Capítulo 24

Una de las ventajas de ser amigo íntimo del comisario en funciones del Departamento de Investigación Criminal era tener acceso inmediato a él. Saint James sólo tuvo que esperar un momento antes de oír la voz de Tommy al otro lado del hilo telefónico diciéndole:

– Debs consiguió que fueras a Guernsey, ¿eh? Ya me lo imaginaba.

– En realidad no quería que fuera -contestó Saint James-. Logré convencerla de que jugar a la señorita Marple en Saint Peter Port no le convenía a nadie.

Lynley se rio.

– ¿Y cómo va…?

– Adelante, pero con más complicaciones de las que querría. -Saint James puso al día a su amigo sobre la investigación independiente que él y Deborah intentaban llevar a cabo mientras, a la vez, trataban de no interferir en el trabajo de la policía local.

– No sé hasta cuándo podré seguir investigando basándome en el dudoso poder de mi reputación -concluyó.

– ¿Por eso me llamas? -dijo Lynley-. Hablé con Le Gallez cuando Deborah vino a Scotland Yard. Me lo dejó muy claro: no quiere que la Met se inmiscuya en su caso.

– No es eso -se apresuró a tranquilizarle Saint James-. Es sólo si puedes hacer un par de llamadas por mí.

– ¿Qué clase de llamadas? -Lynley parecía cauteloso.

Saint James se lo explicó. Cuando acabó, Lynley le contó que, en realidad, el cuerpo que se ocupaba en el Reino Unido de las cuestiones sobre los bancos ingleses era la Autoridad de Servicios Financieros. Haría lo que pudiera para obtener información del banco que había recibido la transferencia de Guernsey; pero tal vez le requirieran una orden judicial, lo que podría llevar un poco más de tiempo.

– Puede que se trate de algo totalmente legal -le dijo Saint James-. Sabemos que el dinero fue a parar a un grupo llamado International Access en Bracknell. ¿Puedes intentarlo por ahí?

– Puede que tengamos que hacerlo. Veré qué puedo sacar.

Cuando colgó, Saint James bajó al vestíbulo del hotel, donde reconoció que tendría que haberse comprado un móvil hacía tiempo mientras intentaba recalcarle a la recepcionista la importancia de que le localizara si entraba alguna llamada de Londres para él. La mujer anotó la información, y cuando estaba asegurándole de mala gana que le transmitiría cualquier mensaje, Deborah y China regresaron de su excursión a Le Grand Havre.

Los tres se dirigieron al bar del hotel, donde pidieron un café e intercambiaron información. Saint James vio que Deborah había llegado a una serie de conclusiones realistas con los datos que había recabado. Por su parte, China no utilizó estos hechos para intentar moldear la opinión de Saint James respecto al caso, y él tuvo que admirarla por ello. Si estuviera en su situación, dudaba que pudiera ser tan cauto.

– Cynthia Moullin nos ha hablado de una piedra -dijo Deborah para concluir-. Y ha dicho que le había dado esa piedra a Guy Brouard para protegerle. Y su padre quería que se la devolviera. Por lo que me pregunto si no será la misma piedra que se utilizó para ahogarle. El padre tiene un móvil clarísimo. Incluso la encerró hasta que le vino el período para comprobar que no estaba embarazada de Guy Brouard.

Saint James asintió.

– La conjetura de Le Gallez es que alguien pensara utilizar el anillo de la calavera y los huesos cruzados para ahogar a Brouard, pero cambió de idea cuando vio que Brouard llevaba la piedra encima.

– ¿Y ese alguien sería Cherokee? -China no esperó una respuesta-. No tienen más móvil que el que tenían cuando me detuvieron a mí. Y necesitan un móvil para que todo encaje, ¿verdad, Simón?

– En el mejor de los mundos, sí. -Quiso añadir el resto de lo que sabía, que la policía había encontrado algo que sería tan importante como un móvil, pero no estaba dispuesto a compartir esa información con nadie. No era que sospechara que China River o su hermano hubieran cometido el crimen. Más bien sospechaba de todo el mundo y la cautela le decía que no soltara prenda.

Antes de que pudiera seguir -eligiendo entre ganar tiempo y mentir descaradamente-, Deborah habló.

– Cherokee no sabría que Guy Brouard tenía esa piedra.

– A menos que viera que la tenía -dijo Saint James.

– ¿Y cómo pudo verlo? -replicó Deborah-. Cynthia ha dicho que Brouard la llevaba encima. ¿No sugiere eso que la llevaba en un bolsillo y no en la mano?

– Podría ser, sí -dijo Saint James.

– Sin embargo, Henry Moullin sí sabía que la tenía. Le pidió explícitamente a su hija que se la devolviera, es lo que nos ha dicho ella. Si le contó que había dado su amuleto de la suerte o protección para el mal de ojo o lo que sea al hombre con el que estaba furioso, ¿por qué no iba a ir a buscarle y exigirle que se la devolviera?

– No hay nada que nos diga que no lo hiciera -señaló Saint James-. Pero hasta que lo sepamos seguro…

– Le cargamos el muerto a Cherokee -concluyó China con rotundidad. Miró a Deborah como diciendo: “¿Lo ves?”.

A Saint James no le gustó la idea de “chicas contra chicos” que implicaba aquella mirada.

– No descartamos nada. Eso es todo -dijo Saint James.

– Mi hermano no lo hizo -insistió China-. Mira: Anaïs Abbott tiene un móvil. Henry Moullin también tiene móvil. Incluso Stephen Abbott tiene móvil si quería ligarse a Cynthia o quería separar a su madre de Brouard. ¿Dónde encaja Cherokee? En ningún sitio. ¿Y por qué? Porque no lo hizo. No conocía a estas personas más que yo.

– No puedes desechar todo lo que señala a Henry Moullin, no para centrarte en Cherokee, ¿verdad? -añadió Deborah-. No cuando ni siquiera hay nada que indique que podría estar implicado en la muerte de Guy Brouard. -Al parecer, sin embargo, leyó algo en el rostro de Saint James mientras hacía su último comentario, porque dijo-: A menos que sí haya algo. Y debe de haberlo, porque, si no, ¿por qué habrían detenido a Cherokee? Así pues, hay algo, naturalmente. ¿En qué estaría pensando? Has hablado con la policía. ¿Qué te han dicho? ¿Tiene que ver con el anillo?

Saint James miró a China, quien se inclinó hacia él con atención, y luego a su mujer.

– Deborah -dijo negando con la cabeza, y acabó con un suspiro que transmitía su disculpa-. Lo siento, cariño.

