En la vida hubiera pensando que estaría en este lugar. -Cherokee River se quedó callado un momento para observar la señal giratoria delante de New Scotland Yard. Recorrió con la mirada las letras plateadas y el propio edificio con sus bunkeres protectores, sus guardias uniformados y su aire de autoridad sombría.
– No sé si va a servirnos de algo -admitió Deborah-. Pero creo que vale la pena intentarlo.
Eran casi las diez y media, y por fin empezaba a remitir la lluvia. Lo que era un chaparrón cuando salieron hacia la embajada de Estados Unidos era ahora una llovizna persistente, de la que se refugiaron debajo de uno de los grandes paraguas negros de Simón.
Su estancia había comenzado con bastante optimismo. A pesar del carácter desesperado de la situación de su hermana, Cherokee poseía esa actitud dinámica que Deborah recordaba en la mayoría de los estadounidenses que había conocido en California. Era un ciudadano de los Estados Unidos en una misión a la embajada de su país. Como contribuyente, había dado por sentado que cuando entrara en la embajada y expusiera los hechos, se sucederían las llamadas telefónicas y la liberación de China se efectuaría de inmediato.
Al principio, pareció que la fe de Cherokee en el poder de la embajada estaba muy bien fundada. En cuanto establecieron adonde tenían que dirigirse -a la Sección de Servicios Consulares Especiales, cuya entrada no estaba tras las puertas imponentes y debajo de la imponente bandera de Grosvenor Square, sino a la vuelta de la esquina, en la más apagada Brook Street-, dieron el nombre de Cherokee en recepción, y una llamada telefónica a los despachos interiores de la embajada produjo una respuesta asombrosa y gratamente rápida. Ni siquiera Cherokee había esperado que lo recibiera la jefa de los Servicios Consulares Especiales. Quizá que un subordinado lo llevara ante su presencia, pero no que saliera a recibirlo personalmente a la recepción. Pero eso fue lo que sucedió. La cónsul especial Rachel Freistat -”señorita”, dijo, y su forma de estrechar la mano era vehemente, diseñada para tranquilizar- entró a grandes zancadas en la enorme sala de espera y condujo a Deborah y a Cherokee a su despacho, donde les ofreció café y galletas e insistió en que se sentaran cerca de la estufa eléctrica para secarse.
Resultó ser que Rachel Freistat lo sabía todo. A las veinticuatro horas de la detención de China, había recibido la llamada de la policía de Guernsey. Aquello, les explicó, era el reglamento, un acuerdo entre los países que habían ratificado el Tratado de la Haya. De hecho, había hablado con la propia China y le había preguntado si necesitaba que alguien de la embajada volara a la isla y la atendiera allí.
– Me contestó que no hacía falta -informó la cónsul especial a Deborah y Cherokee-. Si no, habríamos mandado a alguien enseguida.
– Pero sí hace falta -protestó Cherokee-. La están condenando injustamente. Ella lo sabe. ¿Por qué diría…? -Se pasó la mano por el pelo y murmuró-: No entiendo nada.
Rachel Freistat asintió comprensivamente, pero su expresión daba a entender que había oído la anterior afirmación de que a China “la estaban condenando injustamente”.
– Nuestro margen de maniobra es limitado, señor River -dijo la cónsul-. Su hermana lo sabe. Nos hemos puesto en contacto con su abogado, su defensor lo llaman allí, y nos ha asegurado que ha estado presente en todos los interrogatorios de la policía. Estamos dispuestos a realizar cualquier llamada a Estados Unidos que su hermana quiera que hagamos, aunque ella ha especificado que ahora mismo no quería que llamáramos a nadie. Y si la prensa estadounidense se hace eco de la historia, también gestionaremos todas sus preguntas. La prensa local de Guernsey ya está cubriendo lo sucedido, pero tiene las desventajas del aislamiento relativo y la falta de fondos, así que lo único que puede hacer es publicar los pocos detalles que dé la policía.
– Pero ése es el tema -protestó Cherokee-. La policía está haciendo todo lo posible para incriminarla.
En ese momento, la señorita Freistat tomó un sorbo de café. Miró a Cherokee por encima del borde de la taza. Deborah vio que sopesaba las alternativas disponibles cuando había que dar una mala noticia a alguien, y la mujer se tomó su tiempo antes de decidirse.
– Me temo que la embajada americana no puede ayudarle en eso -le dijo al fin-. Aunque sea verdad, no podemos interferir. Si cree que se ha puesto en marcha toda una maquinaria para mandar a su hermana a la cárcel, tiene que buscar ayuda enseguida. Pero tiene que conseguirla desde dentro de su propio sistema, no desde el nuestro.
