Capítulo 11

– Y está segura de lo que vio esa mañana? -preguntó Saint James-. ¿ Qué hora era cuando la chica pasó por delante de su casa?

– Poco antes de las siete -contestó Valerie Duffy.

– No era completamente de día, entonces.

– No. Pero me había acercado a la ventana.

– ¿Por qué?

La mujer se encogió de hombros.

– El té de la mañana. Kevin aún no se había levantado… Simplemente estaba allí, organizando el día en mi cabeza, como hace la gente.

Estaban en el salón de la casa de los Duffy, adonde Valerie los había conducido mientras Kevin desaparecía en la cocina unos minutos para poner agua a hervir para un té. Se quedaron sentados hasta que regresó a la sala de techo bajo, entre estanterías con álbumes de fotos, libros de arte enormes y todos los vídeos de la hermana Wendy. Supondría un gran esfuerzo para aquella estancia acoger a cuatro personas, en el mejor de los casos. Con más libros amontonados en el suelo y varias pilas de cajas de cartón a lo largo de las paredes -por no mencionar las numerosas fotos familiares que había por todas partes-, la presencia humana resultaba abrumadora, igual que la prueba -si hacía falta alguna- de la sorprendente formación de Kevin Duffy. No era de esperar que el encargado-manitas de la finca estuviera licenciado en historia del arte, y tal vez aquélla fuera la razón por la que, además de fotos familiares, en las paredes también colgaban los títulos universitarios de Kevin y varios retratos del licenciado mucho más joven y sin su esposa.

– Los padres de Kev creían que la finalidad de la educación es la educación en sí misma -había dicho Valerie como respondiendo a una pregunta obvia y tácita-. No creían que tuviera que desembocar necesariamente en un trabajo.

Ninguno de los Duffy cuestionó la llegada de Saint James o su derecho a hacer preguntas sobre la muerte de Guy Brouard. Después de explicarles a qué se dedicaba y entregarles su tarjeta para que la examinaran, estuvieron dispuestos a hablar con él. Tampoco preguntaron por qué le acompañaba su mujer, y Saint James no dijo nada para señalar que la presunta asesina inculpada era una buena amiga de Deborah.

Valerie les contó que, por lo general, se levantaba a las seis y media de la mañana para prepararle el desayuno a Kevin antes de dirigirse a la mansión y ocuparse de la comida de los Brouard. Al señor Brouard, les explicó, le gustaba tomar un desayuno caliente cuando volvía de la bahía, así que esa mañana en particular se levantó a la hora habitual, a pesar de haberse acostado tarde la noche anterior. El señor Brouard le había comentado que iría a nadar como hacía siempre y, fiel a su palabra, pasó por delante de la ventana mientras ella estaba allí de pie con su té. Menos de medio minuto después, vio una figura con una capa oscura que le seguía.

– ¿La capa tenía capucha? -quiso saber Saint James.

– Sí.

– ¿Y la persona en cuestión llevaba la capucha puesta o no?

– Puesta -dijo Valerie Duffy. Pero aquello no le había impedido verle la cara, porque había pasado bastante cerca de la luz que salía de la ventana, lo que le había facilitado distinguirla.

– Era la chica americana -dijo Valerie-. Estoy segura. Vi su pelo un momento.

– ¿No había nadie más que fuera aproximadamente de su misma estatura? -preguntó Saint James.

– Nadie más -contestó Valerie.

– ¿Ninguna otra rubia? -intervino Deborah.

Valerie les aseguró que había visto a China River. Y no le causó sorpresa, les dijo. China River y el señor Brouard habían sido uña y carne durante la estancia de ella en Le Reposoir. El señor Brouard siempre andaba conquistando a las mujeres, naturalmente, pero con la mujer americana las cosas fueron deprisa incluso para él.

Saint James vio que su esposa fruncía el ceño al oír aquello, y él también tenía sus dudas respecto a aceptar las palabras de Valerie Duffy. Había algo desconcertante en la tranquilidad de sus respuestas. Y había algo más que no podían obviar en la forma como evitaba mirar a su marido.

Deborah fue la que preguntó educadamente:

– ¿Usted llegó a ver algo de todo esto, señor Duffy?

Kevin Duffy permanecía en silencio entre las sombras. Estaba apoyado en una de las estanterías con la corbata aflojada, y su rostro moreno era impenetrable.

– Por lo general, Val se levanta antes que yo -dijo secamente.

Por lo tanto, supuso Saint James, tenían que entender que no había visto nada. Sin embargo, le preguntó:

– ¿Y ese día en particular?

– Lo mismo de siempre -contestó Kevin Duffy.

– ¿Uña y carne en qué sentido? -preguntó Deborah a Valerie, y cuando la otra mujer la miró sin comprender, se explicó-: Ha dicho que China River y el señor Brouard eran uña y carne. Me preguntaba en qué sentido.

– Salían por ahí. A ella le gustaba bastante la finca y quería fotografiarla. El quería mirar. Y luego la llevó por la isla. Mostró mucho interés por enseñarle el lugar.

– ¿Qué hay de su hermano? -preguntó Deborah-. ¿No los acompañaba?

– A veces sí; otras se quedaba por aquí, o salía solo. A ella, la chica americana, parecía gustarle que fuera así. Así estaban solos los dos, ella y el señor Brouard. Pero no me sorprendió nada. Se le daban bien las mujeres.

– Pero el señor Brouard ya tenía pareja, ¿no? -preguntó Deborah-. La señora Abbott.

– Siempre tenía pareja y no siempre durante mucho tiempo. La señora Abbott sólo era la última. Entonces apareció la americana.

– ¿Había alguien más? -preguntó Saint James.

Por algún motivo, el aire pareció espesarse momentáneamente con esta pregunta. Kevin Duffy cambió de posición, y Valerie se alisó la falda con un movimiento deliberado.

– Nadie que yo sepa -contestó.

Saint James y Deborah se miraron. Saint James vio en el rostro de su mujer el reconocimiento de que la investigación tenía que tomar otra dirección, y él no discrepaba. Sin embargo, no podían obviar el hecho de que tenían delante a otro testigo que aseguraba haber visto a China River siguiendo a Guy Brouard hacia la bahía, y un testigo mucho más creíble que Ruth Brouard, teniendo en cuenta la distancia insignificante que separaba la casa del sendero de la bahía.

– ¿Le ha contado algo de todo esto al inspector en jefe Le Gallez? -le preguntó a Valerie.

– Se lo he contado todo.

Saint James se preguntó qué significaba, si significaba algo, que ni Le Gallez ni el abogado de China River le hubieran comunicado aquella información.

