Capítulo 20

Las casas secundarias del molino de agua tenían una iluminación escasa porque, por lo general, Frank no trabajaba en ellas cuando caía la noche. De todas maneras, no necesitaba demasiada luz para encontrar lo que buscaba entre los papeles del archivador. Sabía dónde estaba el documento, y su infierno personal se debía a que también sabía qué decía ese documento.

Lo sacó. Una carpeta de papel manila lo cubría como una capa de piel suave. Su esqueleto, sin embargo, era un sobre ruinoso con las esquinas arrugadas, que hacía tiempo que había perdido el cierre metálico.

Durante los últimos días de la guerra, las fuerzas de ocupación que estaban en la isla mostraron un orgullo desmedido que resultó sorprendente, teniendo en cuenta las derrotas que acumulaba el ejército alemán en otras zonas. En Guernsey incluso se negaron a rendirse al principio, tan resueltos estaban a no creer que su plan para dominar Europa y alcanzar la perfección eugenésica quedara en nada. Cuando el general Heine subió al fin al Bulldog de la Armada de Su Majestad para negociar los términos de su rendición, hacía veinticuatro horas que se había declarado la victoria y que ésta se celebraba en el resto de Europa.

Por aferrarse a lo poco que les quedaba en esos últimos días, y tal vez por querer dejar su huella en la isla como habían hecho todas las presencias anteriores en Guernsey a lo largo del tiempo, los alemanes no habían destruido todo lo que habían creado. Algunas obras -como emplazamientos de artillería- eran inmunes a una demolición sencilla. Otras -como la que Frank tenía en sus manos- transmitían el mensaje tácito de que había isleños cuyos intereses superaban sus sentimientos de hermandad y cuyas acciones, en consecuencia, llevaban el disfraz del apoyo a la causa alemana. Que este disfraz no fuera del todo fiel a la verdad no habría importado a los ocupantes. Lo que contaba era la fuerza de la imagen vinculada a la traición patente: escrita a mano con letra puntiaguda, en blanco y negro.

La maldición de Frank era su respeto por la historia, que lo había llevado primero a estudiarla en la universidad y luego a enseñarla durante casi treinta años a adolescentes a quienes, en su mayoría, dejaba indiferentes. Era el mismo respeto que su padre le había inculcado. Era el mismo respeto que le había animado a reunir una colección que, había esperado, serviría para recordar cuando él ya no estuviera.

Siempre había creído en la verdad que encerraba el aforismo que decía que quien no recordaba su pasado estaba condenado a repetirlo. En las luchas armadas de todo el mundo había visto el fracaso del hombre por reconocer la futilidad de la agresión. La invasión y la dominación ocasionaban opresión y rencor. De ellos nacía la violencia en todas sus formas. Y lo que no nacía era el bien inherente. Frank lo sabía y lo creía fervientemente. Era un misionero que intentaba transmitir a su pequeño mundo el conocimiento que le habían enseñado a tener en tan alta estima, y su pulpito estaba construido con los objetos de la guerra que había coleccionado a lo largo de los años. Había decidido que estos artículos hablaran por sí mismos. Que la gente los viera. Que no los olvidara nunca.

Así que, igual que los alemanes que lo habían precedido, no había destruido nada. Había reunido un material tan amplio, que había perdido la cuenta de todo lo que poseía hacía tiempo. Si estaba relacionado con la guerra o la ocupación, había querido tenerlo.

En realidad, ni siquiera sabía qué había en su colección. Durante muchísimo tiempo, simplemente pensó en todo aquello de un modo muy genérico: pistolas, uniformes, puñales, documentos, balas, herramientas, gorras. Sólo la llegada de Guy Brouard había provocado que comenzara a pensar de manera distinta.

“De hecho, podría ser una especie de monumento, Frank; algo que sirviera para honrar la isla y a las personas que sufrieron, por no hablar de las que perdieron la vida.”

Ahí estaba la ironía. Ahí estaba la causa.

Frank llevó el sobre viejo y fino a una silla cuyo asiento de mimbre estaba en muy mal estado. Al lado, había una lámpara de pie, con la pantalla descolorida y la cadena con la borla colgando; la encendió y se sentó. Proyectó una luz amarilla sobre su regazo, que fue donde colocó el sobre, y se quedó mirándolo un minuto antes de abrirlo y sacar un fajo de catorce páginas frágiles.

De la mitad del fajo, extrajo una. La alisó sobre sus muslos y dejó el resto en el suelo. Examinó la hoja con tal intensidad, que alguien que no supiera nada del tema hubiera pensado que era la primera vez que la miraba. ¿Y por qué no, en realidad? Era un papel de lo más inofensivo.

“6 Würstchen -leyó-. 1 Dutzend Eier, 2 kg Mehl, 6 kg Kartoffeln, 1 kg Bohnen, 200 g Tabak.”

Era una lista sencilla, en realidad, metida entre los registros de compras de todo tipo de productos, desde gasolina a pintura. Era un documento que carecía de importancia en el esquema de las cosas, la clase de hoja que podría haberse traspapelado sin que nadie se diera cuenta. Sin embargo, a Frank le decía muchas cosas, y no precisamente sobre la arrogancia de los ocupantes, quienes documentaban todos los movimientos que realizaban y luego guardaban esos papeles para cuando llegara el momento de una victoria a cuyos defensores querrían identificar.

Si Frank no hubiera pasado todos y cada uno de sus años de formación hasta que se convirtió en un adulto solitario aprendiendo el valor inestimable de todo lo remotamente relacionado con aquel momento de la historia de Guernsey, tal vez esa hoja se le habría traspapelado a propósito y nadie se habría enterado. Pero él seguiría sabiendo que había existido, y nada borraría ese hecho jamás.

En efecto, si los Ouseley no hubieran contemplado la idea del museo, seguramente ese papel seguiría oculto, incluso para el propio Frank. Pero en cuanto él y su padre aceptaron el ofrecimiento de Guy Brouard de construir el Museo de la Guerra Graham Ouseley para la educación y el mejoramiento de los ciudadanos presentes y futuros de Guernsey, comenzó la clasificación, la criba y la organización fundamentales en una empresa como ésta. En el proceso, salió a la luz la lista. “6 Würst-chen -en 1943-. 1 Dutzend Eier, 2 kg Mehl, 6 kg Kartoffeln, 1 kg Bohnen, 200 g Tabak.”

Fue Guy quien la encontró.

– Frank, ¿qué pone aquí? -le había preguntado, puesto que el hombre no sabía alemán.

El propio Frank se lo tradujo, de manera mecánica y automática, sin detenerse a leer todas las líneas, sin detenerse a pensar en las ramificaciones. Se dio cuenta de lo que significaba cuando la última palabra -”Tabak”- salió de sus labios. Al ser consciente de las implicaciones, subió la vista a la parte superior del papel y luego miró a Guy, quien ya lo había leído. Guy, quien había perdido a sus padres por culpa de los alemanes, perdido una familia entera, una herencia.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó Guy.

Frank no contestó.

– Vas a tener que hacer algo -dijo Guy-. No puedes olvidarlo. Dios santo, Frank. No pensarás olvidarlo, ¿verdad?

Ése había sido el color y el sabor de sus días desde entonces. “¿Lo has hecho ya, Frank? ¿Le has sacado el tema?”

Frank había pensado que ahora no haría falta, puesto que Guy estaba muerto y enterrado y era el único que lo sabía. En efecto, había pensado que nunca haría falta. Pero los últimos días le habían enseñado lo contrario.

Quien olvida su pasado lo repite.

Se levantó. Metió los otros papeles en el sobre y lo devolvió a la carpeta. Cerró el archivador y apagó la luz. Cerró la puerta al salir.

Dentro de su casa, vio que su padre se había quedado dormido en su sillón. En la televisión ponían una serie policíaca estadounidense: dos agentes con las siglas de la policía de Nueva York en la espalda de los impermeables estaban posicionados -pistolas en ristre- para derribar una puerta cerrada y reaccionar con violencia. En otro momento, Frank habría despertado a su padre y le habría llevado arriba. Pero esta vez pasó por delante de él y subió a refugiarse en la soledad de su cuarto.

Encima de la cómoda había dos marcos de fotos. En una estaban sus padres el día de su boda después de la guerra. En la otra, Frank y su padre posaban en la base de la torre de observación alemana situada no muy lejos del final de la Rué de la Prevote. Frank no recordaba quién había sacado la fotografía, pero sí recordaba el día en sí. Estaba lloviendo, pero fueron de excursión al acantilado de todos modos, y cuando llegaron, el sol los recibió de repente. Graham dijo que era la aprobación de Dios a su peregrinaje.

Frank apoyó la lista del archivador en el segundo marco y retrocedió como un sacerdote que no quiere dar la espalda a la hostia consagrada. Alargó las manos hacia atrás para tocar el borde de la cama y se sentó. Se quedó mirando fijamente el frágil documento e intentó no escuchar el desafío de esa voz.

“No puedes olvidarlo.”

Y sabía que no podía. Porque “Es la causa, mi alma”.

La experiencia que Frank tenía del mundo era limitada, pero no era un ignorante. Sabía que la mente humana es una criatura curiosa que a menudo puede comportarse como un espejo distorsionador cuando se trata de detalles demasiado dolorosos de recordar. La mente puede negar, remodelar u olvidar. Puede crear un universo paralelo si es necesario. Puede inventar una realidad distinta para cualquier situación que le parezca demasiado difícil de soportar. Al hacer aquello, Frank sabía que la mente no mentía. Simplemente ideaba una estrategia para seguir adelante.

El problema surgía cuando la estrategia borraba la verdad en lugar de protegerle a uno de ella temporalmente. Cuando ocurría eso, nacía la desesperación, reinaba la confusión, aparecía el caos.

Frank sabía que estaban en la cúspide del caos. Había llegado el momento de actuar, pero se sentía paralizado. Había entregado su vida al servicio de una quimera y, a pesar de saberlo desde hacía dos meses, vio que aún no se había recuperado del impacto.

Hacerlo público acabaría con más de medio siglo de devoción, admiración y confianza. Convertiría a un héroe en un villano. Sometería toda una vida a la vergüenza pública.