– Y eso ¿qué significa? -preguntó Cherokee.
– ¿Una especie de detective privado, tal vez…? -contestó la señorita Freistat.
Así que se marcharon de la embajada sin lograr los resultados que esperaban obtener. Se pasaron la siguiente hora descubriendo que encontrar un detective privado en Guernsey era como encontrar un helado en el Sahara. Tras determinar eso, fueron caminando hasta Victoria Street, donde se encontraban ahora, delante de New Scotland Yard, el edificio de hormigón gris y cristal que se alzaba en el corazón de Westminster.
Entraron deprisa, sacudiendo el paraguas sobre la alfombrilla de goma. Deborah dejó a Cherokee mirando la llama eterna mientras ella se dirigía al mostrador de recepción y comunicaba su petición.
– Comisario Lynley. No tenemos cita, pero si está y puede recibirnos… Soy Deborah Saint James.
Había dos policías uniformados detrás del mostrador y los dos examinaron a Deborah y a Cherokee con una intensidad que sugería la creencia tácita de que los dos llevaban explosivos enrollados al cuerpo. Uno realizó una llamada mientras el otro atendía una entrega de Federal Express.
Deborah esperó hasta que el policía le dijo:
– Aguarde unos minutos.
Así que volvió con Cherokee, quien le dijo:
– ¿Crees que esto servirá de algo?
– Es imposible saberlo -contestó ella-. Pero tenemos que intentar algo.
Tommy bajó personalmente a recibirlos al cabo de cinco minutos, lo que Deborah consideró muy buena señal.
– Deb, hola -la saludó-. Qué sorpresa. -Y le dio un beso en la mejilla y esperó a que le presentara a Cherokee.
No se conocían. A pesar de las veces que Tommy había ido a California cuando Deborah vivió allí, su camino y el del hermano de China no se habían cruzado. Tommy había oído hablar de él, naturalmente. Había oído su nombre y era improbable que lo hubiera olvidado, puesto que era poco común comparado con los nombres ingleses.
– Él es Cherokee River -dijo Deborah.
– El hermano de China -fue la respuesta de Tommy, y le estrechó la mano de esa forma tan típica suya.
– ¿Le estás enseñando la ciudad? -le preguntó a Deborah-. ¿O mostrándole que tienes amigos en lugares cuestionables?
– Ninguna de las dos cosas -dijo-. ¿Podríamos hablar contigo, en privado, si tienes tiempo? Se trata de… una consulta profesional.
Tommy levantó una ceja.
– Comprendo -dijo, y los condujo enseguida al ascensor y a las plantas superiores donde se hallaba su despacho.
Como comisario en funciones, no estaba en su lugar habitual, sino en un despacho temporal que ocupaba mientras su superior se recuperaba de un intento de asesinato ocurrido el mes anterior.
– ¿Cómo está el comisario? -preguntó Deborah al ver que Tommy, con su buen corazón, no había sustituido ni una sola de las fotografías que pertenecían al comisario Malcolm Webberly por las suyas.
Tommy negó con la cabeza.
– No muy bien.
– Qué horror.
– Para todos. -Les pidió que tomaran asiento y él se acomodó a su lado, inclinándose hacia delante con los codos sobre las rodillas. Su pose preguntaba: “¿Qué puedo hacer por vosotros?”, lo cual le recordó a Deborah que era un hombre ocupado.
Así que comenzó a contarle por qué habían ido a verle, y Cherokee fue añadiendo los detalles principales que creyó necesarios. Tommy escuchó como siempre hacía, por la experiencia que tenía Deborah: con los ojos marrones clavados en la persona que estuviera hablando y, al parecer, bloqueando cualquier ruido procedente de los despachos cercanos.
– ¿Cuánto llegó tu hermana a conocer al señor Brouard mientras fuisteis sus invitados? -preguntó Tommy cuando Cherokee terminó el relato.
– Pasaron juntos algún tiempo. Conectaron porque a los dos les gustaba la arquitectura. Pero eso fue todo, que yo sepa. Era simpático con ella. Pero también lo fue conmigo. Parecía bastante amable con todo el mundo.
– Quizá no -observó Tommy.
– Bueno, seguro. Es obvio. Si alguien lo mató.
– ¿Cómo murió exactamente?
– Ahogado. Es lo que averiguó el abogado cuando acusaron a China. Es lo único que averiguó, por cierto.