– Hemos encontrado algo que tal vez pueda identificar -le dijo, y sacó de su bolsillo el pañuelo en el que había envuelto el anillo que Deborah había recogido de entre las rocas. Desdobló el tejido y le ofreció el anillo primero a Valerie y luego a Kevin Duffy. Ninguno de los dos reaccionó al verlo.

– Parece de la guerra -dijo Kevin-. De la ocupación. Una especie de anillo, supongo. Calavera y dos huesos cruzados. Los he visto antes.

– ¿Anillos así? -preguntó Deborah.

– Me refería a la calavera y los huesos cruzados -contestó Kevin. Lanzó una mirada a su mujer-. ¿Conoces a alguien que tenga uno, Val?

Ella negó con la cabeza mientras examinaba el anillo en la palma de Saint James.

– Es un recuerdo, ¿verdad? -le dijo a su marido, y luego a Saint James o a Deborah-: Por la isla hay muchas cosas de éstas. Podría haber salido de cualquier parte.

– ¿Por ejemplo? -preguntó Saint James.

– De tiendas de antigüedades militares, por ejemplo -dijo Valerie-. De la colección privada de alguien, tal vez.

– O del dedo de algún gamberro -señaló Kevin Duffy-. ¿La calavera y los huesos cruzados? Es lo típico que un gamberro del Frente Nacional iría enseñando a sus colegas. Para sentirse como un verdadero hombre, ya sabe. Pero es demasiado grande, no se dio cuenta y se le cayó.

– ¿Podría haber salido de algún otro sitio? -preguntó Saint James.

Los Duffy lo pensaron. Se lanzaron otra mirada. Valerie fue quien dijo lenta y pensativamente:

– No se me ocurre ninguno.


Al entrar con su coche en Fort Road, Frank Ouseley sintió que iba a tener un ataque de asma. No estaba lejos de Le Reposoir y, como en realidad no había estado expuesto a nada que pudiera alterarle los bronquios, tuvo que llegar a la conclusión de que estaba reaccionando por adelantado a la conversación que se disponía a mantener.

Ni siquiera se trataba de un diálogo necesario. Frank no tenía ninguna responsabilidad en cómo había pensado repartir Guy Brouard su dinero en el caso de morir, ya que el hombre nunca le había pedido consejo al respecto. Así que él no tenía por qué encargarse de dar malas noticias a nadie, puesto que dentro de pocos días el contenido del testamento sin duda iba a ser de dominio público, dada la naturaleza de los chismorreos en una isla. Pero todavía sentía una lealtad que tenía sus raíces en sus años de profesor. Sin embargo, no le entusiasmaba lo que tenía que hacer, y la tensión que notaba en el pecho era un reflejo de ello.

Cuando se detuvo en la casa de Fort Road, cogió el inhalador de la guantera y lo utilizó. Esperó un momento hasta que cesó la tensión y entonces vio que, en medio del prado al otro lado de la calle, un hombre alto y delgado y dos niños jugaban a fútbol en el césped. A ninguno se le daba demasiado bien.

Frank se bajó del coche y salió a un viento suave y frío. Se puso el abrigo con dificultad y cruzó al prado. Los árboles que flanqueaban el extremo opuesto estaban bastante pelados en esta zona más alta y expuesta de la isla. Recortadas en el cielo gris, sus ramas se movían como los brazos de un suplicante, y los pájaros se apiñaban en ellas como si observaran a los que jugaban a fútbol.

Frank intentó preparar sus primeras palabras a medida que se acercaba a Bertrand Debiere y sus hijos. Al principio Nobby no lo vio; tanto mejor, porque Frank sabía que seguramente su rostro transmitía lo que su lengua era reacia a revelar.

Los dos niños estaban exultantes de alegría por acaparar toda la atención de su padre. La cara de Nobby, tan a menudo marcada por la angustia, estaba momentáneamente relajada mientras jugaba con ellos, chutando la pelota suavemente en su dirección y dándoles ánimos cuando los niños intentaban devolvérsela. Frank sabía que el mayor tenía seis años; llegaría a ser tan alto como su padre y seguramente igual de desgarbado. El menor sólo tenía cuatro años y era alegre, corría en círculos y agitaba los brazos cuando el balón iba hacia su hermano. Se llamaban Bertrand y Norman, seguramente no eran los mejores nombres para unos niños en esta época; pero no serían conscientes de ello hasta que lo aprendieran en el colegio y comenzaran a suplicar tener un apodo que indicara una aceptación mayor que la que su padre había recibido a manos de sus compañeros de estudios.

Frank se dio cuenta de que, en gran parte, ésa era la razón por la que había ido a visitar a su ex alumno: la adolescencia de Nobby había sido complicada, y él no había hecho todo lo posible para allanarle el camino.

Bertrand hijo fue el primero en verle. Se detuvo a punto de chutar y miró a Frank, con el gorro amarillo de punto calado en la cabeza de forma que le cubría todo el pelo y sólo se le veían los ojos. Por su lado, Norman utilizó el momento para tirarse al suelo y rodar por la hierba como un perro sin atar.

– ¡Lluvia, lluvia, lluvia! -gritó por alguna razón y agitó las piernas en el aire.

Nobby se dio la vuelta hacia la dirección en la que miraba su hijo mayor. Al ver a Frank, cogió la pelota que por fin Bertrand hijo había logrado chutar y se la lanzó de nuevo diciendo:

– Vigila a tu hermano pequeño, Bert. -Y fue a reunirse con Frank mientras Bertrand hijo se tiraba de inmediato encima de su hermano y empezaba a hacerle cosquillas por el cuello.

Nobby saludó a Frank con la cabeza y dijo:

– Se les dan los deportes tan bien como a mí. Norman promete algo, aunque tiene la concentración de un mosquito. Pero son buenos chavales, en especial en el colegio. Bert suma y lee de maravilla. Es demasiado pronto para ver cómo le irá a Norman.

Frank sabía que aquel dato significaría mucho para Nobby, que había tenido que cargar con problemas de aprendizaje y con el hecho de que sus padres creyeran que esos problemas se debían a que era el único hijo varón -y, por lo tanto, tenía un desarrollo más lento- en una familia de chicas.

– Lo han heredado de su madre. Qué suerte tienen -dijo Nobby-. Bert -gritó-, no seas tan bruto.

– Vale, papá -contestó el niño.

Frank vio que Nobby se hinchaba de orgullo al escuchar aquellas palabras, pero sobre todo al oír “papá”, una palabra que sabía que para Nobby Debiere lo significaba todo. Precisamente porque su familia era el centro de su universo, Nobby se encontraba ahora en esta situación. Hacía tiempo que sus necesidades -reales e imaginadas- eran primordiales para él.

