Capítulo 32

Frank Ouseley esperó hasta el 21 de diciembre, el día más corto y la noche más larga del año. El sol se pondría temprano, y quería una puesta de sol. Las largas sombras que ofrecía hacían que se sintiera cómodo y le proporcionaban protección frente a los ojos de cualquier curioso que pudiera presenciar sin quererlo el último acto de su drama personal.

A las tres y media, cogió el paquete. Era una caja de cartón, que había estado encima del televisor desde que la había llevado de Saint Sampson a casa. Una cinta adhesiva cerraba las tapas, pero Frank la había arrancado antes para comprobar el contenido. Una bolsa de plástico contenía ahora lo que quedaba de su padre. Cenizas a las cenizas y polvo al polvo. El color de la sustancia estaba entre los dos, más claro y más oscuro simultáneamente, con algún fragmento de hueso de vez en cuando.

Sabía que, en algún lugar de Oriente, la gente escarbaba en las cenizas de los muertos. Los miembros de la familia se reunían y, con unos palillos, cogían lo que quedaba de los huesos. No sabía qué hacían con ellos; probablemente los utilizaban para relicarios familiares, como en su día se habían usado los huesos de los mártires para consagrar las primeras iglesias cristianas. Pero él no pensaba hacer lo mismo con las cenizas de su padre. Los huesos que hubiera formarían parte del lugar en el que Frank había decidido depositar los restos de su padre.

Primero había pensado en el embalse. El sitio donde su madre se había ahogado habría recibido a su padre sin demasiados problemas, aunque no esparciera las cenizas en el agua. Entonces, pensó en el solar cercano a la iglesia de Saint Saviour, donde tenía que haberse construido el museo de la guerra. Pero llegó a la conclusión de que sería un sacrilegio que su padre descansara en un lugar donde se quería honrar a hombres tan radicalmente distintos a él.

Con cuidado, llevó a su padre al Peugeot y lo colocó cómodamente en el asiento del pasajero, protegido por una toalla de playa vieja que utilizaba cuando era pequeño. Con el mismo cuidado, salió de Talbot Valley. Los árboles estaban totalmente pelados, sólo tenían hojas los robles de la cuesta suave de la vertiente sur del valle. E incluso ahí, muchas de las hojas cubrían el suelo, tiñendo los troncos grandes y reconfortantes de los árboles con una capa de color azafrán y sombra.

La luz del día abandonaba Talbot Valley antes que el resto de la isla. Al encontrarse en un paisaje de laderas ondulantes erosionadas por siglos de corrientes, las casas que había de vez en cuando ya mostraban luces brillantes tras las ventanas. Pero a medida que Frank salía del valle y entraba en Saint Andrew, la tierra y la luz cambiaron. Las laderas en las que pastaban las vacas de la isla daban paso a campos y aldeas, donde casas con gran cantidad de invernaderos detrás absorbían y reflejaban los últimos rayos de sol.

Se dirigió hacia el este y llegó a Saint Peter Port por la parte de atrás del hospital Princess Elizabeth. Desde allí, no era muy complicado llegar a Fort George. Aunque el día se estaba apagando, era demasiado pronto para que el tráfico supusiera un problema. Además, en esa época del año, no era demasiado intenso. Cuando se acercara Semana Santa, las carreteras comenzarían a llenarse.

Sólo tuvo que esperar a que un tractor cruzara lentamente la intersección al final de Prince Albert Road. Después, condujo a buen ritmo hasta Fort George, atravesando el grueso arco de piedra justo cuando el sol se reflejaba en los ventanales de las casas que había dentro del fuerte. A pesar de su nombre, hacía tiempo que este lugar no se utilizaba para propósitos militares; pero a diferencia de otras fortalezas de la isla -desde Doyle a Le Crocq-, tampoco era una ruina de granito y ladrillos. Su cercanía a Saint Peter Port, así como sus vistas a Soldiers Bay, lo habían convertido en un paraje excelente para que los exiliados fiscales de los recaudadores de impuestos de Su Majestad construyeran sus casas lujosas. Y eso habían hecho: detrás de setos altos de boj y tejo, detrás de vallas de hierro forjado con verjas eléctricas, sobre céspedes junto a los que había aparcados Mercedes-Benz y Jaguars.