– ¿Quieres decir que lo estrangularon?
– No. Se ahogó. Se ahogó con una piedra.
– ¿Una piedra? -dijo Tommy-. Dios santo. ¿Qué clase de piedra? ¿De la playa?
– Ahora mismo no sabemos nada más. Sólo que es una piedra y que se ahogó por culpa de ella. O, mejor dicho, que mi hermana, de algún modo, lo ahogó con ella, puesto que la han detenido por asesinato.
– Verás, Tommy -añadió Deborah-, no tiene sentido.
– ¿Cómo se supone que lo ahogó con una piedra? -preguntó Cherokee-. ¿ Cómo iba a ahogarlo alguien con una piedra? ¿Qué hizo él? ¿Abrir la boca y dejar que alguien se la metiera en la garganta?
– Es una pregunta que hay que responder -reconoció Lynley.
– Incluso pudo ser un accidente -dijo Cherokee-. Pudo meterse la piedra en la boca por algún motivo.
– Si la policía ha detenido a alguien -dijo Tommy-, habrá pruebas que demuestren lo contrario. Si alguien le metió una piedra en la garganta, se le rasgaría el paladar, posiblemente la lengua. Mientras que si se la tragó por error… Sí. Entiendo que se inclinaran directamente por el asesinato.
– Pero ¿por qué fueron directamente a por China? -preguntó Deborah.
– Habrá otras pruebas, Deb.
– ¡Mi hermana no ha matado a nadie! -Cherokee se levantó al decir aquello. Nervioso, se dirigió a la ventana, luego se volvió para mirarlos-. ¿ Por que nadie lo entiende?
– ¿No puedes hacer nada? -le preguntó Deborah a Tommy-. La embajada nos ha sugerido que contratemos a alguien, pero he pensado que quizá tú… ¿Puedes llamar tú a la policía y hacerles ver que…? Es decir, está claro que no están evaluando todo como deberían. Necesitan que alguien se lo diga.
Tommy juntó los dedos, pensativo.
– Esta situación no concierne al Reino Unido, Deb. La policía de Guernsey recibe formación aquí, cierto. Y puede solicitar ayuda, también es cierto. Pero iniciar nosotros una investigación desde aquí… Si es lo que esperas, no es posible.
– Pero… -Deborah extendió la mano, sabía que estaba rayando la súplica, lo que le pareció absolutamente patético, y dejó caer la mano sobre su regazo-. ¿Tal vez si al menos supieran que desde aquí hay cierto interés…?
Tommy examinó su rostro antes de sonreír.
– Nunca vas a cambiar, ¿verdad? -le preguntó con cariño-. De acuerdo. Espera. Déjame ver qué puedo hacer.
Llevó sólo unos minutos encontrar el número adecuado en Guernsey y localizar al investigador encargado de las pesquisas. El asesinato era algo tan poco habitual en la isla que lo único que tuvo que mencionar Tommy fue esa misma palabra para que le pusieran en contacto con el investigador al mando.
Pero no consiguieron nada con la llamada. Al parecer, New Scotland Yard ni pinchaba ni cortaba en Saint Peter Port, y cuando Tommy explicó quién era y por qué llamaba, ofreciendo cualquier colaboración que pudiera proporcionar la policía metropolitana, le dijeron -como comunicó a Deborah y Cherokee momentos después de colgar- que “en el canal estaba todo bajo control, señor. Y, por cierto, si necesitaban algún tipo de colaboración, la policía de Guernsey solicitaría ayuda a la policía de Cornualles o de Devon, como hacían normalmente”.
– Estamos algo preocupados, dado que la persona detenida es extranjera -dijo Tommy.
Sí, bueno, ¿no era un giro interesante que la policía de Guernsey también fuera capaz de ocuparse de aquella situación sin la ayuda de nadie?
– Lo siento -les dijo a Deborah y a Cherokee al acabar la conversación.
– Entonces, ¿qué diablos vamos a hacer? -Cherokee hablaba más para sí mismo que para los demás.
– Tenéis que encontrar a alguien que esté dispuesto a hablar con las personas implicadas -dijo Tommy como respuesta-. Si alguien de mi equipo estuviera allí de permiso o de vacaciones, os sugeriría que le pidierais que hiciera algunas indagaciones por vosotros. Podéis hacerlo vosotros mismos, pero estaría bien que contarais con el respaldo de un cuerpo policial.
– ¿Qué tenemos que hacer? -preguntó Deborah.