Aparte de las palabras sobre sus hijos, el arquitecto no le dijo nada más mientras se acercaba a él. En cuando se alejó de los niños, su rostro se endureció, como si se armara de valor para lo que sabía que se avecinaba, y en sus ojos brilló una animosidad expectante. Frank vio que deseaba empezar diciéndole que él no podía responsabilizarse de ningún modo de las decisiones que Nobby había tomado impulsivamente, pero el hecho era que sí sentía un cierto grado de responsabilidad. Y sabía que nacía de la incapacidad de haber sido más amigo de aquel hombre cuando tan sólo era un chico sentado en su pupitre en el aula y los otros se metían con él porque era demasiado lento y demasiado raro.

– Vengo de Le Reposoir, Nobby -le dijo-. Ya se ha leído el testamento.

Nobby esperó, en silencio. Un músculo se movió en su mejilla.

– Creo que ha sido la madre de Adrián quien ha insistido en que se leyera -continuó Frank-. Parece participar en un drama que el resto de nosotros desconocemos.

– ¿Y? -dijo Nobby. Se las arregló para aparentar indiferencia, pero Frank sabía que no era lo que sentía.

– Es un poco raro, me temo. No es tan sencillo como cabría esperar, mirándolo bien. -Frank pasó a explicar los términos simples del testamento: la cuenta corriente, la cartera de valores, Adrián Brouard y sus hermanas, los dos adolescentes de la isla.

Nobby frunció el ceño.

– Pero ¿qué ha hecho con…? El patrimonio debe de ser enorme. Tiene que haber más que una cuenta y una cartera de valores. ¿Cómo se las ha ingeniado?

– Ruth -dijo Frank.

– No puede haberle dejado Le Reposoir a ella.

– No. Claro que no. La ley se lo habría impedido. Dejársela a ella era imposible.

– ¿Entonces?

– No lo sé. Habrá hecho alguna maniobra legal. Encontraría alguna. Y Ruth aprobaría lo que él quisiera.

Al oír aquello, Nobby sintió que se le distendía un poco la columna y se le relajaban los párpados.

– Eso es bueno, ¿no? Ruth conoce cuáles eran sus planes, qué quería que se hiciera. Seguirá adelante con el proyecto. Cuando empiece, no habrá problema para sentarse con ella y echar un vistazo a los dibujos y planos de California, para que vea que Guy escogió el peor proyecto posible: totalmente inadecuado para el lugar, por no mencionar para esta zona del planeta. No tiene el mantenimiento más económico precisamente. En cuanto a los gastos del edificio…

– Nobby -le interrumpió Frank-. No es tan sencillo.

Detrás de él, uno de los niños chilló, y Nobby se dio la vuelta y vio que Bertrand hijo se había quitado el gorro de punto y se lo estaba colocando en la cara a su hermano pequeño.

– Bert, basta -gritó Nobby con dureza-. Si no sabes jugar, tendrás que quedarte dentro con mamá.

– Pero yo sólo…

– ¡Bertrand!

El niño le quitó el gorro a su hermano y se puso a chutar la pelota por el césped. Norman salió a perseguirle. Nobby los observó un momento antes de centrarse de nuevo en Frank. Su expresión, de la que había desaparecido un alivio demasiado breve, ahora mostraba recelo.

– ¿No es tan sencillo? -preguntó-. ¿Por qué, Frank? ¿Qué podría ser más sencillo? No estarás diciendo que te gustó el diseño del americano, ¿verdad? ¿Más que el mío?

– No digo eso. No.

– ¿Entonces?

– Es lo que se da a entender en el testamento.

– Pero acabas de decir que Ruth… -Las facciones de Nobby volvieron a endurecerse, una mirada que Frank recordó de su adolescencia, esa rabia que sentía cuando era un joven entre muchos, el solitario que no conoció la amistad que podría haber facilitado el camino o, al menos, hacerlo menos solitario-. Entonces, ¿qué se da a entender en el testamento?

Frank había pensado en ello. Se lo había planteado desde todos los puntos de vista durante el trayecto de Le Reposoir a Fort Road. Si Guy Brouard hubiera querido que el proyecto del museo siguiera adelante, lo habría reflejado en el testamento. Independientemente de cómo o cuándo hubiera repartido el resto de su patrimonio, habría dejado un legado adecuado destinado al museo de la guerra. No lo había hecho, y para Frank aquello dejaba claro cuál era su última voluntad.

Le contó lo que pensaba a Nobby Debiere, quien escuchó con una expresión de creciente incredulidad.

– ¿Te has vuelto loco? -le preguntó Nobby cuando Frank acabó su comentario-. Entonces, ¿a qué venían la fiesta, el gran anuncio, el champán y los fuegos artificiales, la exhibición memorable de ese maldito alzado?

– No sé explicarlo. Sólo puedo analizar los hechos que tenemos.

– Una parte de los hechos es lo que pasó esa noche, Frank. Y lo que dijo. Y cómo actuó.

– Sí, pero ¿qué dijo en realidad? -insistió Frank-. ¿Habló de poner los cimientos, de fechas de finalización? ¿No es extraño que no dijera nada de todo eso? Creo que sólo hay una razón.

– ¿Cuál?

– No tenía intención de construir el museo.

Nobby se quedó mirando a Frank mientras sus hijos retozaban en el césped detrás de él. A lo lejos, desde la dirección de Fort George, una figura con un chándal azul corría por el césped con un perro atado a una correa. Soltó al animal y éste trotó libremente, con las orejas saltando mientras corría hacia los arboles. Los hijos de Nobby gritaron alegres, pero su padre no se volvió como antes, sino que miró detrás de Frank hacia las casas de Fort Road y, en particular, a la suya: una construcción amarilla grande de bordes blancos, con un jardín detrás para que jugaran los niños. Frank sabía que en el interior, Caroline Debiere seguramente estaría trabajando en su novela, la novela soñada durante tanto tiempo que Nobby había insistido en que escribiera, y por la que había dejado su trabajo como articulista de Architectural Review, que era la profesión que ejercía encantada antes de que ella y Nobby se conocieran y diseñaran para ellos una colección de sueños que se habían frustrado con la cruda realidad que acarreaba la muerte de Guy Brouard.

La piel de Nobby se tiñó de rojo mientras asimilaba las palabras de Frank y lo que implicaban.

– No te-tenía in-in-intención… ¿Nunca? ¿Qu-quieres dedecir que el muy ca-cabrón…? -Se calló. Intentó calmarse, pero no pareció conseguirlo.

