Capítulo 9

Deborah Saint James siguió al adolescente a cierta distancia. No era su fuerte comenzar conversaciones con desconocidos, pero no iba a marcharse de allí sin intentarlo al menos. Sabía que su reticencia no hacía más que confirmar los temores de su marido respecto a que viajara sola a Guernsey para ocuparse de las dificultades de China, puesto que al parecer la presencia de Cherokee no contaba para Simón. Así que en las presentes circunstancias estaba doblemente resuelta a no dejarse vencer por su reticencia natural.

El chico no sabía que le estaba siguiendo. No parecía que tuviera en mente ningún destino en concreto. Primero se abrió paso a empujones entre la multitud presente en el jardín de las esculturas y luego cruzó el fresco césped oval situado detrás del pabellón acristalado en un extremo de la casa. Junto a este césped, saltó entre dos rododendros altos y recogió una rama fina de un castaño que crecía cerca de un grupo de tres edificios anexos. Al llegar allí, el chico giró de repente hacia el este, donde, a lo lejos y a través de los árboles, Deborah vio un muro de piedra que daba a unos campos y prados. Pero en lugar de ir en esa dirección -el modo más seguro de dejar atrás el funeral y todo lo que conllevaba-, comenzó a recorrer el sendero de guijarros que regresaba de nuevo a la casa. Mientras andaba, utilizaba bruscamente la rama como una vara contra los arbustos que crecían exuberantes a lo largo del camino. Éste bordeaba una serie de jardines meticulosamente cuidados al este de la casa; pero tampoco entró en ninguno, sino que siguió avanzando por entre los árboles que había detrás de los arbustos y aceleró el paso cuando, al parecer, oyó que alguien se acercaba a uno de los coches aparcados en esa zona.

Allí, Deborah lo perdió momentáneamente. Cerca de los árboles no llegaba mucha luz y el chico vestía de marrón oscuro de los pies a la cabeza, así que era difícil verlo. Pero ella aceleró el paso en la dirección que había visto que tomaba y lo alcanzó en un sendero que bajaba hacia un prado. Hacia la mitad de éste, se alzaba el tejado de lo que parecía una casa de té japonesa detrás de unos arces delicados y una valla de madera de adorno engrasada para mantener su brillante color original, e intensamente acentuada en rojo y negro. Vio que se trataba de otro jardín más de la finca.

El chico cruzó un delicado puente de madera que describía una curva sobre una depresión en el terreno. Lanzó la rama, retomó el camino por unas piedras y se dirigió a grandes zancadas hacia una puerta festoneada en la valla. La abrió de un golpe y desapareció dentro. La puerta se cerró silenciosamente tras él.

Deborah lo siguió deprisa y cruzó el puente que se extendía sobre un pequeño barranco en el que habían colocado unas piedras grises teniendo sumo cuidado con lo que crecía alrededor. Se acercó a la puerta y vio lo que no había visto antes: una placa de bronce clavada en la madera. “Á la mémoire de Miriam et Benjamín Brouard, assassinés par les Nazis á Auschwitz. Nous n'oublierons jamáis.-” Deborah leyó las palabras y reconoció las suficientes como para saber que el jardín estaba dedicado a la memoria de alguien.

Abrió la puerta a un mundo que era distinto a lo que había visto hasta entonces en los jardines de Le Reposoir. Aquí las plantas y los árboles lozanos y exuberantes estaban castigados. Imperaba en él un orden austero, puesto que habían podado la mayor parte del follaje de los árboles y los arbustos estaban recortados con diseños formales. Eran agradables a la vista y se unían unos con otros siguiendo un dibujo que hacía que la mirada recorriera el perímetro del jardín hacia otro puente arqueado, que se extendía sobre un gran estanque serpenteante en el que crecían nenúfares. Justo detrás estaba la casa de té cuyo tejado Deborah había vislumbrado desde el otro lado de la valla. Tenía puertas de pergamino al estilo de los edificios privados japoneses, y una de ellas estaba abierta.

Deborah siguió el sendero que rodeaba el perímetro del jardín y cruzó el puente. Debajo de ella, vio unas carpas grandes de colores nadando mientras delante de ella se revelaba el interior de la casa de té. La puerta abierta mostraba un suelo cubierto de alfombras tradicionales y una sola habitación amueblada con una mesa baja de ébano con almohadones alrededor.

Un porche profundo recorría el ancho de la casa de té; dos escalones daban acceso a él desde el sendero de gravilla que continuaba alrededor del propio jardín. Deborah subió los escalones, pero no se molestó en hacerlo subrepticiamente. Era mejor ser otro invitado más al funeral que daba un paseo, pensó, que alguien que seguía a un chico que probablemente no quería entablar ninguna conversación.

El chaval estaba arrodillado frente a un armario de teca empotrado en la pared, en el extremo más alejado de la casa de té. Lo había abierto y estaba tirando de una bolsa pesada. Mientras Deborah observaba, el chico la extrajo con dificultad, la abrió y hurgó dentro. Sacó un recipiente de plástico. Entonces se dio la vuelta y vio a Deborah observándolo. La miró abiertamente y sin el más mínimo reparo. Entonces se levantó y pasó a su lado, salió al porche y de allí se dirigió al estanque.

