15 de diciembre 23:15
Londres
Se podía hablar del tiempo. Ese tema era una bendición. Una semana lloviendo sin que parara apenas durante más de una hora era algo digno de comentar, incluso para las pautas del gris mes de diciembre. Si se añadía este dato a las precipitaciones del mes anterior, el hecho de que la mayor parte de Somerset, Dorset, East Anglia, Kent y Norfolk estuviera bajo el agua -por no mencionar tres cuartas partes de las ciudades de York, Shrewsbury e Ipswich- hacía que evitar un análisis de la inauguración de una exposición de fotografías en blanco y negro en una galería del Soho fuera prácticamente obligatorio. No se podía sacar la cuestión del reducido grupo de amigos y parientes que habían compuesto el escaso número de asistentes a la inauguración cuando fuera de Londres la gente había perdido su casa, miles de animales eran desplazados y las propiedades habían quedado destruidas. No pensar en el desastre natural parecía del todo inhumano.
Al menos, eso era lo que Simón Saint James no dejaba de repetirse.
Reconocía la falacia inherente a esa forma de pensar. Sin embargo, se empeñaba en pensarlo. Oía cómo el viento hacía vibrar los cristales de las ventanas, y se aferró al sonido como un nadador que se ahoga y encuentra su salvación en un tronco medio sumergido.
– ¿Por qué no esperáis a que amaine la tormenta? -le pidió a sus invitados-. Es muy peligroso conducir ahora.
Percibió la gravedad en su voz. Esperaba que lo atribuyeran a que se preocupaba por su bienestar y no a la absoluta cobardía que en realidad era. Daba igual que Thomas Lynley y su mujer vivieran a tres kilómetros al noreste de Chelsea. Nadie debería salir con ese aguacero.
Sin embargo, Lynley y Helen ya se habían puesto los abrigos. Estaban a tres pasos de la puerta de Saint James. Lynley tenía su paraguas negro en la mano, y su estado -seco- hablaba del largo rato que habían pasado junto al fuego en el estudio de la planta baja con Saint James y su mujer. Al mismo tiempo, el aspecto de Helen -atormentado a las once de la noche por lo que en su caso sólo podían llamarse eufemística-mente “náuseas matutinas” en su segundo mes de embarazo- sugería que su marcha era inminente, lloviera o no. Aun así, pensó Saint James, la esperanza era lo último que se perdía.
– Ni siquiera hemos hablado aún del juicio Fleming -le dijo a Lynley, que había sido el policía de Scotland Yard encargado de investigar ese asesinato-. La fiscalía lo ha tramitado bastante deprisa. Debes de estar satisfecho.
– Simón, para ya -dijo Helen Lynley en voz baja. Suavizó sus palabras con una sonrisa cariñosa-. No puedes evitar las cosas indefinidamente. Habla con ella. No es propio de ti escaquearte.
Por desgracia, era muy típico de él, y si la mujer de Saint James hubiera oído el comentario de Helen Lynley, habría sido la primera en afirmarlo. Las corrientes ocultas de la vida con Deborah eran peligrosas. Por lo general, Saint James las eludía, como si fuera un barquero inexperto en un río desconocido.
Miró detrás de él hacia el estudio. La luz de la chimenea y las velas proporcionaban la única iluminación de la estancia. Se dio cuenta de que tendría que haber pensando en alumbrar la sala. Si bien la luz podría haberse considerado romántica en otras circunstancias, en éstas parecía de lo más fúnebre.
“Pero no hay cadáver -se recordó-. Esto no es una muerte, tan sólo una decepción.”
Su mujer había trabajado en las fotografías durante casi doce meses antes de que llegara esa noche. Había acumulado una buena selección de retratos tomados por todo Londres: desde pescaderos que posaban a las cinco de la mañana en Billingsgate hasta borrachos adinerados que se tambaleaban en una discoteca de Mayfair a medianoche. Había capturado la diversidad cultural, étnica, social y económica de la capital, y Deborah había albergado la esperanza de que su inauguración en una galería pequeña pero distinguida de Little Newport Street congregaría a los asistentes suficientes para cosechar una mención en una de las publicaciones que caía en las manos de coleccionistas en busca de nuevos artistas cuyo trabajo podrían decidirse a comprar. Sólo quería plantar la semilla de su nombre en la mente de la gente, había dicho. No esperaba vender demasiadas obras al principio.
Lo que no tuvo en cuenta fue el espantoso tiempo de finales de otoño-principios de invierno. La lluvia de noviembre no le preocupaba demasiado. Por lo general, el tiempo era malo en esa época del año. Pero a medida que se transformaba inexorablemente en el chaparrón incesante de diciembre, había comenzado a expresar sus dudas. ¿Quizá debiera cancelar la exposición hasta la primavera? ¿Hasta verano, incluso, cuando la gente salía hasta tarde?
Saint James le había aconsejado mantener los planes. El mal tiempo, le dijo, no duraría hasta mediados de diciembre. Hacía semanas que no paraba de llover y, estadísticamente hablando al menos, no podía durar mucho más.
Pero eso era exactamente lo que había sucedido, día tras día, noche tras noche, hasta que los parques de la ciudad comenzaron a parecer pantanos y el musgo empezó a crecer en las grietas de las aceras. Los árboles se desprendían de la tierra saturada, y los sótanos de las casas cercanas al río estaban convirtiéndose rápidamente en piscinas infantiles portátiles.
Si no hubiera sido por los hermanos de Saint James -quienes acudieron todos con sus cónyuges, parejas y niños a la zaga-, así como por su madre, los únicos asistentes a la fiesta de la exposición habrían sido el padre de Deborah, un puñado de amigos personales cuya lealtad parecía superar su prudencia y cinco desconocidos. Este segundo grupo recibió muchas miradas esperanzadas hasta que se hizo obvio que tres de ellos sólo querían resguardarse de la lluvia, mientras que los otros dos buscaban escapar de la cola que esperaba mesa en Mr. Kong's.