Frank le ayudó.

– No quiero decir que nos tomara el pelo. Pero sí que creo que cambió de opinión, por algún motivo. Creo que es lo que pasó.

– ¿Qu-qué hay de la fiesta, entonces?

– No lo sé.

– Qu-qué… -Nobby cerró los ojos con fuerza. Hizo una mueca. Pronunció la palabra “justo” tres veces, como si fuera un conjuro que lo liberaría de su desgracia y, cuando volvió a hablar, su tartamudeo estaba controlado. Repitió-: ¿Qué hay del gran anuncio, Frank? ¿Y del dibujo? Lo sacó. Tú estabas allí. Se lo enseñó a todo el mundo. Él… Dios mío. ¿Por qué lo hizo?

– No lo sé. No sabría decir. No lo entiendo.

Entonces Nobby lo miró detenidamente. Retrocedió un paso como para examinar mejor a Frank, con los ojos entrecerrados y las facciones más pálidas que nunca.

– Es una broma, ¿verdad? -dijo-. Igual que antes.

– ¿Una broma?

– Tú y Brouard os reís de mí. Tú y los chicos no tuvisteis suficiente entonces, ¿verdad? “No meta a Nobby en nuestro grupo, señor Ouseley. Se levantará delante de la clase a decir la lección y quedaremos todos fatal.”

– No seas ridículo. ¿Has escuchado algo de lo que te he dicho?

– Claro. Ya entiendo cómo lo hicisteis. Dale esperanzas y luego arrebátaselas. Deja que crea que el encargo es suyo y luego fastídiale los planes. Las normas son las mismas. Sólo que el juego es distinto.

– Nobby -dijo Frank-, escúchate. ¿Realmente crees que Guy organizó esto, que organizó todo esto, por el simple placer de humillarte?

– Sí -dijo.

– Qué tontería. ¿Por qué?

– Porque le gustaba. Porque le daba la vidilla que perdió cuando vendió su negocio. Porque le daba poder.

– Eso no tiene sentido.

– ¿No? Pues mira a su hijo. Mira a Anaïs, pobre estúpida. Y si lo prefieres, Frank, mírate a ti.

“Tenemos que hacer algo al respecto, Frank. Lo ves, ¿verdad?”

Frank apartó la mirada. Notó la tensión, la tensión, la tensión. Sin embargo, una vez más, no había nada en el aire que pudiera obstruir su respiración.

– Me dijo: “Te he ayudado hasta donde he podido” -dijo Nobby en voz baja-. Me dijo: “Te he echado una mano, hijo. Me temo que no puedes esperar más. Y, sin duda, no para siempre, amigo mío”. Pero me lo había prometido, ¿entiendes? Me hizo creer… -Nobby parpadeó con furia y giró la cabeza. Se metió las manos en los bolsillos desanimado. Repitió-: Me hizo creer…

– Sí -murmuró Frank-. Se le daba bien hacer creer.


Saint James y su mujer se separaron a poca distancia de la casa de los Duffy. Ruth Brouard había llamado por teléfono hacia el final de su entrevista, por lo que Saint James le entregó a Deborah el anillo que habían encontrado en la playa. Él volvería a la mansión para encontrarse con la señora Brouard, y Deborah, por su lado, llevaría el anillo envuelto en el pañuelo al inspector en jefe Le Gallez para una posible identificación. Era improbable que encontraran una huella aprovechable, teniendo en cuenta el diseño de la pieza. Pero siempre existía la posibilidad. Puesto que Saint James no tenía el material para examinarlo -por no mencionar la jurisdicción necesaria-, Le Gallez tendría que ocuparse.

– Volveré por mi cuenta y nos encontraremos más tarde en el hotel -le dijo Saint James a su mujer. Luego la miró con seriedad y dijo-: ¿Llevas bien todo esto, Deborah?

No se refería a la misión que le había asignado, sino a lo que habían averiguado por los Duffy, en particular por Valerie, que estaba completamente convencida de haber visto a China River siguiendo a Guy Brouard hasta la bahía.

– Tal vez tenga una razón para querer que creamos que había algo entre China y Guy -dijo-. Si sabía camelarse a las mujeres, ¿por qué motivo no podría haberlo hecho también con Valerie?

– Es mayor que las demás.

– Mayor que China. Pero no es mucho mayor que Anaïs Abbott. Unos años, calculo yo. Y aun así tendrá… ¿qué? ¿Veinte años menos que Guy Brouard?

Saint James no podía descartarlo, aunque a sus oídos Deborah pareciera demasiado ansiosa por convencerse. Sin embargo, dijo:

– Le Gallez no nos ha contado todo lo que sabe. Es lógico. Para él soy un desconocido y, aunque no lo fuera, las cosas no funcionan así, el inspector en jefe no abre sus archivos a alguien que normalmente formaría parte del otro bando de una investigación de asesinato. Y yo no soy ni eso. Soy un desconocido que ha venido sin las credenciales adecuadas y en realidad tampoco pinto nada en todo esto.

– Así que crees que hay más: una razón, una conexión, en alguna parte, entre Guy Brouard y China. Simón, yo no lo creo.

Saint James la miró con cariño y pensó en todas las maneras en que la amaba y en todas las maneras en que quería protegerla continuamente. Pero sabía que debía decirle la verdad, así que dijo:

– Sí, cariño. Creo que puede haberla.

Deborah frunció el ceño. Miró detrás de Simón, al lugar en que el sendero de la bahía desaparecía entre unos rododendros densos.

– No puedo creerlo -dijo-. Aunque estuviera muy vulnerable. Por Matt. Ya sabes. Cuando pasan estas cosas, este tipo de rupturas entre hombres y mujeres, tiene que pasar un tiempo, Simón. Una mujer necesita sentir que hay algo más entre ella y el hombre que viene después. No quiere creer que sólo es…, bueno, que sólo es sexo… -Un remolino carmesí se extendió por su cuello y le tiñó las mejillas.

Saint James quiso decir: “Ése fue tu caso, Deborah”. Sabía que, sin darse cuenta, su mujer estaba haciendo el mayor cumplido posible a su amor: le estaba diciendo que no le había resultado fácil estar con Tommy Lynley después de él. Pero no todas las mujeres eran como Deborah. Sabía que algunas necesitarían sentirse reafirmadas mediante la seducción inmediatamente después de terminar una relación larga. Saber que un hombre aún las deseaba sería más importante que saber que ese hombre las amaba. Pero no podía decirlo. Había demasiadas conexiones con el amor que Deborah sintió por Lynley. Había demasiadas implicaciones en su propia amistad con aquel hombre. Así que dijo:

– No descartaremos nada, hasta que sepamos más.