Al pasar, Deborah vio que el recipiente de plástico contenía pequeñas bolitas redondas. El chico las llevó al borde del agua, donde se sentó en una roca lisa gris, cogió un puñado y las tiró a los peces. Al instante, el agua se convirtió en un bullicio de actividad multicolor.

– ¿Te importa si miro? -preguntó Deborah.

El chico dijo que no con la cabeza. Deborah vio que rondaría los diecisiete años, tenía la cara marcada por un acné severo y se ruborizó aún más cuando se sentó a su lado en la roca. Se quedó mirando los peces un momento: sus bocas glotonas mordisqueaban el agua, el instinto les hacía saltar ante cualquier movimiento en la superficie. Qué suerte la suya, pensó Deborah, estar en ese entorno seguro, protegido, donde lo que se movía en la superficie en realidad era comida y no un cebo.

– No me gustan demasiado los funerales -dijo ella-. Creo que es porque los conocí muy pronto. Mi madre murió cuando yo tenía siete años, y siempre que asisto a un funeral, lo recuerdo todo de nuevo.

El chico no dijo nada, pero su proceso de echar comida al agua se ralentizó ligeramente. Deborah se animó y siguió.

– Sin embargo, es curioso, porque no me afectó demasiado cuando sucedió. La gente seguramente diría que es porque no lo comprendía, pero no era así, ¿sabes? Sabía perfectamente qué significaba que alguien muriera. Se iba y no volvería a verlo. Tal vez estaría con los ángeles y con Dios; pero, en cualquier caso, estaría en un lugar al que yo tardaría mucho, mucho tiempo en ir. Así que sí sabía qué significaba. Lo que pasaba es que no entendía qué implicaba. Eso no lo asumí hasta mucho después, cuando esas cosas que en teoría pasan entre madre e hija no pasaron entre yo y…, bueno, entre yo y nadie.

El chico siguió sin decir nada. Pero dejó de dar de comer a los peces y contempló el agua mientras éstos continuaban peleándose por las bolitas. Le recordaron a Deborah a la gente que hace cola cuando llega el autobús y lo que en su momento era todo orden se convierte en una masa de codos, rodillas y paraguas entrando todos a la vez.

– Murió hace casi veinte años, y todavía me pregunto cómo podría haber sido. Mi padre nunca volvió a casarse y no tengo más familia y a veces me parece que sería maravilloso formar parte de algo mayor que nosotros dos. Entonces también me pregunto cómo habrían sido mi padre y mi madre si hubieran tenido más hijos. Ella sólo tenía treinta y dos años cuando murió; a mí me parecían muchos cuando yo tenía siete años, pero ahora veo que todavía tenía muchos años por delante para tener más hijos. Ojalá los hubiera tenido.

Entonces, el chico la miró. Ella se apartó el pelo de la cara.

– Lo siento. ¿Me estoy enrollando? A veces lo hago.

– ¿Quieres probar? -El chico le tendió el recipiente de plástico.

– Me encantaría. Sí. Gracias -dijo Deborah. Metió la mano en las bolitas. Avanzó hasta el borde de la roca y dejó que la comida cayera de sus dedos al agua. Los peces acudieron al instante, apartándose unos a otros en su ansia por comer-. Hacen que parezca que el agua está hirviendo. Debe de haber cientos.

– Ciento veintitrés. -El chico hablaba en voz baja (Deborah vio que tenía que esforzarse para oírle) y tenía la mirada clavada en el estanque-. Tiene muchos porque los pájaros los cazan. Pájaros muy grandes. A veces alguna gaviota, pero por lo general no son lo bastante fuertes o rápidos. Y los peces son listos. Se esconden. Por eso las rocas están colocadas tan lejos del borde del estanque: para que puedan esconderse cuando aparecen los pájaros.

– Hay que pensar en todo, supongo -dijo Deborah-. Este lugar es increíble, ¿verdad? Estaba dando un paseo, necesitaba alejarme del entierro y, de repente, he visto el tejado de la casa de té y la valla y me ha parecido que sería un lugar tranquilo. Apacible, ya sabes. Así que he entrado.

– No mientas. -El chico dejó el recipiente de las bolitas entre ellos como si dibujara una línea en la arena-. Te he visto.

– ¿Me has…?

– Me estabas siguiendo. Te he visto en los establos.

– Ah. -Deborah se reprendió por haber sido tan descuidada y haberse delatado, más aún por haber demostrado que su marido tenía razón. Pero no estaba todo perdido, como sin duda le manifestaría Simón, y estaba decidida a probarlo-. He visto lo que ha pasado durante el entierro -admitió-, cuando te dieron la pala. Parecías… Bueno, como yo también perdí a alguien, hace años, lo reconozco, he pensado que quizá querrías… Me doy cuenta de que es muy arrogante por mi parte. Pero perder a alguien es difícil. A veces hablar ayuda.