Saint James había intentado poner buena cara por su mujer, igual que el propietario de la galería, un tipo llamado Hobart, que hablaba inglés del estuario como si la letra “t” no existiera en su alfabeto.
– No te preocupes, Deborah, cielo -dijo Hobart-. La exposición estará un mes y es buena, querida. ¡Fíjate en cuántas has vendido ya!
A lo que Deborah había respondido con esa sinceridad típica en ella:
– Y mire cuántos parientes de mi marido han venido, señor Hobart. Si hubiera tenido más de tres hermanos, las habríamos vendido todas.
Aquello era verdad. La familia de Saint James se había mostrado generosa y los había apoyado. Pero que ellos compraran sus fotografías no significaba para Deborah lo mismo que si las hubiera comprado un desconocido. “Siento que las han comprado porque les he dado lástima”, le había confiado desesperada mientras regresaban a casa en el taxi.
En buena parte, ésa era la razón por la que Saint James agradecía tanto la compañía de Thomas Lynley y su mujer en esos momentos. Al final, tendría que representar el papel de defensor del talento de su mujer tras el desastre de aquella noche, y todavía no se sentía preparado para ello. Sabía que Deborah no se creería ni una palabra de lo que le dijera, por mucho que él se creyera sus afirmaciones. Como tantos artistas, buscaba cierta forma de aprobación externa a su talento. Él no era una persona de fuera, así que no serviría. Ni tampoco su padre, que le había dado una palmadita en el hombro y le había dicho filosóficamente: “No se puede controlar el tiempo, Deb”, antes de irse a la cama. Pero Lynley y Helen sí estaban cualificados. Así que cuando por fin sacara el tema de Little Newport Street con Deborah, Saint James quería que estuvieran presentes.
Sin embargo, no sería así. Veía que Helen estaba muerta de cansancio y que Thomas Lynley estaba decidido a llevar a su mujer a casa.
– Tened cuidado, entonces -les dijo Saint James.
– Coragio, fanfarrón, monstruo -dijo Lynley con una sonrisa.
Saint James los observó mientras recorrían Cheyne Row bajo la lluvia en dirección a su coche. Cuando llegaron sin novedad, cerró la puerta y se preparó para la conversación que le esperaba en el estudio.
Aparte del breve comentario que Deborah le había hecho al señor Hobart en la galería, su esposa había plantado cara admirablemente a la situación hasta que volvieron en taxi a casa. Había hablado con sus amigos, saludado a sus parientes políticos con exclamaciones de deleite y llevado a su antiguo mentor fotográfico Mel Doxson de fotografía en fotografía para escuchar sus elogios y recibir una crítica inteligente de su obra. Sólo alguien que la conociera desde siempre -como el propio Saint James- habría sido capaz de ver la expresión apagada de desánimo en sus ojos y habría percibido, a partir de sus miradas rápidas a la puerta, hasta qué punto había cifrado sus esperanzas tontamente en la aprobación de unos desconocidos cuya opinión no le habría importado un pimiento en otras circunstancias.
Encontró a Deborah donde la había dejado antes de acompañar a los Lynley a la puerta: estaba delante de la pared en la que Saint James siempre tenía una selección de las fotografías de su mujer. Estaba examinando las que había allí colgadas, con las manos juntas detrás de la espalda.
– He tirado un año de mi vida -anunció-. Podría haberme dedicado a un trabajo normal, ganado dinero por una vez. Podría haber hecho fotos de bodas o algo así. De bailes de debutantes. Bautizos. Bar mitzvahs. Fiestas de cumpleaños. Retratos ególatras de hombres de mediana edad y sus esposas trofeo. ¿Qué más?
– ¿Turistas con recortables de cartón de la familia real? -aventuró-. Seguramente habrías ganado unos miles de libras si te hubieras instalado delante del palacio de Buckingham.
– Hablo en serio, Simón -dijo ella, y por el tono de su voz supo que con comentarios frivolos no iban a superar el momento ni tampoco le haría ver que la decepción de una única noche de exposición era en realidad un revés momentáneo.
Saint James se puso a su lado frente a la pared y contempló sus fotografías. Deborah siempre le dejaba elegir sus preferidas de cada serie que hacía, y este grupo en particular eran de las mejores, en su opinión no instruida: siete estudios en blanco y negro de un amanecer en Bermondsey, donde los comerciantes que vendían de todo, desde antigüedades a artículos robados, colocaban sus mercancías. Le gustaba la atemporalidad de las escenas que había captado, el ambiente de un Londres que nunca cambiaba. Le gustaban las caras y la forma en que estaban iluminadas por las farolas y deformadas por las sombras. Le gustaba la esperanza que transmitía una, la astucia de otra, el recelo, el cansancio y la paciencia del resto. Pensó que su mujer tenía algo más que talento con la cámara. Pensó que tenía un don que sólo muy pocos poseían.
– Todo aquel que quiera intentarlo en este tipo de carrera empieza desde abajo -le dijo-. Nombra al fotógrafo que más admires y nombrarás a alguien que comenzó de ayudante de alguien, un tipo que llevaba los focos y los objetivos para alguien que en su día hizo lo mismo. Sería estupendo que en este mundo el éxito dependiera de hacer fotografías excelentes y sentarse a recoger elogios después, pero las cosas no funcionan así.
– No quiero elogios. La cuestión no es ésa.
– Crees que has patinado. ¿Un año y cuántas fotografías después…?
– Diez mil trescientas veintidós. Más o menos.
– Y has acabado donde empezaste, ¿no?
– No estoy más cerca de nada. No he avanzado ni un paso. No sé si algo de esto…, de esta clase de vida…, vale siquiera la pena.
– Entonces estás diciendo que la mera experiencia no te basta. Te estás diciendo a ti, y a mí, y no es que yo lo crea, ¿vale?, que el trabajo sólo cuenta si produce el resultado que has decidido que querías.
– No es eso.