– Sí, haremos eso -dijo ella.

– ¿Nos vemos luego?

– En el hotel.

Saint James le dio un beso breve, luego dos más. La boca de Deborah era suave y su mano le tocó la mejilla y él quiso quedarse con ella aun sabiendo que no podía.

– En la comisaría pregunta por Le Gallez -le dijo-. No le entregues el anillo a nadie más.

– Por supuesto -contestó ella.

Simón volvió a la casa.

Deborah le observó. El aparato ortopédico de la pierna dificultaba lo que, de lo contrario, habría sido una gracia y belleza naturales. Quiso llamarle y explicarle que su forma de conocer a China River nacía de un problema que él no podía entender, que era una forma de forjar una amistad que hacía que dos mujeres se comprendieran a la perfección. Había historias entre mujeres, quería decirle a su marido, que establecían una forma de verdad que no podía destruirse ni negarse nunca, que nunca necesitaba una explicación extensa. La verdad simplemente era, y de qué manera funcionara cada mujer dentro de esa verdad era algo que se fijaba si la amistad era verdadera. Pero ¿cómo explicar eso a un hombre? Y no a cualquier hombre, sino a su marido, que durante más de una década había vivido esforzándose por superar la verdad de su propia discapacidad -por no decir negarla-, tratándola como una mera bagatela cuando ella sabía los estragos que había causado durante la mayor parte de su juventud.

Era imposible. Sólo podía hacer lo que estuviera en su mano para demostrarle que la China River que ella conocía no se habría entregado fácilmente a la seducción, que no habría asesinado a nadie.

Se marchó de la finca y condujo hasta Saint Peter Port, serpenteando hacia la ciudad por la larga pendiente boscosa de Le Val des Terres, y salió justo encima de Havelet Bay. Había algunos peatones en el paseo marítimo. En la calle que descurría por encima de la ladera, las entidades bancadas por las que eran famosas las islas del canal bullirían de actividad en cualquier época del año; pero aquí prácticamente no había señales de vida: no había ningún exiliado fiscal tomando el sol en sus veleros ni ningún turista sacando fotografías del castillo o la ciudad.

Deborah aparcó cerca de su hotel en Ann's Place, a menos de un minuto a pie de la comisaría de policía situada tras el alto muro de piedra del hospital Lañe. Después de apagar el motor, se quedó sentada en el coche un momento. Tenía una hora como mínimo -seguramente más- antes de que Simón regresara de Le Reposoir. Decidió utilizarla alterando ligeramente los planes que su marido había diseñado para ella.

En Saint Peter Port nada se encontraba demasiado lejos de nada. Todo estaba a menos de veinte minutos andando y, en el centro de la ciudad -definido irregularmente por un óvalo deforme de calles que comenzaba en Vauvert y describía una curva en el sentido contrario a las agujas del reloj para acabar en Grange Road-, el tiempo que se invertía para llegar de un punto a otro era la mitad. Sin embargo, como la ciudad existía desde mucho antes de que se inventara el transporte motorizado, las calles apenas tenían la anchura de un coche y describían una curva alrededor de la colina sobre la que había crecido Saint Peter Port, desplegándose sin ton ni son, expandiéndose hacia arriba desde el viejo puerto.

Deborah recorrió estas calles para llegar a los apartamentos Queen Margaret. Pero cuando llegó y llamó a la puerta, vio que no había nadie en el piso de China, lo que resultó frustrante. Deshizo el camino hasta la parte delantera del edificio y pensó qué hacer.

Comprendió que China podía estar en cualquier parte. Podía estar reunida con su abogado, fichando en comisaría, haciendo ejercicio o caminando por las calles. Pero seguramente su hermano estaría con ella, así que Deborah decidió ver si podía encontrarlos. Iría en dirección a la comisaría. Descendería hacia High Street y luego seguiría el camino que al final la llevaría de nuevo al hotel.

Al otro lado de la calle de los apartamentos Queen Margaret, unas escaleras describían un sendero que bajaba por la colina hacia el puerto. Deborah se dirigió a ellas, penetró entre los muros altos y los edificios de piedra y emergió al final en una de las partes más antiguas de la ciudad, donde en un lado de la calle había un edificio de piedra rojiza que en su día había sido magnífico y en el otro una serie de entradas arqueadas de tiendas que vendían flores, regalos y fruta.

El magnífico edificio antiguo tenía ventanas altas y el interior estaba oscuro; parecía abandonado y no había ninguna luz encendida a pesar de que el día era gris. Sin embargo, una parte seguía activa, pues al parecer quedaban algunos tenderetes. Estaban detrás de una puerta azul ancha y gastada que se abría en Market Street a un interior grande y tenebroso. Deborah cruzó hacia esta entrada.

Primero la asaltó un olor inconfundible: la sangre y la carne de una carnicería. En aparadores de cristal se exhibían chuletas y costillas y carnes picadas, pero quedaban muy pocos puestos en lo que en su día, obviamente, había sido un mercado de carne próspero. Aunque el edificio, con su herraje y enlucido decorativo, habría despertado el interés de fotógrafa de China, Deborah sabía que el olor a animal muerto habría espantado enseguida a los River, así que no le sorprendió no encontrarlos allí. Sin embargo, comprobó el resto del edificio para asegurarse, describiendo una ruta a través de un almacén tristemente abandonado en un lugar que en su día había albergado docenas de pequeños negocios prósperos. En una parte central del gran vestíbulo, donde el techo era alto y sus pisadas resonaban de manera inquietante, había una hilera de puestos cerrados, y en uno de ellos estaban escritas las palabras “Safeway, cabrones”, que expresaban los sentimientos de al menos uno de los comerciantes que habían perdido su medio de vida a manos de una cadena de supermercados que, al parecer, había abierto sus puertas en la ciudad.

Al final del mercado de carne, Deborah encontró un puesto de frutas y verduras que aún aguantaba abierto y, detrás, volvía a estar la calle. Se paró a comprar unos lirios de invernadero antes de salir del edificio y detenerse a examinar las otras tiendas que había fuera.

En los arcos de enfrente, vio no sólo los pequeños negocios, sino también a todo el mundo que compraba en ellos, ya que había poca gente. Ni China ni Cherokee se hallaban entre la clientela, así que Deborah se preguntó en qué otro lugar podían estar.

Vio su respuesta justo al lado de las escaleras que había bajado. Un pequeño supermercado rezaba “Cooperativa de las Islas del Canal”, algo que parecía que podría atraer a los River, quienes, a pesar de las bromas, seguían siendo hijos de una madre vegetariana.

