– Aguachirri, Frankie. Así lo llamábamos. No te lo había dicho nunca, ¿verdad? Nunca he hablado demasiado de lo mal que se pusieron las cosas con el tema de la comida, ¿verdad, hijo? No me gusta mucho pensar en esa época. Malditos alemanes… Lo que le hicieron a esta isla…
Frank Ouseley deslizó cuidadosamente las manos debajo de las axilas de su padre mientras el anciano divagaba. Lo alzó con delicadeza de la silla de plástico del baño y guió su pie izquierdo sobre la alfombrilla andrajosa que cubría el frío linóleo. Había subido el radiador al máximo aquella mañana, pero aún le parecía que hacía un frío glacial en el baño. Así que, con una mano en el brazo de su padre para que no perdiera el equilibrio, cogió la toalla del mueble y la sacudió para extenderla. La envolvió perfectamente alrededor de los hombros de su padre, que estaban arrugados como el resto de su cuerpo. La carne de Graham Ouseley tenía noventa y dos años y colgaba sobre su esqueleto como si fuera masa de pan pegajosa.
– En esa época lo echábamos todo en la olla -prosiguió Graham, apoyando su cuerpo de galgo inglés contra el hombro ligeramente redondeado de Frank-. Cortábamos en juliana las chirivías, eso hacíamos, hijo, cuando había. Primero las horneábamos, claro. Hojas de camelia, flores de lima y melisas, chico. Y luego echábamos bicarbonato en la olla para que las hojas duraran más. Aguachirri lo llamábamos. Bueno, no podíamos llamarlo té propiamente. -Se rio y sus hombros frágiles temblaron. La risa se transformó en tos. La tos se transformó en una lucha por respirar. Frank agarró a su padre para mantenerle derecho.
– Cuidado, papá. -Cogió con firmeza el cuerpo frágil de Graham, pese al temor de que, un día, al agarrarle para evitar que se cayera, le causara más daños que una posible caída y le rompiera los huesos como si fueran las patas de un correlimos-. Vamos. Siéntate en el retrete.
– No tengo que hacer pis, hijo -protestó Graham, intentando soltarse-. ¿Qué te pasa? ¿Te preocupa que se me escape o qué? He meado antes de meterme en la bañera.
– Exacto. Ya lo sé. Sólo quiero que te sientes.
– A mis piernas no les pasa nada. Puedo tenerme en pie. Era lo que había que hacer cuando los alemanes estaban aquí. Quedarnos quietos y que pareciera que hacíamos cola para la carne. No podíamos difundir las noticias. No, señor. No teníamos receptor de radio en el cuchitril, hijo. Fingíamos que preferíamos decir “Heil, Bigote Sucio” que “Dios salve al rey”, y así no te molestaban. Así que podíamos hacer lo que nos apeteciera, si teníamos cuidado.
– Lo recuerdo, papá -dijo Frank pacientemente-. Recuerdo que ya me lo ha contado. -A pesar de las protestas de su padre, lo sentó en la tapa del retrete, donde comenzó a secarle el cuerpo. Mientras lo hacía, escuchó con cierta preocupación la respiración de Graham, esperando a que volviera a ser normal. Fallo cardíaco congestivo, había dicho el médico. “Hay medicación, naturalmente, y se la daremos. Pero a decir verdad, dada su edad avanzada, sólo es cuestión de tiempo. Es un regalo de Dios que haya vivido tanto tiempo, Frank.”
Cuando recibió la noticia, Frank pensó: “No. Ahora no. Aún no, aún falta”. Pero ahora estaba preparado para dejar marchar a su padre. Se había dado cuenta hacía tiempo de lo afortunado que era por haberle tenido con él a sus más de sesenta años y, si bien había albergado la esperanza de que Graham Ouseley viviera unos dieciocho meses más, había llegado a comprender -con un dolor que era como una red de la que no podía escapar- que no sería así.
– ¿En serio? -preguntó Graham, y arrugó la cara mientras buscaba en su memoria-. ¿Ya te lo había contado, hijo? ¿Cuándo?
Doscientas o trescientas veces, pensó Frank. Había escuchado las historias sobre la segunda guerra mundial de su padre desde que era niño y podía repetir la mayoría de memoria. Los alemanes habían ocupado Guernsey durante cinco años, como preparación para su plan frustrado de invadir Inglaterra, y hacía tiempo que las privaciones que había soportado la población -por no mencionar la miríada de formas mediante las que había intentado frustrar los objetivos alemanes en la isla- era el tema de conversación de su padre. Mientras la mayoría de los niños se alimentaban del pecho de su madre, Frank había mamado de la teta de los recuerdos de Graham. “Nunca lo olvides, Frankie. Pase lo que pase en tu vida, hijo mío, nunca lo olvides.”
No lo había hecho, y a diferencia de tantos niños que tal vez se cansaban de las historias que sus padres les contaban el Domingo de Recuerdo a los Caídos, Frank Ouseley escuchaba ávidamente las palabras de su padre y deseó haber nacido una década antes para, pese a ser un niño, poder formar parte de esa época turbulenta y heroica.
Ahora no había nada que se le pudiera comparar. Ni la guerra de las Malvinas ni la guerra del Golfo -esos conflictillos breves e inmundos que se libraron por casi nada y que pretendían estimular en la población un patriotismo de banderas enarboladas-, y sin duda no en Irlanda del Norte, donde él mismo había servido, esquivando las balas de los francotiradores en Belfast y preguntándose qué diablos hacía en medio de una lucha sectaria promovida por matones que habían estado liquidándose entre ellos desde principios del siglo pasado. No había nada de heroico en ninguno de esos conflictos porque no había un enemigo al que identificar y contra cuya imagen uno pudiera lanzarse y morir. No era como en la segunda guerra mundial.