El chico cogió el recipiente de plástico y echó la mitad del contenido directamente en el agua, que estalló en una actividad febril.

– No necesito hablar de nada -dijo el chaval-. Y menos de él.

Deborah aguzó el oído.

– ¿El señor Brouard era…? Sería bastante mayor para ser tu padre, pero como estabas con la familia… ¿Era tu abuelo, quizá? -Esperó a que el chico dijera más. Si tenía paciencia, creía que acabaría saliendo lo que estuviera carcomiéndole por dentro. Amablemente, dijo-: Soy Deborah Saint James, por cierto. He venido desde Londres.

– ¿Para el funeral?

– Sí. Ya te he dicho que no me gustan demasiado los funerales; ¿pero a quién le gustan?

El chico resopló.

– A mi madre. A ella se le dan bien los funerales. Tiene práctica.

Deborah tuvo la sensatez suficiente para no comentar nada al respecto. Esperó a que el chico se explicara, cosa que hizo, aunque indirectamente.

Le contó que se llamaba Stephen Abbott y dijo:

– Yo también tenía siete años. Se perdió en un resplandor blanco. ¿Sabes lo que es?

Deborah dijo que no con la cabeza.

– Es cuando baja una nube, o la niebla, o lo que sea. Pero es muy peligroso y no puedes distinguir por dónde sigue la montaña y no ves las pistas de esquí, así que no sabes cómo bajar. Lo único que ves es blanco por todas partes: la nieve y el aire. Y te pierdes. Y a veces… -Volvió la cara-. A veces, te mueres.

– ¿Es lo que le pasó a tu padre? -preguntó Deborah-. Lo siento, Stephen. Qué forma más horrible de perder a alguien a quien quieres.

– Ella dijo que sabría bajar. “Es un experto. Sabe lo que hay que hacer. Los esquiadores experimentados siempre encuentran el camino”, dijo. Pero tardó demasiado y entonces empezó a nevar, una tormenta de nieve de verdad, y él estaba a kilómetros de donde debería estar. Cuando por fin lo encontraron, habían pasado dos días; había intentado salir de allí caminando y se había roto una pierna. Y entonces dijeron… Dijeron que si hubieran llegado sólo seis horas antes… -Golpeó con el puño el resto de las bolitas, que saltaron del recipiente y cayeron sobre la roca-. Tal vez habría vivido. Pero a ella no le habría gustado demasiado.

– ¿Por qué no?

– No habría podido coleccionar novios.

– Ah. -Deborah vio cómo encajaban las cosas. Un niño pierde a su querido padre y luego ve que su madre pasa de un hombre al siguiente, tal vez empujada por un dolor que no puede afrontar, tal vez en un intento frenético de sustituir lo que ha perdido. Pero Deborah también vio lo que debía de parecerle a ese niño: como si, para empezar, su madre no hubiera querido nunca a su padre.

– Entonces, ¿el señor Brouard era uno de esos novios? -dijo ella-. ¿Por eso tu madre estaba con la familia esta mañana? Ésa era tu madre, ¿verdad? ¿La mujer que quería que cogieras la pala?

– Sí -contestó-. Era ella, sí. -Apartó las bolitas que había tirado a su alrededor. Fueron cayendo al agua una a una, como las creencias desechadas de un niño desilusionado-. Estúpida -murmuró-. Estúpida de mierda.

– Por querer que formaras parte de…

– Se cree tan inteligente -la interrumpió-. Se cree que es tan buena en la cama… Ábrete de piernas, mamá, y serán tus marionetas. Aún no ha funcionado, pero si lo haces el tiempo suficiente, puede que al final lo consigas, maldita sea. -Stephen se levantó y cogió el recipiente. Regresó a la casa de té y entró. De nuevo, Deborah lo siguió.

Desde la puerta, le dijo:

– A veces las personas hacen cosas cuando echan muchísimo de menos a alguien, Stephen. En apariencia, lo que hacen es irracional. Insensible, ya sabes. O incluso malicioso. Pero si podemos ver más allá de lo que parece, si intentamos entender la razón que hay detrás…

– Empezó justo después de que él muriera, ¿vale? -Stephen metió la bolsa de comida para peces en el armario. Cerró la puerta de un golpe-. Con uno de los monitores de la patrulla de esquí, sólo que entonces yo no sabía qué ocurría. No lo entendí hasta que estábamos en Palm Beach y, para entonces, ya habíamos vivido en Milán y en París y siempre había un hombre, ¿entiendes?, siempre había… Por eso estamos aquí ahora, ¿lo captas? Porque el último estaba en Londres y no consiguió que se casara con ella, y cada vez está más desesperada porque si se queda sin dinero y no hay nadie, ¿qué cono va a hacer entonces?

El pobre chico rompió a llorar. Eran unos sollozos esforzados, humillantes. A Deborah le dio lástima el chico, y cruzó la casa de té para acudir a su lado.

– Siéntate aquí. Por favor, Stephen, siéntate -le dijo.

– La odio -dijo él-. La odio de verdad. Zorra asquerosa. Es tan estúpida que ni siquiera ve… -No pudo continuar, pues el llanto se lo impidió.