Deborah cruzó la calle hacia la tienda y entró. Los oyó enseguida porque el supermercado era pequeño, aunque estaba atestado de estanterías altas que no dejaban ver a los clientes desde los ventanales.

– No quiero nada -decía China con impaciencia-. Si no puedo comer, no puedo comer. ¿Tú podrías comer si estuvieras en mi situación?

– Tiene que haber algo -contestó Cherokee-. Mira. ¿Qué tal una sopa?

– Odio la sopa de lata.

– Pero antes la hacías para cenar.

– Razón de más. ¿Tú querrías algo que te lo recordara? Vivíamos en moteles, Cherokee, lo que es peor que vivir en una caravana.

Deborah giró por la esquina del pasillo y los encontró delante de un pequeño expositor de Campbell's. Cherokee tenía una lata de sopa de tomate en una mano y un paquete de lentejas en la otra. China llevaba una cesta de alambre colgada del brazo. De momento, sólo contenía una barra de pan, un paquete de espaguetis y un bote de salsa de tomate

– ¡Debs! -La sonrisa de Cherokee era en parte un saludo, en parte una expresión de alivio-. Necesito una aliada. No quiere comer.

– Estoy comiendo. -China parecía agotada, más que el día anterior. Tenía unas ojeras terribles. Había intentado disimularlas con maquillaje, pero no había logrado eliminarlas-. Cooperativa de las Islas del Canal. Creía que habría alimentos naturales. Pero… -Hizo un gesto de impotencia señalando la tienda.

Al parecer, los únicos productos frescos que tenía la cooperativa eran huevos, queso, carne preenvasada y pan. Todo lo demás estaba enlatado o congelado. Decepcionante para alguien acostumbrado a curiosear por los mercados de comida orgánica de California.

– Cherokee tiene razón -dijo Deborah-. Tienes que comer.

– No se hable más. -Cherokee comenzó a meter productos en la cesta de alambre sin prestar mucha atención a lo que elegía.

China parecía demasiado abatida para discutir. Al cabo de unos minutos, la compra estaba hecha.

Fuera, Cherokee se mostró impaciente por escuchar un informe sobre lo que había deparado el día hasta el momento para los Saint James. Deborah sugirió que regresaran al piso antes de tener esa conversación, pero China dijo:

– Dios mío, no. Acabo de salir. Demos un paseo.

Así que bajaron al puerto y cruzaron al más largo de los muelles. Llegaba hasta Havelet Bay y se extendía hasta la lengua de tierra en la que se erigía Castle Cornet, centinela del puerto. Siguieron caminando pasada la fortificación, hasta el final, trazando una pequeña curva hasta las aguas del canal.

Y al final del muelle, fue China quien sacó el tema.

– La cosa está mal, ¿verdad? -le dijo a Deborah-. Te lo veo en la cara. Será mejor que lo sueltes ya. -Y a pesar de sus palabras, se volvió a mirar el agua, esa gran masa gris que se agitaba debajo de ellos. No muy lejos, otra isla (¿Sark? ¿Alderney?, se preguntó Deborah) se elevaba como un gigante descansando entre la niebla.

– ¿Qué tienes, Debs? -Cherokee dejó en el suelo las bolsas del supermercado y cogió a su hermana del brazo.

China se apartó de él. Parecía estar preparándose para lo peor. Deborah estaba decidida a describir la situación en un tono positivo. Pero no encontraba nada positivo que comunicar y, aunque lo hubiera habido, sabía que debía relatarles los hechos a sus amigos.

Así que les contó a los River lo que ella y Simón habían logrado descubrir con sus conversaciones en Le Reposoir. Como China no era estúpida, vio la dirección lógica que tomarían los pensamientos de cualquier persona razonable en cuanto quedara claro que no sólo había pasado tiempo con Guy Brouard, sino que también había sido vista -aparentemente y por más de una persona- siguiendo al hombre la mañana en que fue asesinado.

– Crees que tenía un lío con él, ¿verdad, Deborah? -dijo-. Bueno. Esto es genial. -Su voz encerraba una mezcla de animadversión y desesperación.

– En realidad, yo…

– ¿Y por qué no? Todo el mundo debe de pensarlo. Unas horas a solas con él, un par de días… Y era asquerosamente rico, claro. Follamos como locos.

Deborah parpadeó al oír aquel término tan crudo. No era nada propio de la China que había conocido, siempre la más romántica de las dos, enamorada de un hombre durante años, contenta con su futuro de color rosa.

China continuó:

– No me importó que tuviera edad para ser mi abuelo. No, había dinero de por medio. No importa a quién te folles cuando puedes sacar dinero del trabajito, ¿no?

– ¡Chine! -protestó Cherokee-. Dios santo.

Cuando su hermano habló, China pareció darse cuenta de lo que había dicho. Más aún, pareció comprender de repente de qué modo podía aplicarse aquello a la vida de Deborah, porque dijo rápidamente:

– Dios mío, Deborah. Lo siento.

– No pasa nada -dijo Deborah.

– No quería… No estaba pensando en ti y… Ya sabes.

Tommy, pensó Deborah. China quería decir que no había pensado en Tommy ni en el dinero de Tommy. Nunca había importado, pero siempre había estado allí, sólo una de las miles de cosas que parecían tan buenas desde fuera cuando los otros no sabían cómo se sentía una por dentro.

– No pasa nada. Ya lo sé -dijo.

– Es sólo que… -dijo China- ¿De verdad crees que yo…? ¿Con él? ¿Lo crees?

– Sólo te está diciendo lo que sabe, Chine -dijo Cherokee-. Necesitamos saber lo que piensa todo el mundo, ¿no?

China se giró hacia él.

– Escucha, Cherokee. Cállate. No sabes lo que estás… Dios mío, olvídalo. Sólo cállate, ¿vale?

– Sólo intento…

– Bueno, pues deja de intentar. Y deja de revolotear a mi alrededor. No puedo ni respirar. No puedo dar un paso sin que me sigas.

– Mira. Nadie quiere que pases por esto -le dijo Cherokee.

Ella soltó una carcajada que se quebró, pero contuvo el sollozo llevándose un puño a la boca.

– ¿Estás loco o qué? -le preguntó-. Todo el mundo quiere que pase por esto. Necesitan un chivo expiatorio. Yo soy la persona ideal.

– Sí, bueno, por eso ahora tenemos amigos aquí. -Cherokee lanzó una sonrisa a Deborah y luego señaló con la cabeza los lirios que traía-. Amigos con flores. ¿Dónde las has comprado, Debs?