Deborah abrió más los ojos al darse cuenta, al parecer, de lo que su marido estaba diciendo y haciendo. Apartó la mirada, y Saint James vio que apretaba las manos en su regazo como si ese gesto fuera a contener su temperamento. Evidentemente, China también lo captó porque se levantó, a pesar de no haberse acabado el café.

– Creo que voy a ver si me dejan hablar con mi hermano, o si puedo encontrar a Holberry y hacer que le dé un mensaje, o… -Dudó. Miraba hacia la puerta del bar, donde dos mujeres cargadas con bolsas de Marks & Spencer entraban para tomarse un descanso en las compras matutinas. Después de ver que se acomodaban, de escuchar su risa tranquila y su charla, China se quedó triste.

– Os busco luego, ¿vale? -dijo mirando a Deborah. Se despidió de Saint James con un movimiento de cabeza y cogió su abrigo.

Deborah gritó su nombre mientras su amiga se marchaba deprisa de la sala, pero China no se dio la vuelta. Deborah sí se giró, hacia su marido.

– ¿Era necesario? -le preguntó-. Casi le has llamado asesino. Y crees que ella también está implicada, ¿verdad? Por eso no has querido decir lo que sabes, no delante de ella. Crees que lo hicieron ellos, juntos, o bien uno de los dos. Es lo que crees, ¿verdad?

– No sabemos que no lo hicieran -contestó Saint James, aunque, en realidad, no era lo que quería decirle a Deborah. En lugar de contestar, sabía que estaba reaccionando al tono de acusación de su mujer, pese a darse cuenta de que esa reacción nacía de la irritación y que era un primer paso para acabar discutiendo con ella.

– ¿Cómo puedes decir eso? -preguntó Deborah.

– ¿Y cómo no puedes decirlo tú, Deborah?

– Porque acabo de contarte lo que hemos averiguado, y no hay nada que tenga que ver con Cherokee o con China.

– No -reconoció-. Lo que has averiguado tú no tiene nada que ver con ellos.

– Pero lo que tú tienes, sí. Es lo que estás diciendo. Y como un buen detective, te lo guardas para ti. Bueno, muy bien. Mejor me vuelvo a Inglaterra. Mejor dejo que…

– Deborah.

– … te ocupes de todo tú solo, ya que estás tan decidido a hacerlo. -Igual que había hecho China, empezó a ponerse el abrigo. Sin embargo, le costó y fue incapaz de hacer la salida dramática que sin duda deseaba hacer.

– Deborah. Siéntate y escucha -dijo Saint James.

– No me hables así. No soy una niña.

– Pues no te comportes como si fueras… -Se calló y levantó las manos, con las palmas hacia ella en un gesto que decía: “Vamos a poner freno a eso”. Se obligó a tranquilizarse y obligó a su voz a sonar razonable-. Lo que yo crea no es importante.

– Entonces, sí que…

– Y -la interrumpió con decisión- lo que tú creas tampoco es importante. Lo único importante son los hechos. Los sentimientos no pueden inmiscuirse en una situación como ésta.

– Dios mío, has tomado una decisión, ¿verdad? ¿Basada en qué?

– No he tomado ninguna decisión. No me corresponde a mí hacerlo, y aunque así fuera, nadie está pidiéndome que tome una decisión.

– ¿Entonces?

– La cosa no pinta bien. Eso es lo que pasa.

– ¿Qué sabes? ¿Qué tienen? -Cuando Saint James no respondió de inmediato, Deborah dijo-: Madre de Dios, ¿no confías en mí? ¿Qué crees que voy a hacer con la información?

– ¿Qué harías si implicara al hermano de tu amiga?

– ¿Qué pregunta es ésa? ¿Qué crees que haría, decírselo?

– El anillo… -Saint James detestaba decirlo, pero había que hacerlo-. Y Cherokee lo reconoció desde el principio; pero aun así, no dijo nada de nada. ¿Cómo explicas eso, Deborah?

– No tengo que explicarlo yo, sino él. El lo explicará.

– ¿Tanto confías en él?

– No es un asesino.

Sin embargo, los hechos sugerían lo contrario, aunque Saint James no podía arriesgarse a revelárselos: Eschscholtzia californica, un frasco en un campo, huellas en el frasco y todo lo que había pasado en el condado de Orange, California.

Se quedó pensando un momento. Todo señalaba a River, con una sola excepción: el movimiento de dinero de Guernsey a Londres.


Margaret estaba junto a la ventana y soltaba una exclamación brusca cada vez que un pájaro pasaba volando más o menos cerca de la casa. Había realizado dos llamadas más a la policía de los estados, exigiendo saber cuándo esperaban hacer algo respecto a ese “ladronzuelo miserable”, y estaba aguardando la llegada de alguien que escuchara su historia y tomara las medidas oportunas. Por su parte, Ruth intentaba concentrarse en su bordado.

Sin embargo, Margaret la distraía profundamente. Decía: “Tendrás que tragarte tus protestas sobre su inocencia dentro de una hora” y “Te enseñaré lo que son la verdad y la honradez”, y otros comentarios editoriales, mientras esperaban. Ruth no sabía qué esperaban, porque lo único que su cuñada había dicho fue: “Se van a ocupar enseguida”, tras realizar la primera llamada a la policía.

A medida que ese “enseguida” se alargaba, Margaret fue inquietándose. Estaba a punto de convencerse para llamar otra vez y exigir medidas por parte de las autoridades, cuando un coche de policía se detuvo enfrente de la casa y gritó:

– ¡Lo tienen!

Fue corriendo a la puerta, y Ruth hizo lo que pudo para seguirla, levantándose de su silla y cojeando detrás de Margaret. Como un huracán, su cuñada salió afuera, donde uno de los dos agentes de uniforme estaba abriendo la puerta trasera del coche. Se metió entre el policía y el ocupante del asiento trasero. Cuando Ruth llegó al fin, Margaret se había montado en el vehículo para agarrar a Paul Fielder del cuello de la camisa y estaba sacándolo con violencia del coche.

– Creías que te habías salido con la tuya, ¿verdad? -le dijo.

– A ver, señora -dijo el agente.

– Dame esa mochila, ¡ladronzuelo!

Paul se revolvió y agarró con fuerza la mochila contra su pecho. Le dio patadas en los tobillos a Margaret.

– Intenta escapar -gritó ella, y le dijo a los policías-: Hagan algo, maldita sea. Quítenle la mochila. La tiene ahí dentro.

El segundo policía llegó del otro lado del coche.

– Está interfiriendo en…

– ¡No tendría que hacerlo si alguno de ustedes hiciera su trabajo!

– Apártese, señora -dijo el primer policía.

– Margaret -dijo Ruth-, sólo le estás asustando. Paul, cielo, ¿puedes entrar en casa? Agentes, ¿pueden ayudarle a entrar, por favor?