Deborah lo instó a sentarse en uno de los almohadones. El chico se dejó caer sobre él de rodillas, con la cabeza agachada sobre el pecho y el cuerpo respirando agitadamente.

Deborah no le tocó, aunque quería hacerlo. Diecisiete años, desesperación absoluta. Sabía cómo se sentía: el sol se pone, la noche no acaba nunca y te invade la desesperanza.

– Te parece odio porque es muy fuerte -dijo-. Pero no es odio. Es algo muy distinto. La otra cara del amor, supongo. El odio destruye. Pero ¿esto…? Esto, lo que sientes… No haría daño a nadie. Así que no es odio. De verdad.

– Pero la has visto -contestó entre sollozos-. Has visto cómo es.

– Sólo es una mujer, Stephen.

– ¡No! Es más que eso. Ya has visto lo que ha hecho.

Al oír aquello, el cerebro de Deborah se puso alerta.

– ¿Lo que ha hecho? -repitió.

– Ahora es demasiado mayor. No puede asumirlo. Y es incapaz de ver… Y yo no puedo decírselo. ¿Cómo puedo decírselo?

– ¿Decirle qué?

– Que es demasiado tarde para todo esto. Que no la quiere. Que ni siquiera la desea. Que puede hacer lo que quiera para cambiarlo, pero que nada va a funcionar, ni el sexo, ni pasar por el quirófano, nada. Le había perdido y era demasiado estúpida para verlo, joder. Pero tendría que haberlo visto. ¿Por qué no lo vio? ¿Por qué seguiría haciendo cosas para aparentar ser mejor? ¿Para intentar que él la deseara cuando ya no era así?

Deborah asimiló esta información detenidamente. Al mismo tiempo, reflexionó sobre todo lo que el chico le había dicho antes. Lo que implicaban las palabras era evidente: Guy Brouard había dejado a su madre. La conclusión lógica era que la había dejado por otra persona. Pero la verdad del asunto también podía ser que el hombre la hubiera dejado por otra cosa. Si Brouard no quería seguir con la señora Abbott, tenían que descubrir qué era lo que quería.


Paul Fielder llegó a Le Reposoir sudado, sucio y jadeando, con la mochilla torcida sobre la espalda. Aunque creía que era demasiado tarde, había pedaleado desde Bouet a la iglesia de la ciudad, volando por el paseo marítimo como si los cuatro jinetes del Apocalipsis le pisaran los talones. Cabía la posibilidad, pensó, de que el funeral del señor Guy se hubiera retrasado por alguna razón. Si así era, aún podría asistir al menos a una parte del mismo.

Pero el hecho de que no hubiera coches en el extremo norte ni en los aparcamientos del muelle le dijo que el plan de Billy había resultado. Su hermano mayor había logrado impedir que Paul asistiera al funeral de su único amigo.

Paul sabía que había sido Billy quien había roto su bicicleta. En cuanto salió y la vio -la rueda trasera rajada y la cadena tirada en el barro-, reconoció la repugnante mano de su hermano tras aquella travesura. Soltó un grito ahogado y entró furioso en casa, donde su hermano estaba comiendo pan frito y bebiendo una taza de té sentado a la mesa de la cocina. Tenía un cigarrillo encendido en un cenicero a su lado y otro olvidado que humeaba en el escurridor encima del fregadero. Fingía ver un programa de entrevistas en la tele mientras su hermanita pequeña jugaba con un paquete de harina en el suelo, pero la verdad era que estaba esperando a que Paul irrumpiera en la casa y se enfrentara a él de un modo u otro para que pudieran pelearse.

Paul lo vio nada más entrar. La sonrisita de Billy lo delató.

Hubo un tiempo en el que habría llamado a sus padres. Hubo un tiempo en el que incluso se habría abalanzado sobre su hermano ciegamente sin tener en cuenta las diferencias de tamaño y fuerza. Pero ese tiempo había pasado. El viejo mercado de carne -una parte integrante del orgulloso complejo antiguo de edificaciones con columnatas que integraban Market Square en Saint Peter Port- había cerrado sus puertas para siempre y había acabado con la fuente de ingresos de su familia. Ahora su madre trabajaba de cajera en un Boots en High Street, registrando las compras, mientras que su padre había entrado en una cuadrilla que realizaba obras en las carreteras, donde los días eran largos y el trabajo, atroz. Ninguno de los dos se encontraba ahora en casa para ayudarle, y aunque no fuera así, Paul no iba a cargarles con más problemas. En cuanto a enfrentarse a Billy, sabía que a veces su hermano era lento, pero no estúpido. Enfrentarse a Billy era lo que Billy quería. Lo quería desde hacía meses y se había esforzado mucho para que sucediera. Se moría de ganas por agredir a alguien y no le importaba quién fuera.

Paul apenas le miró. Corrió hacia el armario situado debajo del fregadero de la cocina y sacó la caja de herramientas de su padre.