– En el mercado. -Impulsivamente, se las tendió a China-. Ese piso necesita un poco de alegría, creo yo.

China miró las flores, luego al rostro de Deborah.

– Creo que eres la mejor amiga que he tenido nunca -le dijo.

– Me alegro.

China cogió las flores. Su expresión se suavizó al mirarlas.

– Cherokee, déjanos un rato solas, ¿vale? -dijo entonces.

Cherokee miró a su hermana y luego a Deborah y dijo:

– Claro. Las pondré en agua. -Recogió las dos bolsas de la compra y se colocó las flores debajo del brazo.

– Hasta luego, entonces -le dijo a Deborah, y le lanzó una mirada que decía “buena suerte” tan claramente como si hubiera pronunciado las palabras.

Regresó por el muelle. China le observó.

– Sé que tiene buenas intenciones. Sé que está preocupado. Pero tenerlo aquí es peor. Como si tuviera que lidiar con él además de con toda esta situación. -Se abrazó el cuerpo, y en ese momento Deborah vio que sólo llevaba un suéter para protegerse del frío. Su capa aún la tendría la policía, naturalmente. Y esa capa era el quid de la cuestión.

– ¿Dónde dejaste tu capa esa noche? -le dijo Deborah.

Antes de contestar, China examinó el agua un momento.

– ¿La noche de la fiesta? Estaría en mi cuarto. No estuve pendiente. Llevaba todo el día entrando y saliendo; pero debí de subirla en algún momento porque, cuando nos preparamos para marcharnos aquella mañana, estaba… Estoy bastante segura de que estaba en una silla. Junto a la ventana.

– ¿No recuerdas haberla dejado allí?

China negó con la cabeza.

– Seguramente fue un gesto automático. La llevaba puesta, me la quité, la dejé. Nunca he sido una maniática del orden. Ya lo sabes.

– ¿Así que alguien pudo cogerla, utilizarla aquella mañana cuando Guy Brouard bajó a la bahía y luego devolverla?

– Supongo. Pero no veo cómo. O cuándo, siquiera.

– ¿Estaba ahí cuando te fuiste a dormir?

– Puede que sí. -Frunció el ceño-. Pero no lo sé.

– Valerie Duffy jura que te vio siguiéndole, China. -Deborah lo dijo tan delicadamente como pudo-. Ruth Brouard afirma también que te buscó por toda la casa en cuanto vio a alguien desde la ventana que pensó que eras tú.

– ¿Las crees?

– No se trata de lo que yo crea -dijo Deborah-. Se trata de si pudo pasar algo antes para que a la policía le parezca razonable lo que ellas dicen.

– ¿Pasar algo?

– Entre tú y Guy Brouard.

– Ya estamos otra vez.

– No es lo que yo creo. Es lo que la policía…

– Olvídalo -la interrumpió China-. Ven conmigo.

China retrocedió por el muelle. En el paseo marítimo, cruzó sin mirar siquiera si venían coches. Pasó por entre algunos autobuses que esperaban en la estación y trazó una ruta en zigzag hasta Constitution Steps, que dibujaban un signo de interrogación invertido en el lateral de una de las colinas. Estas escaleras -como las que Deborah había bajado hasta el mercado- las llevaron a Clifton Street y a los apartamentos Queen Margaret. China se dirigió por la parte de atrás al piso B. No volvió a pronunciar palabra hasta que estuvo dentro y sentada a una pequeña mesa de la cocina.

– Toma. Lee esto -dijo entonces-. Si es la única forma de conseguir que me creas, puedes comprobar todos los detalles escabrosos si quieres.

– China, sí que te creo -contestó Deborah-. No hace falta que…

– No me digas lo que hace falta -dijo China con insistencia-. Crees que existe la posibilidad de que esté mintiendo.

– Mintiendo no.

– De acuerdo. Que malinterpretara algo. Pero te digo que no pude malinterpretar nada. Y nadie pudo malinterpretar nada porque no pasó nada. No hubo nada entre Guy Brouard y yo, ni entre otra persona y yo. Así que te pido que lo leas tú misma. Para que te asegures. -Le puso en la mano la libreta en la que había escrito su informe sobre los días que había pasado en Le Reposoir.

– Te creo -dijo Deborah.

– Lee -fue la respuesta de China.

Deborah vio que su amiga sólo quedaría satisfecha si leía lo que había anotado. Se sentó a la mesa y cogió la libreta mientras China se acercaba a la encimera, donde Cherokee había dejado las bolsas de la compra y las flores antes de salir para otro lado.

China había sido muy meticulosa, vio Deborah cuando comenzó a leer el documento de su amiga. También demostraba tener una memoria admirable. Parecía haber registrado todas las interacciones con los Brouard y, cuando no había estado con Guy Brouard o su hermana o con los dos juntos, también lo resoñaba. Al parecer, ese tiempo lo pasó con Cherokee y a menudo sola mientras fotografiaba la finca.

Había documentado dónde habían tenido lugar todas las interacciones durante su estancia en Le Reposoir. Por lo tanto, era posible seguir la pista de sus movimientos, lo cual era perfecto porque sin duda alguien podría confirmarlos. Había escrito:

Sala de estar, mirando fotografías históricas de L. R. Presentes: Guy, Ruth, Cherokee y Paul F.

A continuación, figuraban la hora y el día. Y seguía así:

Comedor, almuerzo con Guy, Ruth, Cherokee, Frank O. y Paul F. AA entra después, a la hora del postre, con Pato y Stephen. Miradas asesinas hacia mí. Muchas miradas asesinas hacia Paul F.

Estudio, con Guy, Frank O. y Cherokee, hablamos del futuro museo. Frank O. se marcha. Cherokee se va con él para conocer a su padre y ver el molino de agua. Guy y yo nos quedamos. Ruth entra con AA. Pato está fuera con Stephen y Paul F.

Galería, en lo alto de la casa con Guy. Guy me enseña orgulloso unas fotos, posando para la cámara. Aparece Adrián. Acaba de llegar. Nos presentan.

Jardines, Guy y yo. Hablamos de fotografiar el lugar. Hablamos de Architectural Digest. Hablamos de hacer las cosas por si acaso. Vemos los edificios y los distintos jardines. Echamos comida a las carpas koi.

Habitación de Cherokee, él y yo. Hablamos de si nos quedamos o nos marchamos.

Había seguido escribiendo, elaborando lo que parecía ser un informe obstinado y detallado de lo que había sucedido durante los días precedentes a la muerte de Guy Brouard. Deborah lo leyó todo e intentó buscar momentos clave que alguien hubiera presenciado y utilizado para provocar la situación actual de China.