– ¿Pues qué es?
– Necesito creer, Simón.
– ¿En qué?
– No puedo jugar un año más a esto. Quiero ser más que la mujer de Simón Saint James que se las da de artista bohemia con su peto y sus botas militares, cargando con sus cámaras por Londres para pasar el rato. Quiero contribuir a nuestra vida. Y no puedo hacerlo si no creo.
– ¿No deberías empezar por creer en el proceso, entonces? Si te fijaras en todos los fotógrafos cuya carrera has estudiado, ¿no verías a alguien que comenzó…?
– ¡No me refiero a eso! -Se dio la vuelta para mirarle-. No necesito aprender a creer que se empieza desde abajo y se llega arriba con trabajo. No soy tan tonta para creer que inauguro una exposición una noche y a la mañana siguiente la National Portrait Gallery va a pedirme muestras de mi obra. No soy estúpida, Simón.
– No insinúo que lo seas. Sólo intento señalar que el fracaso de un único día de exposición de tus fotografías (que, por lo que sabes, no será un fracaso en absoluto, por cierto) no es una medida de nada. Es sólo una experiencia, Deborah, ni más ni menos. Es la forma de interpretar la experiencia lo que te trae problemas.
– ¿Se supone entonces que no tenemos que interpretar nuestras experiencias? ¿Se supone que debemos tenerlas y seguir adelante? ¿Quien arriesga no gana nada? ¿Es eso lo que quieres decir?
– Sabes que no. Te estás disgustando. Lo que no va a valer-nos a ninguno de los dos…
– ¿Que me estoy disgustando? Ya estoy disgustada. Me he pasado meses en la calle, meses en el cuarto oscuro. Me he gastado una fortuna en material. No puedo seguir con esto sin creer que tiene un sentido.
– ¿Definido por qué? ¿Por las ventas? ¿Por el éxito? ¿Por un artículo en la revista del Sunday Times?
– ¡No! Claro que no. La cuestión no es ésa y lo sabes. -Lo empujó al pasar a su lado, llorando-. ¿Por qué me molesto? -V se habría marchado de la estancia, habría subido corriendo las escaleras y habría dejado a Saint James sin comprender mejor el carácter de los demonios a los que se enfrentaba periódicamente. Siempre les pasaba lo mismo: la naturaleza apasionada e impredecible de Deborah contra el carácter flemático de él. La salvaje divergencia en la manera que tenía cada uno de ver el mundo era una de las cualidades que hacían que formaran tan buena pareja. Por desgracia, también era una de las cualidades que hacían que no la formaran.
– Pues dímelo -dijo Saint James-. Deborah, dímelo.
Se detuvo en la puerta. Parecía Medea, llena de ira e intención, con el pelo largo salpicado de lluvia sobre los hombros y los ojos color metal encendido.
– Necesito creer en mí -dijo sencillamente. Sonaba como si le desesperara el mero esfuerzo de hablar, y con aquello Saint James comprendió hasta qué punto detestaba Deborah que no hubiera logrado comprenderla.
– Pero tienes que saber que tu obra es buena -le dijo-. ¿ Cómo podrías ir a Bermondsey y captarlo de esta forma -señaló la pared- y no saber que tu trabajo es bueno? Más que bueno. Dios santo, es increíble.
– Porque saberlo tiene lugar aquí -contestó. Ahora su voz sonó apagada, y su pose, tan rígida hacía un momento, se relajó de forma que pareció hundirse delante de él. Se señaló la cabeza al pronunciar la palabra “aquí” y puso la mano debajo del pecho izquierdo al añadir-: Pero creerlo tiene lugar aquí. De momento, aún no he sido capaz de salvar la distancia que hay entre los dos. Y si no puedo hacer eso… ¿Cómo puedo superar lo que debo superar y hacer algo que me demuestre a mí misma que valgo?
Ahí estaba, pensó Simón. Deborah no añadió el resto, y él la bendijo por no hacerlo. Demostrarse que valía como mujer a través de la maternidad era algo que se le había negado a su esposa. Estaba buscando algo que definiera quién era.
– Cariño… -dijo Saint James, pero no tenía más palabras. Sin embargo, ésta parecía encerrar más bondad de la que Deborah podía soportar, porque el metal de sus ojos se transformó en líquido al instante, y levantó una mano para impedirle que cruzara la habitación para consolarla.
– Siempre -dijo-, pase lo que pase, oigo esa voz en mi interior susurrándome que me estoy engañando.
– ¿No es ésa la maldición de todos los artistas? ¿Los que triunfan no son aquellos capaces de apartar sus dudas?
– No he encontrado la manera de no escucharla. Juegas a ser fotógrafa, me dice. Sólo finges. Estás perdiendo el tiempo.
– ¿Cómo puedes pensar que te estás engañando cuando haces fotos como éstas?
– Tú eres mi marido -replicó ella-. ¿Qué vas a decir?
Saint James sabía que no había forma de discutirle aquella observación. Como marido suyo, quería que fuera feliz. Los dos sabían que, aparte de su padre, sería la última persona que pronunciaría una palabra para destruirla. Se sentía derrotado, y ella debió de verlo en su cara, porque dijo:
– ¿No era la hora de la verdad? Tú mismo lo has visto. No ha venido casi nadie.
Otra vez eso.
– Ha sido por el tiempo.
– A mí me parece que ha sido más que el tiempo.
Lo que parecía y lo que no parecía era una dirección inútil de seguir, tan amorfa e infundada como la lógica de un idiota.
– Bueno, ¿qué resultado esperabas? -dijo el siempre científico Saint James-. ¿Qué habría sido razonable para tu primera exposición en Londres?
Ella consideró la pregunta, pasando los dedos por la jamba de la puerta como si pudiera leer en ella la respuesta en braille.
– No lo sé -admitió al fin-. Creo que me asusta demasiado saberlo.
– ¿Qué te asusta demasiado?