Margaret soltó al chico a regañadientes, y Paul fue corriendo hacia Ruth. Tenía los brazos extendidos, y el significado estaba claro. Ella, y nadie más que ella, cogería su mochila.

Ruth condujo al chico y a los agentes al interior de la casa, con la mochila en una mano y el brazo entrelazado con el de Paul. Lo convirtió en un gesto de cordialidad. El chico temblaba como una hoja, y Ruth quiso decirle que no tenía nada que temer. La idea de que hubiera robado algo de Le Reposoir era absurda.

Lamentaba que estuviera pasando por aquella angustia y sabía que la presencia de su cuñada no haría más que agravarla. Ruth se dio cuenta de que tendría que haber hecho algo para evitar que Margaret llamara a la policía. Pero salvo encerrarla en el ático o cortar la línea telefónica, no sabía qué podría haber hecho.

Sin embargo, ahora que el daño estaba hecho, al menos podía impedir que Margaret estuviera presente en el que, sin duda, iba a ser un interrogatorio aterrador para el chico. Así que cuando entraron en el vestíbulo de piedra, dijo:

– Por aquí. ¿Paul, agentes? Si quieren pasar al salón del desayuno… Lo encontrarán bajando los dos escalones después de la chimenea. -Y cuando vio que Paul tenía los ojos clavados en la mochila, le dio una palmadita y le dijo con dulzura-: Ahora la traigo. Ve con ellos, cielo. Estarás a salvo.

Cuando los agentes se llevaron a Paul al salón del desayuno y cerraron la puerta, Ruth se volvió hacia su cuñada.

– He dejado que lo hicieras a tu manera, Margaret. Ahora déjame hacerlo a la mía.

Margaret no tenía un pelo de tonta. Vio por dónde iban los tiros que acabarían con sus planes de enfrentarse al chico que había robado el dinero destinado a su hijo.

– Abre esa mochila y verás la verdad-dijo.

– Lo haré delante de la policía -dijo Ruth-. Si se ha llevado algo…

– Le excusarás -dijo Margaret con amargura-. Naturalmente que lo harás. Excusas a todo el mundo. Es tu forma de vivir, Ruth.

– Podemos hablar después, si es que hay algo más que decir.

– No vas a excluirme de esto. No puedes.

– Es cierto. Pero la policía sí. Y lo hará.

La espalda de Margaret se tensó. Ruth vio que la había derrotado, pero que su cuñada buscaba un último comentario que ilustrara todo lo que había sufrido y seguía sufriendo por culpa de los deleznables Brouard. Sin embargo, al no encontrarlo, se dio la vuelta bruscamente. Ruth esperó hasta que oyó sus pasos en las escaleras.

Cuando se reunió con los dos agentes y Paul Fielder en el salón del desayuno, ofreció al chico una sonrisa llena de ternura.

– Siéntate, cielo -le dijo. Y luego se dirigió a los agentes-: Por favor. -Y señaló dos sillas y el sofá. Paul eligió el sofá, y ella se sentó a su lado. Le dio una palmadita en la mano y murmuró-: Lo siento muchísimo. Me temo que Margaret se sobreexcita.

– Veamos. Han acusado a este chico de robar…

Ruth levantó la mano para frenar al agente.

– Imagino que será cosa de la imaginación febril de mi cuñada. Si ha desaparecido algo, no sé qué es. Este chico tiene mi confianza para moverse tranquilamente por mi casa, con todas mis posesiones dentro. -Para demostrar que así era, devolvió la mochila sin abrir a Paul y dijo-: Sólo lamento haber ocasionado tantas molestias a todo el mundo. Margaret está muy afectada por la muerte de mi hermano. No se comporta de manera racional.

Creía que con aquello terminaría todo, pero se equivocaba. Paul volvió a darle la mochila.

– Vaya, Paul, no te entiendo -dijo ella.

Entonces Paul desabrochó los cierres y sacó un objeto cilindrico: algo que estaba enrollado.

Ruth miró el rollo y luego al chico, perpleja. Los dos agentes se pusieron de pie. Paul puso la ofrenda en la mano de Ruth y, cuando ésta no supo exactamente qué hacer, él se ocupó. La desenrolló y la extendió sobre sus rodillas.

Ruth se quedó mirando.

– Oh, Dios mío -dijo y, de repente, lo comprendió.

Se le nubló la vista y, en un instante, le perdonó todo a su hermano: los secretos que le había ocultado y las mentiras que le había contado, su forma de utilizar a otras personas, la necesidad de ser viril y la obligación de seducir. Una vez más, volvía a ser esa niña pequeña que se agarraba de la mano de su hermano mayor. “N'aie pas peur -le había dicho-. N'aie jamáis peur. On ventrera a la maison.”

Uno de los policías estaba hablando, pero Ruth sólo era vagamente consciente de su voz. Apartó miles de recuerdos de su mente y se las apañó para decir:

– Paul no robó esto. Lo estaba guardando para mí. Siempre ha querido que lo tuviera. Diría que lo estaba cuidando hasta que llegara mi cumpleaños. Guy habría querido que estuviera en un sitio seguro. Y sabía que podía confiar en Paul. Imagino que eso fue lo que pasó.

No podía decir nada más. Se sintió embargada por la emoción, pasmada por la importancia de lo que su hermano había hecho -y los problemas inimaginables que había pasado- para honrarla a ella, a su familia y su herencia.

– Les hemos ocasionado muchas molestias -murmuró a los policías-. Les pido disculpas. -Aquello bastó para animarlos a marcharse.

Señaló el edificio que el dibujante había retratado, los minúsculos obreros que trabajaban en él, la mujer etérea sentada en primer plano con los ojos clavados en el enorme libro que descansaba en su regazo. Tenía el cabello hacia atrás como si una brisa lo meciera. Estaba igual de hermosa que cuando Ruth la había visto por última vez hacía más de sesenta años: eternamente joven e intacta, congelada en el tiempo.

Ruth buscó a Paul y le cogió la mano. Ahora era ella quien temblaba y no podía hablar. Pero podía actuar y eso hizo. Acercó la mano del chico a sus labios y luego se levantó.

Le indicó que la acompañara. Lo llevaría arriba para que pudiera ver por sí mismo y comprendiera totalmente la naturaleza del extraordinario regalo que acababa de darle.


Valerie encontró la nota tras regresar de La Corbiére. Constaba de tres palabras escritas con la letra disciplinada de Kevin: “Recital de Cherie”. El que no hubiera escrito nada más transmitía su disgusto.