– Alguien tiene que empezar a hacer preguntas -dijo Tommy-, para ver si hay algún testigo que se le haya pasado por alto a la policía. Tenéis que averiguar si ese tal Brouard tenía enemigos: cuántos, quiénes son, dónde viven, dónde estaban cuando lo asesinaron. Necesitáis que alguien evalúe las pruebas. Creedme, la policía tendrá a alguien que estará haciéndolo. Y tenéis que aseguraros de que no se les haya escapado nada.
– En Guernsey no hay nadie -dijo Cherokee-. Debs y yo lo hemos intentado, antes de venir a verte.
– Entonces, pensad en alguien que no sea de Guernsey. -Tommy lanzó una mirada a Deborah, y ella supo qué significaba.
Ya tenían acceso a la persona que necesitaban.
Pero no iba a pedirle ayuda a su marido. Ya estaba demasiado ocupado, y aunque no lo estuviera, Deborah tenía la sensación de que la mayor parte de su vida estaba definida por los incontables momentos en que había recurrido a Simón: desde la época lejana en que la habían acosado en el colegio y su señor Saint James -un chico de diecinueve años con un sentido del juego limpio bien desarrollado- había aterrorizado a sus torturadores, hasta el día de hoy como esposa que a menudo ponía a prueba la paciencia de su marido, quien sólo le exigía que fuera feliz. Sencillamente, no podía agobiarle con esto.
Así que lo afrontarían solos, ella y Cherokee. Se lo debía a China, pero no era sólo eso: se lo debía a sí misma.
Cuando Deborah y Cherokee llegaron al tribunal penal de Oíd Bailey, por primera vez en semanas, un sol fuerte como un té de jazmín brillaba sobre uno de los dos platos de la balanza de la justicia. Ninguno de los dos llevaba ni mochila ni bolso, así que no tuvieron ningún problema para acceder al edificio. Unas preguntas les proporcionaron la respuesta que buscaban: la sala número tres.
La tribuna de los espectadores se encontraba arriba y, entonces, sólo la ocupaban cuatro turistas de temporada baja que llevaban impermeables transparentes y una mujer que agarraba con fuerza un pañuelo. Abajo, la sala se extendía como una escena sacada de una película de época. Estaba el juez -con toga roja e intimidante con sus gafas metálicas y la peluca de la que caían rizos ovejeros hasta los hombros- sentado en una silla de piel verde, una de las cinco colocadas encima de una tarima que lo separaba de sus subordinados. Éstos eran los letrados con toga negra -la defensa y la acusación-, sentados en el primer banco y la primera mesa en ángulos rectos respecto al juez. Detrás estaban sus compañeros: miembros jóvenes del bufete y letrados también. Y delante de ellos estaba el jurado con el actuario en medio, como para arbitrar lo que pudiera pasar en la sala. El banquillo de los acusados estaba justo debajo de la tribuna del público, y allí estaba sentado el acusado con un agente del tribunal. Enfrente de éste se encontraba el estrado, y en él centraron su atención Deborah y Cherokee.
El fiscal estaba concluyendo su contra interrogación al señor Allcourt-Saint James, perito de la defensa. Estaba consultando un documento de muchas páginas, y el hecho de que se dirigiera a Simón diciendo “señor” y “señor Allcourt-Saint James, si es tan amable…” no escondía que ponía en duda las opiniones de cualquier persona que no estuviera de acuerdo con la policía y, por extensión, con las conclusiones de la fiscalía.
– Parece usted insinuar, señor Allcourt-Saint James, que el trabajo del laboratorio del doctor French presenta deficiencias -estaba diciendo el fiscal cuando Deborah y Cherokee se sentaron sigilosamente en un banco delante de la tribuna del público.
– En absoluto -contestó Simón-. Solamente insinúo que los residuos tomados de la piel del acusado podrían deberse fácilmente a su trabajo de jardinero.
– Entonces, ¿insinúa también que es una coincidencia que el señor Casey -el fiscal señaló con la cabeza al hombre sentado en el banquillo de los acusados cuya nuca Deborah y Cherokee podían examinar desde su posición en la tribuna- tuviera en su cuerpo restos de la misma sustancia que se utilizó para envenenar a Constance Garibaldi?
– Como el aldrín se utiliza para exterminar insectos de jardín y como este crimen tuvo lugar durante el punto álgido de la temporada en que es frecuente la aparición de estos insectos, tengo que decir que las cantidades residuales de aldrín en la piel del acusado pueden explicarse fácilmente por su profesión.