Sentó a su padre en la tapa del retrete y cogió su ropa, que descansaba en un montón perfectamente doblado en el borde del lavabo. Hacía la colada él mismo, así que los calzoncillos y la camiseta no estaban tan blancos como podrían estarlo; pero, como su padre tenía la vista cada vez peor, Frank estaba bastante seguro de que Graham no lo advertiría.
Vestir a su padre era algo que hacía de memoria, siempre le cubría con delicadeza y siguiendo el mismo orden. Era un ritual que en su día le había tranquilizado, puesto que daba una monotonía a los días con Graham que ofrecía la promesa, aunque falsa, de que esos días continuarían para siempre. Pero ahora observaba a su padre con cautela y se preguntaba si su respiración entrecortada y la naturaleza cérea de su piel presagiaban el fin de su época juntos, un tiempo que ya rebasaba los cincuenta años. Dos meses atrás, aquel pensamiento le habría dado pavor. Dos meses atrás, lo único que quería era tener el tiempo suficiente para crear el Museo de la Guerra Graham Ouseley, para que su padre pudiera cortar orgullosamente la cinta de las puertas la mañana que al fin se inaugurara. Pero habían transcurrido sesenta días que lo habían dejado todo irreconocible, y era una pena, porque reunir todos los recuerdos que representaban los años de la ocupación alemana de la isla había cimentado la relación de Frank con su padre desde que tenía memoria. Era el trabajo compartido de toda una vida y su pasión mutua, realizado por el amor a la historia y la creencia de que debía educarse a los habitantes presentes y futuros de Guernsey en aquello por lo que habían pasado sus antepasados.
Que ahora sus planes probablemente quedaran en nada era algo que, de momento, Frank no quería que su padre supiera. Puesto que los días de Graham estaban contados, no parecía tener sentido truncar un sueño que ni siquiera habría albergado si, para empezar, Guy Brouard no hubiera entrado en sus vidas.
– ¿Qué toca hoy? -preguntó Graham a su hijo mientras Frank le subía los pantalones del chándal por el trasero ajado-. Ya va siendo hora de que vayamos al solar, ¿no? Cualquier día de éstos empezarán las obras, ¿no, Frankie? Estarás allí cuando comiencen, ¿no, chico? ¿Poniendo la primera piedra? ¿O Guy quiere hacerlo él solo?
Frank evitó la batería de preguntas, todo el tema de Guy Brouard en realidad. De momento había logrado esconder a su padre la noticia de la truculenta muerte de su amigo y benefactor, ya que aún no había decidido si la información sería demasiado perjudicial para su salud. Además, en esos momentos estaban en un período de espera, lo supiera o no su padre: se desconocía cómo iba a repartirse el patrimonio de Guy.
– Esta mañana pensaba revisar los uniformes. Me pareció que están cogiendo humedad -le dijo Frank a su padre. Era mentira, por supuesto. Los diez uniformes que tenían, desde los abrigos de cuello oscuro que vestía la Wehrmacht hasta los monos raídos utilizados por la tripulación antiaérea de la Luft-waffe, estaban todos en contenedores herméticos y entre papeles de seda libres de ácidos hasta el día en que los colocaran en vitrinas de cristal diseñadas para guardarlos para siempre-. No sé cómo ha pasado; pero si ha pasado, tenemos que solucionarlo antes de que empiecen a pudrirse.
– Hazlo -coincidió su padre-. Ocúpate, Frankie. Toda la ropa tiene que estar perfecta, sí.
– Eso haremos, papá -contestó Frankie mecánicamente.
Su padre pareció satisfecho. Permitió que le peinara el pelo ralo y que lo ayudara a llevarlo al salón. Allí, Frank lo acomodó en su sillón preferido y le dio el mando del televisor. No le preocupaba que su padre sintonizara el canal de la isla y escuchara las noticias sobre Guy Brouard que intentaba ocultarle. Los únicos programas que Graham Ouseley veía eran espacios de cocina y culebrones. De los primeros tomaba notas, por razones que nunca le habían quedado claras a su hijo. Estudiaba los segundos completamente embelesado y se pasaba toda la cena hablando de los personajes atribulados que aparecían en ellos como si fueran los vecinos de al lado.
No los había donde vivían los Ouseley. Años atrás, sí: dos familias más que vivían en la hilera de casitas que crecían como un apéndice, en las afueras del viejo molino de agua llamado Moulin des Niaux. Pero con el tiempo, Frank y su padre se las habían arreglado para comprar todas estas viviendas cuando las pusieron a la venta. Ahora albergaban la vasta colección que tenía que llenar el museo de la guerra.
Frank cogió las llaves y, después de comprobar el radiador del salón y encender la estufa eléctrica cuando no le gustó el calor moderado que salía de las viejas tuberías, se dirigió a la casa que había junto a la que él y su padre habían ocupado toda la vida. Estaban todas en una terraza, y los Ouseley vivían en la que se encontraba más alejada del molino de agua, cuya rueda antigua se sabía que crujía y gemía de noche si el viento soplaba por la cañada de Talbot Valley esculpida por el arroyo.
La puerta de la casa se atascó cuando Frank la empujó porque el viejo suelo de piedra era irregular y ni Frank ni su padre habían pensado en corregir el problema desde que les pertenecía. La utilizaban principalmente de trastero, y una puerta que se atascaba siempre les había parecido una cuestión menor comparada con otros retos que presentaba un edificio antiguo para alguien que quería utilizarlo como trastero. Era más importante impermeabilizar el tejado y evitar que entrara corriente por las ventanas. Si el sistema de calefacción funcionaba y podía mantenerse el equilibrio entre la sequedad y la humedad, el hecho de que fuera un fastidio abrir la puerta era algo que podía dejarse pasar por alto tranquilamente.
Pero Guy Brouard no lo había dejado pasar. La puerta fue lo primero que mencionó cuando realizó su primera visita a los Ouseley.
– La madera se ha hinchado. Eso es que hay humedad, Frank. ¿Estás tomando medidas? -le había dicho.