Billy le siguió afuera, desatendiendo a su hermana, que se quedó en el suelo de la cocina con las manos metidas en el paquete de harina. Otros dos hermanos suyos estaban peleándose en el piso de arriba. Se suponía que Billy tenía que llevarlos al colegio. Pero Billy nunca hacía muchas de las cosas que se suponía que tenía que hacer, sino que se pasaba los días en el jardín trasero lleno de malas hierbas, lanzando peniques a las latas de cerveza que se bebía desde que se levantaba hasta que se acostaba.

– Oh -dijo Billy fingiendo preocupación cuando se le iluminaron los ojos al ver la bici de Paul estropeada-. ¿Qué diablos ha pasado, Paulie? Alguien la ha tomado con tu bici, ¿no?

Paul no le hizo caso y se sentó en el suelo. Comenzó quitando primero la rueda. Taboo, que había montado guardia junto a la bici, la olisqueó con recelo, y un aullido salió desde lo más profundo de su garganta. Paul paró y llevó al perro a una farola cercana. Lo ató y le señaló el suelo donde quería que se tumbara. Taboo le obedeció, pero era evidente que no le gustó. No se fiaba ni un pelo del hermano de Paul, y Paul sabía que el perro habría preferido mil veces quedarse a su lado.

– ¿Tienes que ir a algún sitio? -le preguntó Billy-. Y se te ha estropeado la bici. Qué mala suerte. Cómo es la gente.

Paul no quería llorar porque sabía que las lágrimas proporcionarían a su hermano más formas de atormentarle. Era cierto que las lágrimas le darían menos satisfacción que derrotar a Paul en una pelea brutal, pero seguiría siendo mejor que nada y Paul prefería infinitamente no darle nada a Billy. Había aprendido hacía tiempo que su hermano no tenía corazón y menos aún conciencia. Vivía para martirizar a los demás. Era la única contribución que podía hacer a la familia.

Así que Paul no le hizo caso, y a Billy no le gustó. Se apoyó en la casa y encendió otro cigarrillo más.

“Ojalá se te pudran los pulmones”, pensó Paul, pero no lo dijo. Simplemente comenzó a reparar la vieja rueda gastada, cogiendo los trozos de goma y el pegamento y extendiéndolos sobre el tajo.

– A ver, déjame adivinar adonde podría ir mi hermanito pequeño esta mañana -dijo Billy pensativamente, dando caladas al pitillo-. ¿Va a ir a ver a mamá al Boots? ¿A llevarle a papá el almuerzo a la carretera? Hum. Creo que no. Va demasiado elegante. De hecho, ¿de dónde ha sacado esa camisa? ¿De mi armario? Mejor que no. Porque robarme significaría castigo. Tal vez debería mirarla mejor, para asegurarme.

Paul no reaccionó. Sabía que su hermano era un matón cobarde. Sólo tenía las agallas de atacar cuando creía que sus víctimas se sentían intimidadas. Como se sentían sus padres, pensó Paul desconsolado. Vivía en su casa como un inquilino moroso mes tras mes porque tenían miedo de lo que podía hacer si le echaban.

Antes Paul era como ellos, miraba a su hermano mientras cogía las cosas de la familia para venderlas en mercadillos y pagarse así la cerveza y el tabaco. Pero eso era antes de que apareciera el señor Guy, que siempre parecía saber lo que pasaba en el corazón de Paul y siempre parecía capaz de hablar de ello sin sermonearle o exigirle nada o esperar algo a cambio, aparte de compañerismo.

“Tú sólo céntrate en lo que es importante, mi príncipe. ¿El resto? Si no forma parte de tus sueños, olvídalo.”

Ésa era la razón por la que podía reparar la bicicleta mientras su hermano se burlaba de él, retándole a pelear o a llorar. Paul bloqueó sus oídos y se concentró. Una rueda que remendar, una cadena que limpiar.

Podría haber cogido el autobús para ir a la ciudad, pero no se le ocurrió hasta que tuvo arreglada la bici y estaba a medio camino de la iglesia. En ese punto, sin embargo, ya no se reprendió por ser tan imbécil. Deseaba tanto estar presente en la despedida del señor Guy que lo único que pensó, cuando se encontró un autobús avanzando lentamente por la ruta norte número cinco y le recordó que podría haberlo cogido, fue lo fácil que sería ponerse delante del vehículo y terminar con todo.

Fue entonces cuando por fin rompió a llorar, por pura frustración y desesperación. Lloró por el presente, en el que todos sus objetivos parecían frustrarse, y por el futuro, que parecía funesto y vacío.

A pesar de ver que no quedaba ni un solo coche cerca de la iglesia, se colocó bien la mochila en la espalda y entró de todas formas. Primero, sin embargo, cogió a Taboo. Entró al perro con él, pese a saber que era del todo improcedente. Pero no le importó. El señor Guy también era amigo de Taboo y, de todas formas, no iba a dejar al animal fuera en la plaza sin entender qué estaba ocurriendo. Así que lo llevó dentro, donde el aroma de las flores y de las velas encendidas seguía flotando en el aire y aún había una pancarta que decía Requiescat in pace colgada a la derecha del pulpito. Pero aquéllas eran las únicas señales de que se había celebrado un funeral en la iglesia de Saint Peter Port. Tras recorrer el pasillo central e intentar fingir que había sido uno de los asistentes, Paul salió del edificio y regresó a donde había dejado la bici. Se dirigió al sur hacia Le Reposoir.