– ¿A pesar de las discrepancias que tenía con la señora Garibaldi desde hacía tiempo?
– Así es. Sí.
El fiscal prosiguió el interrogatorio varios minutos más, mirando sus notas y consultando en una ocasión con un compañero de la fila que había detrás de los asientos de los letrados. Al final, despidió a Simón con un “Gracias, señor”, que lo liberó del estrado cuando la defensa no le requirió para nada más. Comenzó a bajar, momento en que vio a Deborah y Cherokee arriba en la tribuna.
Se encontraron con él fuera de la sala, donde les dijo:
– Bueno, ¿qué ha pasado? ¿Os han ayudado los americanos?
Deborah le contó lo que habían averiguado en la embajada a través de Rachel Freistat.
– Tommy tampoco puede ayudarnos, Simón -añadió-. Jurisdicción. Y aunque ése no fuera el problema, la policía de Guernsey pide ayuda a Cornualles o Devon cuando la necesita. No se la pide a la Met. Me ha dado la impresión, ¿a ti no, Cherokee?, de que se pusieron un poco agresivos cuando Tommy mencionó la idea de ayudarlos.
Simón asintió, pellizcándose la barbilla pensativamente. A su alrededor, continuaba el trajín del tribunal penal, con funcionarios que pasaban apresurados con documentos y abogados que caminaban con las cabezas juntas, planeando el siguiente movimiento que harían en sus juicios.
Deborah observó a su marido. Vio que estaba buscando una solución a los problemas de Cherokee y se lo agradeció. Podría haber dicho tranquilamente: “Pues eso es todo. Tendréis que dejar que las cosas sigan su curso y esperar el resultado que se produzca en la isla”, pero él no era así. Sin embargo, Deborah quería tranquilizarlo y decirle que no habían ido a Old Bailey para cargarle con más responsabilidades, sino que estaban allí para comunicarle que saldrían para Guernsey en cuanto Deborah tuviera ocasión de pasarse por casa y recoger algo de ropa.
Así se lo dijo. Ella creyó que Simón se lo agradecía. Se equivocó.
Saint James llegó a una conclusión rápida mientras su esposa le relataba sus planes: mentalmente etiquetó la idea de locura. Pero no iba a decírselo a Deborah. Estaba seria y tenía buenas intenciones y, más aún, estaba preocupada por su amiga de California. Además, había que pensar en el hombre.
Saint James no había tenido ningún problema en ofrecer comida y un techo a Cherokee River. Era lo mínimo que podía hacer por el hermano de la mujer que había sido la mejor amiga de su esposa en Estados Unidos. Pero era una situación muy distinta que Deborah pensara jugar a los detectives con un tipo relativamente desconocido o con quien fuera. Los dos podían acabar metidos en un buen lío con la policía. O peor, si resultaba que se tropezaban con el verdadero asesino de Guy Brouard.
Como tenía la sensación de que no podía pinchar las ilusiones de Deborah tan cruelmente, Saint James intentó encontrar la forma de, simplemente, desinflarlas. Condujo a Deborah y a Cherokee a un lugar donde todos pudieron sentarse y le dijo a Deborah:
– ¿Qué esperáis poder hacer allí?
– Tommy nos ha sugerido…
– Ya sé qué os ha dicho. Pero como habéis averiguado ya, no hay detectives privados en Guernsey para que Cherokee pueda contratar a uno.
– Ya lo sé. Por eso…
– Por tanto, a no ser que ya hayáis encontrado uno en Londres, no sé qué vas a conseguir yendo a Guernsey. A menos que quieras ir para apoyar a China. Lo cual es totalmente comprensible, por supuesto.
Deborah apretó los labios. Simón sabía qué estaba pensando. Hablaba demasiado racionalmente, con demasiada lógica, demasiado como un científico en una situación que requería sentimientos. Y no sólo sentimientos sino acción inmediata, por mucho que no estuviera bien planificada.
– No pienso contratar a un detective privado, Simón -dijo ella con frialdad-. Al principio no. Cherokee y yo… vamos a reunimos con el abogado de China. Examinaremos las pruebas que ha recabado la policía. Hablaremos con cualquiera que quiera hablar con nosotros. No somos policías, así que la gente no tendrá miedo de reunirse con nosotros, y si alguien sabe algo…, si a la policía se le ha pasado algo por alto… Vamos a destapar la verdad.
