando erais pequeños, ¿verdad? -dijo-. Nunca hizo de madre. Todos esos moteles, los lugares donde teníais que compraros la ropa, sólo un par de zapatos: nunca logró entender que todo eso no eran más que cosas que la rodeaban. No significaba más de lo que era: un motel, tiendas de ropa de segunda mano, zapatos, una madre que no se quedaba más de un día o una semana cada vez. Pero para ella significaba más. Era como… como una gran injusticia que se había cometido con ella en lugar de lo que era: las cartas que le habían tocado, con las que podía hacer lo que quisiera. ¿Entiendes qué quiero decir?
– Así que mató… Quería que la policía creyera… -Era obvio que Cherokee no podía enfrentarse a ello, mucho menos decirlo en voz alta-. Supongo que no lo entiendo.
– Creo que veía injusticia donde los demás simplemente vemos que la vida es así -le dijo-. Y no lograba ver más allá de esa injusticia: qué había pasado, qué se había hecho…
– Con ella. -Cherokee completó la idea de Deborah-. Sí, ya. Pero ¿qué hice yo…? No. Cuando utilizó el aceite, no pensó… No sabía… No cayó… -Su voz se apagó.
– ¿Cómo supiste dónde encontrarnos en Londres? -le preguntó Deborah.
– China tenía vuestra dirección. Si tenía problemas con la embajada o algo, me dijo que podía pediros ayuda. Dijo que podríamos necesitarla para llegar a la verdad.
Y eso era lo que había sucedido, pensó Deborah; pero no como había previsto China. Sin duda creyó que Simón se centraría en su inocencia y presionaría a la policía local para que continuara con su investigación hasta que encontrara el frasco de opiáceo que había dejado. Lo que no se había planteado era que la policía local daría con el frasco por sí misma mientras que el marido de Deborah seguiría un enfoque completamente distinto y descubriría los hechos acerca del cuadro y luego le tendería una trampa utilizando el propio cuadro como cebo.
– Así que te envió a buscarnos -le dijo Deborah al hermano de China con delicadeza-. Sabía qué pasaría si veníamos.
– Que me acusarían…
– Es lo que quería ella.
– Colgarme un asesinato. -Cherokee se levantó y se acercó a la ventana. Las persianas estaban bajadas, y tiró de la cuerda-. Para que acabara… ¿cómo? ¿Como su padre o algo así? ¿Se trataba de una especie de viaje de venganza porque su padre está en la cárcel y el mío no? ¿Como si fuera culpa mía que saliera perdiendo con el padre? Pues no era culpa mía. No es culpa mía. ¿Y acaso mi padre es mejor? Un bienhechor que se ha pasado la vida salvando a la tortuga del desierto o la salamandra amarilla o lo que cono sea. Dios mío, ¿qué importa eso? ¿Qué cono importó nunca? No lo entiendo, la verdad.
– ¿Necesitas entenderlo?
– Era mi hermana; conque sí, necesito entenderlo, maldita sea.
Deborah bajó de la cama y se acercó a él. Con cuidado, le quitó la cuerda de las manos. Levantó las persianas para que la luz entrara en la habitación, y el lejano sol de diciembre iluminó sus caras.
– Vendiste su virginidad a Matthew Whitecomb -dijo Deborah-. Lo descubrió, Cherokee. Quería hacértelo pagar.
El no contestó.
– China creía que la quería. Todos estos años, Matt volvía una y otra vez pasara lo que pasara entre ellos y creyó que significaba lo que no significaba. Sabía que la engañaba con otras mujeres; pero creía que, al final, maduraría y querría estar con ella.
Cherokee se inclinó hacia delante. Apoyó la frente en el cristal frío de la ventana.