– En realidad es el suelo -había señalado Frank-. No la humedad. Aunque me temo que también hay. Intentamos mantener constante el calor, pero en invierno… Supongo que será la proximidad del arroyo.
– Necesitas un terreno más alto.
– No es fácil de conseguir en la isla.
Guy no discrepó. No había elevaciones extremas en Guernsey, salvo quizá los acantilados en el sur de la isla, que descendían vertiginosamente hacia el canal. Pero la presencia del propio canal con su aire cargado de sal convertía los acantilados en un lugar inadecuado para trasladar allí la colección… en caso de que encontraran un edificio en el que alojarla, lo que era halgo improbable.
Guy no había sugerido el museo enseguida. Al principio no comprendió la amplitud de la colección de los Ouseley. Fue a Talbot Valley porque Frank le invitó durante el aperitivo que siguió a una presentación de la sociedad histórica. Se congregaron por encima de la plaza del mercado de Saint Peter Port, en la antigua sala de reuniones que había usurpado hacía tiempo una ampliación de la biblioteca Guille-Alies. Estaban allí para escuchar la conferencia en torno a la investigación sobre Hermann Góring que los aliados realizaron en 1945 y que se transformó en una recitación árida de los hechos deducidos de algo llamado Informe de Interrogación Consolidada. Sólo diez minutos después de empezar la charla, la mayoría de los miembros ya estaban dando cabezadas; pero parecía que Guy Brouard no dejaba escapar ni una sola palabra del orador. Aquello le dijo a Frank que quizá fuera un cómplice que mereciera la pena tener en cuenta. Había muy poca gente que se interesara de verdad por los hechos acaecidos en otro siglo. Así que se acercó a él cuando concluyó la conferencia, sin saber al principio quién era, y se llevó una sorpresa al enterarse de que era el caballero que había comprado la mansión en ruinas Thibeault, situada entre Saint Martin y Saint Peter Port, y que era el responsable de su renacimiento como Le Reposoir.
Si Guy Brouard no hubiera sido un hombre de trato agradable, Frank quizá habría intercambiado algunos cumplidos con él aquella noche y se habría marchado. Pero la verdad era que Guy mostró un interés en la vocación de Frank que le pareció muy halagador. Así pues, le invitó a visitar Moulin des Niaux.
Sin duda, Guy acudió pensando que la invitación era la clase de gesto educado que un diletante tiene con alguien que evidencia un grado adecuado de curiosidad por su afición. Pero cuando vio la primera habitación de cajas y arcas, de cajas de zapatos llenas de balas y medallas, de armamento con medio siglo de antigüedad, de bayonetas y cuchillos y máscaras de gas y equipos de señalización, soltó un silbido suave y elogioso y se puso a curiosear largamente.
Este curioseo duró más de un día. De hecho, duró más de una semana. Guy Brouard fue a Moulin des Niaux durante dos meses para escudriñar el contenido de las otras dos casas. Cuando por fin le dijo: “Necesitas un museo para esto, Frank”, plantó la idea en la cabeza de Frank.
En aquel momento, le pareció un sueño. Qué extraño era pensar ahora que ese sueño podía transformarse lentamente en una pesadilla.
Dentro de la casa, Frank fue al archivador metálico en el que él y su padre habían estado almacenando documentos relevantes de la guerra a medida que los encontraban. Tenían docenas de carnés de identidad viejos, tarjetas de racionamiento y permisos de conducir. Tenían sentencias de muerte alemanas por delitos capitales como soltar palomas mensajeras y decla1raciones de los alemanes sobre todos los temas concebibles para controlar la existencia de los isleños. Sus objetos más preciados eran media docena de ejemplares de la G.U.L.A., la hoja informativa clandestina diaria que se había imprimido a costa de la vida de tres habitantes de Guernsey.
Fue esto lo que Frank sacó del archivador. Los llevó a una silla de mimbre podrido, se sentó y los colocó con cuidado sobre sus rodillas. Eran folios sueltos, escritos sobre papel cebolla con tantos papeles de calco como cabían debajo del carro de una máquina de escribir antigua. Eran tan delicados que era un verdadero milagro que hubieran sobrevivido un mes, no digamos ya más de medio siglo. Cada uno de ellos era una declaración milimétrica de la valentía de hombres que no se acobardaban ante las proclamas y amenazas de los nazis.
Si Frank no hubiera pasado toda su vida aprendiendo la importancia de la historia, si no hubiera pasado todos y cada uno de sus años de formación hasta su madurez solitaria estudiando el valor inestimable de todo lo relacionado remotamente con la época de sufrimiento de Guernsey, quizá habría pensado que sólo uno de estos folios delgadísimos de la guerra bastaría para atestiguar la resistencia de un pueblo. Pero un ejemplar de algo nunca era suficiente para un coleccionista que tuviera una pasión, y cuando la pasión del coleccionista era fomentar el recuerdo y sacar a la luz la verdad para que nunca jamás adquiriera un significado que resistiera el paso del tiempo, tener demasiados ejemplares de algo no era ninguna exageración.
Un ruido fuera de la casa instó a Frank a acercarse a la ventana mugrienta. Vio que una bici acababa de frenar y su joven dueño estaba desmontando y colocando el caballete. Lo acompañaba su compañero fiel, el perro de pelo áspero.
Eran el joven Paul Fielder y Taboo.
Frank frunció el ceño al verlos, preguntándose qué hacían allí, tan lejos de Bouet, donde Paul vivía con su deshonrosa familia en una de las casas adosadas deprimentes que el douzaine de la parroquia había votado construir en el extremo este de la isla para acomodar a aquellas personas cuyos ingresos nunca se corresponderían con su tendencia a reproducirse. Paul Fielder había constituido el proyecto especial de Guy Brouard y le había acompañado a menudo a Moulin des Niaux para trabajar con las cajas almacenadas en las casas y explorar su contenido con los dos hombres mayores. Pero nunca antes había ido a Talbot Valley solo, y Frank sintió un nudo en la garganta al ver al chico.