Sintió una pequeña puñalada. Había olvidado el concierto de Navidad del colegio de la niña. Se suponía que tenía que acompañar a su marido para aplaudir los esfuerzos vocales de su sobrina de seis años; pero con el temor de necesitar saber qué nivel de responsabilidad tenía en la muerte de Guy Brouard, no había podido pensar en nada más. Tal vez Kevin le había recordado el concierto en el desayuno, pero no lo habría oído. Ya estaba planeando el día: cómo y cuándo podría escabullirse para ir a la Casa de las Conchas sin que la echaran en falta, qué le diría a Henry cuando llegara.

Cuando éste regresó a casa, Valerie estaba quitando la grasa de la superficie de una olla para preparar un caldo de pollo. A su lado, sobre la encimera, descansaba una nueva receta para la sopa. La había recortado de una revista con la esperanza de tentar a Ruth para que comiera.

Kevin entró por la puerta y se quedó observándola con la corbata aflojada y el chaleco desabrochado. Valerie vio que iba demasiado elegante para una fiesta de Navidad presentada por niños menores de diez años y sintió una segunda puñalada al verle: estaba guapo; tendría que haber ido con él.

La mirada de su marido se posó en la nota que había dejado colgada en la nevera.

– Lo siento -dijo Valerie-. Se me olvidó. ¿Cherie estuvo bien?

Kevin asintió. Se quitó la corbata, la enrolló en su mano y la dejó en la mesa junto a un cuenco de nueces. Se despojó de la chaqueta y luego del chaleco. Separó una silla y se sentó.

– ¿Mary Bell está bien? -preguntó Valerie.

– Todo lo bien que cabría esperar, son las primeras navidades sin él.

– También son tus primeras navidades sin él.

– Para mí es distinto.

– Supongo. Pero es bueno que las niñas te tengan a ti.

Se hizo un silencio entre ellos. El caldo de pollo borboteó. Se oyó el crujido de unos neumáticos en el sendero de gravilla, a poca distancia de la ventana de la cocina. Valerie miró fuera y vio que un coche de policía abandonaba los jardines de la finca. Frunció el ceño, regresó a la olla del caldo y añadió el apio cortado. Echó un puñado de sal y esperó a que su marido hablara.

– El coche no estaba cuando lo he necesitado para ir a la ciudad -dijo-. He tenido que coger el Mercedes de Guy.

– Con lo arreglado que ibas, habrá encajado a la perfección en el cuadro. ¿Le gustó a Mary Beth ir en un coche tan elegante?

– He ido solo. Cuando he salido, ya era demasiado tarde para pasar a buscarla. He llegado cuando ya había empezado el concierto. He estado esperándote. Pensaba que habrías salido un momento a algún sitio, a la farmacia a recoger medicamentos para la mansión o algo así.

Valerie repasó otra vez la superficie del caldo, quitando una capa de grasa inexistente. Ruth no se comería una sopa con demasiada grasa. Vería las delicadas manchas ovales y apartaría el tazón. Así que Valerie tenía que estar alerta y poner toda su atención en el caldo de pollo.

– Cherie te ha echado de menos -insistió Kevin-. Tenías que ir.

– Pero Mary Beth no ha preguntado dónde estaba, ¿verdad?

Kevin no respondió.

– Bien… -dijo Valerie en un tono tan agradable como pudo-. Ahora ya tiene las ventanas de su casa bien selladas, ¿no, Kev? ¿No hay más filtraciones?

– ¿Dónde estabas?

Valerie fue a la nevera y miró dentro, intentando pensar qué podía decirle. Fingió examinar el contenido, pero sus pensamientos daban vueltas en su cabeza como mosquitos en torno a la fruta pasada.

Kevin arañó el suelo con la silla cuando se levantó. Se acercó a la nevera y cerró la puerta. Valerie regresó a los fogones, y Kevin la siguió hasta allí. Cuando cogió la cuchara para ocuparse del caldo, él se la arrebató y la dejó con cuidado en el escurrecubiertos.

– Es hora de hablar.

– ¿De qué?

– Creo que ya lo sabes.

Valerie no iba a admitir nada. No podía permitírselo. Así que llevó la conversación por otro lado, aun sabiendo el terrible riesgo que corría de repetir el sufrimiento de su madre: esa maldición del abandono que parecía perseguir a su familia. Había vivido su infancia y su adolescencia bajo su sombra, y había hecho todo lo que había estado en su mano para asegurarse de que nunca tendría que ver la espalda de su esposo mientras se marchaba. Le había sucedido a su madre y a su hermano. Pero había jurado que a ella nunca le pasaría. Creía que, cuando trabajamos y luchamos, nos sacrificamos y amamos, merecemos recibir devoción a cambio. La había tenido durante años y sin ningún atisbo de duda. Aun así, tenía que arriesgarse a perderla para ofrecer protección donde más se necesitaba ahora.

Se preparó y dijo:

– Echas de menos a los chicos, ¿verdad? Es una parte de lo que ha pasado. Hicimos un buen trabajo con ellos, pero ahora tienen su vida y tú echas de menos hacer de padre. Ahí empezó. Vi la añoranza que sentiste la primera vez que las niñas de Mary Beth vinieron a cenar.

No miró a su marido, y él no dijo nada. En cualquier otra situación, podría haber interpretado su silencio como un sí y haber olvidado el resto de la conversación. Pero en esta situación no podía hacerlo, porque olvidar una conversación significaba correr el riesgo de que empezara otra. Llegados a este punto, había pocos temas seguros que escoger, así que eligió ése, diciéndose que al final también habría salido.

– ¿No es verdad, Kev? ¿No es así como empezó todo? -A pesar de haber elegido el tema deliberadamente, de haberlo escogido con la cabeza fría para mantener a salvo para siempre otro conocimiento mucho más terrible, se acordó de su madre y de cómo había sido para ella: las súplicas y las lágrimas y los “No me dejes, haré lo que sea, seré lo que sea, seré ella si me lo pides”. Se prometió a sí misma que si llegaban a ese punto, no reaccionaría igual que su madre.

– Valerie. -La voz de Kevin sonó ronca-. ¿Qué ha pasado con nosotros?

– ¿No lo sabes?

– Dímelo tú.

Ella lo miró.

– ¿Hay un nosotros?

Kevin parecía tan perplejo que, por un instante, Valerie quiso dejarlo ahí, en el punto al que habían llegado, tan cerca del límite, pero sin llegar a cruzarlo. Pero no podía hacerlo.

– ¿De qué estás hablando? -le preguntó.

– De las decisiones -dijo ella-, de alejarse de ellas cuando hay que tomarlas, o de tomar unas cuando hay que alejarse de otras. Es lo que ha pasado. He visto cómo pasaba. Lo he visto del derecho, del revés, he intentado no verlo. Pero da igual, tienes razón. Ha llegado el momento de hablar.