Un coche como el de Frank habría sido visto con recelo si hubiera decidido entrar en el fuerte en lugar de ir directamente al cementerio, que estaba situado, como habían querido la suerte y la ironía, en la parte más escénicamente ventajosa de toda la zona. Ocupaba una ladera que daba al este en la parte sur de los viejos jardines militares. La entrada estaba señalada por un monumento a los caídos de la guerra: una cruz enorme de granito en la que una espada -enterrada en la piedra- repetía la imagen gris cruciforme en la que estaba colocada. La ironía podía ser intencionada. Seguramente lo era. Al cementerio le gustaban las ironías.

Frank aparcó en la gravilla justo debajo del monumento y cruzó la calle hacia la entrada del cementerio. Desde allí vio las pequeñas islas de Herm y Jethou surgiendo entre la neblina al otro lado del agua plácida. También desde allí, una rampa de cemento -construida para evitar la posibilidad de que algún doliente se cayera por las inclemencias del tiempo- bajaba hacia las tumbas que se extendían en varias terrazas a lo largo de la ladera. En ángulo recto respecto a estas terrazas, en un muro de contención de Rocquaine Blue, había un relieve de bronce de unas personas de perfil, tal vez ciudadanos o soldados o víctimas de la guerra. Frank no sabría decir. Pero una inscripción en el relieve -”La vida sigue más allá de la tumba”- sugería que esas figuras de bronce representaban las almas de los difuntos enterrados en este lugar, y la propia talla era una puerta que, cuando se abría, revelaba los nombres de los inhumados.

No los leyó. Simplemente se detuvo, dejó la caja de cartón con las cenizas de su padre en el suelo y la abrió para sacar la bolsa de plástico.

Bajó las escaleras hasta la primera de las terrazas, donde estaban enterrados los valerosos hombres de la isla que habían perdido la vida en la primera guerra mundial. Yacían debajo de olmos viejos en filas precisas y delimitadas por acebos y piracantas. Frank pasó por delante y siguió descendiendo.

Sabía en qué punto del cementerio comenzaría su ceremonia solitaria. Aquí las lápidas señalaban tumbas más recientes que las de la primera guerra mundial, cada una idéntica a la siguiente. Eran de piedra blanca sencilla, con la única decoración de una cruz cuya forma las habría identificado inconfundiblemente si no lo hubieran hecho ya los nombres grabados en ellas.

Frank bajó hasta este grupo de tumbas. Había ciento once, así que metería la mano ciento once veces en la bolsa de las cenizas y ciento once veces dejaría que lo que quedaba de su padre se escapara entre sus dedos y se depositara en la última morada de esos hombres alemanes que habían ido a ocupar la isla de Guernsey y que habían muerto allí.

Comenzó el proceso. Al principio fue horrible: su carne viva en contacto con los restos incinerados de su padre. Cuando el primer fragmento de hueso rozó la palma de su mano, se estremeció y se le revolvió el estómago. Entonces paró y se armó de valor para continuar. Leyó cada nombre, las fechas de nacimiento y defunción, mientras dejaba a su padre en la compañía de aquellos a los que había elegido como compañeros.

Vio que algunos de ellos eran sólo unos crios, chicos de diecinueve y veinte años que quizá se habían alejado de su casa por primera vez. Se preguntó qué habían pensado de este lugar pequeño que era Guernsey después de venir de un país tan grande como el suyo. ¿Les había parecido una avanzada a otro planeta? ¿O había sido un bendito rescate de un combate sangriento en primera línea de fuego? ¿Qué debieron de sentir, al tener ese poder y, a la vez, ser absolutamente despreciados?

Pero no por todos, claro. Ésa era la tragedia de ese lugar y esa época. No todo el mundo los había visto como un enemigo al que menospreciar.

Frank se movió mecánicamente entre las tumbas, descendiendo hilera por hilera hasta que vació por completo la bolsa de plástico. Cuando acabó, caminó hasta el poste al final del cementerio y se quedó un momento allí, mirando hacia arriba a las hileras de tumbas, al camino por el que había bajado.

Vio que, aunque había dejado un pequeño puñado de cenizas de su padre en la morada final de cada soldado alemán, no quedaba rastro de ellas. Las cenizas se habían asentado en las hiedras, los acebos y las enredaderas que crecían en parcelas sobre las tumbas,y allí se habían transformado en mero polvo, una piel delgada que descansaba como una niebla efímera que no sobreviviría a la primera ráfaga de viento.

Ese viento vendría. Traería consigo la lluvia. Esa lluvia haría crecer los arroyos que bajarían de las laderas a los valles y luego al mar. Algo del polvo que era su padre se uniría a ellos. El resto permanecería como parte de la tierra que cubría a los muertos y como parte de la tierra que socorría a los vivos.

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