Paul comenzó a caminar hacia la vivienda de los Ouseley, reajustándose una sucia mochila verde que llevaba en la espalda como una joroba. Frank se apartó de la ventana para que el chico no lo viera. Si llamaba a la puerta, Graham no contestaría. A esta hora de la mañana, estaría hipnotizado con el primero de los culebrones, ajeno a todo lo que no sucediera en la tele. Al no obtener respuesta, Paul Fielder se iría. Frank contaba con ello.
Pero el chucho tenía otros planes. Mientras Paul se dirigía tímidamente a la última casa, Taboo fue directo a la puerta tras la cual Frank trataba de pasar desapercibido como un ladrón estúpido. Entonces, ladró, lo que provocó que Paul se girara.
Mientras Taboo gemía y rascaba la puerta, Paul llamó. Fue un golpeteo dubitativo, tan irritante como el propio chico.
Frank dejó los ejemplares de la G.U.L.A. en la carpeta y la guardó de nuevo en el archivador. Lo cerró, se limpió las manos en los pantalones y abrió la puerta de la casa.
– ¡Paul! -dijo efusivamente, y miró detrás de él hacia la bicicleta con fingida sorpresa-. Dios santo. ¿Has venido en bici hasta aquí? -En línea recta, por supuesto, no había una gran distancia entre Bouet y Talbot Valley. En línea recta, nada estaba a una gran distancia de nada en la isla de Guernsey. Pero tomar las carreteras estrechas y serpenteantes alargaba considerablemente el trayecto. Era la primera vez que hacía ese camino y, en cualquier caso, Frank no habría apostado ni un duro a que el chico supiera cómo llegar al valle él solo. No tenía demasiadas luces.
Paul lo miró parpadeando. Era bajito para sus dieciséis años y tenía un aspecto marcadamente femenino. Era justo la clase de muchacho que habría cautivado en los escenarios de la época isabelina, cuando los chicos jóvenes que podían pasar por mujeres estaban muy demandados. Pero hoy en día, las cosas serían radicalmente distintas. La primera vez que Frank vio al chico, detectó lo difícil que debía de ser su vida, en especial en el colegio, donde tener la tez suave, el pelo rojizo y ondulado y las pestañas del color del trigo no eran la clase de atributos que garantizaban a alguien inmunidad frente al acoso escolar.
Paul no contestó al esfuerzo engañoso de Frank de recibirle con jovialidad, sino que sus ojos grises y sumisos se llenaron de lágrimas, que se secó levantando el brazo y frotándose la cara con la camisa de franela gastada. No llevaba chaqueta, lo que con este tiempo era una locura, y las muñecas le colgaban de la camisa como paréntesis blancos que remataban unos brazos del tamaño de sicómoros jóvenes. Intentó decir algo; pero, en lugar de hacerlo, soltó un sollozo ahogado. Taboo aprovechó la oportunidad para entrar en la casa por decisión propia.
No le quedaba más remedio que invitar al chico a entrar. Frank lo hizo, le acomodó en la silla de mimbre y cerró la puerta al frío de diciembre. Pero al darse la vuelta, vio que Paul estaba de pie. Se había quitado la mochila como si fuera un peso que esperaba que alguien aliviara de sus hombros y estaba inclinado hacia delante sobre una pila de cajas de cartón como si abrazara su contenido o bien dejara al descubierto su espalda para que lo azotaran.
Un poco de las dos cosas, pensó Frank. Porque las cajas representaban uno de los vínculos que Paul Fielder tenía con Guy Brouard, a la vez que le servirían para recordar que Guy Brouard se había ido para siempre.
No cabía duda de que el chico estaba destrozado por la muerte de Guy Brouard, conociera o no la terrible manera en que se había producido. Viviendo como seguramente vivía en circunstancias en las que él era uno de los muchos hijos de unos padres inadecuados para cualquier tipo de tarea más allá de empinar el codo y follar, sin duda se habría desarrollado personalmente bajo la atención que Guy Brouard le había dispensado. Cierto era que, en realidad, Frank no había percibido signos de ningún desarrollo las veces que Paul había ayudado a Guy en Moulin des Niaux; pero tampoco conocía al chico taciturno antes de que Guy entrara en su vida. La vigilancia casi muda que parecía ser el signo de identidad del carácter de Paul siempre que los tres revisaban el contenido de las casas podía ser en realidad una evolución pasmosa de un mutismo anormal y absoluto.
Los delgados hombros de Paul temblaron, y su cuello, en el que su espléndido cabello se ondulaba como los rizos de un querubín renacentista, parecía demasiado delicado para sostener su cabeza, que cayó hacia delante para ir a reposar sobre la primera caja del montón. Su cuerpo subía y bajaba. Tragaba saliva convulsivamente.
Frank se sintió perdido. Se acercó al chico y le dio unas palmaditas torpes en el hombro.
– Vamos, vamos -le dijo, y se preguntó qué iba a responderle si el chico decía: “¿Adonde, adonde?”. Pero Paul no dijo nada, simplemente siguió en su pose. Taboo fue a sentarse a sus pies y se quedó mirándolo.
Frank quiso decirle que lamentaba el fallecimiento de Guy Brouard con la misma aflicción; pero a pesar del deseo de consolar al chico, sabía que era improbable que alguien de la isla, al margen de la propia hermana del hombre, sintiera un dolor parecido al de Paul. Así que podía ofrecerle a Paul dos cosas: unas palabras totalmente inadecuadas de consuelo o la oportunidad de continuar la tarea que él, Guy, y el propio chico habían emprendido. Frank sabía que no podía llevar a cabo la primera. En cuanto a la segunda, no podía soportar la idea. Así que la única opción era mandar al chico por donde había venido.
– Entiéndeme, Paul -dijo Frank-, lamento que estés afectado. Pero ¿no tendrías que estar en el colegio? Aún no ha acabado el trimestre, ¿verdad?