– Val, ¿le contaste…?

Lo detuvo antes de que siguiera por esa dirección.

– Los hombres no se alejan a menos que haya una carencia, Kev -le dijo.

– ¿Alejarse?

– Una carencia, en algún lugar, en lo que ya tienen. Primero pensé: “Bueno, puede comportarse como si fuera su padre sin convertirse en su padre, ¿no? Puede darles lo que un padre da a sus hijas, y sabremos llevarlo bien. Puede ocupar el lugar de Corey en sus vidas. Puede hacer eso. Estará bien si lo hace”. -Tragó saliva y deseó no tener que decirlo. Pero sabía que, como su hermano, en realidad no podía elegir-. Pensé, cuando pensaba en ello, Kev: “No tiene que hacer lo mismo por la mujer de Corey”.

– Espera -dijo Kevin-. Has estado pensando… Mary Beth… ¿Y yo?

Parecía horrorizado. Valerie se habría sentido aliviada si no hubiera necesitado seguir hablando para asegurarse de que borraba de la mente de Kevin cualquier otro pensamiento que no estuviera relacionado con la sospecha de que se había enamorado de la viuda de su hermano.

– ¿No fue así? -le preguntó-. ¿No es así? Quiero que me digas la verdad, Kev. Creo que la merezco.

– Todos queremos la verdad -dijo Kevin-. No sé si la merecemos.

– ¿En un matrimonio? -dijo ella-. Dímelo, Kevin. Quiero saber qué está pasando.

– Nada -dijo-. No sé cómo has podido creer que pasaba algo.

– Sus hijas, sus llamadas, el que necesitara que hicieras esto o lo otro. Estás ahí para ayudarla y echas de menos a los chicos y quieres… Sé que echas de menos a los chicos, Kev.

– Claro que los echo de menos. Soy su padre. ¿Por qué no iba a echarlos de menos? Pero eso no significa… Val, debo a Mary Beth lo que un hermano le debe a su hermana, nada más y nada menos. Imaginaba que tú más que nadie lo comprenderías. ¿A eso venía todo?

– ¿Qué?

– El silencio. Los secretos. Como si estuvieras escondiéndome algo. Es así, ¿verdad? ¿Me ocultas algo? Siempre hablas, pero últimamente no lo haces. Las veces que te he preguntado… -Hizo un gesto con la mano y luego la dejó caer a su lado-. No me has dicho nada. Así que pensaba… -Kevin apartó la mirada, y se puso a examinar el caldo de pollo como si fuera una poción mágica.

– ¿Qué pensabas? -le preguntó Valerie, porque al final tenía que saberlo y él tenía que hablar para que ella pudiera negarlo y, al negarlo, dar por zanjado el asunto.

– Al principio -dijo Kevin-, decidí que se lo habías contado a Henry a pesar de prometer que callarías. Pensé: “Dios santo, le ha contado a su hermano lo de Cyn y cree que se ha cargado a Brouard y no me lo dirá porque yo le advertí que no lo hiciera”. Pero entonces decidí que era otra cosa, algo peor. Peor para mí, quiero decir.

– ¿Qué?

– Le conocía, Val. Tenía a Anaïs, pero ella no era para él. Tenía a Cyn, pero es sólo una cría. Quería a una mujer que fuera una mujer de verdad y que tuviera los conocimientos de una mujer, una que fuera tan necesaria para él como él lo era para ella. Y tú eres esa clase de mujer, Val. Él lo sabía. Me di cuenta de que lo sabía.

– ¿Así que pensaste que el señor Brouard y yo…? -Valerie apenas podía creerlo: no sólo que su marido creyera lo que creía, por muy irracional que fuera, sino también la suerte que tenía de que lo creyera. Parecía tan abatido, que sintió una alegría inmensa. Quería reírse por lo disparatado que era pensar que, de entre todas las mujeres, Guy Brouard pudiera fijarse en ella, con sus manos ásperas de trabajar y su cuerpo de madre, que ningún bisturí de cirujano plástico había arreglado. Quiso decirle a su marido que el estúpido Guy perseguía la juventud y la belleza para sustituir su propia decadencia. Pero en lugar de eso, dijo-: ¿Por qué diablos ibas a pensar eso, cariño?

– Tú no eres reservada -dijo-. Si no era por Henry…

– Y no era por él -dijo mientras sonreía a su marido y permitía que la mentira la poseyera como fuera.

– Entonces, ¿qué podía ser?

– Pero creer que el señor Brouard y yo… ¿Cómo se te ocurre pensar que me interesaría por él?

– No pensaba. Sólo veía. Él era quien era y tú tenías secretos. Él era rico y Dios sabe que nosotros nunca lo seremos y tal vez eso podía influirte. Mientras que tú… Ésa era la parte fácil.

– ¿Por qué?

Kevin abrió las manos. Su rostro le transmitió que lo que estaba a punto de decir era la parte más razonable de la fantasía que había estado viviendo.

– ¿Quién no lo intentaría si tenía la más mínima posibilidad de conseguirlo?

Valerie sintió, por la pregunta que había hecho, por la expresión de su cara y el movimiento de sus brazos, que todo su cuerpo se enternecía. Sintió que la ternura acudía a sus ojos y a sus facciones. Fue hacia él.

– Sólo ha habido un hombre en mi vida, Kevin -le dijo-. Hay pocas mujeres que puedan decirlo, y menos aún que lo digan orgullosas. Yo puedo decirlo y estoy orgullosa de decirlo. Siempre fuiste y has sido el único.

Valerie notó cómo los brazos de Kevin la rodeaban. Éste la atrajo hacia él sin delicadeza. La abrazó sin deseo. Lo que buscaba era seguridad, y lo sabía porque ella también la buscaba.

Afortunadamente, Kevin no le preguntó nada más.

Así que ella no dijo nada de nada.


Margaret abrió su segunda maleta sobre la cama y empezó a sacar más ropa de la cómoda. La había doblado con cuidado cuando llegó, pero ahora no le preocupaba cómo iba a guardarla. Había terminado con aquel lugar y terminado con los Brouard. No sabía cuándo salía el siguiente vuelo a Inglaterra, pero pensaba estar en él.

Había hecho lo que había podido: por su hijo, por su ex cuñada, por todo el mundo, maldita sea. Pero la forma en que Ruth la rechazó fue la gota que colmó el vaso, más aún que su última conversación con Adrián.