Frank sabía que podía evitar todo aquello. Sólo un papel, al fin y al cabo, se interponía entre la fantasía de un anciano y la verdad.


En Fort Road, una mujer atractiva aunque en avanzado estado de gestación abrió la puerta de la casa de Bertrand Debiere. Informó a Saint James de que era la mujer del arquitecto. Bertrand estaba trabajando en el jardín trasero con los niños. La estaba liberando de ellos unas horas mientras ella escribía un rato. Era así de bueno, un marido ejemplar. No sabía cómo o por qué había tenido la fortuna de convertirse en su esposa.

Caroline Debiere se fijó en el fajo de papeles grandes que Saint James llevaba enrollados debajo del brazo. Le preguntó si venía por negocios. En su voz se filtró lo mucho que deseaba que así fuera. Le dijo a Saint James que su marido era un buen arquitecto. Cualquier persona que quisiera un edificio nuevo, reformar uno viejo o ampliar una estructura existente no se equivocaría contratando a Bertrand Debiere para el proyecto.

Saint James le dijo que estaba interesado en que el señor Debiere examinara unos planos ya diseñados. Se había pasado por su despacho, pero su secretaria le había dicho que se había marchado. Había buscado en el listín telefónico y se había tomado la libertad de visitar al arquitecto en su casa. Esperaba no ser inoportuno…

En absoluto. Caroline iría a buscar a Bertrand al jardín si al señor Saint James no le importaba esperar en el salón.

Un grito de alegría llegó desde fuera, desde el fondo de la casa. Lo siguió un golpeteo: el sonido de un martillo aporreando un clavo en la madera. Al oír aquello, Saint James dijo que no quería interrumpir lo que el señor Debiere estuviera haciendo, así que si a la mujer del arquitecto no le importaba, saldría al jardín con él y sus hijos.

Caroline Debiere pareció aliviada. Sin duda se alegraba de poder continuar con su trabajo sin tener que hacerse cargo de los niños. Le mostró el camino a Saint James hacia la puerta trasera y dejó que fuera a buscar a su marido.

Bertrand Debiere resultó ser uno de los dos hombres que Saint James había visto dejar la procesión hacia la tumba de Guy Brouard y mantener una intensa conversación en los jardines de Le Reposoir el día anterior. Era un hombre espigado, tan alto y desgarbado que parecía un personaje sacado de una novela de Dickens, y en estos momentos se encontraba en las ramas más bajas de un sicómoro, poniendo los cimientos de lo que, evidentemente, iba a ser una casita en el árbol para sus hijos. Tenía dos y ayudaban como hacen los niños pequeños: el mayor le pasaba a su padre los clavos que sacaba de una bolsa de cuero colgada al hombro, mientras que el menor golpeaba un trozo de madera con un martillo de plástico en la base del árbol, en cuclillas y gritando: “Golpeo y clavo”, y sin ser de ninguna ayuda a su padre.

Debiere vio a Saint James cruzando el césped, pero acabó de golpear el clavo antes de saludarlo. Se fijó en que la mirada del arquitecto registraba su cojera y se centraba en su causa -el aparato ortopédico de la pierna cuyo travesano recorría el tacón del zapato-, pero luego alzó la vista y miró, como había hecho su mujer, el rollo de papeles que Saint James llevaba debajo del brazo.

Debiere bajó de las ramas del árbol y le dijo al hijo mayor:

– Bert, llévate a tu hermano adentro, por favor. Mamá ya tendrá listas esas galletas. Pero comed sólo una cada uno. Hay que cenar.

– ¿Las de limón?-preguntó el mayor-. ¿Ha hecho las de limón, papá?

– Supongo. Son las que pedisteis, ¿no?

– ¡Las de limón! -Bert musitó las palabras a su hermano pequeño.

La promesa de esas galletas provocó que los dos niños dejaran lo que estaban haciendo y corrieran hacia la casa gritando:

– ¡Mami! ¡Mamá! ¡Queremos nuestras galletas! -Y así pusieron fin a la soledad de su madre. Debiere los miró con afecto y cogió la bolsa de los clavos que Bert había dejado tirada de cualquier manera, con la mitad de su contenido esparcido sobre la hierba.

Mientras el hombre recogía los clavos, Saint James se presentó y le explicó su relación con China River. Le contó a Debiere que estaba en la isla a petición del hermano de la mujer acusada, y la policía sabía que estaba realizando una investigación independiente.

– ¿Qué clase de investigación? -preguntó Debiere-. La policía ya tiene a la asesina.

Saint James no quería entrar en el tema de la inocencia o la culpabilidad de China River, así que señaló el rollo de planos que llevaba debajo del brazo y le preguntó al arquitecto si le importaría echarles un vistazo.

– ¿Qué son?

– Los planos del proyecto que seleccionó el señor Brouard para el museo de la guerra. Aún no los ha visto, ¿verdad?

Debiere le informó de que sólo había visto lo mismo que el resto de los isleños asistentes a la fiesta de Brouard: el dibujo tridimensional detallado de la versión del edificio del arquitecto estadounidense.

– Una caca -dijo Debiere-. No sé en qué estaría pensando Guy cuando lo eligió. Es tan adecuado para un museo en Guernsey como un trasbordador espacial. Enormes ventanas en la parte delantera. Techos altísimos. Habría que invertir una fortuna para calentar el lugar, por no hablar de que toda la estructura parece diseñada para edificarse en un acantilado y aprovechar las vistas.

– ¿Mientras que la localización del museo es…?

– Al final de la carretera de la iglesia de Saint Saviour, justo al lado de los túneles subterráneos; es decir, en el interior y lo más lejos posible de cualquier acantilado en una isla de este tamaño.

– ¿Y las vistas?

– No valen una mierda. A menos que considere que el aparcamiento de los túneles es una vista que merezca la pena contemplar.

– ¿Compartió sus preocupaciones con el señor Brouard?

La expresión de Debiere se volvió cautelosa.

– Hablé con él. -Sostuvo la bolsa de los clavos en la mano como si pensara en colgársela y reanudar el trabajo en la casita del árbol. Una mirada rápida al cielo, para valorar la luz que quedaba, pareció instarle a renunciar. Comenzó a recoger las tablas de madera que había apilado en el césped junto al árbol. Las llevó hasta una gran lona azul de plástico que había en un lado del jardín, donde las amontonó con cuidado.

– Me han dicho que hicieron algo más que hablar -dijo Saint James-. Al parecer, discutió con él justo después de los fuegos artificiales.

Debiere no contestó. Simplemente siguió apilando la madera, cual leñador resignado a su tarea.

– Iba a-a-a darme el encargo -dijo en voz baja cuando completó la tarea-. Todo el mundo lo sabía. Así que-que-que cuando se lo dio a otro… -Regresó junto al sicómoro, donde Saint James esperaba, y colocó una mano en el tronco moteado. Se tomó un minuto, durante el cual pareció esforzarse por controlar su repentino tartamudeo-. Una casa en un árbol -dijo al fin, desdeñando su tarea-. Aquí estoy. Una maldita casa en un árbol.

– ¿El señor Brouard le había dicho que le daría el encargo? -preguntó Saint James.

– ¿Directamente? No. Él… -Parecía afligido. Cuando estuvo listo, volvió a intentarlo-. Guy no era así. Nunca prometía nada. Sólo sugería. Hacía que creyeras que tenías posibilidades. “Hazlo, amigo mío, y lo siguiente que te propongas, sucederá.”

– En su caso, ¿qué significaba eso?

– Independencia; crear mi propia empresa; dejar de ser un subalterno o un mandado, dejar de trabajar para la gloria de otro y llevar a cabo mis propias ideas. Sabía que era lo que yo quería y me animó. Al fin y al cabo, él era un emprendedor. ¿Por qué no deberíamos serlo también el resto? -Debiere examinó la corteza del sicómoro y soltó una risita amarga-. Así que dejé el trabajo y me establecí por mi cuenta, monté mi propia empresa. El se había arriesgado en su vida. Yo también lo haría. Por supuesto, para mí era más fácil, puesto que pensaba que tenía la seguridad de un encargo importantísimo.

– Le dijo que no permitiría que le destruyera -le recordó Saint James.

– ¿Alguien oyó esas palabras en la fiesta? -dijo Debiere-. No recuerdo lo que dije. Sólo recuerdo haber echado un vistazo al dibujo en lugar de mirarlo babeando como todos los demás. Vi lo mal planteado que estaba y no entendí por qué lo había elegido cuando había dicho… cuando había… cuando prácticamente me lo había prometido. Y recuerdo que me-me sentí… -Se calló. Tenía los nudillos blancos por la fuerza con la que agarraba el árbol.

– ¿Qué pasa ahora que ha muerto? -preguntó Saint James-. ¿El museo va a construirse igualmente?

– No lo sé -dijo-. Frank Ouseley me ha dicho que en el testamento no se menciona el museo. No me imagino a Adrián interesándose en financiarlo, así que supongo que todo dependerá de Ruth, si quiere seguir adelante con el proyecto.

– Estará dispuesta a escuchar sugerencias.

– Guy dejó claro que el museo era importante para él. Ella lo sabrá sin que nadie tenga que decírselo, créame.

– No me refería a la construcción del edificio -dijo Saint James-, sino a que estará dispuesta a introducir cambios en el proyecto; dispuesta como no lo estaba su hermano, tal vez. ¿Ha hablado con ella? ¿Tiene pensado hacerlo?

– Lo tengo pensado -dijo Debiere-. No me queda más remedio.

– ¿Por qué lo dice?

– Mire a su alrededor, señor Saint James. Tengo dos hijos y otro en camino; una mujer a la que convencí para que dejara su trabajo y escribiera una novela; una hipoteca aquí y un despacho nuevo en Trinity Square, donde mi secretaria espera que le pague de vez en cuando. Necesito el encargo y si no lo consigo… Así que hablaré con Ruth, sí. Le expondré mi caso. Haré lo que haga falta.