– Sí que la engañaba -murmuró-. Pero engañaba a otra con ella. No a ella. Engañaba a otra. ¿Qué diablos creía? ¿Un fin de semana al mes? ¿Dos si tenía suerte? ¿Un viaje a México hace cinco años y un crucero cuando tenía veintiuno? El cabrón está casado, Debs. Se casó hace dieciocho meses y no se lo contó, joder. Y allí estaba ella esperando y esperando, y yo no podía… No podía ser yo. No podía hacerle eso. No quería ver su cara. Así que le conté cómo ocurrió todo en un principio porque esperaba que se cabrearía lo suficiente para romper con él.
– ¿Quieres decir que…? -Deborah apenas soportaba pensarlo, tan terribles habían sido las consecuencias-. ¿No la vendiste? Sólo pensó que… ¿Por cincuenta dólares y una tabla de surf? ¿A Matt? ¿No lo hiciste?
Cherokee apartó la cabeza. Miró abajo, al aparcamiento, donde un taxi estaba frenando en la zona de carga y descarga. Mientras miraban, Simón se bajó del coche. Habló un momento con el conductor, y el taxi se quedó esperando mientras él se acercaba a las puertas.
– Te sueltan -le dijo Cherokee a Deborah.
– ¿No la vendiste a Matt? -insistió ella.
– ¿Tienes tus cosas? -dijo-. Podemos encontrarnos con él en el vestíbulo si quieres.
– Cherokee -dijo.
– Joder, quería hacer surf. Necesitaba una tabla. No me bastaba con pedirla prestada. Quería tener la mía.
– Cielos -dijo Deborah suspirando.
– No tenía que ser tan importante -dijo Cherokee-. Para Matt no lo fue, y para cualquier otra tía tampoco lo habría sido. Pero ¿cómo iba a saber yo que China se lo tomaría así? ¿Qué creía que surgiría si se entregaba a un fracasado? Cielos, Debs, sólo era un polvo.
– Sí, y tú sólo eras su chulo.
– No fue así. Sabía que sentía algo por él. No me pareció que tuviera nada de malo. Nunca habría sabido lo del trato si no se hubiera convertido en una lapa humana y hubiera tirado su vida por culpa de un cabrón hijo de puta. Así que tuve que decírselo. No me dejó otra alternativa. Lo hice por ella.
– ¿El trato también? -preguntó Deborah-. ¿No se trataba de ti, Cherokee? ¿De lo que tú querías y de cómo utilizarías a tu hermana para conseguirlo? ¿No fue así?
– De acuerdo. Sí, fue así. Pero no tenía que tomárselo en serio. Tenía que pasar página.
– Bueno, pues no pasó página -señaló Deborah-. Porque es difícil hacerlo cuando no tienes los hechos.
– Sí que tenía los hechos, pero no quiso verlos. Cielos, ¿por qué nunca podía olvidar las cosas? Dejaba que todo se enconara dentro de ella. No podía superar que las cosas no fueran como ella pensaba que deberían ser.
Deborah sabía que tenía razón al menos en algo: China ponía precio a las cosas, siempre sentía que merecía más de lo que le ofrecían. En su última conversación con ella, Deborah al fin lo había visto: esperaba demasiado de las personas, de la vida. En esas expectativas había sembrado las semillas de su propia destrucción.
– Y lo peor de todo es que no hacía falta que lo hiciera, Debs -dijo Cherokee-. Nadie le puso una pistola en el pecho. Él dio los pasos. Yo los junté al principio, sí. Pero ella dejó que pasara. Siguió dejando que pasara. Así pues, ¿cómo podría haber sido culpa mía?
Deborah no tenía la respuesta a esa pregunta. Los miembros de la familia River habían desarrollado o negado demasiados sentimientos de culpa a lo largo de los años.
Unos golpecitos rápidos en la puerta precedieron la entrada de Simón en la habitación. Llevaba lo que Deborah esperó que fueran los papeles que le darían el alta del hospital Princess Elizabeth. Saludó a Cherokee con la cabeza, pero dirigió su pregunta a Deborah.
– ¿Lista para irnos a casa? -le preguntó.
– Más que nada en el mundo -dijo ella.