– Te diré lo que cree -había anunciado. Había ido a su cuarto a buscarle y no le había encontrado. Al final, lo localizó en el piso de arriba, en la galería donde Guy guardaba parte de las antigüedades que había coleccionado a lo largo de los años junto con la mayoría de las obras de arte. El hecho de que todo aquello pudiera haber sido de Adrián, debiera ser de Adrián… Daba igual que todos los lienzos fueran tonterías modernas, manchas de pintura y figuras que parecían cortadas por un robot de cocina; seguramente eran valiosos, tendrían que haber sido de su hijo, y la idea de que Guy hubiera pasado sus últimos años negando deliberadamente a su hijo lo que le correspondía… Margaret estaba furiosa. Prometió que se vengaría.

Adrián no hacía nada en la galería. Apoltronado en un sillón, simplemente se dedicaba a ser Adrián. Hacía frío allí y, para abrigarse, se había puesto la chaqueta de piel. Tenía las piernas extendidas delante de él y las manos en los bolsillos. La suya podría ser la postura de alguien que ve a su equipo de fútbol humillado en el terreno de juego, pero Adrián no tenía los ojos clavados en un televisor, sino en la repisa de la chimenea. En ella había media docena de fotografías familiares, entre las cuales había una de Adrián con su padre, otra de Adrián con sus hermanastras, y una más de Adrián con su tía.

Margaret dijo su nombre, y luego:

– ¿Me has oído? Ruth cree que no tienes derecho al dinero de tu padre. El también lo creía, según ella. Dice que no creía en “derechos adquiridos”. Ésas han sido sus palabras. Como si tuviéramos que tragarnos ese cuento. Si tu padre hubiera tenido la suerte de que alguien le dejara una herencia, ¿crees que la habría despreciado? ¿Habría dicho: “Oh, Dios santo. No, gracias. No es bueno para mí. Mejor déjasela a alguien cuya pureza no se estropee con dinero inesperado”. No es muy probable. Los dos son unos hipócritas. Lo que hizo, lo hizo para castigarme a través de ti, y ella está feliz como una perdiz de seguir adelante con su plan. ¡Adrián! ¿Me escuchas? ¿Has oído una palabra de lo que te he dicho?

Se preguntó si había escapado a uno de sus estados crepusculares, algo que sería típico de él. “Sumérgete en tu interior durante un período prolongado de catatonía falsa, jovencito. Deja que mamá se ocupe de los detalles difíciles de tu vida.”

Finalmente, Margaret había llegado al límite: la historia de llamadas de las escuelas en las que Adrián fracasaba, los orientadores diciéndole en confianza que realmente al chico no le pasaba nada; los psicólogos con sus expresiones comprensivas informándole de que tenía que dejar volar a su hijo si quería que mejorara; los maridos que consideraban que sus alas protectoras no eran lo suficientemente grandes para amparar a un hijastro con tantos problemas; los hermanos castigados por atormentarle; los profesores sermoneados por entenderle mal; los médicos con los que discutía por ser incapaces de ayudarle; los animales de compañía rechazados por ser incapaces de satisfacerle; los empleados a quienes pedía tres y cuatro oportunidades; los caseros ante los que intercedió; las posibles novias presionadas y manipuladas… Y todo aquello la había conducido a este momento cuando, como mínimo, se suponía que Adrián tenía que escuchar, murmurar una única palabra de agradecimiento, decirle: “Has hecho lo que has podido, mamá”, o tal vez incluso gruñir; pero no, eso era pedirle demasiado, ¿verdad?, era pedirle un pequeño esfuerzo, era pedirle sentido común, que se preocupara de tener una vida que fuera una vida y no sólo una prolongación de la suya porque, Dios santo, Dios santo, una madre debía tener algunas garantías, ¿no? ¿No debía tener al menos la garantía de saber que sus hijos tendrían la voluntad de sobrevivir si los dejaba solos?

Pero la maternidad no le había dado ninguna garantía en absoluto acerca de su hijo mayor. Al ver aquello, Margaret sintió que su determinación al fin se agrietaba.

– ¡Adrián! -dijo, y cuando no le contestó, le dio un fuerte bofetón en la mejilla-. ¡No soy un mueble! -gritó-. ¡Contéstame! Adrián, si no… -Volvió a levantar la mano.

Adrián la detuvo justo cuando empezaba a bajar hacia su cara. La cogió con fuerza y siguió agarrándola mientras se levantaba. Entonces, la apartó como si fuera basura y dijo:

– Siempre empeoras las cosas. No quiero que estés aquí. Vete a casa.

– Dios mío -dijo ella-. ¿Cómo te atreves a…? -Pero no logró decir más.

– Basta -dijo Adrián, y la dejó en la galería.

Por lo tanto, se había marchado a su habitación, donde sacó las maletas de debajo de la cama. Había llenado la primera y ahora estaba con la segunda. Ahora sí que se iría a casa. Lo dejaría a su suerte. Le daría la oportunidad que al parecer buscaba para ver cómo se las arreglaba él solo.

En el sendero, dos puertas de un coche se cerraron una detrás de la otra, y Margaret fue a la ventana. Había oído marcharse a la policía hacía menos de cinco minutos y había visto que no se habían llevado a Fielder con ellos. Esperaba que hubieran regresado a buscarle, que hubieran encontrado un motivo para encerrar al pequeño animal. Pero vio un Ford Escort azul marino, y el conductor y el pasajero estaban enzarzados en una conversación junto al capó.

Reconoció al pasajero de la recepción posterior al entierro de Guy: el hombre discapacitado de aspecto asceta que había visto merodeando cerca de la chimenea. Su acompañante, el conductor, era una mujer pelirroja. Margaret se preguntó qué querrían, a quién habían ido a ver.

Pronto tuvo su respuesta. Porque Adrián apareció en el sendero, procedente de la bahía. El hecho de que los recién llegados estuvieran girados hacia él le dijo a Margaret que seguramente le habían visto en la carretera al entrar con el coche y que estaban esperándole.

Se le encendieron todas las luces de alarma. Independientemente de su determinación anterior de dejar a Adrián a su suerte, que su hijo hablara con unos desconocidos mientras el asesinato de su padre seguía sin esclarecerse significaba que Adrián estaba en peligro.

Margaret sostenía un camisón que iba a guardar en la maleta. Lo lanzó sobre la cama y salió corriendo de su cuarto.

Oyó el murmullo de la voz de Ruth en el estudio de Guy mientras se dirigía a las escaleras. Anotó mentalmente que debía ocuparse más tarde de la negativa de su cuñada a dejar que se enfrentara con ese vándalo en potencia mientras estaba presente la policía. Ahora había que atender una situación más urgente.

Una vez fuera, vio que el hombre y su acompañante pelirroja iban al encuentro de su hijo.

– ¿Hola? -dijo-. ¿Hola? Eh, hola. ¿Puedo ayudarlos en algo? Soy Margaret Chamberlain.