Paul levantó la cara enrojecida y miró a Frank. Le caían mocos de la nariz y se la secó con el pulpejo de la mano. Parecía tan patético y tan esperanzado a la vez que, de repente, Frank cayó en la cuenta de por qué el chico había ido a verle.
Dios santo, buscaba un sustituto, quería otro Guy Brouard que mostrara interés por él, que le diera una razón para… ¿qué? ¿Soñar? ¿Perseverar en la consecución de esos sueños? ¿Qué, exactamente, le había prometido Guy Brouard a este chico triste? Sin duda, nada que Frank Ouseley -que no había tenido hijos- pudiera ayudarle a conseguir. No con un padre de noventa y dos años al que tenía que cuidar. Y no con el peso que él mismo tenía que soportar: el peso de las expectativas que se habían convertido deprisa y precipitadamente en una realidad incomprensible.
Como para confirmar las sospechas de Frank, Paul se sorbió los mocos y su pecho espasmódico se calmó. Se limpió la nariz por última vez con la manga de franela y miró a su alrededor como si justo acabara de darse cuenta de dónde estaba. Se mordió el labio por dentro mientras tiraba con las manos del dobladillo andrajoso de su camisa. Entonces, cruzó la sala hacia una pila de cajas, en las que estaba escrito “para revisar” con bolígrafo negro en la parte superior y a los lados.
Frank se desmoralizó. Era lo que había pensado: el chico estaba allí para establecer un vínculo con él y continuar con el trabajo como prueba de ese vínculo. No iba a consentirlo.
Paul cogió la primera caja del montón y la colocó con cuidado en el suelo mientras Taboo se acercaba a él. Se puso en cuclillas. Con Taboo acomodado en su postura habitual con la cabeza desaliñada sobre las patas y los ojos fieles clavados en su dueño mudo, Paul abrió con delicadeza la caja tal como había visto que hacían Guy y Frank cientos de veces. El contenido consistía en un revoltijo de medallas de la guerra, hebillas antiguas, botas, gorras de la Luftwaffe y la Wehrmacht y otras prendas de ropa que estas tropas enemigas habían llevado en el lejano pasado. Hizo lo que Guy y Frank habían hecho: extendió un plástico sobre el suelo de piedra y comenzó a colocar los artículos encima; era el paso previo a catalogarlos en la libreta de tres anillas que utilizaban.
Se levantó para coger la libreta del lugar donde la guardaban, al fondo del archivador del que hacía tan sólo unos momentos Frank había sacado los ejemplares de la G.U.L.A. Vio su oportunidad.
– ¡Eh, tú, jovencito! -gritó Frank, y cruzó rápidamente la habitación para cerrar de golpe el archivador cuando el chico lo abrió. Se movió tan deprisa y habló tan alto que Taboo se puso de pie de un salto y comenzó a ladrar.
Frank aprovechó el momento.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó-. Estoy trabajando. No puedes entrar aquí así como así. Estos objetos tienen un valor incalculable. Son frágiles y, si se destruyen, desaparecen para siempre. ¿Lo entiendes?
Paul abrió mucho los ojos. Separó los labios para hablar, pero no dijo nada. Taboo continuó ladrando.
– Y saca a ese chucho de aquí, maldita sea -siguió-. Tienes menos luces que un farol apagado, chico. Mira que traerlo aquí, podría… Míralo. Animal destructor.
A Taboo, por su lado, se le erizó el pelo ante aquella conmoción, así que Frank también lo utilizó. Alzó la voz un tono más y gritó:
– Sácalo de aquí, chico. Antes de que lo eche yo mismo.
Cuando Paul retrocedió un poco encogido, pero sin intención de marcharse, Frank miró a su alrededor frenéticamente en busca de algo que pudiera alentarle a moverse. Se le iluminaron los ojos al ver la mochila del chico y la cogió, balanceándola amenazadoramente hacia Taboo, que retrocedió, aullando.
La amenaza al perro surtió el efecto deseado. Paul lanzó un grito ahogado, inarticulado, y salió disparado hacia la puerta con Taboo pegado a sus talones. Se paró justo el tiempo necesario para arrancarle la mochila a Frank. Se la echó al hombro mientras corría.
Por la ventana, con el corazón latiéndole con fuerza, Frank los observó marchar. La bicicleta del chico era una reliquia que, a lo sumo, seguramente sólo serviría para desplazarse un poquito más deprisa que a pie. Pero el chico logró pedalear con furia, así que en un tiempo récord él y el perro desaparecieron por el lateral del molino, balanceándose por debajo del canal lleno de hierbajos en dirección a la carretera.
Cuando estuvieron bien lejos, Frank comprobó que podía respirar de nuevo. El corazón le latía con fuerza en los oídos, por lo que no escuchó otro sonido, al otro lado de la pared que unía esta casa con la que ocupaban Frank y Graham.
Volvió corriendo para ver por qué le llamaba su padre. Vio que Graham regresaba tambaleándose al sillón del que se había levantado con grandes esfuerzos, con un mazo de madera en la mano.
– ¿Papá? -dijo-. ¿Estás bien? ¿Qué ocurre?
– ¿Es que no se puede estar tranquilo en esta casa? -preguntó Graham-. ¿Qué haces a esta hora tan temprana, hijo? Ni siquiera oigo la maldita tele con tanto ruido.
– Lo siento -le dijo Frank a su padre-. Ese chico se ha pasado por aquí solo, sin Guy. Ya sabes a quién me refiero: Paul Fielder. Bueno, no podemos permitirlo, papá. No quiero que merodee por aquí solo. No es que no confíe en él, pero tenemos cosas valiosas y él proviene…, bueno, de un entorno desfavorecido… -Sabía que hablaba demasiado deprisa, pero no podía remediarlo-. No quiero arriesgarme a que robe algo y lo venda. Ha abierto una de las cajas, ¿sabes? Ha entrado directamente sin saludar ni nada, y yo…
Graham cogió el mando del televisor y subió el volumen hasta un nivel que agredió los tímpanos de Frank.