Aquella mañana se había puesto la que en teoría era la mejor ropa que tenía, y deseó no haber salido huyendo de Valerie Duffy el día anterior cuando la mujer le ofreció una de las viejas camisas de Kevin. Por consiguiente, lo único que tenía eran unos pantalones negros con manchas de lejía, un único par de zapatos destrozados y una camisa de franela que su padre solía ponerse los días más fríos en el interior del mercado de carne. Alrededor del cuello de la camisa, se había atado una corbata de punto que también era de su padre. Y encima de todo, llevaba el anorak rojo de su madre. Tenía un aspecto espantoso, y lo sabía, pero era lo más que pudo hacer.

Cuando llegó a la finca Brouard, toda la ropa que vestía estaba sucia o sudada. Por este motivo, empujó la bici detrás de un camelio enorme que había justo tras el muro, salió del sendero de entrada y caminó hacia la casa pasando por debajo de los árboles en lugar de cruzar a campo través. Taboo trotaba a su lado.

Delante, Paul vio que salía gente de la casa con cuentagotas y, mientras se detenía para intentar ver qué pasaba, se percató de que el coche fúnebre que había llevado el ataúd del señor Guy se aproximaba a él, que estaba medio escondido en la parte este del sendero, pasaba lentamente a su lado y cruzaba la verja para emprender el viaje de regreso a la ciudad. Paul lo siguió con la mirada antes de volverse hacia la casa y comprender que también se había perdido el entierro. Se lo había perdido todo.

Sintió de inmediato que se le tensaba e hinchaba todo el cuerpo, mientras algo intentaba escapar de él con la misma fiereza con la que él trataba de contenerlo. Se quitó la mochila y se la colocó en el pecho, e intentó creer que lo que había compartido con el señor Guy no había desaparecido en un momento, sino que se había santificado, bendecido para siempre a través de un mensaje que el señor Guy había dejado.

“Éste, mi príncipe, es un lugar especial, un lugar tuyo y mío. ¿Se te da bien guardar secretos, Paul?”

Mejor que bien, prometió Paul Fielder. Mejor que oír los insultos de su hermano sin escucharlos. Mejor que soportar el fuego abrasador de esta pérdida sin desintegrarse por completo. En realidad, se le daba mejor que cualquier otra cosa.


Ruth Brouard llevó a Saint James al estudio de su hermano en el piso de arriba. Simón vio que se encontraba en el ala noroeste, que daba a un césped oval y al pabellón acristalado por un lado y, en el otro, a un semicírculo de edificaciones anexas que parecían ser unos viejos establos. Más allá, la finca seguía: más jardines, prados lejanos, campos y bosque. Saint James vio que las esculturas que comenzaban en el jardín cercado donde habían enterrado al hombre asesinado también se extendían al resto de la propiedad. Aquí y allá, una forma geométrica de mármol, bronce, granito o madera aparecía de entre los árboles y las plantas que crecían con libertad por el terreno.

– Su hermano era un mecenas del arte. -Saint James dio la espalda a la ventana mientras Ruth Brouard cerraba la puerta sin hacer ruido.

– Mi hermano era un mecenas de todo-contestó ella.

No tenía buen aspecto, determinó Saint James. Sus movimientos eran estudiados y su voz sonaba agotada. La mujer se dirigió a un sillón y se sentó. Detrás de las gafas, sus ojos se entrecerraron y un gesto de dolor habría asomado a su rostro si no hubiera procurado llevar una máscara.

En el centro de la habitación, había una mesa de nogal, encima de la cual descansaba la maqueta detallada de un edificio enclavado en un paisaje que comprendía la calzada de delante, el jardín de detrás e incluso los árboles y arbustos en miniatura que crecerían en los jardines. La maqueta era tan detallada que incluía puertas y ventanas y, a lo largo de la parte delantera, una mano experta había tallado cuidadosamente lo que al final se grabaría en la mampostería. En el friso decía: “Museo de la Guerra Graham Ouseley”.

– Graham Ouseley. -Saint James se alejó de la maqueta. Era bajo al estilo de un bunker, salvo por la entrada, que ascendía de manera espectacular como si fuera un diseño de Le Corbusier.

– Sí -murmuró Ruth-. Es un hombre de Guernsey. Bastante mayor. Tiene unos noventa años. Es un héroe local de la ocupación. -No le explicó nada más, pero era evidente que estaba a la espera. Había leído el nombre y la profesión de Saint James en la tarjeta que le había entregado y había accedido de inmediato a hablar con él. Pero, obviamente, iba a esperar a ver qué quería antes de ofrecerle más información de forma voluntaria.

– ¿Esta es la propuesta del arquitecto local? -preguntó Saint James-. Tengo entendido que construyó una maqueta para su hermano.