Vio el leve temblor en el rostro de Adrián y lo interpretó como un ligero desprecio. Estuvo a punto de dejarle allí con ellos -bien sabía Dios que se merecía tener que arreglárselas solo-, pero descubrió que no podía hacerlo sin saber primero qué querían exactamente.

Alcanzó a los visitantes y volvió a presentarse. El hombre dijo que se llamaba Simón Allcourt-Saint James, que su acompañante era su mujer, Deborah, y que habían venido a ver a Adrián Brouard. Saint James señaló con la cabeza al hijo de Margaret mientras comunicaba esta información; era uno de esos gestos que decía: “Sé que eres tú”, y que impedía que Adrián escapara en caso de que se lo estuviera planteando.

– ¿Qué desean? -dijo Margaret en un tono agradable-. Soy la madre de Adrián, por cierto.

– ¿Tiene unos minutos? -le preguntó Allcourt-Saint James a Adrián como si Margaret no hubiera hablado claro.

La mujer notó que se encrespaba por dentro, pero intentó mantener el mismo tono de voz agradable de antes.

– Lo siento. No tenemos tiempo para charlas. He de marcharme a Inglaterra, y como Adrián tiene que llevarme a…

– Pasen -dijo Adrián-. Podemos hablar dentro.

– Adrián, cariño -dijo Margaret. Lo miró larga e intensamente, telegrafiando su mensaje: “Deja de comportarte como un estúpido. No tenemos ni idea de quiénes son estas personas”.

Adrián no le hizo caso y los guió hasta la puerta. A Margaret no le quedó más remedio que seguirlos.

– Bueno, sí. Supongo que sí tenemos unos minutos, ¿no? -dijo esforzándose por representar un frente unido.

Margaret les habría obligado a mantener la charla de pie en el vestíbulo de piedra donde hacía frío y sólo había sillas duras contra las paredes para sentarse: lo mejor para hacer que su visita fuera breve. Sin embargo, Adrián los llevó al salón de arriba. Una vez allí, tuvo la sensatez de no pedirle que se fuera, y Margaret se acomodó en el centro de uno de los sofás para asegurarse de que su presencia no pasaba inadvertida.

A Saint James -puesto que así fue como le pidió que lo llamara cuando utilizó su apellido compuesto- no pareció importarle que fuera a presenciar lo que tuviera que decirle a su hijo. Tampoco su mujer, que se sentó junto a Margaret en el sofá sin que nadie se lo pidiera y se mantuvo vigilante como si le hubieran dicho que estudiara a todos los participantes en la conversación. Por su parte, Adrián no parecía preocupado porque dos desconocidos hubieran ido a hablar con él. Tampoco se inquietó cuando Saint James comenzó a hablar sobre un dinero -una gran cantidad de dinero- que había desaparecido del patrimonio de su padre.

Margaret tardó un momento en digerir las implicaciones de lo que Saint James estaba revelando y darse cuenta de hasta qué punto la herencia de Adrián acababa de quedar diezmada. Con lo mísera que era ya, considerando lo que tendría que haber sido si Guy no hubiera impedido ingeniosamente que su hijo se beneficiara de su fortuna, ahora parecía que la cantidad era mucho menor de lo que incluso había imaginado.

– ¿Nos está diciendo que en realidad…? -empezó a decir Margaret.

– Madre -la interrumpió Adrián-. Siga -le dijo entonces a Saint James.

Al parecer, el londinense había venido para algo más que para comunicar simplemente el cambio en las expectativas de Adrián. Les dijo que durante los últimos ocho o nueve meses, Guy había enviado dinero fuera de Guernsey, y Saint James estaba allí para ver si Adrián sabía algo acerca de por qué su padre había transferido grandes cantidades de dinero a una cuenta en Londres con una dirección en Bracknell. Contó a Adrián que tenía a alguien en Londres que se ocupaba de esa información, pero si el señor Brouard pudiera facilitarles el trabajo proporcionándoles detalles que tuviera…

Lo que significaba eso estaba claro como el agua y, antes de que Adrián pudiera hablar, Margaret dijo:

– ¿Cuál es su trabajo exactamente, señor Saint James? Sinceramente, y, por favor, comprenda que no es mi intención ser maleducada, no veo por qué mi hijo tendría que responder a sus preguntas, sean las que sean. -Aquello debería haber bastado para advertir a Adrián de que cerrara el pico; pero naturalmente, no fue así.

– No sé por qué mi padre tendría que mandar dinero a ningún sitio -dijo Adrián.

– ¿No se lo mandaba a usted? ¿Por motivos personales? ¿Algún negocio? ¿O por cualquier otro motivo? ¿Algún tipo de deuda?

Adrián sacó un paquete de tabaco arrugado del bolsillo de los vaqueros. Cogió un cigarrillo y lo encendió.

– Mi padre no apoyaba mis negocios -dijo-, ni nada que yo hiciera. Yo quería, pero no lo hizo. Eso es todo.

Margaret se estremeció por dentro. Su hijo no podía oír cómo sonaba eso. No podía saber qué parecía. Y les ofrecería más de lo que pedían. ¿Por qué no cuando le brindaban una ocasión tan maravillosa de herirla? Se habían peleado y ahí estaba la oportunidad de igualar el resultado, que él aprovecharía sin molestarse en pensar en las ramificaciones de lo que decía. Su hijo era exasperante.

– Entonces, ¿no tiene usted ninguna relación con International Access, señor Brouard? -le preguntó Saint James.

– ¿Qué es eso? -preguntó Margaret con cautela.

– El destinatario de todas las transferencias del padre del señor Brouard. Más de dos millones de libras en transacciones, al final.

Margaret intentó parecer interesada más que horrorizada, pero sintió como si le dieran una patada en la boca del estómago. Se obligó a no mirar a su hijo. Y si Guy realmente le había enviado dinero, pensó, y si Adrián también le había mentido acerca de esto… Porque ¿no era International Access el nombre que Adrián había contemplado para la empresa que deseaba montar? Qué típico de él era dar un título al plan antes de ponerlo en marcha. Pero ¿no se llamaba así su invento y la idea brillante que le haría ganar millones si su padre asumía el papel de socio capitalista? Sin embargo, Adrián afirmaba que su padre no había invertido nada en su idea, ni siquiera cincuenta peniques. ¿Y si no era así? ¿Y si Guy había estado dándole dinero todo este tiempo?

Había que ocuparse enseguida de cualquier cosa que hiciera que Adrián pareciera culpable de algo.

– Señor Saint James -dijo Margaret-, puedo asegurarle que si Guy envió dinero a Inglaterra, no se lo envió a Adrián.