– Ocúpate de lo tuyo, maldita sea -le ordenó a su hijo-. Como verás, yo estoy con lo mío.
Paul pedaleó como un loco mientras Taboo corría a su lado. No se paró a respirar ni descansar, ni siquiera a pensar, sino que se lanzó a la carretera que salía de Talbot Valley arrimándose peligrosamente al muro cubierto de hiedra que aguantaba la ladera en la que estaba esculpida la carretera. Si hubiera sido capaz de pensar con claridad, podría haberse detenido en un apartadero que daba acceso a un camino que ascendía colina arriba. Podría haber aparcado la bici allí, subido el sendero y cruzado los campos donde pacían las vacas lecheras pardas. Nadie caminaría por allí en esa época del año, así que habría estado a salvo, y la soledad le habría proporcionado la oportunidad de reflexionar sobre qué hacer ahora. Pero sólo podía pensar en escapar. Los gritos eran el precursor de la violencia, ésa era su experiencia. Hacía tiempo que huir era su única opción.
Así que subió el valle y, siglos después, cuando por fin se le ocurrió preguntarse dónde estaba, vio que sus piernas le habían llevado al único lugar donde había conocido la seguridad y la dicha. Se encontraba frente a la verja de hierro de Le Reposoir. Estaba abierta como si esperara su llegada, como había estado tantas veces en el pasado.
Frenó. A sus pies, Taboo jadeaba. De repente, Paul se sintió terriblemente culpable al reconocer la devoción inquebrantable que le profesaba el perrito. Taboo había ladrado para proteger a Paul de la furia del señor Ouseley. Se había expuesto a la ira de un desconocido. Y, después, había cruzado corriendo media isla sin dudarlo. Paul dejó caer la bici con indiferencia y se arrodilló para abrazarle. Taboo respondió lamiéndole la oreja, como si su dueño no lo hubiera ignorado y olvidado en su huida. Paul reprimió el llanto al pensar en aquello. Por la experiencia que había tenido durante toda su vida, nadie aparte de un perro podría haber ofrecido más amor a Paul. Ni siquiera Guy Brouard.
Pero en esos momentos Paul no quería pensar en Guy Brouard. No quería analizar cómo había sido el pasado con él, y menos aún contemplar cómo se presentaba el futuro sin el señor Brouard en su vida.
Así que hizo lo único que podía hacer: seguir como si no hubiera cambiado nada.
Como estaba frente a la verja de Le Reposoir, eso significaba coger la bicicleta y entrar en los jardines. Sin embargo, esta vez, en lugar de pedalear, pasó por debajo de los castaños empujando la bicicleta y con Taboo trotando alegremente a su lado. A lo lejos, el sendero de guijarros se abría delante de la mansión de piedra, y la hilera de ventanas parecía recibirlos con un guiño bajo el sol apagado de aquella mañana de diciembre.
En otros tiempos, habría rodeado la casa hasta el pabellón acristalado, habría entrado por allí y se habría detenido en la cocina, donde Valerie Duffy le habría dicho: “Vaya, qué visión más agradable para una dama tan temprano por la mañana”, y le habría sonreído y ofrecido un tentempié. Tendría un bollo casero para él o quizá un panecillo y, antes de que le dejara ir a buscar al señor Brouard a su estudio o a la galería o a cualquier otra estancia, le diría: “Siéntate y dime si esto está a la altura, Paul. No quiero que el señor Brouard lo pruebe sin que me des tu visto bueno, ¿de acuerdo?”. Y añadiría: “Remójalo con esto”, y le daría un vaso de leche o un té o una taza de café o, en alguna ocasión, un tazón de chocolate caliente tan cremoso y espeso que se le hacía la boca agua con sólo olerlo. También tendría algo para Taboo.
Pero esta mañana Paul no fue al pabellón acristalado. Todo había cambiado con la muerte del señor Guy. Así que fue a los establos de piedra detrás de la casa, donde el señor Guy guardaba las herramientas en un viejo cobertizo. Mientras Taboo olisqueaba los aromas detectables que proporcionaban el cobertizo y el establo, Paul cogió la caja de herramientas y la sierra, se puso al hombro los tablones de madera y salió cargado afuera. Llamó a Taboo con un silbido, y el chucho salió disparado hacia el estanque, que se encontraba a cierta distancia de allí, detrás del ala noroeste de la casa. Para llegar al lugar, Paul tuvo que pasar por delante de la cocina, y vio a Valerie Duffy por la ventana cuando miró en esa dirección. Cuando la mujer le saludó con la mano, sin embargo, él agachó la cabeza. Siguió avanzando decididamente, arrastrando los pies por la gravilla como tanto le gustaba hacer, sólo para oír el crujido de los guijarros contra las suelas de sus zapatos. Hacía mucho tiempo que le gustaba ese sonido, en especial cuando los dos caminaban juntos: él y el señor Guy. Sonaban igual, como dos tipos que se iban a trabajar, y la uniformidad de aquel sonido siempre había convencido a Paul de que cualquier cosa era posible, incluso crecer para convertirse en otro Guy Brouard.
No era que quisiera imitar la vida del señor Guy. Sus sueños eran distintos. Pero el hecho de que el señor Guy hubiera empezado sin nada -era un niño refugiado de Francia- y hubiera pasado de no tener nada a convertirse en un gigante en el camino que había elegido en la vida prometía a Paul que él podía hacer lo mismo. Cualquier cosa era posible si se estaba dispuesto a trabajar.
Y Paul estaba dispuesto, lo estuvo desde el momento en que conoció al señor Guy. Cuando tenía doce años y era un chico delgaducho que llevaba la ropa de su hermano mayor que no tardaría en heredar el siguiente hermano, Paul estrechó la mano del caballero de los vaqueros y lo único que fue capaz de decir fue: “Qué blanca”, mientras contemplaba con lamentable admiración la camiseta que llevaba el señor Guy debajo de su suéter azul marino perfecto con cuello de pico. Luego se ruborizó tanto que creyó que iba a desmayarse. “Estúpido, estúpido -gritaron las voces dentro de su cabeza-. Oportuno como una chincheta sin punta e igual de útil, así eres tú, Paulie.”