– Veo que se han frustrado mis expectativas. Sé que aunque sea la próxima Annie Leibovitz, me llevará tiempo demostrarlo. Pero ¿y si todo lo demás sobre mí también es como mis expectativas? ¿Y si todo lo demás también se frustra?
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo: ¿Y si me están tomando el pelo? Es lo que he estado preguntándome toda la noche. ¿Y si la gente me está siguiendo la corriente? Mi familia. Mis amigos. El señor Hobart. ¿Y si aceptan mis fotografías por pena? “Muy bonitas, señora, sí, y las colgaremos en la galería, no nos vendrán mal en el mes de diciembre, cuando nadie piensa en visitar exposiciones de arte en medio de la vorágine de compras de Navidad; y además, necesitamos colgar algo en las paredes durante un mes y nadie más está dispuesto a exponer.” ¿Y si es lo que ha pasado?
– Eso es insultar a todo el mundo. A la familia, los amigos. A todo el mundo, Deborah. Y a mí también.
Entonces brotaron las lágrimas que había estado conteniendo. Se llevó un puño a la boca como si fuera plenamente consciente de lo infantil que había sido la reacción a su decepción. Sin embargo, Saint James lo sabía, Deborah no podía evitarlo. Al fin y al cabo, ella sencillamente era quien era.
“Es una niña tremendamente sensible, ¿verdad, cielo?”, observó una vez su madre, y su expresión sugería que estar cerca de la emoción de Deborah era similar a exponerse a la tuberculosis.
– Verás, lo necesito -le dijo Deborah-. Y si no voy a tenerlo, quiero saberlo, porque necesito algo. ¿Lo entiendes?
Saint James cruzó la habitación hacia ella y la abrazó, sabiendo que aquello por lo que lloraba sólo estaba relacionado remotamente con su deprimente noche en Little Newport Street. Quería decirle que nada de aquello importaba, pero no iba a mentir. Quería liberarla de su lucha, pero él también tenía la suya. Quería hacer que su vida en común fuera más fácil para los dos, pero carecía del poder. Así que atrajo su cabeza hacia su hombro.
– A mí no tienes que demostrarme nada -dijo entre su cabello mullido de color cobrizo.
– Ojalá fuera tan fácil como saber eso -fue su respuesta.
Simón empezó a decir que era tan fácil como hacer que todos los días contaran en lugar de hacer proyectos sobre un futuro que ninguno de los dos conocía. Pero sólo alcanzó a coger aire porque el timbre de la puerta sonó larga y ruidosamente, como si alguien se hubiera caído encima.
Deborah se apartó de él, secándose las mejillas mientras miraba hacia la puerta.
– Tommy y Helen deben de haber olvidado… ¿Se han dejado algo? -Miró a su alrededor.
– No lo creo.
Volvieron a llamar, lo que despertó de su sueño al perro de la familia. Mientras se acercaban a la entrada, Peach subió disparada las escaleras de la cocina, ladrando como el cazador de tejones escandaloso que era. Deborah cogió en brazos al teckel escurridizo.
Saint James abrió la puerta.
– ¿Habéis decidido…? -dijo, pero interrumpió sus palabras cuando no vio ni a Thomas Lynley ni a su mujer.
En su lugar, había un hombre con chaqueta oscura -el pelo abundante apelmazado por la lluvia y los vaqueros azules empapados contra la piel- apoyado entre las sombras en el pasamano de hierro del extremo más alejado de la entrada. Tenía los ojos entrecerrados por la luz y le dijo a Saint James:
– ¿Eres…? -Y no añadió más al mirar dentro, donde estaba Deborah, con el perro en sus brazos, justo detrás de su marido-. Gracias a Dios -dijo-. Debo de haber dado mil vueltas. He cogido el metro en Victoria, pero me he equivocado de dirección y no me he dado cuenta hasta que… Después se me ha mojado el mapa. Después ha salido volando. Después he perdido la dirección. Pero ahora, gracias a Dios…
Con estas palabras, avanzó plenamente hacia la luz y sólo dijo:
– Debs. Es un milagro, joder. Empezaba a pensar que no iba a encontrarte nunca.
“Debs.” Deborah dio un paso adelante, apenas osaba creerlo. La época y el lugar volvieron a ella rápidamente, igual que la gente de aquella época y aquel lugar. Dejó a Peach en el suelo y se puso al lado de su marido en la puerta para mirar mejor.
– ¡Simón! Señor. No me creo… -Pero en lugar de terminar el pensamiento, decidió ver por sí misma lo que parecía suficientemente real, por muy inesperado que fuera. Alargó el brazo hacia el hombre del umbral y lo hizo pasar adentro-. ¿Cherokee? -dijo. Su primer pensamiento fue cómo podía ser que el hermano de su vieja amiga estuviera en su puerta. Luego, al ver que era verdad, que realmente estaba allí, exclamó-: Dios mío, Simón. Es Cherokee River.
Simón parecía desconcertado. Cerró la puerta mientras Peach se acercaba al visitante y olisqueaba sus zapatos. Cuando al parecer no le gustó lo que descubrió allí, se apartó de él y empezó a ladrar.
– Calla, Peach -dijo Deborah-. Es un amigo.
– ¿Quién…? -dijo Simón al oír aquella observación, mientras cogía a la perra y la tranquilizaba.
– Cherokee River -repitió Deborah-. Eres Cherokee, ¿verdad? -le preguntó al hombre. Porque aunque estaba prácticamente segura de que lo era, habían pasado casi seis años desde la última vez que lo había visto, e incluso durante la época en que se conocieron, sólo habían coincidido media docena de veces. No esperó a que le respondiera y dijo-: Pasa al estudio. Tenemos encendida la chimenea. Cielos, estás empapado. ¿Eso de la cabeza es un corte? ¿Qué haces aquí? -Lo llevó a la otomana frente al fuego e insistió en que se quitara la chaqueta. En su momento, debió de absorber el agua, pero ese momento había pasado ya y ahora las gotas caían al suelo. Deborah la dejó frente a la chimenea, y Peach fue a investigar.