– ¿No? -Saint James parecía tan agradable como ella intentaba serlo; pero a Margaret no se le escapó la mirada que intercambió con su mujer, ni tampoco malinterpretó su significado. Como mínimo, les resultaba curioso que hablara por su hijo adulto que parecía perfectamente capaz de hablar por sí mismo. En el peor de los casos, pensaban que era una zorra entrometida. Bueno, que pensaran lo que quisieran. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse que la opinión que dos desconocidos tuvieran de ella.

– Imagino que mi hijo me lo habría contado. Me lo cuenta todo -dijo-. Como no me ha dicho que su padre le mandaba dinero, Guy no le mandó dinero. Ahí lo tienen.

– Por supuesto -dijo Saint James, y miró a Adrián-. ¿Señor Brouard? ¿Tal vez por otros motivos que no eran empresariales?

– Ya se lo ha preguntado -señaló Margaret.

– Creo que no ha respondido -dijo la mujer de Saint James educadamente-. No del todo, quiero decir.

Era exactamente el tipo de mujer que Margaret despreciaba: sentada allí tan apaciblemente con el pelo alborotado y la piel perfecta. Seguramente estaba encantada de que la miraran y no la escucharan, como una esposa victoriana que había aprendido a recostarse y contemplar Inglaterra.

– A ver… -dijo Margaret.

– Mi padre no me dio dinero -la interrumpió Adrián- por ningún motivo.

– Ahí lo tiene -dijo Margaret-. Ahora, si no hay nada más, tenemos mucho que hacer antes de que me vaya. -Empezó a levantarse.

La siguiente pregunta de Saint James la detuvo.

– Entonces, ¿hay alguien más, señor Brouard? ¿Sabe si hay alguien en Inglaterra a quien podría querer ayudar de alguna forma, alguien que podría estar asociado con un grupo llamado International Access?

Aquello era el colmo. Ya le habían dado al hombre lo que quería, maldita sea. Ahora lo que ellos querían era que se marchara.

– Si Guy estaba mandando dinero a algún sitio -dijo Margaret-, seguramente había alguna mujer de por medio. Yo, por lo pronto, les sugiero que investiguen en esa dirección. Adrián, cariño, ¿me ayudas con las maletas? Es hora de irse ya.

– ¿Alguna mujer en particular? -preguntó Saint James-. Conozco su relación con la señora Abbott, pero como está aquí en Guernsey… ¿Hay alguien en Inglaterra con quien deberíamos hablar?

Margaret vio que tendrían que darle el nombre si querían deshacerse de él. Y era mucho mejor que le dieran ellos el nombre y no que lo averiguara y pudiera utilizarlo más adelante para emplumar a su hijo. Si lo sabía por ellos, aún podría parecer inocente. Por otra persona, parecería que tenían algo que esconder. Intentando que su tono fuera informal aunque ligeramente impaciente para mostrar a los intrusos que estaban abusando de su tiempo, le dijo a Adrián:

– Oh… Estaba esa joven con la que viniste a visitar a tu padre el año pasado: tu amiguita ajedrecista. ¿Cómo se llamaba? ¿Carol? ¿Carmen? No, Carmel. Eso es: Carmel Fitzgerald. A Guy le cayó bastante bien, ¿verdad? Incluso tuvieron una aventurilla, creo recordar. En cuanto tu padre supo que tú y ella no erais…, bueno, ya sabes. ¿No se llamaba así, Adrián?

– Papá y Carmel…

Margaret siguió hablando, para asegurarse de que los Saint James lo comprendían.

– A Guy le gustaban las mujeres, y como Carmel y Adrián no eran pareja… Cariño, tal vez se quedó más prendado de Carmel de lo que pensabas. A ti te pareció divertido; me acuerdo. “Papá ha elegido a Carmel como sabor del mes”, eso dijiste. Recuerdo que nos reímos con el juego de palabras. Pero ¿existe la posibilidad de que tu padre se encariñara con ella más de lo que pensabas? Me contaste que Carmel hablaba del tema como una aventura para pasar el rato, pero quizá para Guy fuera algo más importante… No sería muy propio de él comprar el afecto de alguien, pero tal vez fuera porque nunca le hizo falta. Y en el caso de ella… Cariño, ¿tú qué crees?

Margaret aguantó la respiración. Sabía que se había extendido demasiado, pero no le quedó más remedio. Tenía que darle las pistas para que supiera cómo tenía que describir la relación entre su padre y la mujer con la que él había pensado casarse. Lo único que tenía que hacer era recoger el testigo y decir: “Oh, sí, papá y Carmel. Qué risa. Tienen que hablar con ella si buscan adonde ha ido a parar ese dinero”; pero no lo dijo.

En lugar de eso, contestó:

– No sería Carmel. Apenas se conocían. Papá no estaba interesado. No era su tipo.

– Pero me dijiste… -dijo Margaret a su pesar.

Adrián la miró.

– Creo que no. Lo diste por sentado. ¿Y por qué no? Era muy lógico, ¿no?

Margaret vio que los otros dos no tenían ni idea de acerca de qué hablaban madre e hijo, pero no había duda de que les interesaba averiguarlo. Sin embargo, estaba tan desconcertada por la noticia que acababa de darle su hijo, que no pudo asimilarla lo suficientemente deprisa para decidir el daño que provocaría tener delante de ellos la conversación que necesitaba tener con Adrián. Dios santo, ¿acerca de qué más le había mentido? Y si se le ocurría musitar siquiera la palabra “mentira” en presencia de estos londinenses, ¿cómo diablos la utilizarían? ¿Adonde los llevaría eso?

– Me precipité en mis conclusiones. Tu padre siempre… Bueno, ya sabes cómo era con las mujeres. Supuse… Debí de entenderlo mal… Pero sí que dijiste que ella se lo tomó como una aventura para pasar el rato, ¿verdad? Tal vez te referías a otra persona y yo pensé que era Carmel…

Adrián sonrió irónicamente, disfrutando del espectáculo que ofrecía su madre al retractarse de lo que acababa de decir. La dejó con la incertidumbre un poco más antes de intervenir.

– No sé de nadie en Inglaterra -les dijo a los demás-, pero papá se estaba tirando a alguien de la isla. No sé quién era, pero mi tía sí lo sabe.

– ¿Se lo contó?

– Les oí discutir sobre ello. Lo único que puedo decirles es que se trata de alguien joven, porque Ruth amenazó con contárselo al padre de ella. Dijo que si era la única forma de impedir que papá siguiera con una niña, lo haría. -Adrián sonrió sin alegría y añadió-: Mi padre era un mal bicho. No me sorprende que al final alguien lo matara.

Margaret cerró los ojos, deseó fervientemente que algo se la llevara de allí y maldijo a su hijo.

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