Pero el señor Guy supo exactamente de qué hablaba Paul. Dijo:
– No es mérito mío, sino de Valerie. Ella hace la colada. Esa mujer es la última de su especie, una verdadera ama de casa. Los conocerás a los dos cuando vayas a Le Reposoir. Si quieres, claro. ¿Qué te parece? ¿Lo intentamos?
Paul no supo qué responder. Su maestra de tercero le había llamado por adelantado y explicado el programa especial -adultos de la comunidad harían algo por los chicos-, pero no había escuchado como debiera porque se había distraído con el empaste de oro en la boca de la mujer. Estaba hacia el principio y, cuando hablaba, brillaba por efecto de las luces del techo del aula. No dejó de intentar ver si había más. No dejó de preguntarse cuánto valía su boca.
Así que cuando el señor Guy habló de Le Reposoir y de Valerie y Kevin -así como de su hermana pequeña, Ruth, que Paul realmente imaginó que sería pequeña cuando por fin la conoció-, Paul lo asimiló todo y asintió porque sabía que se suponía que tenía que asentir, y él siempre hacía lo que se suponía que había que hacer porque hacer otra cosa significaba entrar directamente en un estado de pánico y confusión. De este modo, el señor Guy se convirtió en su compañero y juntos iniciaron su amistad.
Ésta consistía, principalmente, en pasar juntos un tiempo en la finca del señor Guy, porque aparte de pescar, nadar y caminar por los senderos de los acantilados, en Guernsey dos tipos no podían hacer mucho más. O al menos así fueron las cosas hasta que comenzaron el proyecto del museo.
Pero tenía que alejar de su mente el proyecto del museo. No hacerlo significaba revivir esos momentos a solas con los gritos del señor Ouseley. Así que caminó lentamente hacia el estanque donde él y el señor Guy habían estado reconstruyendo el refugio de invierno para los patos.
Ahora sólo quedaban tres: un macho y dos hembras. Los otros habían muerto. Un día Paul encontró al señor Guy enterrando sus cuerpos rotos y ensangrentados, víctimas inocentes de algún perro fiero o de la malicia de alguien. El señor Guy impidió a Paul verlos de cerca. Le dijo:
– Quédate ahí, Paul, no dejes que Taboo se acerque.
Y mientras Paul le observaba, el señor Guy enterró a los pobres pájaros cada uno en una tumba que él mismo cavó, diciendo:
– Maldita sea. Dios mío. Qué desperdicio, qué desperdicio.
Había doce, también dieciséis patitos, cada uno con su tumba, cada tumba señalada con piedras alrededor y culminada con una cruz. Además, una valla cercaba totalmente el cementerio de patos.
– Honramos a las criaturas de Dios -le había dicho el señor Guy-. Es nuestro deber recordar que nosotros también lo somos.
Sin embargo, hubo que enseñárselo a Taboo, y enseñarle a honrar a los patos de Dios había sido un proyecto considerable para Paul. Pero el señor Guy le prometió que su paciencia se vería recompensada y así había sido. Ahora Taboo era manso como un corderito con los tres patos que quedaban, y esta mañana podrían no haber estado en el estanque perfectamente, a juzgar por el nivel de indiferencia que les mostró el perro. Taboo se marchó a investigar los olores del juncal que crecía cerca del puentecito que había sobre el agua. Por su lado, Paul llevó su carga al lado este del estanque, donde él y el señor Guy habían estado trabajando.
Además de asesinar a los patos, también habían destruido los refugios de invierno de los pájaros. Paul y su mentor los habían estado reconstruyendo durante los días que precedieron a la muerte del señor Guy.
Con el tiempo, Paul llegó a comprender que el señor Guy lo ponía a prueba en un proyecto u otro para intentar ver qué se le daba bien hacer en la vida. Quiso decirle que ser carpintero, albañil, alicatador o pintor de brocha gorda estaba bien, pero que no eran exactamente tareas que lo convirtieran a uno en piloto de la RAF. Sin embargo, fue reacio a admitir en voz alta aquel sueño. Así que colaboró alegremente en todos los proyectos que le presentó. Al menos, las horas que pasaba en Le Reposoir significaban estar lejos de casa, y él estaba encantado de poder escapar.
Dejó las maderas y las herramientas a poca distancia del agua y también se despojó de la mochila. Se aseguró de que Taboo seguía cerca antes de abrir la caja de herramientas y examinar su contenido, intentando recordar el orden exacto que el señor Guy le había enseñado a seguir cuando se construía algo. Los tablones estaban cortados. Eso estaba bien. No era muy bueno con la sierra. Creía que lo siguiente eran los clavos. El único tema era dónde clavar qué.
Vio un papel doblado debajo de la caja de cartón de los clavos y recordó los dibujos que había hecho el señor Guy. Lo cogió, lo extendió en el suelo y se arrodilló para estudiar los planos.
Una A mayúscula dentro de un círculo significaba “empezar por aquí”. Una B mayúscula dentro de un círculo significaba “paso siguiente”. Una C mayúscula dentro de un círculo era lo que seguía a la B, y así sucesivamente hasta que el refugio estuviera hecho. Más fácil imposible, pensó Paul. Revisó las maderas hasta que encontró las piezas que se correspondían con las letras del dibujo.
Sin embargo, resultó que había un problema. Porque en los tablones no había grabada ninguna letra, sino números y, aunque también había números en el dibujo, algunos de estos números estaban repetidos y todos tenían fracciones y Paul era un desastre con las fracciones: nunca había logrado entender qué significaba el número de arriba respecto al de abajo. Sabía que tenía algo que ver con dividir. Lo de arriba entre lo de abajo o lo de abajo entre lo de arriba, dependiendo del mínimo común nominador o algo así. Pero al mirar los números, empezó a marearse y recordó esas salidas espantosas a la pizarra con la maestra exigiéndole: “Por Dios, Paul, sólo tienes que reducir la fracción. No, no. El numerador y el denominador cambiarán cuando los dividas adecuadamente. Qué estúpido es este chico”.