– ¿Quién es Paul R? -preguntó Deborah.

China se lo explicó: era un protegido de Guy Brouard. Era una especie de padrino suyo. ¿Los británicos tenían padrinos como en Estados Unidos? ¿Un hombre mayor que se hace cargo de un joven que carece de un modelo de comportamiento decente? Esa era la relación entre Guy Brouard y Paul Fielder. El chico nunca decía más de diez palabras seguidas. Sólo miraba a Guy con ojos de cordero degollado y le seguía a todas partes como un perrito.

– ¿Cuántos años tiene el chico?

– Es un adolescente. Es bastante pobre, por la ropa que lleva. Y la bici. Venía casi todos los días con esa carraca, más óxido que otra cosa. Siempre era bienvenido. Su perro también.

El chico, la ropa, el perro. La descripción encajaba con el adolescente con el que ella y Simón habían tropezado de camino a la bahía.

– ¿Estaba en la fiesta? -preguntó Deborah.

– ¿Cuándo?, ¿la noche antes? -Cuando Deborah asintió con la cabeza, China dijo-: Claro. Estaba todo el mundo. Era el acontecimiento social de la temporada o algo así, por lo que pudimos ver.

– ¿Cuántas personas?

China lo pensó.

– ¿Trescientas? Más o menos.

– ¿Todas en un mismo sitio?

– No exactamente. A ver, no era una de esas fiestas abiertas a todo el mundo, pero la gente iba paseándose de un sitio a otro toda la noche. Los del cáterin entraban y salían de la cocina. Había cuatro barras. No era un caos, pero no creo que nadie estuviera pendiente de adonde iba la gente.

– Así que alguien pudo coger la capa -dijo Deborah.

– Supongo. Pero estaba allí cuando la necesité, Debs, cuando Cherokee y yo nos fuimos a la mañana siguiente.

– ¿No visteis a nadie cuando os marchasteis?

– Ni a un alma.

Entonces, se quedaron calladas. China guardó el contenido de las bolsas del supermercado en la minúscula nevera y en el único armario. Buscó algo en donde colocar las flores y por fin se decidió por un cazo. Deborah la observó y meditó sobre cómo preguntar lo que tenía que preguntar, cómo plantear la cuestión sin que su amiga interpretara que desconfiaba de ella o no la apoyaba. Ya tenía suficientes problemas.

– Antes -dijo Deborah-, en uno de los días anteriores, quiero decir, ¿acompañaste a Guy Brouard en su baño matutino? ¿Quizá sólo para verle?

China negó con la cabeza.

– Sabía que iba a nadar a la bahía. Todos le admiraban por ello. Agua fría, por la mañana temprano, la época del año. Creo que le gustaba el respeto que infundía en la gente el que fuera a nadar todos los días. Pero nunca fui a verle.

– ¿Iba alguien?

– Creo que su novia, por cómo hablaba la gente. Del tipo: “Anaïs, ¿no puedes hacer algo para que este hombre entre en razón?”. Y ella: “Ya lo intento cuando voy”.

– ¿Y pudo ir con él esa mañana?

– Si se hubiera quedado a dormir. Pero no sé si se quedó. No se quedó ningún día mientras nosotros, Cherokee y yo, estuvimos aquí.

– Pero ¿se quedaba a veces?

– Lo dejó bastante claro. Me refiero a que se aseguró de que yo lo supiera. Así que es posible que se quedara la noche de la fiesta, pero no creo.

Que China se negara a presentar lo poco que sabía de un modo que pudiera dirigir las sospechas hacia otra persona era algo que a Deborah le resultaba reconfortante. Hablaba de un carácter mucho más fuerte que el suyo.

– China, creo que la policía habría podido abrir muchas vías de investigación en este caso.

– ¿Eso crees? ¿En serio?

– Sí.

Al oír aquello, China pareció desprenderse de algo grande y sin identificar que había llevado dentro desde el momento en que Deborah se había encontrado con ella y su hermano en el supermercado.

– Gracias, Debs -dijo.

– No tienes por qué darme las gracias.

– Sí, sí que tengo que dártelas. Por venir. Por ser mi amiga. Sin ti y Simón, sería víctima de cualquiera. ¿Conoceré a Simón? Me gustaría.

– Claro que le conocerás -dijo Deborah-. Él lo está deseando.

China regresó a la mesa y cogió la libreta. La estudió un momento, como si reflexionara sobre algo, luego se la tendió tan impulsivamente como Deborah le había dado los lirios en el muelle.

– Dásela -le dijo. Dile que la repase a conciencia. Pídele que me interrogue siempre que quiera y tantas veces como crea necesario. Dile que llegue a la verdad.

Deborah cogió el documento y prometió entregárselo a su marido.

Se marchó del piso más animada. Fuera, rodeó el edificio, donde encontró a Cherokee apoyado en una reja al otro lado de la calle y delante de un hotel de vacaciones cerrado en invierno. Llevaba subido el cuello de la chaqueta para resguardarse del frío y bebía una taza de algo humeante mientras observaba los apartamentos Queen Margaret como un policía secreto. Se separó de la reja cuando vio a Deborah y cruzó para acercarse.

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó-. ¿Todo bien? Ha estado nerviosa todo el día.

– Está bien -dijo Deborah-, pero un poco preocupada.

– Quiero hacer algo, pero no me deja. Lo intento, y ella pierde los estribos. Creo que no debería estar sola, así que estoy con ella y le digo que deberíamos salir a dar una vuelta en coche o un paseo o jugar a las cartas o ver la CNN y ver qué está pasando en casa. Pero ella se pone histérica.

– Está asustada. Creo que no quiere que sepas hasta qué punto.

– Soy su hermano.

– Pues quizá es por eso.

Cherokee se quedó pensando en aquello, apuró lo que quedaba de la taza y luego la estrujó entre sus dedos.

– Siempre era ella la que cuidaba de mí -dijo-. Cuando éramos pequeños, cuando mamá…, bueno, era mamá. Las protestas, las causas. No siempre, pero cuando alguien necesitaba a una persona dispuesta a atarse a una secuoya o llevar una pancarta por algo, allí estaba ella. Chine fue la fuerte durante semanas enteras, no yo.

– Te sientes en deuda con ella.

– Mucho, sí. Quiero ayudarla.

Deborah pensó en la necesidad que tenía Cherokee frente a la situación en la que estaban. Miró la hora y decidió que tenían tiempo.

– Ven conmigo -dijo-. Hay algo que puedes hacer.

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