Al parecer, reconoció la abundancia de significados que encerraba su último comentario, porque se apartó del árbol bruscamente y regresó a la pila de maderas situada al final del jardín. Cogió las puntas de la lona azul y cubrió las tablas, que dejaron al descubierto una cuerda perfectamente enrollada. La cogió y la utilizó para atar la lona de plástico en torno a la madera, tras lo cual, empezó a recoger las herramientas.

Saint James le siguió cuando el arquitecto cogió el martillo, los clavos, el nivel, la cinta métrica y los guardó en un bonito cobertizo al principio del jardín. Debiere colocó estos objetos encima de una mesa de trabajo y fue en esta mesa donde Saint James extendió los planos que había cogido de Le Reposoir. Su principal intención era saber si las elaboradas ventanas de Henry Moullin podrían utilizarse en el proyecto que Guy Brouard había elegido, pero ahora comprendía que Moullin no era la única persona que consideraba de suma importancia su participación en la construcción del museo de la guerra.

– Éstos son los planos que el arquitecto estadounidense envió al señor Brouard. Me temo que yo no entiendo de dibujo arquitectónico. ¿Puede echarles un vistazo y decirme qué opina? Parece que los hay de varios tipos.

– Ya le he dado mi opinión.

– Quizá quiera añadir algo más cuando los vea.

Los planos eran grandes, de más de un metro de largo y casi igual de anchos. Debiere accedió con un suspiro a examinarlos y cogió un martillo para sujetar los bordes.

No eran cianotipos. Debiere le informó de que los cianotipos habían seguido el mismo camino que el papel carbón y las máquinas de escribir. Se trataba de documentos en blanco y negro que parecían sacados de una copiadora mastodóntica, y mientras los revisaba, Debiere identificó qué era cada uno: el esquema de cada planta del edificio; los documentos de construcción con etiquetas que indicaban el plano del techo, el plano de las instalaciones eléctricas, el plano de fontanería, las secciones del edificio; el plano de la obra que mostraba dónde se levantaría el edificio en la localización escogida; los alzados.

Debiere meneó la cabeza con desaprobación mientras iba repasándolos.

– Ridículo -murmuró-. ¿En qué piensa este idiota? -Y señaló el tamaño absurdo de las salas que contendría la estructura. Indicando una de las estancias con un destornillador, preguntó-: ¿Cómo va a ser esto una galería, o una sala de exposiciones, o lo que esté proyectado que sea? Fíjese. En una sala así, cabrían tranquilamente tres personas, no más. Tiene el tamaño de una celda. Y todas son así.

Saint James examinó los esquemas que señalaba el arquitecto. Se fijó en que en el dibujo no estaba nada identificado y le preguntó a Debiere si era normal.

– Por lo general, ¿no se indicaría qué va a ser cada sala? -preguntó-. ¿Por qué estos dibujos no dicen nada?

– Vaya usted a saber -dijo Debiere con desdén-. Es una chapuza. No me sorprende, teniendo en cuenta que presentó el proyecto sin molestarse siquiera en visitar la localización. Y mire esto… -Había sacado una de las hojas y la había colocado encima del fajo. Dio unos golpecitos encima con el destornillador-. ¿Es esto es un patio con una piscina? Por el amor de Dios. Me encantaría tener una charla con este idiota. Seguramente diseña casas en Hollywood y cree que ningún lugar está completo si las veinteañeras en bikini no tienen dónde tomar el sol. Qué desperdicio de espacio. Es todo un desastre. No puedo creer que Guy… -Debiere frunció el ceño. De repente, se inclinó sobre el dibujo y lo miró con más detenimiento. Parecía estar buscando algo; pero fuera lo que fuese, no formaba parte del edificio en sí, porque miró las cuatro esquinas del papel y luego repasó los bordes-. Esto sí que es raro. -Entonces, apartó el primer papel para mirar el que había debajo. Luego pasó a los dos siguientes, sucesivamente. Al final, levantó la cabeza.

– ¿Qué? -preguntó Saint James.

– Tendrían que estar firmados -dijo Debiere-. Todos. Pero ninguno lo está.

– ¿Qué quiere decir?

Debiere señaló los planos.

– Cuando están acabados, el arquitecto los sella. Y luego firma con su nombre encima del sello.

– ¿Es una formalidad?

– No. Es indispensable. Así se sabe que los planos son válidos. Ninguna comisión de planificación o construcción puede aprobarlos si no están sellados, y puede estar seguro de que tampoco encontrará ningún constructor dispuesto a aceptar el trabajo.

– Entonces, si no son válidos, ¿qué son? -le preguntó Saint James al arquitecto.

Debiere miró a Saint James y luego a los planos. Y después volvió a mirar a Saint James.

– Son robados -contestó.

Se quedaron en silencio, los dos mirando los documentos, los esquemas y los dibujos extendidos sobre la mesa. Fuera del cobertizo, se oyó el ruido de una puerta y una voz gritó:

– ¡Papá! Mamá también ha hecho tortas para ti.

Debiere reaccionó. Tenía el ceño fruncido mientras, al parecer, intentaba comprender lo que parecía tan claramente incomprensible: una gran reunión de habitantes de la isla y otros invitados en Le Reposoir, una noche de gala, un anuncio sorprendente, un castillo de juegos artificiales para celebrar la ocasión, la presencia de todas las personas importantes de Guernsey, la cobertura informativa en el periódico y la televisión locales.

– ¡Papá! ¡Papá! -gritaban sus hijos-. ¡Entra a cenar! -Pero pareció que Debiere no los oía.

– ¿Qué pensaba hacer, entonces? -murmuró el arquitecto.

Saint James pensó que la respuesta a esa pregunta tal vez arrojaría más luz sobre el asesinato.


Resultó sencillo encontrar un abogado. Margaret se negaba a llamarlo defensor porque no tenía pensado contratarlo por más tiempo del que hiciera falta para intimidar a los beneficiarios de su ex marido y quitarles su herencia. Después de dejar el Range Rover en el aparcamiento de un hotel en Ann's Place, ella y su hijo bajaron una pendiente y subieron otra. La ruta los llevó a pasar por delante del Tribunal de Justicia, lo que garantizó a Margaret que iba a ser bastante fácil toparse con abogados en esa zona de la ciudad. Al menos, Adrián conocía este dato. Ella sola únicamente habría sido capaz de buscar en la guía y en un callejero de Saint Peter Port. Tendría que haber telefoneado y realizado su asedio sin ver la situación en la que era recibida su llamada. Sin embargo, no le había hecho falta llamar. Podía asaltar la ciudadela que eligiera y controlar satisfactoriamente la contratación de un profesional de la ley para lo que se le antojara.

Se decidió por el bufete de Gibbs, Grierson y Godfrey. La aliteración era un fastidio, pero la puerta era imponente y la rotulación de la placa de latón tenía una severidad que sugería la falta de piedad necesaria para la misión de Margaret. Sin cita previa, pues, entró con su hijo y pidió ver a uno de los miembros epónimos del despacho. Al hacer su petición, contuvo las ganas de decirle a Adrián que se irguiera, convenciéndose a sí misma de que ya era suficiente que se hubiera enfrentado -para su beneficio y protección- con ese bruto de Paul Fielder.

Quiso la fortuna que ninguno de los fundadores estuviera en su despacho esta tarde. Al parecer, uno de ellos había muerto hacía cuatro años y los otros dos estaban atendiendo algún asunto legal de cierta importancia, según el recepcionista. Pero uno de los abogados júnior podía atender a la señora Chamberlain y al señor Brouard.

– ¿Muy júnior? -quiso saber Margaret.

– Tan sólo es una categoría -le aseguró la mujer.

La abogada júnior resultó ser júnior sólo por el título. Era una mujer de mediana edad llamada Juditha Crown -”señorita Crown”, les dijo- y tenía una verruga debajo del ojo izquierdo y un ligero problema de halitosis provocado, al parecer, por un sandwich de salami que descansaba en un plato de papel sobre su mesa.

Con Adrián encorvado a su lado, Margaret reveló la razón de su visita: un hijo a quien habían estafado su herencia y una herencia de la que, como mínimo, habían desaparecido tres cuartas partes del patrimonio que debería tener.

Con un tono de superioridad que Margaret consideró demasiado condescendiente para su gusto, la señorita Crown les informó de que eso era sumamente improbable. El señor Chamberlain había…

El señor Brouard, la interrumpió Margaret. El señor Guy Brouard de Le Reposoir, parroquia de Saint Martin. Ella era su ex mujer, y aquél era su hijo, Adrián Brouard, le anunció a la señorita Crown, y añadió significativamente que se trataba del hijo mayor del señor Guy Brouard y su único heredero varón.

A Margaret le satisfizo ver que Juditha Crown se erguía y tomaba nota al oír aquello, aunque sólo fuera metafóricamente. Las pestañas de la abogada temblaron detrás de sus gafas de montura dorada, y miró a Adrían con mayor interés. Durante ese momento, Margaret vio que por fin tenía que agradecer a Guy su incansable búsqueda de logros personales. Por lo menos había conseguido reconocimiento y, por asociación, también lo había conseguido su hijo.

Margaret explicó la situación a la señorita Crown: un patrimonio dividido en dos, dos hijas y un hijo se repartían la primera mitad y dos extraños -extraños, sí, dos adolescentes de la isla prácticamente desconocidos para la familia- compartían la otra mitad. Había que hacer algo.

La señorita Crown asintió sabiamente y esperó a que Margaret continuara. Cuando no lo hizo, la señorita Crown le preguntó si existía una esposa actual. ¿No? Bien -y entonces juntó las manos sobre la mesa y sus labios esbozaron una sonrisa glacialmente educada-, pues no parecía haber ninguna irregularidad en el testamento. Las leyes de Guernsey dictaban la forma como había que legar un patrimonio. Una mitad tenía que ir a la progenie legal del testador. En aquellos casos en que la esposa no hubiera sobrevivido al difunto, la otra mitad podía repartirse según el capricho del fallecido. Al parecer, era lo que había hecho el caballero en cuestión.

Margaret se fijó en Adrián, sentado a su lado, y en la inquietud que le instó a hurgar en su bolsillo y sacar una caja de cerillas. Creyó que iba a fumar a pesar de que en la sala no había ningún cenicero, pero lo que hizo fue utilizar el borde de la caja para limpiarse las uñas. Al ver aquello, la señorita Crown hizo una mueca de asco.