Risas, risas. Más tonto que Abundio. Paulie Fielder. Cabeza de chorlito.
Paul miró los números y siguió mirándolos hasta que se volvieron borrosos. Entonces, cogió el papel y lo arrugó. Inútil, palurdo, cazurro. “Sí, eso es, llora, nenaza mariquita. Apuesto a que sé por qué lloras, sí.”
– Ah, aquí estás.
Paul se dio la vuelta al oír aquello. Valerie Duffy se acercaba por el sendero de la casa; su larga falda de lana se enganchaba en las hojas de helécho por el camino. Llevaba algo doblado cuidadosamente en las manos. A medida que Valerie se aproximaba, Paul vio que era una camisa.
– Hola, Paul -dijo Valerie Duffy con ese buen humor que sonaba premeditado-. ¿Dónde está tu amigo de cuatro patas esta mañana? -Y cuando Taboo apareció dando brincos alrededor del estanque, saludando con sus ladridos, siguió diciendo-: Ahí estás, Tab. ¿Por qué no te has pasado por la cocina a verme?
Hizo la pregunta a Taboo, pero Paul sabía que en realidad iba dirigida a él. Valerie utilizaba a menudo esa fórmula para comunicarse con él. Le gustaba hacer sus comentarios al perro. Siguió haciéndolo:
– Mañana por la mañana tenemos el funeral, Tab, y siento decirte que no permiten perros en la iglesia. Pero si el señor Brouard pudiera dar su opinión, allí estarías, cielo. Y los patos también. Pero espero que nuestro Paul sí vaya. Es lo que habría querido el señor Brouard.
Paul se miró la ropa andrajosa y supo que no podía ir a un funeral, era imposible. No tenía la vestimenta adecuada, y aunque la tuviera, nadie le había dicho que el funeral era mañana. Se preguntó por qué.
– Ayer llamé a Bouet y hablé con el hermano de Paul sobre el funeral, Tab. Pero deja que te diga lo que pienso: Billy Fielder ni siquiera le dio el recado. Bueno, tendría que habérmelo imaginado, siendo como es Billy. Tendría que haber vuelto a llamar hasta hablar con Paul o su madre o su padre. Aun así, Taboo, me alegro de que hayas traído a Paul a vernos, porque ahora ya lo sabe.
Paul se limpió las manos en las perneras de los vaqueros. Dejó caer la cabeza y arrastró los pies por la tierra arenosa del borde del estanque. Pensó en las decenas y decenas de personas que asistirían al funeral de Guy Brouard, y se alegró de que no se lo hubieran dicho. Ya era bastante malo sentirse como se sentía en privado ahora que el señor Guy no estaba. Tener que sentirse así en público sería más de lo que podría soportar. Todos esos ojos clavados en él, todas esas mentes que se hacían preguntas, todas esas voces que susurraban: “Es el joven Paul Fielder, el amigo especial del señor Guy”. Y las miradas que acompañarían esas palabras -”amigo especial”-, las cejas levantadas y los ojos muy abiertos que le dirían a Paul que quienes hablaban decían algo más que palabras.
Alzó la vista para ver si Valerie tenía las cejas levantadas y los ojos muy abiertos. Pero no, así que relajó los hombros. Los había tenido tan tensos desde que había huido de Moulin des Niaux, que habían empezado a dolerle. Pero ahora le pareció que las pinzas que le agarraban las clavículas se soltaban de repente.
– Mañana saldremos a las once y media -dijo Valerie, pero esta vez se dirigió al propio Paul-. Puedes venir en el coche con Kev y conmigo, cielo. No te preocupes por la ropa. Kev dice que tiene dos más iguales y que no necesita tres. En cuanto a los pantalones… -Lo examinó pensativamente. Paul sintió el calor en todos los lugares de su cuerpo en los que se posaban los ojos de Valerie-. Los de Kev no te servirán. Te perderías dentro de ellos. Pero me parece que unos del señor Brouard… Bien, no te preocupes por ponerte algo del señor Brouard, cielo. Es lo que él habría querido si lo hubieras necesitado. Te apreciaba mucho, Paul. Pero eso ya lo sabes. No importa lo que dijera o hiciera, él era… Te apreciaba mucho… -Se le trabó la lengua.
Paul sintió su pena como una correa que tiraba de él y le extraía lo que quería reprimir. Apartó la mirada de Valerie hacia los tres patos supervivientes y se preguntó cómo iba a arreglárselas todo el mundo ahora que el señor Guy no estaba allí para mantenerlos unidos, para trazar su rumbo, para saber qué había que hacer de aquí en adelante.
Oyó que Valerie se sonaba la nariz y se giró hacia ella. La mujer le ofreció una sonrisa temblorosa.
– En cualquier caso, nos gustaría que asistieras. Pero si prefieres no ir, no tienes que sentirte culpable. Los funerales no están hechos para todo el mundo y, a veces, es mejor recordar a los vivos siguiendo adelante con nuestra vida. Pero puedes quedarte la camisa igualmente. Tienes que quedártela. -Valerie miró a su alrededor, parecía buscar un lugar limpio donde depositarla-. Te la dejo aquí -dijo cuando vio la mochila de Paul en el suelo. Hizo ademán de meterla dentro.
Paul gritó y le arrebató la camisa de las manos. La lanzó lejos. Taboo ladró con fiereza.
– Vaya, Paul -dijo Valerie sorprendida-. No pretendía… No es una camisa vieja, cielo. Es bastante…
Paul recogió la mochila. Miró a derecha e izquierda. La única salida era por donde había venido, y escapar era esencial.