– ¿Cherokee River? -dijo Simón pensativamente.
– El hermano de China -respondió Deborah.
Simón miró al hombre, que había comenzado a tiritar.
– ¿De California?
– Sí. China. De Santa Bárbara. Cherokee, ¿qué diablos…? Ven. Siéntate. Siéntate junto al fuego. Simón, ¿hay alguna manta…? ¿Una toalla…?
– Voy a buscar.
– ¡Date prisa! -gritó Deborah, porque, desprovisto de su chaqueta, Cherokee había comenzado a temblar como si estuviera al borde de las convulsiones. Tenía la piel tan blanca que estaba azulada y se había mordido el labio, de donde empezaba a brotarle sangre sobre la barbilla. Además, tenía un corte muy feo en la sien, que Deborah examinó, diciendo-: Hay que ponerte una tirita. ¿Qué te ha pasado, Cherokee? ¿No te habrán atracado? -Y luego-: No. No contestes. Deja que antes te dé algo para que entres en calor.
Se dirigió rápidamente al viejo minibar, debajo de la ventana que daba a Cheyne Row. Allí, sirvió un vaso grande de brandi, se lo llevó a Cherokee y se lo puso en las manos.
Cherokee se acercó el vaso a la boca, pero le temblaban tanto las manos que repiqueteó contra sus dientes y se echó la mayor parte del brandi por encima de la camiseta negra, que estaba mojada como el resto de él.
– Mierda -dijo-. Lo siento, Debs. -Su voz, su estado o la bebida derramada parecieron desconcertar a Peach, porque la perrita dejó de olisquear la chaqueta empapada de Cherokee y comenzó a ladrarle.
Deborah calmó a la teckel, que no se tranquilizó hasta que lo sacó de la estancia y lo llevó a la cocina.
– Cree que es una dóberman -dijo Deborah irónicamente-. Nadie tiene los tobillos a salvo cuando está ella.
Cherokee se rio entre dientes. Entonces, un escalofrío tremendo se apoderó de su cuerpo y el brandi que sostenía chapoteó en el vaso. Deborah se sentó junto a él en la otomana y le pasó el brazo por los hombros.
– Lo siento -repitió él-. Estoy histérico.
– No te disculpes. Por favor.
– He estado caminando bajo la lluvia. Me he golpeado con una rama cerca del río. Creía que había dejado de sangrar.
– Bébete el brandi -dijo Deborah. Le alivió oír que Cherokee no se había metido en algún lío en la calle-. Luego te miraré la cabeza.
– ¿Es grave?
– Sólo es un corte. Pero necesitas que te lo miren. Ven. -Tenía un clínex en el bolsillo y lo utilizó para secar la sangre-. Menuda sorpresa nos has dado. ¿Qué haces en Londres?
La puerta del estudio se abrió y Simón regresó. Traía una toalla y una manta. Deborah las cogió, echó una sobre los hombros de Cherokee y utilizó la otra para secarle el pelo. Lo llevaba más corto que en la época que Deborah había vivido con su hermana en Santa Bárbara. Pero seguía teniéndolo rizadísimo, muy distinto del de China, igual que su cara, que era sensual, de párpados caídos y labios carnosos por los que las mujeres pagan a los cirujanos enormes sumas de dinero. Había heredado todos los genes del atractivo, decía a menudo China River de su hermano, mientras que ella parecía una asceta del siglo IV.
– Te he llamado. -Cherokee agarraba con fuerza la manta-. Las nueve, serían. China me dio tu dirección y tu teléfono. No pensé que fuera a necesitarlos, pero el vuelo se retrasó por culpa del tiempo. Y cuando por fin la tormenta ha dado una tregua, ya era demasiado tarde para ir a la embajada. Así que te he llamado, pero no había nadie.
– ¿La embajada? -Simón cogió el vaso de Cherokee y le sirvió más brandi-. ¿Qué ha pasado exactamente?
Cherokee cogió la bebida y dio las gracias asintiendo con la cabeza. Tenía el pulso más firme. Se bebió la copa de un trago, pero empezó a toser.
– Tienes que quitarte esa ropa -dijo Deborah-. Imagino que un baño te sentará bien. Voy a preparártelo, y mientras estés en remojo, meteremos tus cosas en la secadora. ¿De acuerdo?
– No. No puedo. Es… Dios mío, ¿qué hora es?
– No te preocupes por la hora. Simón, ¿le acompañas a la habitación de invitados y le ayudas con la ropa? Y no discutas, Cherokee. No es ningún problema.
Deborah subió las escaleras en primer lugar. Mientras su marido iba a buscar algo seco para que el hombre se lo pusiera cuando acabara, ella abrió los grifos de la bañera. Le dejó preparadas unas toallas y, cuando Cherokee entró -envuelto en una vieja bata de Simón y con un pijama de Simón colgado del brazo-, le limpió el corte de la cabeza. El hombre se estremeció al notar el alcohol que Deborah frotó suavemente en su piel. Ella le sostuvo la cabeza con mayor firmeza y le dijo:
– Aprieta los dientes.
– ¿No das algo para morder?
– Sólo cuando opero. Esto no cuenta. -Tiró el algodón y cogió una tirita-. Cherokee, ¿de dónde vienes? De Los Angeles no. Porque no llevas… ¿Llevas equipaje?
– De Guernsey -dijo-. Vengo de Guernsey. He salido esta mañana. Pensaba que podría ocuparme de todo y volver esta noche, así que no he cogido nada del hotel. Pero he acabado pasando la mayor parte del día en el aeropuerto, esperando a que el tiempo mejorara.
Deborah se centró en una sola palabra.
– ¿Todo? -Tapó el corte con una tirita.
– ¿Qué?
– Has dicho ocuparte de todo. ¿Qué es todo?