Margaret quiso reprender a su hijo, pero decidió darle un puntapié. Adrián apartó la pierna. Ella carraspeó.

El reparto de la herencia ordenado por el testamento sólo era una de sus preocupaciones, le dijo a la abogada. Estaba el asunto más urgente de todo lo que había desaparecido de lo que tendría que ser legalmente la herencia, la recibiera quien la recibiera. En el testamento no se mencionaba la finca: la casa, los muebles y las tierras que comprendían Le Reposoir. No se mencionaban las propiedades de Guy en España, Inglaterra, Francia y las Seychelles y sabía Dios dónde más. No se mencionaban posesiones personales como coches, barcos, un avión, un helicóptero, ni tampoco detallaba el importante número de miniaturas, antigüedades, objetos de plata, obras de arte, monedas y cosas por el estilo que Guy había coleccionado a lo largo de los años. Era evidente que todo aquello tenía que figurar en el testamento de un hombre que, al fin y al cabo, había sido un empresario multimillonario. Sin embargo, su testamento consistía en una única cuenta de ahorro, una cuenta corriente bancaria y una cuenta de inversiones. Margaret preguntó qué cuentas echaba la señorita Crown de eso, con un juego de palabras intencionado. [1]

La señorita Crown parecía pensativa, pero sólo durante unos tres segundos, pasados los cuales preguntó a Margaret si estaba segura de esos datos. Margaret le contestó malhumorada que por supuesto que estaba segura. No iba por ahí intentando contratar abogados…

– Defensores -murmuró la señorita Crown.

… sin asegurarse primero de que sus datos eran correctos. Como había dicho al principio, al menos tres cuartas partes del patrimonio de Guy Brouard habían desaparecido, y ella pensaba hacer algo al respecto por Adrián Brouard, el descendiente, el hijo mayor, el único varón que había tenido su padre.

Entonces, Margaret miró a Adrián esperando alguna clase de murmullo de aprobación o entusiasmo. Su hijo apoyó el tobillo derecho en la rodilla izquierda, mostrando un trozo de pierna blanca como el papel, y no dijo nada. Su madre se percató de que no se había puesto calcetines.

Juditha Crown miró la pierna sin vida de su cliente potencial y tuvo la gentileza de no estremecerse. Volvió a centrar su atención en Margaret y dijo que si la señora Chamberlain esperaba un momento, creía que tal vez tenía algo que podría ayudarla.

Lo que la ayudaría sería determinación, pensó Margaret. Determinación que infundir a la poca sangre que ahora corría por las venas de Adrián. Pero le dijo a la abogada que sí, cualquier cosa que pudiera ayudarlos sería muy bien recibida, y si la señorita Crown estaba demasiado ocupada para aceptar su caso, tal vez estaría dispuesta a recomendar…

La señorita Crown se marchó mientras Margaret hacía su solicitud. Cerró la puerta delicadamente al salir y, al hacerlo, oyó que hablaba con el recepcionista en la antesala.

– Edward, ¿dónde tienes esa explicación del Retrait Linager que envías a los clientes?

No escuchó la respuesta del recepcionista.

Margaret utilizó este receso en la reunión para decirle furiosa a su hijo:

– Podrías participar. Podrías facilitar las cosas. -Por un momento, en la cocina de Le Reposoir, realmente había pensado que su hijo empezaba a reaccionar. Había forcejeado con Paul Fielder como un hombre de verdad, y ella había sentido brotar la esperanza…, antes de tiempo, sin embargo. No había cristalizado-. Incluso podrías parecer interesado en tu futuro -añadió.

– Es imposible superar tu interés -contestó Adrián lacónicamente.

– Eres exasperante, Adrián. No me extraña que tu padre… -Se calló.

Adrián ladeó la cabeza y le ofreció una sonrisa sarcástica. Pero no dijo nada mientras Juditha Crown regresaba con ellos. Traía unas hojas mecanografiadas en la mano. Les dijo que explicaban las leyes del Retrait Linager.

Margaret no estaba interesada en nada más que no fuera obtener el consentimiento de la abogada o su negativa a trabajar para ellos a fin de poder ocuparse del resto de sus asuntos. Había mucho que hacer, y quedarse sentada en el despacho de un abogado analizando explicaciones sobre leyes antiquísimas no encabezaba su lista de prioridades. Aun así, cogió los papeles que le dio la mujer y buscó sus gafas en el bolso. Mientras lo hacía, la señorita Crown informó a Margaret y a su hijo de las ramificaciones legales de la posesión o el reparto de un gran patrimonio mientras se residía en Guernsey.

Les contó que en esa isla del canal en concreto, la ley no se tomaba a la ligera que alguien desheredara a sus hijos. Nadie podía dejar el dinero sin tener en cuenta a la descendencia, ni tampoco podía vender todo su patrimonio antes de fallecer y esperar eludir la ley de esa forma. Les explicó que los hijos eran los primeros en tener derecho a comprar el patrimonio por la misma cantidad que pediría si decidiera venderlo. Naturalmente, si no podían permitírselo, el progenitor se libraba y, entonces, podía venderlo y regalar hasta el último centavo o gastarlo antes de morir. Pero en cualquier caso, tenía que informar primero a los hijos de que pensaba deshacerse de lo que, en caso contrario, sería su herencia. Aquello salvaguardaba la posesión del patrimonio dentro de una misma familia siempre que la familia pudiera permitirse conservarlo.

– Deduzco que su padre no le informó de su intención de vender en algún momento antes de morir -le dijo directamente la señorita Crown a Adrián.

– ¡Por supuesto que no le informó! -dijo Margaret.

La señorita Crown esperó a que Adrián confirmara su declaración. Dijo que si en efecto así era, sólo había una explicación para la desaparición de una parte tan importante de la herencia. Sólo había una explicación muy sencilla, en realidad.

Margaret preguntó educadamente cuál era esa explicación.

Que el señor Brouard nunca hubiera tenido el patrimonio que sospechaban que tenía, contestó la señorita Crown.

Margaret miró fijamente a la mujer.

– Eso es absurdo -dijo-. Claro que lo tenía. Lo tuvo durante años. Eso y todo lo demás. Ha tenido… A ver si lo entiende. No vivía de alquiler.

– No sugiero que lo hiciera -contestó la señorita Crown-. Simplemente sugiero que aquello que parecía pertenecerle (de hecho, lo que sin duda compró a lo largo de los años o al menos durante los años que vivió en la isla) en realidad lo compró a nombre de otra persona, o lo compró otra persona siguiendo sus indicaciones.

Al oír aquello, Margaret sintió nacer en ella un horror que no quería reconocer, y menos aún afrontar. Se escuchó a sí misma diciendo con la voz quebrada:

– ¡Es imposible!

Y notó que su cuerpo se levantaba como si sus piernas y sus pies hubieran declarado la guerra a su capacidad de controlarlos. Antes de darse cuenta, estaba inclinada sobre la mesa de Juditha Crown, hablándole directamente en la cara.

– Es una locura, ¿me oye? Es una idiotez. ¿Sabe usted quién era? ¿Tiene usted idea de la fortuna que amasó? ¿Ha oído hablar alguna vez de Chateaux Brouard? En Inglaterra, Escocia, Gales, Francia, sabe Dios cuántos hoteles tenía. ¿Qué era todo eso sino el imperio de Guy? ¿De quién podía ser sino era de Guy?

– Madre… -Adrián también estaba de pie. Margaret se giró y vio que se estaba poniendo la chaqueta de piel para marcharse-. Hemos descubierto que…

– ¡No hemos descubierto nada! -gritó Margaret-. Tu padre te ha estafado toda la vida, y no voy a permitir que te estafe una vez muerto. Tiene cuentas bancarias ocultas y propiedades no declaradas, y pienso encontrarlas. Mi intención es que las tengas y nada, ¿me oyes?, nada va a impedirlo.

– Fue más listo que tú, madre. Él sabía…

– Nada. Él no sabía nada. -Se volvió hacia la abogada como si Juditha Crown fuera la persona que hubiera frustrado sus planes-. Entonces, ¿quién? -preguntó-. ¿Quién? ¿Una de sus putitas? ¿Es lo que está sugiriendo?

Al parecer, la señorita Crown sabía de qué hablaba sin que nadie se lo contara, porque dijo:

– Tendría que ser alguien en quien pudiera confiar, diría yo; alguien en quien pudiera confiar incondicionalmente; alguien que haría lo que él quería que se hiciera con el patrimonio, independientemente de a nombre de quién figurara.

Sólo había una persona, naturalmente. Margaret lo supo sin que nadie la identificara, e imaginaba que lo había sabido desde el instante en que escuchó el testamento en el salón del primer piso. Sólo había una persona sobre la faz de la tierra en la que Guy confiara para entregarle todo lo que compraba y que no habría hecho nada con ello más que conservarlo y repartirlo según sus deseos cuando ella muriera…, o antes, si así se lo pedía él.

Margaret se preguntó por qué no se le había ocurrido.

Sin embargo, la respuesta era muy sencilla. No se le había ocurrido porque no conocía la ley.

Se marchó del despacho muy seria y salió a la calle, furiosa de los pies a la cabeza. Pero no se sentía derrotada. No se sentía derrotada ni mucho menos, y quería dejárselo claro a su hijo. Se dio la vuelta y la emprendió con él.

– Vamos a hablar con ella ahora mismo. Es tu tía. Sabe lo que es correcto. Si todavía no ha visto lo injusto que es todo esto… Siempre le consideró una especie de dios. Guy estaba desequilibrado y se lo ocultó. Se lo ocultó a todo el mundo, pero demostraremos…

– La tía Ruth lo sabía -dijo Adrián sin rodeos-. Comprendía lo que quería papá y colaboró con él.

– No es posible. -Margaret le agarró el brazo con una fuerza diseñada para hacerle ver y comprender. Había llegado el momento de prepararse para luchar, y si no podía hacerlo, ella lo haría por él-. Debió de decirle… -Se preguntó qué le había dicho Guy a su hermana para que creyera que lo que pensaba hacer era lo mejor: para él, para ella, para sus hijos, para todo el mundo.