– Sí -le dijo Ruth-. La hizo un hombre de Saint Peter Port, pero al final Guy no eligió su proyecto.

– Me pregunto por qué. Parece idóneo, ¿verdad?

– No tengo ni idea. Mi hermano no me lo dijo.

– El arquitecto de aquí debió de llevarse un disgusto. Parece haber invertido mucho trabajo. -Saint James se inclinó sobre la maqueta otra vez.

Ruth Brouard cambió de posición en su asiento, moviendo el torso como si buscara una posición más cómoda, se ajustó las gafas y cruzó las pequeñas manos sobre su regazo.

– Señor Saint James -dijo-, ¿en qué puedo ayudarle? Ha dicho que venía por la muerte de Guy. Como es usted forense… ¿Tiene que darme alguna noticia? ¿Por eso está aquí? Me dijeron que se harían más exámenes de sus órganos. -Titubeó, por lo difícil que le suponía, al parecer, hablar de su hermano en partes en lugar de como un todo. Bajó la cabeza y al cabo de un momento prosiguió diciendo-: Me dijeron que harían exámenes de los órganos y tejidos de mi hermano, también otras cosas; en Inglaterra, me dijeron. Como usted es de Londres, tal vez haya venido a darme información. Aunque si han descubierto algo, algo inesperado, el señor Le Gallez habría venido a decírmelo en persona, ¿verdad?

– Él sabe que estoy aquí, pero no vengo de su parte -le dijo Saint James. Entonces le explicó con cuidado la misión que le había traído a Guernsey. Acabó diciendo-: El abogado de la señorita River me dijo que usted era la testigo en cuyo testimonio basa el caso el inspector en jefe Le Gallez. He venido a preguntarle por ese testimonio.

Ruth apartó la mirada.

– La señorita River -dijo.

– Tengo entendido que ella y su hermano se hospedaron aquí varios días antes del asesinato.

– ¿Y ella le ha pedido que la ayude a eludir la culpa de lo que le sucedió a Guy?

– Aún no la he visto -dijo Saint James-. No he hablado con ella.

– Entonces, ¿por qué…?

– Mi mujer y ella son viejas amigas.

– Y su mujer no cree que su vieja amiga haya asesinado a mi hermano.

– Está el tema del móvil -dijo Saint James-. ¿La señorita River y su hermano llegaron a conocerse bien? ¿Existe alguna posibilidad de que lo conociera de antes? Por lo que dice el hermano de ella, parece que no; pero podría ser que él no lo supiera. ¿Y usted?

– Si ella ha estado alguna vez en Inglaterra, es posible. Pudo conocer a Guy allí. Pero sólo allí. Guy nunca ha estado en Estados Unidos, que yo sepa.

– ¿Que usted sepa?

– Podría haber ido alguna vez y no decírmelo, pero no veo por qué, o cuándo. Si estuvo, sería hace tiempo. Desde que estamos aquí, en Guernsey, no. Me lo habría dicho. En los últimos nueve años, cuando viajó, que fue en contadas ocasiones a partir de que se jubilara, siempre me dijo dónde podía localizarle. Era bueno en ese sentido. Era bueno en muchos sentidos, en realidad.

– ¿Nadie tenía un motivo para matarle? ¿Nadie aparte de China River, quien también parece no tener motivo alguno?

– No puedo explicarlo.

Saint James se apartó de la maqueta del museo, se acercó a Ruth Brouard y se sentó en el segundo sillón. Una pequeña mesa redonda los separaba. En ésta había una fotografía, y Saint James la cogió: una familia judía numerosa sentada alrededor de una mesa, los hombres con kipás, sus mujeres de pie detrás de ellos, con unos libros abiertos en las manos. Entre ellos había dos chavales, una niña y un niño. La niña llevaba gafas; el niño, tirantes rayados. Presidiendo la mesa estaba el patriarca, posicionado para partir en pedazos un gran matzo. Detrás del hombre, en un aparador, había un centro de mesa de plata y unas velas encendidas, cada una de las cuales emitía un resplandor alargado sobre un cuadro colgado en la pared, mientras que a su lado tenía a una mujer que obviamente era su esposa y que tenía la cabeza ladeada hacia él.

– ¿Es su familia? -le dijo a Ruth Brouard.

– Vivíamos en París -contestó-. Antes de Auschwitz.

– Lo lamento.

– Créame. No puede lamentarlo bastante.

Saint James estuvo de acuerdo.

– Nadie puede.

Pareció que, de algún modo, aquel reconocimiento por su parte satisfizo a Ruth Brouard, del mismo modo, quizá, que la delicadeza con la que dejó la fotografía sobre la mesa, porque la mujer miró la maqueta en el centro de la estancia y habló en voz baja y sin rencor.

– Sólo puedo contarle lo que vi aquella mañana, señor Saint James. Sólo puedo contarle lo que hice. Me acerqué a la ventana de mi habitación y vi que Guy salía de casa. Cuando llegó a los árboles y accedió al sendero de la entrada, ella empezó a seguirle. La vi.