– China es inocente -añadió Cherokee-. La verdad… Está ahí. En algún lugar. Y China necesita…
– Lo que significa que el culpable es otro -le interrumpió Saint James-. Lo que convierte la situación en excesivamente delicada y peligrosa. -No añadió lo que quería decir en este punto: “Te prohibo que vayas”. No vivían en el siglo XVIII. Deborah era, en cualquier caso, una mujer independiente. Económicamente no, por supuesto. Podía evitar que fuera a Guernsey cerrándole el grifo o lo que se hiciera para aislar económicamente a una mujer. Pero le gustaba pensar que estaba por encima de esa clase de maquinaciones. Siempre había creído que la razón podía utilizarse más eficazmente que la intimidación-. ¿ Cómo localizaréis a la gente con la que queréis hablar?
– Imagino que en Guernsey tendrán listines telefónicos -dijo Deborah.
– Me refiero a cómo sabréis con quién hablar -preguntó Saint James.
– Cherokee lo sabrá. China lo sabrá. Estaban en casa de Brouard. Conocieron a otras personas. Conseguirán los nombres.
– Pero ¿por qué querrían estas personas hablar con Cherokee? ¿O contigo, en realidad, cuando se enteren de tu relación con China?
– No se enterarán.
– ¿No crees que la policía se lo dirá? Y aunque hablen contigo, y también con Cherokee, y aunque controléis esa parte de la situación, ¿qué haréis con el resto?
– ¿Qué…?
– Las pruebas. ¿Cómo pensáis examinarlas? ¿Y cómo las reconoceréis si encontráis más?
– No soporto cuando te… -Deborah se volvió hacia Cherokee. Dijo-: ¿Nos permites un momento?
Cherokee la miró a ella y luego a Saint James.
– Todo esto os está ocasionando demasiados problemas. Ya habéis hecho suficiente: la embajada, Scotland Yard. Dejadme volver a Guernsey y yo…
Deborah le interrumpió con firmeza.
– Déjanos hablar un momento, por favor.
Cherokee miró al marido y luego a la esposa, luego otra vez al marido. Parecía dispuesto a hablar de nuevo, pero no dijo nada. Se fue a inspeccionar una lista con fechas de juicios colgada en un tablón de anuncios.
Deborah arremetió furiosa contra Saint James.
– ¿Por qué haces esto?
– Sólo quiero que veas…
– Crees que soy una incompetente, ¿verdad?
– Eso no es verdad, Deborah.
– Incapaz de mantener algunas conversaciones con personas que podrían estar dispuestas a contarnos algo que no han contado a la policía, algo que podría cambiar las cosas, algo que podría sacar a China de la cárcel.
– Deborah, no es mi intención que pienses…
– Es mi amiga -prosiguió ella en voz baja y furibunda-. Y quiero ayudarla. Estuvo allí, Simón, en California. Fue la única persona… -Deborah se calló. Miró al techo y sacudió la cabeza como si con eso se desprendiera no sólo de la emoción sino también del recuerdo.
Saint James sabía qué estaba recordando. No necesitaba un mapa para ver cómo había llegado Deborah a su destino. China había sido su amiga del alma y su confesora durante los años en que él mismo le había fallado. Sin duda, también había estado allí cuando Deborah se había enamorado de Tommy Lynley y quizá había acompañado sus lágrimas cuando ese amor acabó.
Él lo sabía, pero no podía sacar el tema, del mismo modo que no podía desnudarse en público y exponer su cuerpo lisiado. Así que dijo:
– Cariño, escucha. Sé que quieres ayudar.
– ¿Ah, sí? -dijo ella con rencor.
– Claro que sí. Pero no puedes andar investigando por Guernsey sólo porque quieras ayudar. No tienes los conocimientos necesarios y…
– Vaya, muchas gracias.
– … la policía no se va a mostrar nada dispuesta a colaborar. Y necesitáis su colaboración, Deborah. Si no revelan ninguna de sus pruebas, no tendréis forma de saber a ciencia cierta si China es realmente inocente.
– ¡No pensarás que es la asesina! ¡Dios mío!
– No pienso ni lo uno ni lo otro. No estoy involucrado como lo estás tú. Y eso es lo que necesitas: alguien que tampoco esté involucrado.
Al escuchar sus propias palabras, Simón sintió que se estaba comprometiendo. Deborah no se lo había pedido y, ciertamente, no se lo pediría ahora, después de aquella conversación. Pero vio que era la única solución.
Deborah necesitaba su ayuda, y Simón había pasado más de la mitad de su vida tendiéndole la mano, con independencia de que ella hubiera aceptado su ayuda o no.