– Lo hecho hecho está -dijo Adrián-. No podemos cambiar el testamento. No podemos cambiar la forma como ideó todo esto. No podemos hacer nada salvo olvidarnos. -Se metió la mano en el bolsillo y volvió a sacar la caja de cerillas, junto con un paquete de tabaco. Encendió un cigarrillo y se rio, aunque no estaba divirtiéndose-. El bueno de papá -dijo mientras meneaba la cabeza con incredulidad-. Nos ha jodido a todos.

Margaret se estremeció al oír su tono impasible. Adoptó otra táctica.

– Adrián, Ruth es buena. Tiene muy buen corazón. Si sabe que todo esto te ha hecho daño…

– No me lo ha hecho. -Adrián se sacó una hebra de tabaco de la lengua, la examinó en la punta del pulgar y la tiró a la calle.

– No digas eso. ¿Por qué tienes que fingir siempre que tu padre…?

– No finjo. No estoy ofendido. ¿Qué sentido tendría? Y aunque estuviera dolido, no importaría. No cambiaría nada.

– ¿Cómo puedes decir…? Es tu tía. Te quiere.

– Ella estaba allí -dijo Adrián-. Sabe cuáles eran sus intenciones. Y, créeme, no cederá ni un milímetro, no cuando ya sabe qué quería él de esta situación.

Margaret frunció el ceño.

– ”Ella estaba allí.” ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿En qué situación?

Adrián se alejó del edificio. Se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del frío y avanzó en dirección al Tribunal de Justicia. Margaret interpretó aquello como un modo de evitar contestar a sus preguntas, y se le encendieron todas las alarmas. También se apoderó de ella una sensación de terror perniciosa. Detuvo a su hijo a los pies del monumento a los caídos y lo abordó debajo de la mirada sombría de aquel soldado melancólico.

– No me dejes así. Aún no hemos acabado. ¿Qué situación? ¿Qué es lo que no me has contado?

Adrián tiró el cigarrillo hacia un grupo de motos aparcadas en filas desorganizadas no muy lejos del monumento.

– Papá no quería que yo tuviera dinero -dijo-, ni ahora ni nunca. La tía Ruth lo sabía. Así que aunque se lo pidamos, aunque apelemos a su sentido de la lealtad, juego limpio o como quieras llamarlo, va a recordar lo que él quería y actuará en consecuencia.

– ¿Cómo podía saber lo que Guy quería en el momento de su muerte? -se burló Margaret-. Bueno, entiendo que supiera lo que quería cuando organizó todo esto. Tenía que saberlo para colaborar con él entonces. Pero eso es todo. Entonces. Es lo que quería entonces. La gente cambia. Sus deseos cambian. Créeme, tu tía Ruth lo entenderá cuando se lo expongamos.

– No. No fue sólo entonces -dijo Adrián, y se dispuso a pasar a su lado, a avanzar hacia el aparcamiento donde habían dejado el Range Rover.

– Maldita sea -dijo Margaret-. Quédate donde estás, Adrián. -Oyó la inquietud en su voz, cosa que la irritó y, a su vez, hizo que dirigiera su irritación hacia él-. Tenemos que elaborar un plan y preparar un enfoque. No vamos a aceptar esta situación que creó tu padre, como buenos cristianos que ponen la otra mejilla. Desde nuestro punto de vista, hizo todos los preparativos con Ruth un día motivado por el rencor y luego se arrepintió, pero no pensaba que moriría antes de poder arreglarlo. -Margaret cogió aire y contempló las implicaciones de lo que estaba diciendo-: Alguien lo sabía -dijo-. Tiene que ser eso. Alguien sabía que Guy pensaba cambiarlo todo, para favorecerte como correspondía. Por eso había que eliminarle.

– No iba a cambiar nada -dijo Adrián.

– ¡Para ya! ¿Cómo puedes saberlo?

– Porque se lo pedí, ¿vale? -Adrián se metió las manos en los bolsillos. Su aspecto era deprimente-. Se lo pedí -repitió-. Y ella, la tía Ruth, estaba allí, en la habitación. Nos escuchó. Me oyó pedírselo.

– ¿Que cambiara el testamento?

– Que me diera dinero. Lo escuchó todo. Se lo pedí. Me dijo que no tenía la cantidad que yo necesitaba, que no tenía tanto. No le creí. Nos peleamos. Me marché furioso, y ella se quedó con él. -Entonces, Adrián volvió a mirarla, resignado-. No pensarás que no hablaron del tema después de eso. Ella diría: “¿Qué hacemos con Adrián?”. Y él contestaría: “Lo dejaremos todo como está”.

Margaret escuchó como si se hubiera levantado un viento frío.

– ¿Volviste a pedirle a tu padre…? -le preguntó-. ¿Después de septiembre? ¿Volviste a pedirle dinero después de septiembre?

– Se lo pedí. Y se negó.

– ¿Cuándo?

– La noche antes de la fiesta.

– Pero me dijiste que no se lo habías pedido… desde septiembre… -Margaret vio que Adrián volvía a darle la espalda, con la cabeza agachada como la había agachado tantas veces en su infancia ante una legión de decepciones y fracasos. Quería rebelarse furiosamente ante ellos, pero en particular ante el destino que había hecho que Adrián tuviera una vida tan difícil. Sin embargo, más allá de esa reacción maternal, Margaret sentía algo más que no quería sentir. Tampoco quería arriesgarse a identificarlo-. Adrián, me dijiste… -Mentalmente, repasó la cronología de los hechos. ¿Qué le había dicho? Que Guy había muerto antes de tener ocasión de pedirle por segunda vez el dinero que necesitaba para montar su empresa: acceso a Internet, el negocio del futuro; un negocio que podía hacer que su padre se sintiera orgulloso de tener un hijo tan visionario-. Dijiste que no habías tenido oportunidad de pedirle el dinero en esta visita.

– Te mentí -contestó Adrián con rotundidad. Encendió otro cigarrillo y no la miró.

Margaret notó que se le secaba la garganta.

– ¿Por qué?

Adrián no contestó.

Quería zarandearle. Necesitaba sacarle una respuesta porque sólo con una respuesta tendría la posibilidad de descubrir el resto de la verdad y saber a qué se enfrentaba para actuar deprisa y planear el siguiente paso. Pero debajo de esa necesidad de intrigar, de justificar, de hacer lo que fuera para proteger a su hijo, Margaret era consciente de una sensación más profunda.

Si le había mentido acerca de haber hablado con su padre, también había mentido sobre otras cosas.


Después de su conversación con Bertrand Debiere, Saint James llegó al hotel muy pensativo. La joven recepcionista le entregó un mensaje; pero no lo abrió mientras subía las escaleras hasta su habitación, sino que se preguntó qué significaba que Guy Brouard se hubiera tomado tantas molestias y hubiera gastado tanto dinero para obtener unos documentos arquitectónicos que, al parecer, no tenían validez. ¿Estaba al corriente, o un hombre de negocios americano sin escrúpulos lo había engañado quedándose con su dinero y entregándole un proyecto para un edificio que nadie sería capaz de construir porque no era un proyecto oficial? ¿Y qué significaba que no fuera un proyecto oficial? ¿Se trataba de un plagio? ¿Se podía plagiar un diseño arquitectónico?

En la habitación, se acercó al teléfono mientras sacaba del bolsillo la información que había obtenido anteriormente de Ruth Brouard y el inspector en jefe Le Gallez. Encontró el número de Jim Ward y pulsó las teclas mientras organizaba sus pensamientos.

En California, aún era por la mañana y, al parecer, el arquitecto acababa de llegar a su despacho.

– Justo está entrando… -dijo la mujer que respondió al teléfono. Y después-: Señor Ward, alguien con un acento muy chulo pide por usted… -Y luego dijo al teléfono-: ¿De dónde llama? ¿Qué nombre me ha dicho?

Saint James lo repitió. Llamaba de Saint Peter Port, un lugar de la isla de Guernsey, en el canal de la Mancha, explicó.

– Guau. Espere un segundín, ¿de acuerdo? -Y justo antes de que le dejara en espera, Saint James oyó que decía-: Eh, chicos, ¿dónde está el canal de la Mancha?

Pasaron cuarenta y cinco segundos, durante los cuales una música reggae alegre que sonaba a través del auricular del teléfono entretuvo a Saint James. Entonces, la música se cortó de repente y la voz agradable de un hombre dijo:

– Jim Ward. ¿En qué puedo ayudarle? ¿Se trata otra vez de Guy Brouard?

– Entonces, ya ha hablado con el inspector en jefe Le Gallez -dijo Saint James. A continuación le explicó quién era él y cuál era su participación en la situación de Guernsey.

– Creo que no puedo ayudarle demasiado -dijo Ward-. Como le dije a ese policía cuando llamó, sólo me reuní una vez con el señor Brouard. Su proyecto parecía interesante, pero sólo llegué a enviarle las muestras. Estaba esperando a tener noticias de si quería algo más. Le mandé por correo algunas fotos nuevas para que viera varios edificios más que estoy proyectando en el norte de San Diego. Pero eso fue todo.

– ¿A qué se refiere con “pruebas”? -preguntó Saint James-. Lo que tenemos aquí, y he estado mirándolo hoy, parece ser un conjunto muy completo de dibujos. Los he revisado con un arquitecto de la isla…

– Son completos, sí. Reuní todo el material de un proyecto de principio a fin: un gran balneario que vamos a construir aquí en la costa. Lo incluí todo, menos los veintidós por veintiocho, el libro del proyecto. Le dije que le darían una idea de cómo trabajo, que era lo que quería el señor Brouard antes de pedirme algo más. Era una forma extraña de proceder, en mi opinión. Pero no me supuso ningún problema complacerle, y así ahorraba tiempo para…

Saint James le interrumpió.

– ¿Está diciendo que lo que le envió no eran los planos para un museo?

Ward se rio.