Cherokee apartó la mirada. Fue tan sólo un momento, pero duró el tiempo suficiente para que Deborah se inquietara. Le había dicho que su hermana le había dado su dirección de Cheyne Row, y Deborah había supuesto que se la había dado antes de salir de Estados Unidos, uno de esos gestos que una persona tiene con otra cuando se menciona de pasada un futuro viaje. “¿Te vas de vacaciones y pasarás por Londres? Ah, pues llama a unos buenos amigos míos que viven allí.” Sólo que cuando pensó bien en ello, Deborah tuvo que admitir lo improbable que era aquella situación, dado que no había tenido ningún contacto con la hermana de Cherokee en los últimos cinco años. Entonces pensó que si él no se había metido en ningún lío pero había venido apresuradamente de Guernsey a Londres con su dirección y el propósito expreso de ir a la embajada de Estados Unidos…
– Cherokee, ¿le ha pasado algo a China? -le preguntó-. ¿Por eso estás aquí?
El hombre volvió a mirarla. Su cara estaba triste.
– La han detenido -dijo.
– No le he preguntado nada más.
Deborah encontró a su marido en la cocina del sótano, donde, profético como siempre, Simón ya había puesto a calentar una sopa. También estaba tostando pan, y la mesa llena de marcas de la cocina donde el padre de Deborah había preparado miles de comidas a lo largo de los años estaba preparada para uno.
– He pensado que después de bañarse… Me ha parecido mejor dejar que se recuperara un poco. Es decir, antes de que nos cuente… Si quiere contárnoslo…
Deborah frunció el ceño, pasando la uña del pulgar por el borde de la encimera donde había una astilla de madera que notó como un pinchazo en su conciencia. Intentó decirse que no tenía motivo alguno para sentirlo, que en la vida las amistades iban y venían y que las cosas eran así. Pero había sido ella la que había dejado de contestar las cartas que llegaban del otro lado del Atlántico. Porque China River había formado parte de la vida que Deborah había deseado olvidar con todas sus fuerzas.
Simón le lanzó una mirada desde los fogones, donde removía una sopa de tomate con una cuchara de madera. Pareció interpretar que su reticencia a hablar se debía a que estaba preocupada, porque dijo:
– Podría tratarse de algo relativamente inocente.
– ¿Cómo diablos puede ser inocente una detención?
– Que no sea algo relevante, quiero decir. Un accidente de tráfico. Un malentendido en un Boots que parezca un hurto. Algo así.
– No va a ir a la embajada por un hurto, Simón. Y ella no va robando por las tiendas.
– ¿Cuánto la conoces?
– La conozco bien -dijo Deborah. Sintió la necesidad de repetirlo con virulencia-. Conozco a China River perfectamente bien.
– ¿Y su hermano? ¿Cherokee? ¿Qué diantre de nombre es ése?
– El que le pusieron cuando nació, supongo.
– ¿Sus padres eran de la época de Sergeant Pepper?
– Sí. La madre era una radical…, una especie de jipi… No. Espera. Era ecologista. Eso es. Eso fue antes, antes de que yo la conociera. Se sentaba en los árboles.
Simón le lanzó una mirada llena de ironía.
– Para impedir que los talaran -dijo Deborah simplemente-. Y el padre de Cherokee, tienen padres diferentes, también era ecologista. ¿No se…? -Se quedó pensando, intentando recordar-. Creo que se ató a las vías del tren… ¿en el desierto?
– Imagino que también para protegerlas. Sabido es que están en peligro de extinción.
Deborah sonrió. La tostada saltó. Peach salió corriendo de su cesta con la esperanza de que el pan cayera mientras Deborah lo cortaba en rectángulos.
– A Cherokee no lo conozco tan bien. No como a China. Pasé algunas vacaciones con la familia de China cuando viví en Santa Bárbara, así que lo conozco de eso. De estar con su familia. Nochebuena. Nochevieja. Días de fiesta. íbamos… ¿Dónde vivía su madre? Era un pueblo con nombre de color…
– ¿De color?
– Rojo, verde, amarillo. Sí, era Orange. Vivía en un lugar llamado Orange. Cocinaba pavo con tofu en vacaciones, judías negras, arroz integral, pastel de algas, cosas horribles. Intentábamos comérnoslas y luego nos inventábamos una excusa para salir con el coche y buscar un restaurante que estuviera abierto. Cherokee conocía sitios para comer muy discutibles, pero siempre económicos.
– Es encomiable.
– Así que lo veía en esas ocasiones. ¿Diez veces en total? Una vez vino a Santa Bárbara y se quedó algunas noches en nuestro sofá. Por aquel entonces, él y China tenían una especie de relación de amor-odio. Él es mayor, pero nunca actuaba como tal, lo que a ella le exasperaba. Así que tendía a sobre-protegerle, lo cual le exasperaba a él. Su madre…, bueno, no era una madre madre, ya me entiendes.
– ¿Demasiado ocupada con los árboles?
– Con todo tipo de cosas. Estaba pero no estaba. Así que se estableció un…, bueno, una especie de vínculo entre China y yo. Otro vínculo, quiero decir. Más allá de la fotografía. Y otras cosas. Por el tema de no tener madre.
Simón bajó el fuego de la sopa, se apoyó en la cocina y miró a su mujer.
– Fueron unos años difíciles -dijo en voz baja.
– Sí. Bueno. -Parpadeó y le ofreció una rápida sonrisa-. Todos hemos logrado superarlos, ¿no?
– Sí, lo hemos logrado -reconoció Simón.
Peach levantó el hocico después de olisquear el suelo, con la cabeza levantada y las orejas expectantes. En el alféizar de la ventana que había sobre el fregadero, Alaska, la gran gata gris -que había estado examinando con indolencia las gotas alargadas de lluvia en el cristal-, se levantó y se estiró, con los ojos clavados en las escaleras del sótano que descendían justo al lado del viejo aparador en el que a menudo la gata pasaba los días. Un momento después, la puerta de arriba crujió y la perra ladró una vez. Alaska bajó del alféizar de la ventana y desapareció en la despensa para conciliar el sueño.