– ¿Está segura de que era China River?

– Al principio no -contestó-. Venga. Se lo enseñaré.

Ruth lo condujo por el pasillo oscuro en el que colgaban grabados antiguos de la mansión. A poca distancia de la escalera, abrió una puerta y guió a Saint James al interior de lo que obviamente era su cuarto: amueblado con sencillez pero bien decorado con antigüedades robustas y un tapiz bordado enorme. Lo configuraban diversas escenas, que se combinaban para contar una única historia al estilo de los tapices que precedieron a los libros. Esta historia en particular trataba de una huida: una fuga en mitad de la noche mientras se aproximaba un ejército enemigo, un viaje apresurado hacia la costa, una travesía en un mar picado, un desembarco entre desconocidos. Sólo dos de los personajes representados eran los mismos en todas las escenas: una niña y un niño.

Ruth Brouard fue al alféizar poco profundo de una ventana y corrió las cortinas finas que colgaban sobre el cristal.

– Venga -le dijo a Saint James-. Mire.

Saint James se acercó y vio que la ventana daba a la parte delantera de la casa. Abajo, el sendero rodeaba una parcela de tierra plantada con hierba y arbustos. Más allá, el césped se abría hasta una casita lejana. Un grupo denso de árboles crecía alrededor de este edificio y se extendía a lo largo del sendero y hacia la casa principal.

Su hermano había salido por la puerta de entrada como de costumbre, le contó Ruth Brouard a Saint James. Mientras observaba, Guy cruzó el césped hacia la casita y desapareció entre los árboles. China River salió de esos árboles y empezó a seguirle. Estaba a plena vista. Iba vestida de negro. Llevaba su capa con la capucha puesta, pero Ruth sabía que era China.

Saint James quiso saber por qué. Parecía evidente que cualquiera podría haberse hecho con la capa de China. Su propia naturaleza la hacía adecuada tanto para un hombre como para una mujer. Y la capucha no le sugería a la señora Brouard que…

– No me fié sólo de eso, señor Saint James -le dijo Ruth Brouard-. Me pareció extraño que siguiera a Guy a esa hora de la mañana porque no parecía haber ningún motivo. Me pareció inquietante. Pensé que podría haberme equivocado con lo que había visto, así que fui al cuarto de la mujer. No estaba.

– ¿Quizá estaba en otra parte de la casa?

– Lo comprobé todo: el baño, la cocina, el estudio de Guy, el salón, la galería de arriba. No estaba aquí dentro, señor Saint James, porque estaba siguiendo a mi hermano.

– ¿Llevaba puestas las gafas cuando la vio fuera junto a los árboles?

– Por eso fui a mirar por la casa -dijo Ruth-. Porque no las llevaba cuando miré por la ventana. Me pareció que era ella; he aprendido a distinguir bien los tamaños y las formas, pero quería asegurarme.

– ¿Por qué? ¿Sospechaba algo de ella o de otra persona?

Ruth corrió de nuevo los visillos. Pasó la mano por el fino material. Mientras lo hacía, dijo:

– ¿De otra persona? No. No. Por supuesto que no. -Pero el que hablara mientras se ocupaba de las cortinas instó a Saint James a continuar.

– ¿Quién más había en la casa en ese momento, señora Brouard?

– El hermano de la chica, yo… y Adrián, el hijo de Guy.

– ¿Qué relación tenía Adrián con su padre?

– Buena. Espléndida. No se veían mucho. Su madre se encargó de ello hace tiempo. Pero cuando se veían, eran muy cariñosos. Tenían sus diferencias, naturalmente. ¿Qué padre e hijo no las tienen? Pero no eran graves, nada que no pudiera arreglarse.

– ¿Está segura de eso?

– Por supuesto que lo estoy. Adrián es… Es un buen chico, pero ha tenido una vida difícil. Los quería a los dos, pero le obligaron a elegir. Esas cosas crean malentendidos. Crean distanciamiento. Y no es justo. -Pareció notar un trasfondo en su propia voz y respiró hondo como para controlarlo-. Se querían como se quieren padres e hijos cuando ninguno de los dos puede comprender al otro.

– ¿Adonde cree que puede llevar esa clase de amor?

– Al asesinato no. Eso se lo aseguro.

– Usted quiere a su sobrino -observó Saint James.

– Los parientes consanguíneos significan más para mí que para la mayoría de la gente -dijo-, por razones obvias.

Saint James asintió con la cabeza. Vio la verdad que encerraba aquello. También vio otra realidad, pero no le hacía falta explorarla con ella en esos momentos.

– Me gustaría ver el camino que siguió su hermano para bajar a la bahía donde nadó aquella mañana, señora Brouard -dijo.

– La encontrará al este de la casita del encargado -contestó ella-. Llamaré a los Duffy y les diré que le he dado permiso para ir allí.

– ¿Es una bahía privada?

– No, la bahía no. Pero si pasa por delante de su casa, Kevin se preguntará qué está haciendo. Es muy protector con nosotros, igual que su mujer.

Pero no lo suficiente, pensó Saint James.

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