– ¿Un museo? No. Es un balneario de lujo: tratamientos completos para personas que se hacen la cirugía estética. Cuando me pidió una muestra de mi trabajo, los planos más completos que pudiera enviarle, ésos fueron los más fáciles de conseguir. Se lo dije. Le dije que el material que iba a mandarle no reflejaría lo que proyectaría para un museo. Pero me dijo que le parecía bien, que cualquier cosa serviría, siempre que fuera completo y pudiera entender lo que tenía delante.

– Por eso estos planos no son oficiales -dijo Saint James, más para sí mismo que para Ward.

– Exacto. Tan sólo son copias que tenemos en el despacho.

Saint James dio las gracias al arquitecto y colgó. Luego se sentó a los pies de la cama y se miró la punta de los zapatos.

Estaba experimentando un momento de ofuscación. Cada vez parecía más evidente que Brouard estaba utilizando el museo de tapadera. Pero ¿una tapadera para qué? Y, en cualquier caso, la pregunta que seguía en el aire era: ¿Había sido una tapadera desde el principio? Y si así era, ¿alguna de las personas más implicadas en la construcción del museo lo había descubierto y se había vengado por sentirse utilizada por Brouard? ¿Alguien, tal vez, que dependiera de su creación y que hubiera invertido en ella en diversos sentidos?

Saint James se presionó la frente con los dedos y exigió a su cerebro que pusiera todo en orden. Pero como al parecer le sucedía a toda persona asociada con la víctima, Guy Brouard estaba un paso por delante de él. Era una sensación exasperante.

Había dejado la nota doblada de la recepción encima del tocador, y la vislumbró al levantarse de la cama. Vio que era un mensaje de Deborah, que parecía haberlo escrito deprisa y corriendo.

“¡Han detenido a Cherokee! -había garabateado-. Por favor, ven en cuanto leas esto.” La expresión “por favor” estaba subrayada dos veces, y Deborah había añadido un mapa, dibujado apresuradamente, de cómo llegar a los apartamentos Queen Margaret en Clifton Street, adonde Saint James se dirigió de inmediato.

Apenas había llamado con los nudillos a la puerta del piso B cuando Deborah le abrió.

– Gracias a Dios -le dijo-. Me alegro de que estés aquí. Entra, cariño. Al fin conocerás a China.

China River estaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas y una manta sobre los hombros como si fuera un chai.

– Creía que no iba a conocerte nunca -le dijo a Saint James-. Creía que no… -Se le desencajó la cara. Se llevó el puño a la boca.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Saint James a Deborah.

– No lo sabemos -contestó ella-. La policía no quiso decírnoslo cuando se lo llevaron. El abogado de China…, el defensor de China…, ha ido a hablar con ellos en cuanto le hemos llamado; pero aún no hemos tenido noticias suyas. Sin embargo, Simón… -Y entonces bajó la voz-. Creo que tienen algo…, que han encontrado algo. ¿Qué podría ser si no?

– ¿Sus huellas en el anillo?

– Cherokee no sabía nada del anillo. Nunca lo había visto. Se quedó tan sorprendido como yo cuando lo llevamos a la tienda de antigüedades y nos dijeron…

– Deborah -la interrumpió China desde el sofá. Los dos se volvieron hacia ella. Parecía notablemente indecisa, y luego igual de arrepentida-. Yo… -Pareció buscar en su interior la determinación para continuar-. Deborah, le enseñé el anillo a Cherokee justo cuando lo compré.

– ¿Estás segura de que no…? -le dijo Saint James a su mujer.

– Debs no lo sabía. No se lo dije. No quise hacerlo porque cuando me enseñó el anillo, aquí en el piso, Cherokee no dijo nada. Ni siquiera actuó como si lo reconociera. No imaginé…, ya sabes, por qué él… -Nerviosa, se mordió la cutícula del pulgar-. Él no lo dijo… Y yo no pensé…

– También se llevaron sus cosas -le dijo Deborah a Saint James-. Tenía una bolsa de viaje y una mochila. Estaban especialmente interesados. Eran dos, dos policías, quiero decir, y preguntaron: “¿Es todo? ¿Es todo lo que tiene?”. Después de llevárselo, volvieron y revisaron todos los armarios. También debajo de los muebles. Y hurgaron en la basura.

Saint James asintió.

– Hablaré directamente con el inspector en jefe Le Gallez -le dijo a China.

– Alguien lo planeó todo desde el principio -dijo China-. Buscamos a dos americanos estúpidos que nunca hayan salido de su país, que seguramente ni siquiera hayan tenido nunca el dinero suficiente para salir de California si no es haciendo autoestop. Les ofrecemos una oportunidad única en la vida. Les parecerá un buen trato, demasiado bueno para ser verdad, y se lanzarán sin pensárselo dos veces. Y entonces serán nuestros. -Le tembló la voz-. Nos han tendido una trampa. Primero a mí y ahora a él. Van a decir que lo planeamos juntos antes de salir incluso de Estados Unidos. ¿Y cómo podemos demostrar que no fue así, que ni siquiera conocíamos a estas personas, a ninguna? ¿Cómo podemos demostrarlo?

Saint James se resistió a decir lo que había que decirle a la amiga de Deborah. La mujer hallaba un consuelo extraño en pensar que ella y su hermano se encontraban ahora juntos en terreno pantanoso, pero la verdad del asunto estaba en lo que dos testigos habían visto la mañana del asesinato y en los indicios de la escena del crimen. La otra verdad residía en a quién habían detenido ahora y por qué.

– Me temo que está bastante claro que sólo hubo un asesino, China -dijo-. Vieron a una persona siguiendo a Brouard hasta la bahía, y junto a su cadáver sólo había un tipo de huellas.

La iluminación de la estancia era tenue, pero alcanzó a ver que China tragaba saliva.

– Entonces no daba igual a quién de los dos acusaran, a mí o a él. Pero no hay duda de que nos necesitaban a los dos para tener el doble de posibilidades de que señalaran a uno de los dos. Estaba todo planeado, nos han tendido una trampa desde el principio. Lo ves, ¿no?

Saint James se quedó callado. Sí veía que alguien había pensado en todo. Sí veía que el crimen no era fruto de un momento aislado. Pero también veía que, por lo que sabía de momento, sólo cuatro personas conocían la información de que dos estadounidenses -dos posibles cabezas de turco de un asesinato- viajarían a Guernsey para realizar una entrega a Guy Brouard: el propio Brouard, el abogado al que había contratado en California y los dos hermanos River. Ahora que Brouard estaba muerto y el abogado estaba controlado, los River eran los únicos que podían haber planeado el asesinato, o más bien uno de los River.

– La dificultad es que, al parecer -dijo con cuidado-, nadie sabía que ibais a venir.

– Alguien debía de saberlo. Porque la fiesta ya estaba organizada…, la fiesta para el museo…

– Sí. Lo entiendo. Pero parece que Brouard hizo creer a varias personas que el proyecto que había elegido iba a ser el de Bertrand Debiere. Eso sugiere que vuestra llegada, vuestra presencia en Le Reposoir, fue una sorpresa para todo el mundo menos para el propio Brouard.

– Debió de decírselo a alguien. Todo el mundo confía en alguien. ¿Qué me dices de Frank Ouseley? Eran buenos amigos. ¿O Ruth? ¿No se lo habría contado a su propia hermana?

– No parece. Y aunque se lo contara, ella no tenía razón alguna para…

– ¿Y nosotros sí? -China elevó la voz-. Venga ya. Le contó a alguien que íbamos a venir. Si no fue a Frank o a Ruth… Alguien lo sabía. Hazme caso. Alguien lo sabía.

– Puede que se lo dijera a la señora Abbott, a Anaïs, la mujer con la que salía -dijo Deborah.

– Y ella pudo correr la voz -dijo China-. Cualquiera pudo saberlo, entonces.

Saint James tenía que reconocer que era posible. Tenía que reconocer que hasta era probable. El problema era, naturalmente, que el que Brouard le hubiera hablado a alguien de la llegada de los River pasaba por alto un detalle importante que aún había que aclarar: la autenticidad cuestionable de los planos arquitectónicos. Brouard había presentado la acuarela del alzado como si fuera auténtica, el futuro museo de la guerra, cuando sabía desde el principio que no lo era. Así que si le había contado a alguien que los River iban a traer unos planos de California, ¿también le había dicho que los planos eran falsos?

– Tenemos que hablar con Anaïs, cariño -le instó Deborah-, y con su hijo también. El chico… Estaba muy nervioso, Simón.

– ¿Lo ves? -dijo China-. Hay otros, y uno de ellos sabía que íbamos a venir. Uno de ellos lo planeó todo a partir de esa información. Y tenemos que encontrar a esa persona, Simón, porque la policía no va a hacerlo.

Fuera, vieron que lloviznaba, y Deborah cogió a Simón del brazo, acurrucándose a su lado. Quería pensar que interpretaría su gesto como el de una mujer que busca refugio en la fuerza de su hombre, pero sabía que Simón no era de los que se sentían halagados con esas cosas. Sabría que lo hacía para asegurarse de que no patinara en un adoquín resbaladizo por culpa del agua y, dependiendo de su estado de ánimo, le seguiría la corriente o no.

Pareció elegir seguirle la corriente por la razón que fuera. No hizo caso de los motivos de su mujer y le dijo:

– El que no dijera nada sobre el anillo… Ni siquiera que lo había comprado su hermana o que había mencionado haberlo comprado o haberlo visto o algo por el estilo… No tiene buena pinta, cariño.

– No quiero ni pensar en lo que significa -reconoció Deborah-. Especialmente si las huellas de China están en el anillo.

– Hum. Ya he pensado que ibas en esa dirección hacia el final, a pesar de tu comentario sobre la señora Abbott. Parecías… -Deborah notó que Simón la miraba-. Parecías… afligida, supongo.