– ¿Debs? -la llamó la voz de Cherokee.
– Aquí abajo -contestó Deborah-. Te hemos preparado sopa y tostadas.
Cherokee se reunió con ellos. Tenía mucho mejor aspecto. Era unos tres o cuatro centímetros más bajo que Simón y más atlético, pero el pijama y la bata le quedaban bien y los temblores habían desaparecido. Sin embargo, iba descalzo.
– Tendría que haber pensado en darte unas zapatillas -dijo Deborah.
– Estoy bien -dijo Cherokee-. Te has portado genial. Gracias, a los dos. Debéis de haber alucinado, al verme aparecer así. Os agradezco el recibimiento. -Hizo un gesto con la cabeza hacia Simón, quien llevó el cazo de la sopa a la mesa y sirvió un poco en un tazón.
– Hoy es un día especial, debo decírtelo -dijo Deborah-. Simón ha abierto un cartón de sopa. Normalmente sólo abre latas.
– Muchas gracias -observó Simón.
Cherokee sonrió, pero parecía exhausto, como si funcionara con los últimos vestigios de energía en un día terrible.
– Tómate la sopa -dijo Deborah-. Te quedarás a dormir, por cierto.
– No. No puedo pediros…
– No seas tonto. Tu ropa está en la secadora y estará lista dentro de un rato, pero no pensarás salir otra vez a la calle a buscar un hotel a estas horas.
– Deborah tiene razón -reconoció Simón-. Tenemos mucho sitio. Eres más que bienvenido.
Pese al cansancio, la cara de Cherokee reflejaba alivio y gratitud.
– Gracias. Me siento… -Meneó la cabeza-. Me siento como un niño pequeño. ¿Sabéis cómo se ponen? Se pierden en el supermercado, salvo que no saben que se han perdido hasta que levantan la vista de lo que estén haciendo, leer un cómic o lo que sea, y ven que mamá ha desaparecido y entonces se vuelven locos. Así me siento. Así me he sentido.
– Bueno, ahora ya estás a salvo -le tranquilizó Deborah.
– Cuando llamé, no quise dejar un mensaje en el contestador -dijo Cherokee-. Habría sido muy deprimente para vosotros llegar a casa y encontraros eso. Así que he intentado encontrar la dirección. Me he confundido en la línea amarilla del metro y he acabado en Tower Hill antes de ver qué diablos había hecho mal.
– Qué horror -murmuró Deborah.
– Mala suerte -dijo Simón.
Entonces, se hizo un silencio entre ellos, roto sólo por la lluvia. Chocaba contra las piedras por fuera de la puerta de la cocina y se deslizaba formando riachuelos incesantes por la ventana. Eran tres personas -y una perra esperanzada- en una cocina a medianoche. Pero no estaban solas. La pregunta también estaba allí. Estaba agazapada entre ellos como un ser palpable, echando un aliento fétido que no podía obviarse. Ni Deborah ni su marido la formularon. Pero tal como fueron las cosas, no les hizo falta.
Cherokee hundió la cuchara en el tazón. Se la llevó a los labios, pero la bajó despacio sin probar la sopa. Se quedó mirando el líquido un instante antes de levantar la cabeza y mirar a Deborah y después a su marido.
– Esto es lo que ha pasado -dijo.
Él era el responsable de todo, les dijo. Para empezar, si no fuera por él, China no habría ido a Guernsey. Pero él necesitaba dinero, y cuando le ofrecieron llevar un paquete de California al canal de la Mancha, pagarle por ello y proporcionarle los billetes de avión… En fin, le pareció demasiado bueno para ser verdad.
Le pidió a China que le acompañara porque había dos billetes de avión y el trato era que tenían que llevar el paquete un hombre y una mujer. Pensó: ¿Por qué no? ¿Y por qué no pedírselo a China? Nunca iba a ninguna parte. Ni siquiera había salido nunca de California.
Tuvo que convencerla. Le costó unos días, pero acababa de romper con Matt -¿recordaba Debs al novio de China, el cineasta con el que llevaba saliendo toda la vida?- y decidió que quería unas vacaciones. Así que le llamó y le dijo que quería ir y él lo arregló todo. Llevaron el paquete desde Tustin, al sur de Los Ángeles, de donde procedía, hasta un lugar en Guernsey, a las afueras de Saint Peter Port.
– ¿Qué había en el paquete? -Deborah imaginó una redada por drogas en el aeropuerto, con perros gruñendo y China y Cherokee retrocediendo contra la pared como zorros que buscan refugio.
Nada ilegal, le dijo Cherokee. Lo contrataron para llevar unos planos arquitectónicos de Tustin a la isla del Canal. Y el abogado que le había contratado…
– ¿Un abogado? -preguntó Simón-. ¿No el arquitecto?
No. A Cherokee lo contrató un abogado, lo que a China le había parecido sospechoso, más incluso que el que le pagaran por llevar un paquete a Europa, además de que le proporcionaran los billetes de avión. Así que China insistió en abrir el paquete antes de acceder a llevarlo a donde fuera, y eso hicieron.
Se trataba de un tubo de envío grande, y si China temía que contuviera drogas, armas, explosivos o cualquier otra mercancía de contrabando que habría provocado que los dos acabaran esposados, sus temores se disiparon en cuanto lo abrieron. Dentro había los planos arquitectónicos que se suponía que tenían que estar, con lo cual se quedó tranquila. Él también, tuvo que admitir Cherokee. Las preocupaciones de China le habían inquietado.
Así que fueron a Guernsey a entregar los planos, con la intención de desplazarse de allí a París y seguir luego hasta Roma. No sería un viaje largo: ninguno de los dos podía permitírselo, conque sólo iban a quedarse dos días en cada ciudad.