– Es su hermano -dijo ella-. No soporto pensar que su propio hermano… -Quería descartar por completo la idea, pero no podía. Estaba allí, igual que estaba desde el momento en que su marido señaló que nadie sabía que los hermanos River iban a ir a Guernsey. A partir de ese instante, sólo había podido pensar en las innumerables veces a lo largo de los años que había oído hablar de las proezas de Cherokee River a este lado de la ley. Era el auténtico hombre con un plan, y el plan siempre implicaba ganar dinero fácil. Era lo que había sucedido cuando Deborah vivía con China en Santa Barbara y escuchaba las historias de las proezas de Cherokee: desde alquilar su cama cuando era un adolescente, permitiendo que se utilizara su habitación por horas para citas entre jóvenes, hasta la próspera granja de cannabis a los treinta y pocos. El Cherokee River que Deborah conocía era un oportunista nato. La única cuestión era cómo definía cada uno la oportunidad que pudiera haber visto y aprovechado con la muerte de Guy Brouard.

– Lo que no soporto pensar es lo que significa acerca de China -dijo Deborah-, acerca de lo que quería que le pasara a ella… Es decir, que ella fuera la que… Entre toda la gente. Es horrible, Simón. Su propio hermano. ¿Cómo pudo…? Quiero decir, si lo hizo él, claro; porque, en realidad, tiene que haber otra explicación. No quiero creerme ésta.

– Siempre podemos buscar otra -dijo Simón-. Podemos hablar con los Abbott, y también con todos lo demás. Pero, Deborah…

Ella levantó la cabeza y vio preocupación en su rostro.

– Tienes que prepararte para lo peor -dijo.

– Lo peor sería que juzgaran a China -dijo-. Lo peor habría sido que China hubiera ido a la cárcel. Cargar con la culpa de… Cargar con la culpa de… de alguien… -Sus palabras se extinguieron al darse cuenta de que su marido tenía razón. Sin previo aviso, sin tiempo para adaptarse, se sentía atrapada entre una mala alternativa y la peor. En primer lugar, le debía lealtad a su vieja amiga. Así que sabía que debía alegrarse por que, en el último momento, se cancelaran una detención errónea y una acusación incorrecta que podrían haber motivado el encarcelamiento de China. Pero si el precio que tenía que pagar por su rescate era saber que su propio hermano había orquestado los hechos para provocar su detención… ¿Cómo podía alegrarse alguien de la liberación de China tras presentarse con esa información? ¿Y cómo podría China recuperarse de semejante traición?-. No va a creer que Cherokee le haya hecho esto -dijo al fin Deborah.

– ¿Y tú? -preguntó Simón en voz baja.

– ¿Yo? -Deborah se paró. Habían llegado a la esquina de Berthelot Street, que descendía abruptamente hasta High Street y el muelle. La estrecha carretera estaba resbaladiza, y la lluvia que bajaba serpenteando hacia el puerto empezaba a formar riachuelos considerables que prometían crecer en las próximas horas. Para un hombre con paso inestable, no era prudente caminar por allí; sin embargo, Simón avanzó con decisión mientras Deborah pensaba en su pregunta.

Vio que, hacia la mitad de la pendiente, las ventanas del Admiral de Saumarez Inn parpadeaban intensamente en la penumbra, sugiriendo refugio y comodidad. Pero sabía que eran ofrecimientos engañosos incluso en el mejor de los tiempos, no más permanentes que la lluvia que caía sobre la ciudad. Sin embargo, su marido se dirigió hacia ellas. Deborah no contestó a su pregunta hasta que estuvieron a salvo en el refugio de la puerta del hotel.

– No me lo había planteado, Simón -le dijo entonces-. De todos modos, no estoy muy segura de qué quieres decir.

– Simplemente lo que he dicho. ¿Tú puedes creerlo? -le preguntó-. ¿Serás capaz de creerlo? Cuando llegue el momento, si llega, ¿estás dispuesta a creer que Cherokee River le tendió una trampa a su propia hermana? Porque probablemente significará que fue a Londres a buscarte expresamente a ti, o a mí, o a los dos, en realidad. Pero no fue sólo para ir a la embajada.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué fue a buscarnos, quieres decir? Para que su hermana creyera que la estaba ayudando, para asegurarse de que China no pensara en nada que pudiera provocar que le mirara con recelo o, peor, que dirigiera la atención de la policía hacia él. Yo diría que también aplacaba su conciencia trayendo a alguien que estuviera aquí con China; aunque si quería que su hermana cargara con el asesinato, no creo que tenga mucha conciencia.

– No te gusta, ¿verdad? -preguntó Deborah.

– No es cuestión de que me guste o no. Es cuestión de estudiar los hechos, considerarlos por lo que son y explicarlos detalladamente.

Deborah vio la verdad que encerraba aquello. Comprendía que la valoración desapasionada que hacía Simón de Cherokee River tenía dos orígenes: su experiencia en una ciencia que se empleaba con regularidad en investigaciones criminales y el poco tiempo que hacía que conocía al hermano de China. En resumen, Simón no apostaba nada ni por la inocencia de Cherokee ni por su culpabilidad. Pero ella no se encontraba en la misma situación.

– No, no puedo creer que lo haya hecho. Sencillamente, no puedo.

Simón asintió con la cabeza. Deborah pensó que su expresión era inexplicablemente sombría, pero se dijo que podía ser por la luz.

– Sí, es lo que me preocupa -dijo él, y la precedió al interior del hotel.


“Sabes lo que significa, ¿verdad, Frank? Lo sabes.” Frank no recordaba si aquéllas habían sido las palabras exactas de Guy Brouard o si simplemente habían aparecido en su rostro. En cualquier caso, sabía que habían existido entre ellos de una forma u otra. Eran tan reales como el nombre G. H. Ouseley y la dirección Moulin des Niaux que algún ario arrogante había escrito en la parte superior de un recibo de comida: salchichas, harina, huevos, patatas, judías. Y tabaco, para que el judas no tuviera que seguir fumando las hojas que pudiera recoger de los arbustos que crecían al borde de la carretera, secarlas y liarlas en un papel finísimo.

Sin tener que preguntar, Frank sabía el precio que se había pagado por estos productos. Lo sabía porque tres de los hombres insensatos que habían escrito a máquina la G.U.L.A a la luz débil y peligrosa de unas velas en la sacristía de Saint Pierre du Bois habían acabado en campos de trabajo por sus actos, mientras que el cuarto simplemente fue a una cárcel de Francia. Los tres habían muerto en (o por culpa de) esos campos de trabajo. El cuarto sólo había estado encerrado un año. Cuando hablaba de ese año, relataba la experiencia en la cárcel francesa como algo cruel, lleno de enfermedades y tremendamente inhumano; pero Frank comprendió que necesitaba describir así ese período. Seguramente incluso lo recordaba de esa manera porque recordarlo como un traslado lógico y necesario fuera de Guernsey por su propia seguridad en cuanto se consumara la traición a sus compañeros… Recordarlo como una forma de protección a su regreso por haber sido un espía que debía mucho a los nazis… Recordarlo como una recompensa por un acto cometido porque tenía hambre, por el amor de Dios, y no porque creyera en nada en particular… ¿Cómo podía sobrellevar un hombre ser el responsable de la muerte de sus amigos por llenarse la barriga con comida decente?

Con el tiempo, la mentira según la cual Graham Ouseley había sido uno de los traicionados por un colaboracionista se había convertido en su realidad. No podía permitirse que fuera de otra forma, y el hecho de que el colaboracionista fuese él -y tuviera sobre su conciencia la muerte de tres hombres buenos- sin duda sumiría su mente preocupada en la más absoluta confusión si le exponía la verdad. Sin embargo, la verdad quedaría expuesta en cuanto los periodistas comenzaran a hojear los documentos que solicitarían para confirmar los nombres que les diera.

Frank imaginaba cómo sería la vida cuando se destapara la historia. La prensa la cubriría durante días, y la televisión y las radios de la isla recogerían el testigo inmediatamente. Para acallar las protestas de los descendientes de los colaboracionistas -así como de aquellos colaboracionistas que, como Graham, aún estaban vivos-, la prensa proporcionaría las pruebas pertinentes. La historia no se publicaría si no se ofrecían de antemano esas pruebas, así que entre los colaboracionistas nombrados por el periódico aparecería el nombre de Graham Ouseley. Y qué ironía deliciosa encontrarían los distintos medios: que el hombre decidido a señalar a los sinvergüenzas que habían provocado detenciones, deportaciones y muertes fuera él mismo un villano de primer orden, un leproso al que había que apartar.

Guy le había preguntado a Frank qué pensaba hacer tras conocer la perfidia de su padre, y Frank no había sabido qué responder. Igual que Graham Ouseley no podía enfrentarse a la verdad de sus actos durante la ocupación, Frank había comprendido que no podía enfrentarse a la responsabilidad de aclarar las cosas. Así que había maldecido la tarde que había conocido a Guy Brouard en aquella conferencia en la ciudad y se arrepentía amargamente del momento en que había visto que el otro hombre tenía un interés por la guerra que igualaba el suyo. Si no lo hubiera visto y actuado de manera impulsiva, todo sería distinto. Ese recibo, guardado entre otros por los nazis para identificar a aquellos que los ayudaban, habría permanecido enterrado entre la inmensa montaña de documentos que formaban parte de la colección que había reunido, pero que no había clasificado, etiquetado ni identificado cuidadosamente.

La llegada de Guy Brouard a sus vidas había cambiado eso. Su sugerencia entusiasta de encontrar una instalación adecuada para la colección y el amor que sentía por la isla que se había convertido en su hogar se habían acoplado para crear un monstruo. Ese monstruo era el saber, y saber exigía reconocer y actuar. Éste era el atolladero al que Frank intentaba encontrar una salida infructuosamente.

Se acababa el tiempo. Con la muerte de Guy, Frank pensaba que habían comprado el silencio; pero acababa de ver que no era así. Graham estaba decidido a emprender el camino de su propia destrucción. Aunque había logrado esconderse durante más de cincuenta años, su refugio había desaparecido y ahora no había dónde ocultarse de lo que iba a ocurrirle.

Mientras se acercaba a la cómoda de su cuarto, Frank sintió como si sus piernas arrastraran unos grilletes. Cogió la lista de donde la había dejado y, mientras bajaba las escaleras, la sostuvo delante de él como si fuera una ofrenda ritual.

En el salón, el televisor mostraba a dos médicos con bata verde, inclinados sobre un paciente en un quirófano. Frank lo apagó y se volvió hacia su padre. Seguía dormido, con la boca abierta, un hilito de saliva formándose en la cavidad de su labio inferior.