Pero en Guernsey sus planes cambiaron inesperadamente. Creían que realizarían un intercambio rápido en el aeropuerto: papeleo por el pago prometido y…
– ¿De qué clase de pago hablamos? -preguntó Simón.
Cinco mil dólares, les dijo Cherokee. Ante sus caras de incredulidad, se apresuró a decir que sí, que era una cantidad escandalosa y que ésa era la razón principal por la que China había insistido en abrir el paquete, porque ¿quién diablos daría a alguien dos billetes gratis a Europa y cinco mil dólares sólo por llevar algo desde Los Ángeles? Pero resultó que todo aquel asunto consistía en hacer cosas escandalosas con el dinero. El hombre que quería los planos arquitectónicos era más rico que Howard Hughes y, evidentemente, se pasaba el día haciendo cosas escandalosas con el dinero.
Sin embargo, en el aeropuerto no los recibió alguien con un cheque o un maletín lleno de dinero ni nada remotamente parecido a lo que esperaban, sino un hombre casi mudo llamado Kevin No-sé-qué que los condujo precipitadamente a una furgoneta y los llevó a una finca muy chula a unos kilómetros de allí.
China se puso histérica con este giro de los acontecimientos, que había que reconocer que era desconcertante. Allí estaban, encerrados en un coche con un absoluto desconocido que no les dirigió ni quince palabras. Era muy extraño. Pero al mismo tiempo, era como una aventura y Cherokee, por su parte, estaba intrigado.
Resultó que su destino era una mansión formidable situada en una propiedad de sabe Dios cuántas hectáreas. La construcción era antigua -y estaba totalmente restaurada-, y China activó el modo fotográfico desde el momento en que la vio. Tenía delante un reportaje del Architectural Digest esperando a que lo capturara.
China decidió en ese mismo momento que quería sacar fotografías. No sólo de la casa, sino de la propia finca, en la que había de todo, desde estanques de patos a cosas prehistóricas. China sabía que se le había presentado una oportunidad que quizá nunca volvería a tener y, a pesar de que sacar las fotografías no era garantía de nada, estaba dispuesta a invertir el tiempo, el dinero y el esfuerzo necesarios porque el lugar era sensacional.
A Cherokee le pareció bien. China pensó que le llevaría sólo un par de días y él tendría tiempo de explorar la isla. La única cuestión era si el propietario aprobaría la idea. A algunas personas no les gusta que su casa salga en las revistas. Demasiada inspiración para los ladrones.
Su anfitrión resultó ser un hombre llamado Guy -pronunciado “gui”- Brouard, a quien le encantó la idea. Insistió en que Cherokee y China pasaran la noche allí o se quedaran unos días o lo que hiciera falta para sacar buenas fotografías. “Mi hermana y yo vivimos aquí solos -les dijo-, y tener visitas siempre nos divierte.”
Resultó que el hijo del hombre también estaba allí, y al principio Cherokee pensó que tal vez Guy Brouard albergara la esperanza de que China y su hijo se gustaran. Pero el hijo era de los que desaparecían y sólo lo veían en las comidas porque no era muy sociable. Sin embargo, la hermana era simpática, igual que Brouard. Así que Cherokee y China se sintieron como en casa.
Por su parte, China conectó mucho con Guy. Compartían un interés común por la arquitectura: ella, porque fotografiar edificios era su trabajo; él, porque tenía planeado construir uno en la isla. Incluso la llevó a ver el solar y le enseñó algunas de las construcciones de relevancia histórica de la isla. China debería fotografiar todo Guernsey, le dijo él. Debería hacer todo un libro de fotografías, no bastaba con un reportaje en una revista. Pese a ser un lugar tan pequeño, su riqueza histórica era enorme y todas las sociedades que habían vivido allí habían dejado su impronta en forma de construcciones.
Para su cuarta y última noche con los Brouard, hacía tiempo que estaba programada una fiesta. Era una fiesta de tiros largos a la que al parecer estaban invitados miles de personas. Ni China ni Cherokee supieron qué se celebraba, hasta medianoche, cuando Guy Brouard reunió a todo el mundo y anunció que al fin había elegido el proyecto para su edificio, que resultó ser un museo. Redobles de tambor, entusiasmo, botellas de champán descorchándose y fuegos artificiales tras anunciar al arquitecto cuyos planos Cherokee y China habían traído de California. Sacaron un caballete con una acuarela del lugar, y los invitados exclamaron embelesados, extasiados, y siguieron bebiendo el champán de los Brouard hasta las tres de la mañana más o menos.
Al día siguiente, ni Cherokee ni su hermana se sorprendieron cuando no encontraron a nadie despierto. Fueron a la cocina sobre las ocho y media y buscaron hasta dar con los cereales, el café y la leche. Supusieron que no pasaría nada por prepararse el desayuno mientras los Brouard dormían la borrachera de la noche anterior. Comieron, llamaron a un taxi y se marcharon al aeropuerto. No volvieron a ver a nadie de la finca.
Volaron a París y pasaron dos días visitando los monumentos que sólo habían visto en foto. Habían decidido hacer lo mismo en Roma; pero al pasar por la aduana del aeropuerto Da Vinci, la Interpol los paró.
La policía los facturó de nuevo a Guernsey, donde los buscaban, les dijeron, para interrogarles. Cuando preguntaron: “¿Interrogarnos por qué?”, lo único que les dijeron fue que por un grave incidente se requería su presencia en la isla de inmediato.
Resultó que donde se requería su presencia era en la comisaría de policía de Saint Peter Port. Los retuvieron en celdas separadas, solos: a Cherokee, durante veinticuatro horas bastante malas, y a China, durante tres días de pesadilla que desembocaron en una comparecencia ante el juez y un traslado a la cárcel, donde ahora estaba en prisión preventiva.
– ¿Por qué? -Deborah alargó la mano por la mesa para coger la mano de Cherokee-. ¿De qué acusan a China?
– De asesinato -contestó con voz apagada-. Es de locos. Acusan a China de matar a Guy Brouard.