Frank se encorvó sobre él y le puso la mano en el hombro.

– Papá, despierta -le dijo-. Tenemos que hablar. -Y lo sacudió con suavidad.

Graham abrió los ojos tras los cristales gruesos de sus gafas. Parpadeó confundido y dijo:

– Debo de haberme quedado algo traspuesto, Frankie. ¿Qué hora es?

– Tarde -dijo Frank-. Es hora de irse a dormir a la cama.

– Ah, de acuerdo, hijo -dijo Graham, e hizo un movimiento para levantarse.

– Pero aún no -dijo Frank-. Primero mira esto, papá. -Y sostuvo el recibo de la comida delante de él, a la altura de la vista defectuosa de su padre.

Graham frunció el ceño al tiempo que su mirada recorría el papel.

– ¿Y qué es? -preguntó.

– Dímelo tú. Lleva tu nombre. ¿Lo ves? Aquí arriba. También hay una fecha: dieciocho de agosto de 1943. Está casi todo escrito en alemán. ¿Qué opinas, papá?

Su padre negó con la cabeza.

– Nada. No sé lo que es. -Su declaración parecía sincera, porque no había duda de que para él lo era.

– ¿Sabes lo que pone? Lo que está escrito en alemán, quiero decir. ¿Puedes traducirlo?

– No sé alemán. Nunca he sabido. Nunca sabré. -Graham se movió impaciente en su sillón, se inclinó hacia delante y colocó las manos en los reposabrazos.

– Aún no, papá -dijo Frank para detenerle-. Deja que te lo lea.

– Has dicho que era hora de acostarse. -La voz de Graham sonaba cautelosa.

– Lo primero es lo primero. Pone: “Seis salchichas, una docena de huevos, dos kilos de harina, seis kilos de patatas, un kilo de judías y doscientos gramos de tabaco”. Tabaco de verdad. Es lo que los alemanes te dieron.

– ¿Los alemanes? -dijo Graham-. Tonterías. De dónde sacas… Déjame ver. -Hizo un débil intento de coger la lista.

Frank la apartó y dijo:

– Esto es lo que pasó, papá. Estabas harto de ir buscando aquí y allí sólo para sobrevivir. Los víveres escaseaban. Luego se acabaron. Zarzas para el té. Pieles de patata para hacer pasteles. Tenías hambre y estabas cansado y absolutamente harto de comer raíces y hierbajos. Así que les diste los nombres…

– Yo nunca…

– Les diste los que querían porque tú querías fumarte un cigarrillo en condiciones. Y carne. Dios mío, querías comer carne. Y sabías cómo conseguirla. Eso es lo que pasó. Tres vidas a cambio de seis salchichas; un trato justo cuando te ves obligado a comer gatos.

– ¡No es verdad! -protestó Graham-. ¿Te has vuelto loco o qué?

– Éste es tu nombre, ¿verdad? Ésta es la firma del Feld-kommandant al pie de la página: Heine. Justo aquí. Mírala, papá. Recibiste la aprobación de las altas esferas para obtener un trato de favor. Te pasaban alimentos de vez en cuando para que subsistieras durante la guerra. Si echo un vistazo al resto de documentos, ¿cuántos más voy a encontrar?

– No sé de qué me hablas.

– No. No lo sabes. Te has obligado a olvidar. ¿Qué otra cosa podías hacer cuando murieron? No te lo esperabas, ¿verdad? Creías que sólo los meterían en la cárcel y volverían a casa. Eso te lo reconozco.

– Te has vuelto loco, chico. Déjame levantarme del sillón. Apártate. Apártate, te digo, o te vas a enterar.

Esta amenaza paterna que había escuchado de niño, tan infrecuente que casi la había olvidado, ahora surtió efecto. Frank retrocedió un paso. Contempló cómo su padre se esforzaba por levantarse del sillón.

– Me voy a dormir, sí-le dijo Graham a su hijo-. Basta ya de bobadas. Tengo cosas que hacer mañana y quiero descansar. Y te lo advierto, Frank -añadió señalando con un dedo tembloroso el pecho de su hijo-, no intentes impedírmelo. ¿Me oyes? Hay historias que contar, y pienso contarlas.

– ¿Acaso no me escuchas? -le preguntó Frank con angustia-. Fuiste uno de ellos. Delataste a tus compañeros. Acudiste a los nazis. Llegaste a un acuerdo con ellos. Y te has pasado los sesenta años siguientes negándolo.

– ¡Yo nunca…! -Graham avanzó un paso hacia él, con las manos cerradas en puños decididos-. Murió gente, desgraciado. Hombres buenos, más de lo que tú llegarás a ser jamás, encontraron la muerte porque no quisieron rendirse. Oh, les dijeron que no lo hicieran, ¿verdad? “Colaborad, no os inmutéis, aguantad como podáis. El rey os ha abandonado, pero le importáis, sí, y algún día, cuando todo esto haya acabado, le veréis y se descubrirá ante vosotros. Mientras tanto, actuad como si hicierais lo que os dicen los nazis.”

– ¿Eso te decías? ¿Que simplemente actuabas como lo haría alguien que colaboraba? ¿Delatando a tus amigos, viendo cómo los detenían, viviendo la farsa de tu propia deportación cuando sabías desde el principio que sólo era una impostura? ¿Dónde te mandaron en realidad, papá? ¿Dónde te escondieron durante tu “año de cárcel”? Cuando volviste, ¿nadie se fijó en que estabas demasiado sano para haber pasado un año en la cárcel durante la guerra?

– ¡Tuve tuberculosis! Tuve que seguir un tratamiento.

– ¿Quién te la diagnosticó? No fue un médico de Guernsey, imagino. Y si ahora pidiéramos análisis, la clase de análisis que demuestran que has tenido tuberculosis, ¿qué resultado darían? ¿Positivo? Lo dudo.

– No digas tonterías -gritó Graham-. Tonterías, tonterías, tonterías. Dame ese papel. ¿Me oyes, Frank? Dámelo.

– No te lo daré -dijo Frank-. Y no hablarás con la prensa. Porque si lo haces… Papá, si lo haces… -Al fin sintió que el horror absoluto de todo aquello caía sobre él: la vida que era una mentira y el papel que él, sin quererlo pero de manera entusiasta, había jugado en su creación. Había idolatrado la valentía de su padre durante los cincuenta y tres años de su vida, sólo para acabar descubriendo que su religión de un solo miembro se arrodillaba ante algo más insignificante que un becerro de oro. El dolor que le provocaba este saber no deseado era insoportable. La rabia que lo acompañaba bastaba para envolver y fracturar su mente. Con angustia dijo-: Yo era pequeño. Creí… -Y su voz se rompió con aquella declaración.

Graham se subió los pantalones.

– ¿Qué es eso? ¿Lágrimas? ¿Es lo único que tienes dentro? Nosotros teníamos mucho por lo que llorar, en aquella época. Cinco largos años de infierno, Frankie. Cinco años, hijo. ¿Nos oíste llorar? ¿Nos viste retorciéndonos las manos y preguntándonos qué hacer? ¿Nos viste esperando con paciencia de santo a que alguien expulsara a los nazis de esta isla? No fue así. Resistimos, sí, señor. Pintamos la “V”. Escondimos nuestras radios en el estiércol. Cortamos las líneas telefónicas y arrancamos los letreros de las calles y ocultábamos a los esclavos cuando escapaban. Acogíamos a soldados británicos cuando desembarcaban como espías, y nos podrían haber matado en cualquier momento por hacerlo. Pero ¿llorar como niños? ¿Lloramos alguna vez? ¿Lloriqueamos y gimoteamos? De ningún modo. Lo asumimos como hombres, porque es lo que éramos. -Se dirigió hacia las escaleras.

Frank le observó asombrado. Vio que la versión de la historia de Graham estaba tan arraigada en su mente que no iba a ser tarea fácil extirparla. La prueba que Frank tenía en las manos no existía para su padre. En realidad, no podía permitirse dejar que existiera. Admitir que había traicionado a hombres buenos equivaldría a reconocer que era un homicida. Y no lo haría. Nunca lo haría. ¿Por qué había creído que lo haría?, pensó Frank.

En las escaleras, su padre se agarró al pasamano. Frank estuvo a punto de acudir en su ayuda, pero vio que no podía tocar al anciano como solía hacer. Tendría que haber colocado la mano derecha en el brazo de Graham y rodearle la cintura con el brazo izquierdo, y no podía soportar la idea de ese contacto. Así que se quedó inmóvil y contempló el esfuerzo del anciano para subir siete de los peldaños.

– Van a venir -dijo Graham, más a sí mismo que a su hijo esta vez-. Les llamé, sí. Ha llegado la hora de que se cuente la verdad, y pienso hacerlo. Saldrán nombres. Se impondrá el castigo.

– Pero, papá, no puedes… -La voz de Frank era la de un niño impotente.

– ¡No me digas qué puedo y qué no puedo hacer! -gritó su padre desde las escaleras-. No te atrevas nunca a decirle a tu padre lo que tiene que hacer. Nosotros sufrimos. Algunos murieron. Y ellos pagarán, Frank. Fin de la historia. ¿Me oyes? Fin de la historia.

Se dio la vuelta y se agarró con más firmeza al pasamano. Se tambaleó al levantar el pie para subir un peldaño más. Empezó a toser.

Entonces, Frank se movió, porque, en el fondo, la respuesta era sencilla. Su padre contaba la única verdad que conocía. Pero la verdad que compartían -padre e hijo- era la verdad que decía que alguien debía pagar.

Llegó a las escaleras y las subió deprisa. Se detuvo cuando tuvo a Graham a su alcance.

– Papá. Oh, papá -dijo mientras cogía a su padre por el dobladillo de los pantalones. Dio un tirón, rápido y fuerte, y se apartó cuando Graham cayó hacia delante.

El golpe que se dio en la cabeza con el último peldaño fue fuerte. Graham soltó un grito asustado al caer. Pero después de eso, mientras su cuerpo se deslizaba deprisa escaleras abajo, no emitió absolutamente ningún sonido.

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